lunes, 2 de enero de 2023

No hay música en el mundo, cuento de Maximiliano Barrientos


 

Había tenido el rostro destrozado otras veces, pero ahora, al ver el corte en su ceja derecha, el corte que bajaba en una línea casi recta hasta su pómulo. Al ver la nariz quebrada y el ojo izquierdo cerrado, lo que constató fue algo más que la textura de una carne dañada: constató la derrota, el resumen de los quince minutos que estuvo en el octágono intentando sobrevivir a ese muchacho de ascendencia mexicana que era casi doce años más joven que él y que era más rápido de lo que él había sido jamás, incluso cuando era una promesa a la que apodaron The Bonebreaker.

Esos días quedaron lejanos, los sentía especialmente distantes ahora que estaba encerrado en el baño, luego de que un doctor le hubiera suturado el corte y de haberse duchado. Luego de las palabras de consuelo de Mike, su entrenador de toda la vida.

En los primeros minutos a solas, cuando la violencia en el cuerpo se redujo a una rabia pasiva contra sus propias limitaciones y contra su edad, cayó en cuenta de que no podría seguir mucho más tiempo luchando sin exponer su salud y su cordura. En marzo había cumplido treinta y ocho años y para muchos esa era una buena edad para retirarse, sin embargo, cuando el retiro se planteaba como una opción, buscaba una excusa para posponerlo. El problema era que ahora, al ver cómo había quedado tras la pelea con Joe Meléndez, no se le ocurrió ninguna lo suficientemente inteligente para inducirse la esperanza de que todavía estaba en el juego, de que todavía le quedaban unos años más por delante.

Era la séptima vez que perdía, tenía un récord de 20-7, que si se lo comparaba con el de otros luchadores de la división wélter o de cualquier otra división a secas, no era nada desdeñable. Ninguna derrota había sido por nocaut o por sumisión, pero lo que hacía que esta fuera diferente era la forma bestial en que había sido humillado. Al terminar el combate sus pulmones ardían, cada vez que respiraba era como si metiera arsénico a su organismo.

A pesar de que no recordaba gran parte del combate, recordaba la expresión de su contrincante cuando todo acabó y lo abrazó y le levantó un brazo reconociendo algo parecido a la valentía o a la estupidez por no haber desistido en el primer round, cuando la pelea dejó de ser pelea y se convirtió en una paliza sistemática.

Era compasión lo que vio en los ojos del muchacho cuando sostuvo su mano. La guerra que había amado ahora le pertenecía a otros, a una generación más joven que cuando él se inició en el deporte eran unos niños que miraban fascinados –con una mezcla de miedo, de curiosidad– sus combates en Pay Per View. No hay nada de qué avergonzarse, dijo Meléndez, la cara limpia, sin hematomas ni cortes, apenas una capa de sudor confundido con la vaselina reglamentaria.

Al rato agregó:

Sos leyenda, levantá la cabeza.

Mike no tiró la toalla porque sabía que él no se lo iba a perdonar.

Una leyenda, dijo para nadie, con sarcasmo, solo en el baño, desnudo, pasando un dedo por el corte en el pómulo, por el hilo con el que suturaron su carne.

Por días llevaría una máscara como rostro.

Le dijo a Mike que reflexionaría sobre la cuestión del retiro, le dijo que iría a su cabaña y que estaría incomunicado un tiempo. Mike asintió sin hacer comentarios y pasó una mano por sus hombros. Lo aceptó en su gimnasio cuando él apenas era un muchacho con una facilidad increíble para meterse en líos, tras todos esos años se entendían aun cuando no hablaran.

Su equipo estaba apenado y evitaba mirarlo a los ojos. El entrenador de boxeo, el de jiu-jitsu, el de wrestling se comportaron de forma extraña en su presencia, evitaron entrar en detalles sobre lo que había sido su pelea con Meléndez. Nadie quiso hablar de los problemas técnicos que lo habían llevado a la derrota. La razón era evidente para cualquiera, no se trató de errores específicos, se trató de una pelea injusta porque el otro, el muchacho cuya familia había emigrado de Jalisco, fue superior en todo sentido, fue más hábil en cada uno de los aspectos de la lucha.

Compró la cabaña con el bono que le dieron por Pelea de la Noche cuando cinco años atrás sometió con una kimura al brasileño Renan Soares, luego de tres rounds de un combate parejo en el que cualquiera de los dos –si la pelea hubiera ido a la decisión de los jueces– podría haberse alzado con la victoria. Desde entonces la utilizó como un sitio donde se desconectaba de la rutina del gimnasio.

Al entrar esa mañana de septiembre, cuatro días después de la derrota, dejó su bolsón en su cuarto y se sentó en el sofá. Clavó la vista en la chimenea sucia, con restos de hollín. El olor que respiraba era a podrido, tardó unos segundos en comprender que había algo que apestaba. Recorrió las habitaciones buscando un mapache o una ardilla en estado de descomposición, pero no encontró nada. Abrió todas las ventanas para que el aire disipara la fetidez, pero aun así, el olor persistía.

Se quedó unos segundos de pie, mordiéndose los labios, sin saber qué más hacer, y luego fue a donde había dejado su bolsón y buscó los analgésicos y los antiinflamatorios. Tomó su dosis diaria y salió a los últimos minutos de la tarde. El sol bañaba los árboles. Los colores de las hojas presagiaban el otoño, resplandecían con debilidad, se apagaban de a poco.

Entrada la noche, pescaba en un bote. Se sentía bien allá lejos, en medio de ninguna parte, en esa oscilación monótona que lo adormecía y lo hacía fantasear con cosas sin importancia. Pasó una mano por su rostro, tocó la geografía arrasada de sus facciones.

Metí la cara en una licuadora mexicana, dijo en un español rudimentario.

Fue extraño escucharse en medio de todo ese silencio. Su madre había emigrado de Bolivia en los 70 para comenzar una vida nueva en Stockton, California. Aún recordaba algo del idioma de ella. Casi nunca lo hablaba y cuando lo hacía era como si triturara las palabras, como si estas adquirieran materialidad y él las destrozara al pronunciarlas.

Antes de llegar a la cabaña, mientras conducía su camioneta Ford F-350 XL por el camino de tierra, ya había tomado una decisión, sabía que cuando volviera al gimnasio le comunicaría a Mike que colgaría los guantes, que la pelea con Meléndez había sido la última de su carrera. Saberlo desde tan pronto cambió la predisposición de su ánimo.

Solo en el bote, mirando la incandescencia en el cielo, adormecido por el olor de los árboles lejanos, supo que los días en la cabaña serían más sencillos de lo que había planeado ya que no tendría que hacer ningún balance. Todo había acabado.

Escuchó disparos.

Buscó con la vista a los cazadores en el bosque, pero a su alrededor lo único que había era oscuridad: densa, homogénea, sin límites precisos.

Después de una cena ligera, se recostó en la cama. El olor a podrido persistía, pero ya se había acostumbrado y apenas le molestaba. Intentó dormir, pero lo único que veía al cerrar los ojos era a Meléndez acechándolo con ese jab con el que marcó distancia, o tirándolo al suelo con derribos a una pierna para aplicarle un ground and pound feroz. Apenas lograba ver una mancha con su ojo izquierdo, pero luego de todos esos años combatiendo en el octágono, había aprendido a mentirles a los médicos, y esa fue una de las razones por la que no detuvieron la pelea tras los cinco minutos del round inicial.

Insomne, salió en busca de un poco de aire fresco. Los vio aproximarse abriéndose campo entre unos matorrales. Eran dos cazadores, llevaban el cadáver de un ciervo. Uno de ellos, un gordo canoso y melenudo que vestía una chaqueta camuflada, dijo:

Pensamos que no había nadie, no queremos molestar.

Es inmenso el bicho ese.

El que no había hablado, un muchacho de dieciocho años con los dientes podridos, dijo:

Fue un hijo de puta, nos dio harta pelea.

Disculpe el lenguaje de mi hijo, dijo el más viejo.

No hay problema.

Los hombres estaban agotados. El ciervo pesaba alrededor de doscientos kilos, lo llevaban amarrado al tronco de un arbolito que habían cortado para poder transportarlo.

Si quieren pueden entrar en la cabaña y descansar un rato, iba a hacer café, dijo.

Se le agradece, dijo el más viejo.

Cuando cruzaron el umbral de la puerta, apoyaron los rifles contra una pared.

Disculpen el olor, no sé por qué huele así, dijo.

Ambos hombres se miraron y miraron al luchador. El más viejo dijo:

No huelo nada.

Fue a la cocina y puso agua a hervir, escuchó las voces de los cazadores, hablaban en susurros, le era imposible descifrar lo que decían. Al volver a la sala vio que el muchacho sostenía una botella de whisky.

¿No le molesta?, preguntó el cazador viejo.

En absoluto, dijo.

Al verlo desde tan cerca a la luz de las lámparas de gas, notaron su cara destrozada y la actitud de los cazadores cambió. El muchacho destapó el whisky y bebió un trago largo sin quitarle los ojos de encima.

Cuando la botella ya estaba por acabarse, el muchacho no se contuvo. Dijo:

Lo conozco, sé quién es usted.

Miró al cazador viejo y luego volvió a clavar la vista en el luchador.

Usted es Mark Hernández, dijo.

Él no desmintió al muchacho, pero tampoco hizo ningún gesto de asentimiento.

En serio, usted es Mark Hernández, yo he visto sus peleas. Qué paliza que le dieron hace unas noches.

Callate, dijo el padre.

Pa, él es Mark Hernández, dijo riendo, con la voz alterada por el whisky.

Dio unos pasos hacia donde el luchador bebía una taza de café, que durante horas la había ido mermando de a poco mientras escuchaba al padre y al hijo contar historias de caza.

¿Cuántas veces fue contendiente al título wélter?, dijo el muchacho.

Bill, dijo el cazador viejo, volvé acá. Cerrá la puta boca.

El muchacho se volteó, miró a su padre y dijo:

Es Mark Hernández.

Hizo un ademán de derribo y rió y bebió hasta acabar el contenido de la botella. Miró al luchador y sacudió la cabeza presa de la euforia.

Dijo:

Tardé un tiempo en reconocerlo, pero al final me di cuenta. Por su rostro, por cómo lo tiene me fue difícil darme cuenta.

Se aproximó a donde el luchador estaba de pie, en la misma postura que llevaba desde hacía algún tiempo. Miraba a los dos desde una inexpresividad que ya resultaba grosera. El muchacho comenzó a lanzar fintas, a mover los pies como si boxeara, a hacer amagues de derribo. Reía, miraba a su padre.

Enséñeme algunos trucos, dijo.

El cazador viejo intentó sacarlo de la cabaña pero el muchacho estaba borracho y empujó a su padre, lo tiró al piso. La botella de whisky rodó hasta dar con la puerta, quedó a unos centímetros de las culatas de los rifles. Algo cambió en su expresión, de pronto ya no parecía solo un niño acelerado.

Enséñeme algunos trucos, o es que ya está demasiado viejo, dijo.

Volvió a lanzar fintas al aire y cuando se aburrió de la indolencia del luchador, lo empujó.

Te quebraste con la paliza de hace unos días, dijo.

Bill, dijo el padre, que no se había levantado del piso. Borracho como su hijo, intentaba quitarse el pelo del rostro. Desde esa posición parecía un anciano.

El muchacho lanzó un volado de derecha que el luchador esquivó con facilidad. Respondió. Lo golpeó con un corto al hígado que hizo que el muchacho cayera de rodillas, sus piernas de pronto se convirtieron en mantequilla, y se fue abajo. El cazador viejo se arrastró a donde su hijo seguía hincado, respirando de forma ruidosa, convertido en un bulto por el dolor.

Tenemos que irnos, dijo. Ponete de pie.

El muchacho intentó hablar pero no pudo. Tosió. Miró con odio a su padre. El luchador le extendió una mano, pero se la rechazó, lo insultó y siguió en esa posición, reprimiendo el vómito.

Se va a levantar solo cuando se recupere, es orgulloso, dijo el cazador viejo, ya de pie.

El luchador miró los rifles y la botella de whisky, miró los árboles en la noche y recordó una vez más el intento de Meléndez, en el tercer round, de someterlo con una guillotina. Él ya estaba agotado y era cuestión de unos segundos más, pero su cuerpo estaba cubierto de sudor, lo que hizo que el mexicano no cerrara la llave. Escuchaba la respiración del muchacho y escuchaba la respiración de Meléndez, escuchaba la suya propia cuando estaba en la lona evitando ser estrangulado, cuando creyó que sus pulmones se quebrarían de tanto esfuerzo. Las tres respiraciones eran un solo ruido en su cabeza.

Mark, dijo el muchacho.

Seguía agarrándose la zona hepática, pero su voz ya no estaba rota por el dolor.

¿No vas a dar problemas?, preguntó el luchador.

Mark, dijo otra vez el muchacho, y extendió una mano.

Cuando se acercó para ayudarlo a ponerse en pie, el muchacho fue rápido, como si lo hubiera hecho otras veces. Clavó un puñal en su vientre, lo enterró hondo. El luchador había visto su propia sangre miles de veces, pero esta vez brotaba de forma desmedida, en segundos empapó su polera y su pantalón. El muchacho se puso de pie y clavó otra vez el cuchillo en su vientre y el luchador no hizo ningún intento de esquivarlo, cayó al suelo y lo vio agachado sobre su pecho, con una mano hundía el fierro, con la otra le apretaba el cuello.

Olió el aliento alcoholizado, le rozaba las mejillas, le calentaba el rostro. Sus ojos estaban cargados de un orgullo que solo habitaba los cuerpos que eran nuevos, cuerpos que a diferencia del suyo, no habían sido domesticados. Reconoció ahí algo que él había sido, algo que había mancillado en horas interminables de gimnasios, de entrenamiento en todas esas disciplinas que fueron sistematizando su rabia hasta convertirla en una forma dopada de lucidez, ya ni siquiera un impulso.

Ahora ya no sos tan duro, ¿no?, dijo el muchacho.

Lo apuñaló una y otra y otra vez más, hasta que su padre lo tiró de los hombros y ambos cayeron de espaldas.

Vio a los dos cazadores, al viejo y al joven, y vio su sangre brotando de distintos cortes en su vientre. Intentó ponerse de pie y su cuerpo no respondió, sus piernas no hicieron caso a su voluntad. Padre e hijo ya estaban de pie y lo miraban desde algo parecido a la indiferencia, fríos y silenciosos, parecían sobrios.

Cuando volvió en sí estaba solo en la cabaña. Los cazadores se llevaron los rifles pero dejaron la botella de whisky vacía. Había sangre en el piso, espesa, negruzca. En todas partes, entre sus dedos, se pegaba como si fuera pintura, como si hubiera salido de una decena de otros cuerpos y no solo del suyo.

Se arrastró hasta la salida, ya era de día y hacía frío y el sol era intenso en lo alto. Toda esa luz dañaba sus pupilas. Vomitó, no pudo ponerse de pie.

Siguió arrastrándose en dirección a su camioneta, que estaba a doce metros, estacionada bajo la sombra de unos árboles. El ciervo que cazaron seguía donde lo habían dejado anoche. Era grande, de cuatro o cinco años. Apestaba, y ese olor a carne descompuesta también emanaba de su propio cuerpo y era el mismo olor que había percibido en la mañana del día anterior, cuando entró en la cabaña.

Ya no había saliva en su boca, tragaba aire y era como si tragara arena.

Las heridas eran diminutas, no las podía ver. La sangre ya estaba seca, coagulada en su vientre. El ciervo se acercó y lo olfateó. Sus ojos eran grandes, profundamente negros, podía verse el rostro reflejado en esas bolas de vidrio que carecían de vitalidad. El animal lamió sus labios, el corte de su pómulo derecho, su nariz quebrada, el ojo izquierdo que aún seguía cerrado, cubierto de esa piel agrietada, violeta, que era su párpado.

Agua, dijo, e intentó ponerse de pie y no pudo.

Toda esa luz tan cerca, árboles y olores que venían de la laguna, y ruidos, ruidos en todas partes: pájaros, insectos, el viento que arrasaba, la respiración de su madre.

Le pidió en español que se pusiera de pie, y él dijo lo que era obvio:

No puedo, no puedo moverme.

Comenzó a llorar.

Eras solo un niño, dijo su madre.

Cerró los ojos para dejar de verla. Se arrastró hacia la camioneta.

Un niño, repitió su madre.

Gritó, siguió arrastrándose en la tierra, exhausto, con la garganta seca, con la respiración quemándolo por dentro. Vio una tina cubierta de hielo en pleno bosque, a unos metros de su camioneta. Era la misma donde se sumergía mientras cortaba peso antes de sus peleas.

¿No vas a hacerlo?, preguntó su madre. ¿No vas a meterte?

El aire estaba cargado de electricidad y era denso y dolía cada vez que lo metía a sus pulmones.

Su madre dijo:

¿Te vas a quebrar ahora?

Vio a una muchacha que conoció antes de pelear profesionalmente. Le dio la espalda. Él la abrazó, su cuerpo estaba cubierto de escamas.

Mirame, dijo el luchador.

Ya no podía moverse, entraba en shock por la sangre perdida. La camioneta aún estaba lejos.

Mirame, volvió a pedirle.

Ahora me metí dos dedos en el cocho y extraje rollos de películas viejas, dijo la muchacha sin voltearse.

Él rascó sus escamas hasta que hizo un agujero en su espalda.

Su madre lo llevó al baño, se quedó de pie, mirándolo.

No quiero, dijo él.

Oriná.

No.

Ya estás muy grande pa usar pañal, tenés que aprender de una vez. Sacala y hacelo. No me voy a ir hasta que no la saqués y no orinés en el inodoro como cualquier niño de tu edad.

No quiero, dijo, y se arrastró un metro más en la tierra. La camioneta cada vez estaba más cerca.

Cuando me embaracé de vos soñé que un pájaro azul cantaba en mi vientre, dijo su madre. Fue un sueño tonto que no significaba nada.

Árboles, sombra, el olor del pasto, el lento avance de la luz por la tierra y por las marcas de sangre que había dejado. La camioneta a solo unos metros. Una mosca caminó por sus labios.

Agua, dijo mirando el resplandor de la luz solar en las hojas.

Mark, dijo su madre. Tenés que comer, no podés estar todo el rato ahí callado, sin moverte. Abrí la boca.

Él se mantuvo serio, apretó los dientes. Su madre sonrió y pasó una mano por su pelo.

Pequeño, dijo. ¿Por qué hacés que las cosas sean tan difíciles? Sabés que no vas a salir a jugar si no te acabás los ravioles.

Ma, dijo, y se limpió las lágrimas.

Ya no se movía, hacía minutos que ni siquiera intentaba llegar hasta la camioneta.

La muchacha rajó su polera, contempló las puñaladas en su vientre. Las contó, eran siete en total. Metió un dedo en uno de los orificios y con la sangre nueva que extrajo dibujó dos rayas en sus pómulos.

Era la velocidad, bailar en el aire. Destruir a otros era bailar en el aire, era desaparecer, era ser con más suavidad aquello que habitaba su cuerpo y lo llenaba de descargas eléctricas. Algo que solo podía relacionarse con el orgullo, con lo que fascinó a todas las mujeres que siguieron a su madre, a todas las mujeres que no fueron, que no pudieron ser su madre. Detenía el zumbido del cerebro, la maquinita que trabajaba en los días de reposo: destrozar brazos con kimura o producir estrangulaciones como la gogoplata era belleza transformada en técnica, detenía por minutos el zumbido, lo reducía a un latido suave en las paredes de su cráneo. El miedo del otro llegaba hasta su propio cuerpo, y eso hacía menos espeso el contenido de sus pensamientos, los limitaba a un ruido soportable. Algo en su cabeza cedía, como si de pronto se hundiera en un silencio profundo, húmedo, sin origen, que perforaba una soledad que había dejado de ser estridencia.

Su madre cumplió treinta y cuatro años y los festejó pasando una tarde en una piscina. El sol derretía sus pensamientos, él tenía doce y su cuerpo ya estaba lleno de puñaladas y veía a su madre broncearse con sus amigas, todas divorciadas como ella, todas con las uñas de los pies pintadas de rojo. Se sumergió en el agua. En el fondo de la piscina, con los ojos abiertos, con una erección que brotaba, ya incontrolable, pensó en todas esas mujeres dopadas por el sol. Sus cuerpos eran máquinas hermosas que producían mierda.

Cerdo, dijo la muchacha que fue su novia antes de que se convirtiera en un luchador profesional.

Estiró un brazo para alcanzarla y tocó aire, y vio, una vez más, las ramas agitadas por el viento y consumidas por el sol, vio la camioneta.

Quiso llamarla pero había olvidado su nombre.

El camino de tierra era recto, hacía minutos que no aparecía ninguna curva. Cuando la visión se borraba, gritaba para volver en sí. Llevaba una mano al abdomen y tocaba y ya no dolía y ya ni siquiera brotaba sangre.

Puedo llegar, dijo. Tengo que llegar.

Tocó la bocina solo para producir ruido, aceleró a fondo.

No hay música en el mundo, dijo la muchacha, iba a su lado y miraba el monte por la ventanilla.

¿Cómo?, dijo él.

Parecía una niña. Parecía su hija, no su amante.

Afuera, dijo, y apuntó a los árboles, a la maleza.

Dijo:

Dura desde hace tanto este silencio, ya no hay música en el mundo.

Cuando abrió los ojos constató que seguía en la tierra, a solo un metro de la camioneta.

El ciervo lamía sus heridas. Hundió una mano en su cabeza, no pudo apartarlo. Era suave, como si careciera de huesos. Dejó que siguiera, su lengua entraba por los orificios de las puñaladas. Lo vaciaba, lo limpiaba. Devoraba su hígado, sus intestinos.

No ahora, no, dijo, y volvió a llorar, lo empujó, pero el ciervo era pesado y a él ya no le quedaba fuerza.

Cerró los ojos y vio el octágono vacío y vio a su madre y vio a la muchacha y se vio a sí mismo desnudo, hurgándose el corte que le hizo Meléndez cuando en el segundo round casi lo noquea en el clinch con codos que lo hirieron como cuchillas.

No, dijo.

El ciervo se alimentaba con el contenido de su cuerpo, hundía la cabeza en sus costillas abiertas, y él lo dejaba, él miraba el cielo y las hojas, el otoño tan cerca, cada vez más cerca.

El título de este relato fue extraído de un verso de “Poesía civil”, de Sergio Raimondi.

 

 

 

 

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