El sábado a las
tres de la tarde salió Gabina. Era su día libre y no volvería sino hasta el
domingo por la mañana. Marta la vio irse y, sola, se recogió en su habitación.
Miró los frascos de perfume y las porcelanas intactas sobre el tocador. Su casa
de alfombras y cortinajes espesos la aislaba de los ruidos y las luces
callejeras; le pesó su silencio y lo sintió como abandono. Había camas
intactas, algunas ventanas ya no se abrían nunca y a las únicas ceremonias a
las que asistía eran ceremonias de adiós: entierros y casamientos. Un timbrazo
en la puerta de entrada la sacó de sus cavilaciones. Cautelosa, cruzó la casa y
se acercó a la puerta.
—¿Quién? —preguntó,
antes de decidirse a abrir.
—Soy yo, Martita
—dijo una voz infantil desde el otro lado de las maderas.
—¿Luisa…?
Marta abrió la
puerta para dejar entrar a la india. El bulto sombrío y renegrido de la mujer
se coló veloz hasta el salón; entró como una centella, esquivando los muebles y
mirando de reojo a Marta. En la penumbra provocada por las sedas de las
cortinas apenas se distinguía su cara angulosa. Se dejó caer en un sillón y
esperó. Un olor nauseabundo escapaba de su persona. Marta miro sus pies
renegridos, descalzos y gastados de tanto caminar.
—¿Qué sucede,
Luisa? ¿Qué la trajo a México?
Luisa se irguió de
un salto, se levantó las enaguas y mostró un moretón enorme en la ingle
descarnada; después, convulsa, señaló su nariz amoratada y la oreja por la que
escurría un hilo de sangre negra y a medio coagular.
—¡Julián!
—¿Julián?
—¡Sí!, Julián me
pegó.
—¡Eso no es cierto,
Julián es muy bueno! —y Marta recordó las palabras de Gabina: «Al hombre bueno
le toca mujer perra». Luisa era una perra, perseguía a su marido hasta volverlo
loco. La india la miró a los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¡Siempre me ha
golpeado, Martita!… ¡Siempre!
Su voz chillaba
como la de una rata. Marta tuvo la certeza de que calumniaba a su marido. Hacía
muchos años que conocía a la pareja. La veía siempre que iba a su casa de
campo, en el pueblo de Ometepec. Al conocerlos, pensó que Luisa era una
mujer-niño; no fue sino mucho después cuando notó que sus risas y su conducta
no sólo eran extrañas sino malvadas. Le perdió el afecto y no desaprovechó
ninguna ocasión para tratarla con dureza. Le indignaba esa mujer que seguía a
su marido con una tenacidad estúpida. No lo dejaba solo ni a sol ni a sombra;
adonde él iba, iba ella, sonriente y maligna. A Julián todos lo querían; en
cambio, nadie solicitaba la presencia de Luisa. Él la soportaba con
resignación. La india se echó a reír y miró maliciosa a Marta, como si
adivinara lo que estaba pensando.
—¡No se ría!
—ordenó Marta con sequedad.
—Julián es malo,
Martita, ¡muy malo!
—¡Cállese ya, no
diga más tonterías!
Hubiera querido
decirle que ella era odiosa y que si Julián le había pegado se lo merecía, pero
se contuvo.
—¡Es malo, me hace
llorar!
—Mire, Luisa, usted
es de risa y de lágrima fácil. ¿Y sabe lo que le digo? Que si Julián le pegó se
lo merece.
—No, no lo merezco.
Él es malo, muy malo…
Insistía en
acusarlo. Su miseria producía náuseas. Su olor se extendió por el salón,
invadió los muebles, se deslizó por las sedas de las cortinas. «Basta con
olerla para que esté uno castigado», había dicho Gabina, y era verdad. Marta la
miró con asco. Luisa se levantó de un salto y, como era su costumbre, empezó a
cubrirla de besos. Luego se detuvo y se volvió al sofá. Marta vio que le
corrían unas lágrimas escuálidas por las mejillas, pero no sintió compasión
alguna. La india se limpió las lágrimas con su dedo sucio, se cruzó de brazos
como un monito, la miró desconfiada y agregó:
—Siempre me pega,
siempre. Es malo, muy malo, Martita.
Las dos mujeres
guardaron silencio y se miraron enemigas. Marta se volvió a un espejo para
observar sus cabellos bien peinados. Estaba turbada por la repugnancia que le
inspiraba la india. «¡Dios mío! ¿Cómo permites que el ser humano adopte
semejantes actitudes y formas?». El espejo le devolvía la imagen de una señora
vestida de negro y adornada con perlas rosadas. Sintió vergüenza frente a esa
infeliz, aturdida por la desdicha, devorada por la miseria de los siglos. «¿Es
posible que sea un ser humano?». Muchos de sus familiares y amigos sostenían
que los indios estaban más cerca del animal que del hombre, y tenían razón. Sus
náuseas aumentaron. ¿Por qué tenía que oír a esa mujer? Ya era tarde, estaba en
su salón y no tenía valor para echarla a la calle. La sintió llorar a sus
espaldas. Le daría algo de comer, ya que no podía darle afecto. No era posible
dejarla sentada en el sofá con toda su miseria, su desamparo y su fealdad a
cuestas.
—Luisa, ¿quiere
comer?
—Usted no se
moleste, Martita, que me dé algo Gabina.
—No está, es su día
libre.
—Entonces no se
moleste, Martita.
Sin oírla, Marta se
dirigió a la cocina. Luisa la siguió, se sentó junto a la ventana y esperó. Con
la luz de la tarde sobre la cara, su aspecto se volvía más horrible: tenía la
cara como una fruta pisoteada; la sangre seca, revuelta con la sangre que le
manaba del oído, le untaba las greñas negras. Su olor invadió las ollas de
aluminio, el fregadero, las sillas azules, los rincones. Marta le sirvió un
café caliente, unos pedazos de pollo y unos panes. Luego se acercó a la puerta
para escapar al olor que empezaba a marearla. La miró con ira y la india se
encogió en la silla y se echó a llorar.
—¡Dejé a mis
hijos!…
—¡Perra! ¿Cómo se
atreve a hablarme de sus hijos? ¡Pobres niños!, siempre llorando: «Mamá, deje a
mi padre, quédese en la casa…». ¿Y usted qué hace apenas nacidos? Se larga a la
calle a perseguir a Julián. No me diga que llora por ellos.
—Sí, Martita, por
ellos lloro.
—Pues sus lágrimas
no me conmueven. ¿Por qué persigue a Julián? El pobre hombre se queja de que
usted no lo deja solo ni para hacer sus necesidades.
Marta guardó
silencio y miró a la india con enojo. La otra sonrió con suavidad.
—Allá no es como
acá, Martita, allá vamos a la barranca.
—¿Qué tiene que ver
la barranca con lo que le estoy diciendo?
Marta golpeó el
suelo con el pie; la astucia de la india la hacía enrojecer de ira.
—La barranca está
muy oscura, Martita, muy oscura…
La voz de Luisa
sonó extraña en la cocina radiante. Marta guardó silencio y la miró con
atención. La mujer se echó a llorar y apartó el plato con brusquedad.
—Usted no sabe lo
que es lo oscuro, Martita, acá hay mucha luz, pero allá está oscuro, muy
oscuro… y lo oscuro es muy feo, Martita.
Parecía un animal
acorralado. Marta sintió compasión por aquella criatura, pues lo único que ella
era capaz de entender era el miedo.
—Sí, lo sé, Luisa.
Póngase contenta, aquí hay mucha luz. Si quiere, quédese unos días conmigo. ¿A
dónde va a ir? Nadie la quiere.
—Es cierto,
Martita, nadie me quiere.
¿Quién podía querer
a aquella mujer? Marta volvió a sentir la repugnancia de unos minutos antes. El
olor invadía su casa, se le untaba a la nariz, volvía el aire pegajoso. Se fue
a su cuarto a respirar el perfume encerrado en sus paredes. ¿Cómo decirle que
se bañara? La casa entera se iba a contagiar de aquel olor de bilis, sangre y
sudor viejos. Buscó en su armario y encontró algunas ropas muy usadas. Con ese
pretexto le diría que se bañara y la vieja aceptaría gustosa la orden y el
regalo. Volvió a la cocina y la encontró mirando el plato con fijeza.
—Luisa, ahora que
acabe de comer, báñese. Tiene cara muy cansada.
Luisa se levantó de
un salto y abrió los ojos. Se acercó a Marta y la cogió de la mano.
—¿Dónde, dónde,
Martita?
—¿Dónde qué?
—¿Dónde me baño,
Martita?
—Espere, no corre
prisa, cuando acabe de comer… Y mire, póngase esta ropa limpia…
—Gracias, Martita,
gracias, Dios se lo pague. Yo traje mi ropita, la guardé conmigo, me salí de mi
casa y me hallé sola en la mitad del mundo… no tenía a dónde ir. Iba yo
caminando, caminando, y de repente, en medio del campo, se me apareció Martita
y me dije: me voy con ella, ¡es tan buena!… Y así llegué hasta acá, con la cara
de Martita enfrente de mí, conduciendo mis pasos…
Mientras hablaba,
desató una de las puntas de su rebozo y sacó unas ropas viejas y limpias. Las
agitó delante de Marta:
—Mire, ya no les
queda color.
Marta disimuló las
prendas que traía en las manos y no supo qué contestar.
—Mejor me baño
ahora, Martita, así no le doy asco.
Al decir esta
palabra se quedó mirando a Marta: parecía avergonzada y parecía también que
quería avergonzarla.
—¿Asco?… ¡Luisa,
por Dios, no diga eso!
—Sí lo digo,
Martita, lo digo porque es cierto. ¿Dónde me baño?
Marta enrojeció. La
india se había dado cuenta de su repugnancia.
—¿Dónde, dónde?
—insistía con malignidad.
Marta cedió a la
voz imperativa de Luisa y, dominada por ella, la llevó hasta la puerta del baño
amarillo.
—Le voy a enseñar
cómo se maneja la ducha…
—¡Yo sé, Martita,
yo sé! —repuso Luisa, empujándola fuera del cuarto.
—¿Cómo lo va a
saber? En su pueblo no hay baños… Luisa cerró la puerta sin contestar.
—¡Vieja estúpida,
se va a quemar! —gritó Marta con ira, mientras golpeaba la puerta con fuerza.
Pero la india había echado la llave. Resignada, Marta se volvió a su
habitación. Había que esperar a que la mujer saliera del baño: rompería todo y
se quemaría. Era una salvaje que desconocía los adelantos modernos. Luisa tardó
tanto en bañarse que Marta se quedó dormida en un sillón. Desde el sueño oyó
que alguien hablaba por teléfono.
—Martita está
dormida en una silla…
Se levantó
sobresaltada y se dirigió a la habitación vecina, donde encontró a Luisa
hablando por teléfono. Al verla, la mujer colgó la bocina y la miró sonriente.
Llevaba el pelo suelto y húmedo y un vestido limpio. El olor se había disipado.
—¡Qué latosa es
usted! ¿Por qué cogió el teléfono si no sabe usarlo?
—¡Sí sé, Martita,
sí sé!
Marta no quiso
contradecirla. ¿Cómo iba a saberlo si en Ometepec no había siquiera luz
eléctrica? Estaba chiflada. Había escuchado el timbre y llevada por la
curiosidad cogió el aparato: al oír una voz lejana se puso a charlar con ella
como una loca y ahora allí estaba, mirándola muy contenta, con el pelo suelto y
los ojos llenos de malicia.
—Voy a acabar de
cenar, Martita.
Ya era de noche y
Luisa había encendido las luces de toda la casa. Marta miró la hora: eran las
ocho. Se dirigió a la cocina para prepararse algo de cenar y encontró a Luisa
llorando sobre su plato.
—¡Es malo, Martita,
malo! —volvió a insistir.
—¡Cállese ya, la
que está endemoniada es usted! —contestó Marta con violencia.
—¿Endemoniada,
Martita?
—Sí, endemoniada.
¿Por qué persigue a Julián?
—No lo persigo, lo
cuido porque es cobarde.
—¿Cobarde? Ahora
calúmnielo. Lo que debería hacer Julián es lo que le aconsejan sus hijos: irse
lejos y dejarla.
—¿Irse lejos?
¿Dejarme?
Los ojillos de
Luisa la miraron fugaces desde una esquina. Parecía asustada y ya no estaba
dispuesta a la calumnia.
—Sí, dejarla,
porque usted está endemoniada.
—¿Endemoniada? ¡Si
sólo dos veces lo vi!
—¿A quién?
—¡Al «Malo»,
Martita!
Había visto dos
veces al Demonio. Si le metía miedo con el «Malo», la muerte y el más allá, tal
vez se portaría mejor.
—¡Ah, con que ya lo
vio dos veces! Pues cuídese, el día que se muera, el demonio la va a perseguir
como usted persigue a Julián.
Luisa la miró con
rencor. Se agazapó en su silla y retiró el plato. Marta la observó con el
rabillo del ojo y al ver su mal humor, colocó su cena en una bandeja y se
dispuso a salir. Quería dejarla sola para que reflexionara. El miedo la haría
cambiar de conducta.
—Lo que se debe en
esta vida se paga en la otra. De manera que piense en lo que le digo y cuando
vuelva a su casa pórtese bien.
Pensó que se iba a
echar a reír y se apresuró a llegar a la puerta. Luisa guardó silencio y le
lanzó una mirada oscura. Marta, para disipar la mala impresión, agregó antes de
salir:
—¡Sea buena!
Y a pesar suyo se
echó a reír. Con los indios siempre se reía. Eran como ella, les gustaba reírse
y cuando llegaba a Ometepec, la recibía un coro de risas que ella compartía.
—Ande usted,
Martita —contestó Luisa sombría.
Marta siguió riendo
en su cuarto. ¡Pobre vieja, qué susto le había dado! Era fácil manejar a los
indios: bastaba nombrar al demonio para hacer con ellos cualquier cosa. Terminó
de cenar y no tuvo ganas de volver a la cocina. De pronto, le pareció que había
algo extraño en la mujer: su olor se había disipado y en su lugar un aire
pesado había dejado inmóviles a las cortinas y a los muebles. En realidad no
sabía cómo había tenido ganas de reír. No podía decir en qué residía la
extrañeza de Luisa. La recordó arrinconada en la cocina, mirándola con sus
ojillos tenaces. Durante años la había considerado la tonta del pueblo; cuando
la regañaba, se reía y luego la besaba con tal ardor que parecía una loca.
Muchas veces había sentido que sus regaños la llenaban de ira y que sus besos,
en apariencia infantiles, venían cargados de odio. «Los locos son malos, creen
que todos los persiguen y por eso persiguen a todos y Luisa está loca, señora»,
le repetía Gabina, mientras le alcanzaba las sales del baño y las toallas
perfumadas de romero. Y era verdad, Luisa tenía algo singular, sobre todo esa
noche. Era como si todos sus años de desdicha empezaran a tomar forma y
estuvieran encarnando en un ser de tinieblas. Marta se asustó de sus propios
pensamientos y miró en derredor suyo para cerciorarse de que era el miedo lo
que la hacía pensar extravagancias. El orden nítido de su cuarto la volvió a la
tranquilidad. «Calumnia a su marido porque es muy desdichada; no me voy a dejar
asustar por una simpleza».
Se interrumpió al
oír unos pasos descalzos, apenas audibles, oprimiendo la alfombra del pasillo.
Se quedó quieta. Luisa apareció en el marco de la puerta, pequeña y desmedrada,
mostrando los dientes blanquísimos en una sonrisa ambigua.
—¡Martita!
—Sí, Luisa…
—La primera vez que
vi al «Malo», fue antes…
—¿Antes de qué,
Luisa?
—Pues antes de que
matara yo a la mujer.
Se produjo un
silencio largo y asombroso. ¿Luisa había matado a una mujer? ¿Dónde, cuándo? ¿Y
lo decía con esa tranquilidad y esa voz de niña? Sintió que tenía que contestar
algo, para evitar que siguiera observándola con sus ojos intensos, mientras que
de sus labios colgaba la misma sonrisa fija.
—¿Usted mató a una
mujer?
—Sí, Martita, maté
a la mujer.
—¡Ah qué Luisa, qué
cosas dice!
Quería simular que
le parecía natural que hubiera matado a la mujer. La india seguía observándola
y riéndose en silencio, sólo con la mueca de la risa, como si estuviera ocupada
en oír algo que Marta no escuchaba.
—Martita, estoy
oyendo sus pensamientos… —dijo con su mismo sonsonete infantil. Y avanzó veloz
hasta ella y sin ruido se sentó a sus pies sobre la alfombra.
—El miedo es muy
ruidoso, Martita —agregó. Y luego guardó silencio. Las dos mujeres supieron que
estaban frente a frente, en una casa sola, aisladas del mundo por unos muros
tapizados de seda y unas alfombras que apagaban cualquier ruido.
—La primera vez que
vi al «Malo» fue antes de casarme con mi primer marido.
¡Había tenido otro
marido! Marta descubrió que no sabía nada de la mujer que estaba sentada a sus
pies.
—Cuando lo vi,
estaba en el corral de mi casa. Era un charro que respiraba lumbre; no tenía
botas sino cascos de caballo y al caminar sacaban lumbre. Llevaba en la mano un
látigo y con él azotaba a las piedras y las piedras echaban lumbre. Eran las
cuatro de la tarde y yo comencé a gritar: «¡Ahí está! ¡Ahí está!». «¿Quién ha
de estar?», me contestaban mis padres, porque ellos no lo veían. El «Malo» me
oyó gritar y se me fue acercando, y sus ojos echaban lumbre. «¡Ahí está! ¡Ahí
está!», gritaba yo. «¿Quién ha de estar?», me contestaban mis padres, porque
ellos no lo veían. Y el «Malo» me comenzó a chicotear antes de que yo dijera su
nombre… Luego me quedaron los temblores y el espanto. En ese tiempo llegó mi
primer marido y me pidió, y mis padres me dieron, gratos, para ver si me
aliviaba… Y nos vinimos a México…
Había vivido en
México y Marta lo ignoraba. Luisa la miró con fijeza. Parecía muy consciente de
su sorpresa y eso la regocijaba. Sentada en el suelo, agazapada como un
animalito, fruncía los párpados, para ocultar las chispas de malicia que sus
ojos dejaban escapar.
—Viví en México,
aquí pues, en Tacubaya… y aquí tuve a mi criatura. Pero me hinché toda,
Martita, y a los tres días de parida, mi marido me llevó al pueblo y me dejó en
casa de mis padres. «No la sacaste hinchada, ¿por qué la devuelves así?», le
dijeron. «¡Váyanse a la chingada!», les contestó, y se fue y nunca más lo vi.
Pero eso no lo supieron mis padres. Al poco tiempo yo les dije: «Mire, papá,
voy a buscar a mi marido». Y mi papá se soltó llorando. «¡Déjanos a la
criatura!», me rogó. «¡Cómo no! ¿A poco cree que se la voy a quitar?». Y así
fue que me vine otra vez a México y volví a vivir en Tacubaya y aquí estuve…
Luisa detuvo su
relato para espiar a la otra. Marta no sabía cómo corresponder a su mirada,
bajó los ojos y esperó. Luisa levantó el brazo flaco:
—¡Aquí viví!
Y señaló un lugar en
el espacio, como si Tacubaya estuviera adentro de la habitación. Marta guardó
silencio con turbación. Presentía que la india le hacía sus confidencias movida
por un interés que ella no alcanzaba a adivinar. Tenía que impedir que
continuara con su relato.
—Luisa, ya no me
cuente más, es mejor olvidar…
—No, Martita, no
hay que olvidar. ¡Aquí fue donde viví y aquí fue donde conocí a la mujer!
Hizo otra pausa,
Marta no se sintió con fuerzas para decir nada; la voz de Luisa y el silencio
de la casa la agobiaban. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué la miraba así? ¡Era una
zorra!
—¡Y aquí fue donde
la maté!
Al decir esta
frase, su voz y su rostro adquirieron sus rasgos infantiles. La mató y lo decía
con ese aire inocente. Se arrepintió de haber sido suave en su trato con los
indios: sentada a sus pies estaba la prueba de su error. La vieja repugnancia
criolla hacia lo indígena se sublevó en ella con violencia. ¡No merecían sino
latigazos! Miró a la india y se sintió segura, atrincherada en sus principios.
—¿Y por qué la
mató?
—Porque andaba
diciendo cosas…
—¿Qué cosas?
—preguntó otra vez con dureza.
—Pues cosas… que
andaba yo con su marido, y yo ni lo conocía… —al decir esto, sus ojitos se
iluminaron: carecía como la mayoría de las mujeres del sentimiento de culpa.
Ella era inocente frente a Julián, frente a la muerta y frente al marido de la
muerta. Marta la miró con ira.
—¡Ni lo conocía…!
Ni nunca lo vi y ella decía cosas… —afirmó rascándose la cabeza, para
convencerse de la verdad de sus palabras; luego levantó el dedo índice:
—¡Mira, mujer, no
andes hablando, no sea que halles el silencio en mi cuchillo! Así le dije, y no
me hizo caso. ¿Cree, Martita, que no me entendió? Entonces la fui a buscar al
mercado, a la hora en la que todas vamos a comprar. ¡Y estaba bonito! Lleno de
cebollitas, de cilantro, de limas. Me puse a un ladito de las mujeres que
venden las tortillas y como ellas están arrodilladas, la vi venir. La muy
ingrata venía columpiando su canasta bien llena de fruta, y me dije en mis
adentros: «Ya vas a callar, paloma…», y le enterré mi cuchillo.
Luisa dejó de
hablar. Marta tuvo la certeza de que sus silencios eran premeditados. Asustada,
respiró el aire pesado que las palabras de Luisa acumulaban sobre sus cabezas.
—¡Ay!, Luisa, ¿y
cómo tuvo valor para hacer una cosa tan horrible? ¿Cómo se puede enterrar un
cuchillo…?
—Pues en la
barriga, Martita, ¿dónde más seguro y más blandito que la entraña?
Con un movimiento
brusco, Luisa sacó un enorme cuchillo que llevaba oculto debajo de la blusa e
hizo ademán de enterrarlo en una barriga imaginaria. Marta apenas tuvo tiempo
para sofocar un grito de horror que quiso escaparse de su pecho. Muda, la vio
despanzurrar a un ser inexistente. Había olvidado sus maneras infantiles y sus
ojos brillaban alucinados.
—¡Así, así! —repetía
Luisa jadeante, mientras seguía dando cuchilladas en el aire—. Y allí quedó y
yo me fui corriendo…
—Se fue corriendo…
Y Marta la vio
correr entre la gente del mercado, con el pelo encendido, los ojos crueles que
tenía ahora y el cuchillo en la mano. Los demás le abrían paso, para salir
después corriendo detrás de ella. «Matar debe ser un momento terrible, quizá
tenga su grandeza», se dijo Marta.
—Y me salí del
mercado y bajé la calle corriendo… Todavía llevaba yo el cuchillo en la mano,
cuando me metí en la casa donde me agarraron. ¡Iba bien lleno de sangre!
—¿No se lo dejó
clavado?
—No, Martita, se lo
saqué porque era mío. ¡Y estaba bien lleno de sangre…! ¿Cree, Martita, que
alcanzó a salpicarme…?
Con la punta de los
dedos acarició la hoja del cuchillo, levantó los ojos y los fijó en los ojos de
Marta. Se rascó la cabeza como para ahuyentar un pensamiento y volvió a
acariciar el cuchillo, extraviada en sus recuerdos.
—Uno tiene harta
sangre… somos fuentes, Martita, hermosas fuentes… Así quedó ella, como una
fuente en la mañana del mercado… ¿Ve, Martita, una mañana, con su mercado y su
hermosa fuente…? —su voz volvió a esconderse en el tono infantil. Sonrió
afable.
—¿Y quién era ella?
Marta quería saber
quién era aquella mujer que quedó tirada en la mañana en un mercado remoto, con
su canasta volcada y sus frutas revueltas en la sangre; a su lado, los gritos
de los vendedores y el olor del cilantro.
—¡Ah! Pues eso sí
quién sabe…
—¿Cómo se llamaba?
—¡Pues eso sí quién
sabe!
Luisa se dio cuenta
de su interés y no quiso darle nada de su muerta. Celosa, la guardaba para ella
y escondía su nombre y su cara. Marta se irritó.
—¿Cómo que quién
sabe?
—Sí, Martita, quién
sabe. Nada más era la mujer que decía cosas: por eso le enterré este cuchillo…
Luisa colocó el cuchillo
a sus pies y lo miró con pasión. Marta vio que era inútil preguntar por la
mujer y miró el arma reluciente que había entrado en la tersura del vientre de
la desconocida.
—¿Con ese cuchillo?
—Sí, Martita, con
éste. Me lo quitaron cuando me agarraron, sólo que luego, tanto y tanto les
lloré, que me lo dieron junto con mi libertad.
Marta tuvo la
impresión de que la india mentía. No era creíble que le hubieran devuelto el
arma del crimen. La había querido asustar porque había defendido a Julián.
Además de envidiosa, era ladina. Se sintió ridícula creyéndole sus cuentos. Se
vio con los ojos de un tercero: dos viejas espiándose y asustándose en una
habitación en la penumbra, y un cuchillo sobre la alfombra. Se echó a reír.
Luisa era una embustera y la miró con mofa.
—¿Y la llevaron a
la cárcel?
—¡Claro, Martita!
Me encerraron, me privaron de mi libertad. Y allí fue a donde volví a ver al
«Malo»…
Otra vez aparecía
el «Malo»: había una lógica en su historia, era verdad lo que contaba. Marta
descubrió que ella había provocado sus confidencias diciéndole que estaba
endemoniada. La había querido asustar y lo único que había logrado era abrir la
puerta por la que escapaban sus demonios. Se volvió a preocupar.
—Sí, Martita, allí
lo volví a ver. Estaba pintado en una pared, ¡así, de mi tamaño! Y estaba
doble, como hombre y como mujer. Me dieron el trabajo de azotarlo y me dieron
el látigo. Todos los días le daba yo, y le daba, hasta que me temblaba la mano.
Y cuando acababa de azotarlo y que ya no podía yo ni moverme, alguna compañera
me decía: «¡Ándale, Luisa, pégale otro ratito por mí!». Y yo volvía a azotarlo,
pues un favor no se le niega a una recogida igual que yo. Cuando me dieron mi
libertad, ya nunca volví a verlo.
—¿Nunca? ¡Qué
bueno, Luisa! Estaría usted feliz de verse libre del demonio y de la cárcel.
—No, Martita, la
vida con las recogidas no era mala: a las cuatro de la mañana nos levantábamos
y nos poníamos a cantar; luego molíamos el nixtamal para los presos; después
nos bañábamos. Por eso le dije que sí conocía el baño. ¿Ve, Martita, ve, cómo
no le dije mentiras? Los baños de la prisión eran igualitos al suyo, sólo que
no eran amarillos.
Hablaba ahora en
voz baja, y las palabras «recogida» o «compañera», las decía con una ternura
apasionada.
Sus ojos se habían
llenado de nostalgia. Se quedó triste, a sus pies brillaba inútil el cuchillo.
Miró a Marta con dulzura.
—El trabajo no se
acababa nunca: limpiábamos los peroles en donde cocinaban la comida de los
presos… lavábamos la ropa, las escaleras, los pasillos…
—¿Y cuánto tiempo
estuvo allí, Luisa?
—¡Quién sabe! Se me
llegó a olvidar la calle. Yo ya no me hallaba más que con las recogidas, mis
compañeras. Allí hallé mi casa y no pasé ninguna pena. Me engreí tanto, que las
noches y los días se me iban como agua. Si nos enfermábamos, había dos
doctores, ¡dos, Martita!, y ellos nos cuidaban. Tanto tiempo me quedé, que yo
ya no reconocía otra casa…
Miró a Marta con
tristeza y guardó silencio. Ahora sus pausas eran involuntarias. Era extraño
verla tan melancólica, evocando sus tiempos de presidiaria.
—Yo contestaba el
teléfono. ¿Ve cómo no le dije mentiras, Martita?
—Es verdad, Luisa,
no me dijo mentiras.
De pronto se animó
y se echó a reír.
—En las noches
había bailes en el corral. Los presos sacaban sus mandolinas y sus guitarras y
bailábamos, bailábamos. ¡Yo antes nunca había bailado, Martita! La vida del
pobre no es el baile, sino las caminatas sobre las piedras y el hambre. Mis
compañeras me enseñaron los pasos; me subían las trenzas a la cabeza y me
decían: «Para que te veas menos india». Y bailábamos y bailábamos…
Volvió a
ensombrecerse y Marta se sintió turbada.
—Cuando me dijeron
que me iban a dar mi libertad, yo no la quise agarrar. «¿Para qué, señor?
¿Dónde quiere usted que vaya?». Y allí me quedé. Pero volvieron a decirme que
tenía yo que agarrar mi libertad. Una señora me dijo: «¡Agárrala, Luisa,
agárrala!». Y aunque yo no la agarré me la dieron a fuerzas. «¿Y ahora qué
hago, doctor? Ya no conozco la calle y no tengo ni un centavo». La calle son
centavos, Martita, son centavos. El doctor me dio para mi pasaje y la señora
que decía que agarrara yo mi libertad vino a esperarme a la puerta del mundo, y
cuando me vi en la calle, me llevó al tren y me fui a casa de mis padres…
Su cara se
ensombreció al decir esto. Se echó a llorar con desconsuelo. Se veía muy vieja,
con el rostro surcado de arrugas y la piel seca por el sol y el polvo. Marta
guardó silencio.
—¡Pero la
desconocí, Martita! «¡Ay, Luisa, esta casa ya no es tu casa!». Y nada más me
quedaba sentada pensando en mis compañeras y en lo que estarían haciendo…
Su voz se cortó con
los sollozos.
—¿Pues cuánto
tiempo estuvo allí, Luisa?
—¿Con las
recogidas?… ¡Quién sabe! Pero fue mucho tiempo, ¿no le digo Martita, que ya no
conocía yo ni calle ni mundo? Cuando llegué a casa de mis padres, mi criatura
estaba así de grande.
Luisa levantó el
brazo y dibujó en el aire una estatura de diez años. Se quedó suspensa, perdida
en sus recuerdos: para ella la cárcel significaba sus años halagüeños. Hablaba
de ella como otros hablan de sus palacios, su riqueza o su juventud perdida.
Ahora que en sus recuerdos regresaba a su hogar, su rostro se había vuelto
hostil. Dejó de llorar.
—¿Y qué le dijeron
sus padres?
—¡Nada! «¿Cómo te
va, hija?».
—No, ¿qué le
dijeron de su temporada en la prisión?
Luisa se irguió de
un salto, se puso en guardia y la miró con fijeza.
—¿De la recogida?
¡Nada!, nunca lo llegaron a saber. ¡Nunca lo supo nadie! Ellos creyeron que yo
había vivido en Tacubaya con mi primer marido.
—¿Pero su marido no
volvió al pueblo?
—¡No! Tuve la
suerte de que lo matara uno de los presos que salió de la cárcel. Y nunca,
nunca volvió al pueblo para contar nada. Hay cosas, Martita, que nadie debe
saber. Nadie sabe que estuve en la cárcel: ni mis padres, que ya murieron, ni
Julián. Cuando él me fue a pedir, nada le dije; yo pasaba por viuda, y viuda
soy.
Se volvió otra vez
un ovillo y miró a Marta. Las dos guardaron silencio. ¿Por qué le contaba su
historia? Se miraron a los ojos, espiándose los pensamientos. El relojito de oro
sobre la cómoda hacía un ruido rápido; el tiempo se hacía presente, se echaba
sobre ellas con una velocidad desacostumbrada. Luisa se irguió un poco.
—Antes de salir de
la cárcel, mis compañeras, que me querían harto, me dijeron: «Mira, Luisa, a
nadie le digas nunca que mataste a la mujer. La gente es mala, muy mala». Así
me dijeron. «Ya sabemos que vas a tener la tentación de contarlo. A uno lo
obligan a confesar los pecados, los propios pecados. Tú tienes los tuyos y son
nada más para ti; y tienes además los pecados de la mujer y juntos te van a
pesar mucho». Ya sabe, Martita, que uno carga con los pecados de los muertos
que uno mata. Por eso se ve a esos hombres que deben dos y tres muertes, bien
doblados por el peso. «¡Pero no se lo digas a nadie, Luisa, ni le cuentes a
nadie en dónde estuviste estos años!». Así me lo dijeron y así lo hice,
Martita, a nadie más que a usted se lo he contado. «Pero mira, Luisa, me
dijeron mis compañeras, si alguna vez sientes que los pecados te doblan las
piernas y te vacían el estómago, vete al campo, lejos de la gente; busca un
árbol frondoso, abrázate a él y dile todo lo que quieras. Pero sólo cuando ya
no aguantes, Luisa, pues eso sólo se puede hacer una vez». Y así fue, Martita,
pasó el tiempo y sólo yo sabía lo que era mi vida. Hasta que las piernas se me
comenzaron a doblar y la comida ya no la aguantaba, pues mis pecados y los de
la muerta, que eran más que los míos, se me sentaron en el estómago. Y un día
le dije a Julián: «¡Voy a cortar leña!». Y me fui al monte y encontré un árbol
frondoso y tal como me dijeron mis compañeras lo hice. Me abracé a él y le
dije: «Mira, árbol, a ti vengo a confesar mis pecados, para que tú me hagas el
beneficio de cargarlos». Y allí estuve, Martita y me tardé cuatro horas en decirle
lo que fui…
Luisa, sin
alientos, detuvo su relato y miró furtiva a Marta, que estaba muy pálida. ¿A
dónde quería llegar la india? Sintió que el corazón le latía con fuerza, pero
no se atrevió a llevarse la mano al pecho. Inmóvil esperaba el final del relato.
—Me volví a mi casa
y tardé un tiempo en ir a ver el árbol y cuando llegué… —Luisa guardó silencio
y miró a Marta—… lo hallé seco, Martita.
El silencio cayó
entre las dos mujeres y la habitación se pobló de seres que cortaban el aire
con menudos cuchillos de madera seca.
—¿Se secó? —murmuró
Marta.
—Sí, Martita, se
secó. Le eché encima mis pecados…
El árbol seco entró
a la habitación; la noche entera se secaba dentro de las paredes y las cortinas
disecadas. Marta miró el reloj: también él se secaba sobre la cómoda. Buscó en
su memoria un gesto banal para dirigirlo a Luisa, que petrificada por sus
propias palabras la miraba alucinada.
—Luisa, cuando le
dije que estaba endemoniada, bromeaba, ¡tranquilícese! El pasado ya no existe.
Nunca volvemos a ser lo que fuimos.
La india permaneció
inmóvil, mirándola desde muy atrás de los años. Marta sintió miedo.
—No tenga miedo,
Luisa, aquí estamos las dos muy contentas y lo que pasó, voló. Nunca se
recupera…
—Se secó, Martita,
se secó… —repitió Luisa.
—Ya me lo dijo,
Luisa, ya no lo repita. ¡Váyase tranquila a dormir! Aquí estamos las dos
seguras, lejos de todo…
—¡Qué sólitas
estamos, Martita!…
—¿Por qué me dice
eso, Luisa? —preguntó Marta con la voz vaciada por el miedo, consciente del
silencio inmóvil de sus muebles y sus cortinas.
—Porque Gabina
vuelve hasta mañana…
—Luisa, váyase a
dormir… ya sabe dónde está su cuarto…
Marta quería estar
sola, romper el hechizo. Luisa sonrió y recogió su cuchillo. Marta gritó:
—¡Déjelo!
—¿Por qué, Martita,
si es mío?
Y con un gesto
suave lo hizo desaparecer debajo de su camisa. Despacio, abandonó el cuarto de
la patrona. La habitación quedó quieta. Marta esperó unos minutos: nada se
movía en la casa. Se levantó y movió los frascos del tocador; dejó caer el
cepillo del pelo. Pero el ruido no la consolaba del miedo: desde las sombras
espiaban sus movimientos y se reían de ella, se estaba columpiando en el vacío.
Empezó a desvestirse. Desde un túnel negro se reían de ella a grandes
carcajadas inaudibles. Se metió en la cama: quería engañar a los enemigos,
hacerlos creer que no tenía miedo. Y apagó la luz. ¿Por qué le había dicho a la
mujer que estaba endemoniada? La había vuelto a su pasado. ¡Qué extraño que
hubiese sido tan feliz en la cárcel! Allí había sido igual a los demás. ¿Qué estaría
haciendo ahora? Hubiera querido espiarla. Estaba segura de que tampoco ella
dormía. Ella también tenía miedo. Por miedo espiaba a Julián, temía que se le
fuera; el campo no tiene puertas y no podía encerrarlo. Le asustaba la libertad
suya y de los demás. ¡Vieja estúpida! Era igual a todos los indios. Ella no los
quería y sólo aceptaba a los que la adulaban, como Gabina. A veces era amable
con ellos por pereza, pero en el fondo de su corazón había una dureza
irremediable. En la cárcel Luisa había encontrado a sus iguales y había
aprendido a bailar. En el mundo, había vuelto a su lugar y sólo se había
confiado a un árbol… «y se secó, Martita, se secó…». Le llegó la voz de Luisa
repitiendo la misma frase adentro de un túnel infinito. Se encontró sudando frío
y encendió la luz. Miró el embozo de su sábana con sus iniciales bordadas.
Lamentó no tener una pistola: ¡la mataría como a una rata! «Si se asoma a la
puerta, le diré: ya ve, Luisa, estoy rezando, y se pondrá a rezar conmigo». El
crimen era un acto de soledad… Volvió a escuchar. No le llegaba ningún ruido;
quizá la india ya se había dormido. ¿En dónde habría puesto su cuchillo? No se
desprendía nunca de él. Era la llave que le había abierto la puerta de la
igualdad, del baile y de la alegría. Era su talismán. El silencio la convenció
de que la mujer dormía mientras ella cavilaba. Miró el reloj que marcaba las
dos de la mañana. Anheló la proximidad de la mañana. En adelante sería más
severa con los indios. De pronto las manecillas corrieron frenéticas y armaron
un ruido ensordecedor. Dentro de aquel ruido, Marta oyó unos pasos descalzos
oprimiendo la alfombra.
—¡Luisa!… ¡Luisa!…
¡Luisa!…
Nadie contestó a
sus llamados y el teléfono estaba en la otra habitación. Los pasos se habían
detenido a la mitad del pasillo. No le darían tiempo ni de llegar a la puerta
para cerrarla con llave. Saltaría sobre ella como un gato salvaje.
—¡Luisa!… ¡Luisa!…
¡India maldita!
Volvió a escuchar
los pasos descalzos y se cubrió la cara con las manos.
Gabina volvió a la
casa de su patrona a las seis de la mañana. No fue sino hasta las ocho cuando
notó que algo raro había ocurrido. En el cuarto halló a la señora Marta: hacía
más de cinco horas que estaba muerta. La policía encontró a Luisa escondida en
una casa vecina, con el cuchillo ensangrentado en la mano. La llevaron a la
cárcel de Tacubaya.
—¡Ya no hay ninguna
de mis compañeras! —dijo Luisa, después de revisar las celdas y los patios. Y
se sentó a llorar con amargura. Había olvidado que entre su salida y su regreso
había transcurrido más de un cuarto de siglo. Martita tenía razón: el pasado
era irrecuperable.
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