Inicios de novela


Asalto al paraíso de Marcos Aguinis

              “Empujó hacia un extremo del balcón la maceta de geranios y acomodó su viejo sillón de mimbre que, como siempre, produjo un crujido musical cuando le encajó el cuerpo. Rosendo Ruiz terminaba de dormir la siesta e iba a gozar una media hora del grato aire que merecían sus sesenta y dos años, de los cuales había destinado la mitad a trabajar como encargado de ese edificio. Estiró las piernas y miró hacia el cielo limpio. Por la calle Arroyo había cesado la brisa. Pero hacia la derecha se dilataba la avenida 9 de Julio, donde jamás cesaba el torrente de vehículos. Casi enfrente estaba la embajada de Rumania y decenas de metros hacia la izquierda, esquinada con Suipacha, la de Israel. En unos minutos su mujer le traería el mate con una hoja de yerba buena.
              Era el 17 de marzo de 1992.
              Giró los ojos para cerciorarse de que su mujer se acercaba, porque había despertado con picazón en la garganta y sintió que le vendría bien un sorbo caliente. La brutal explosión le dio de lleno en la cabeza.
              —¡Qu... ééé! —exclamó hundiendo las uñas en el mimbre.
             De la esquina de Arroyo y Suipacha se levantaba una nube de polvo y fuego. Sus lóbulos, vertiginosos, giraban y trepaban hacia el firmamento asombrado. Estallaban vidrios y retumbaban los muros con golpes de maza.
             Se caían puertas y celosías, se agrietaban las paredes, el mundo temblaba. Ruiz se tomó la cabeza para protegerse de los proyectiles que volaban y se incrustaban en todas partes. Entre los remolinos grises se abrieron nuevas ráfagas que hacían más amenazante el fenómeno. Le costó incorporarse, aplastado por la sorpresa y el miedo; tanteó la inestable baranda y se puso de pie, semioculto tras la columna que marcaba el límite del edificio. La polvareda se expandía a lo largo de la calle. Se apantalló con una mano y logró ver una escena que lo dejó paralizado: el edificio de la embajada de Israel había desaparecido. En su lugar sedimentaba una colina de humo y polvo. La mujer de Ruiz se le acercó tiritando, con el gesto de sostener un mate con la mano derecha que en realidad estaba vacía, aferrando la nada; el mate y su bombilla de peltre habían volado hacia lo desconocido. Ambos permanecieron mudos, sin parpadear.
           Empezaron a chillar enloquecidas las sirenas, mientras desde ambulancias y autos policiales atronaban órdenes contradictorias. Rosendo entró en su living y encendió el televisor. Los programas se interrumpían para informar sobre una explosión espeluznante cuya causa se ignoraba. La honda expansiva tenía tanto poder que había roto vidrios y afectado viviendas de varias cuadras a la redonda. Vio que en sus manos había sangre y corrió al espejo: tenía dos cortes en la frente. Se desinfectó y cubrió las heridas con gasas. Mientras lo asistía, temblorosa, su mujer no dejaba de rezar el Avemaría.
           Después retornaron al balcón, convertido en observatorio privilegiado. Las palabras de los locutores de la radio, puesta al máximo volumen, eran parrafadas repetitivas, desordenadas, aún desprovistas de datos. Desde su sitio ellos podían enterarse mejor.”

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