Mi clase estaba en la primera planta, al lado de la sala de las monjas. Por las mañanas, vomitaba en su baño. Una de ellas limpiaba siempre el asiento del inodoro con polvos de talco. Otra le ponía el tapón al lavabo y lo llenaba de agua. No entendí nunca a las monjas. Una era vieja y la otra era joven. La joven a veces me hablaba, me preguntaba qué iba a hacer el puente, si iba a ver a mi familia en Navidad y esas cosas. La vieja volvía la cara y se retorcía el hábito con los puños cerrados cada vez que me veía llegar.
Mi clase era la antigua biblioteca del colegio. Estaba vieja y desordenada, con libros y revistas desparramados por todos lados y un radiador sibilante y ventanas enormes y empañadas que daban a la calle 6. Junté dos pupitres para montarme una mesa al frente de la clase, cerca de la pizarra. Tenía guardado un saco de dormir con relleno de plumas en una caja de cartón en la parte de atrás, tapado con periódicos viejos. Entre clase y clase, lo sacaba, cerraba la puerta y dormía la siesta hasta que sonaba el timbre. Por lo general, seguía borracha de la noche anterior. Algunas veces me tomaba en el almuerzo un botellín de cerveza fuerte de trigo en el restaurante indio de la esquina, para poder seguir en pie. La cervecería McSorley’s estaba cerca, pero no me gustaba nada todo ese aire nostálgico, aquel bar me sacaba de quicio. Rara vez bajaba al comedor del colegio, pero cuando lo hacía, el director, el señor Kishka, me paraba y me decía con una gran sonrisa:
—Ahí viene la vegetariana.
No sé por qué se creía que era vegetariana. Del comedor me llevaba trocitos de queso envasados, nuggets de pollo y panecillos de leche grasientos.
Tenía una alumna, Angelika, que se venía a la clase conmigo a comerse el almuerzo.
—Señorita Mooney —me llamaba—. Tengo un problema con mi madre.
Era una de las dos amigas que tenía. Hablábamos y hablábamos. Le dije que no engordas por que te eyaculen dentro.
—Se equivoca, señorita Mooney. Esa cosa te deja gorda por dentro. Por eso las chicas se ponen tan gordas. Son unas putas.
Angelika tenía un novio al que visitaba en prisión los fines de semana. Todos los lunes traía alguna historia nueva sobre sus abogados, sobre lo mucho que lo quería y todo eso. Siempre tenía la misma cara, como si ya supiera todas las respuestas a sus preguntas.
Tenía otro alumno que me volvía loca. Popliasti. Era uno de segundo enjuto, rubio, con acné y mucho acento.
—Señorita Mooney —decía mientras se ponía de pie en su sitio—. Permítame que la ayude con el problema.
Me quitaba la tiza de la mano y dibujaba en la pizarra una polla y dos huevos que se convirtieron en una especie de insignia de la clase. Aparecía en todas las tareas, en los exámenes, la grababan en todos los pupitres. A mí no me importaba. Me hacía reír. Pero con Popliasti y sus constantes interrupciones perdí los estribos unas cuantas veces.
—¡No les puedo enseñar nada si se comportan como animales! —gritaba.
—No podemos aprender si se pone como loca gritando y con esos pelos revueltos —decía Popliasti, mientras corría por toda la clase y tiraba los libros que había en el alféizar de la ventana. Me las podría haber arreglado muy bien sin él.
Pero los del último curso eran todos muy respetuosos. Me encargaba de prepararlos para entrar en la universidad. Me venían con preguntas legítimas de matemáticas y vocabulario que me costaba mucho contestar. Unas cuantas veces en cálculo admití mi derrota y me pasé la hora de clase parloteando sobre mi vida.
—Casi todo el mundo ha probado el sexo anal —les dije—. No pongan esa cara de sorpresa.
Y:
—Mi novio y yo no usamos condón. Eso pasa cuando confías en alguien.
Por alguna razón, el director Kishka se mantenía alejado de aquella antigua biblioteca. Creo que sabía que, si alguna vez ponía el pie en ella, tendría que encargarse de limpiarla y de librarse de mí. La mayoría de los libros no servían, eran enciclopedias obsoletas desparejadas, biblias ucranianas, novelas de Nancy Drew. Hasta me encontré unas revistas con fotos de chicas. Estaban debajo de un mapa antiguo de la Rusia soviética doblado en un cajón con la etiqueta HERMANA KOSZINSKA. Uno de los grandes descubrimientos que hice fue una vieja enciclopedia sobre gusanos. Era un tomo del grosor de un puño sin cubiertas y con páginas de papel quebradizo con las esquinas dobladas. Intentaba leerlo entre clase y clase, cuando no podía pegar ojo. Lo metía en el saco de dormir, lo abría, dejaba revolotear la vista por las pequeñas letras llenas de moho. Cada entrada era más increíble que la anterior. Había gusanos intestinales y gusanos foronídeos con forma de herradura y gusanos con dos cabezas y gusanos con dientes como diamantes y gusanos grandes como gatos, gusanos que cantaban como los grillos o se podían camuflar como piedrecitas o lirios o dilatar las mandíbulas para que les cupiera dentro un bebé humano. ¿Qué basura les dan de comer a los niños hoy en día?, pensaba. Me dormía y me levantaba y enseñaba álgebra y volvía al saco de dormir. Me lo cerraba por encima de la cabeza. Me refugiaba en lo hondo y apretaba los ojos. La cabeza me latía y sentía la boca como papel de cocina mojado. Cuando sonaba el timbre, salía y allí estaba Angelika con su almuerzo dentro de una bolsa de papel marrón diciendo:
—Señorita Mooney, tengo algo en el ojo y por eso estoy llorando.
—Vale —le decía yo—. Cierra la puerta.
El suelo era de linóleo ajedrezado de colores pis y negro. Las paredes brillantes y resquebrajadas estaban pintadas de color pis.
Yo tenía un novio que no había terminado todavía la universidad y llevaba la misma ropa todos los días: unos pantalones de trabajo de color azul y una camisa fina como papel de fumar de estilo vaquero con botones a presión irisados. Se le transparentaban los pelos del pecho y los pezones. Yo no le decía nada. Era guapo de cara, pero tenía los tobillos anchos y el cuello blando y lleno de arrugas. «Hay un montón de chicas en la universidad que quieren salir conmigo», solía decir. Estaba estudiando para ser fotógrafo, cosa que yo no me tomaba nada en serio. Me imaginaba que después de licenciarse trabajaría en alguna oficina, estaría agradecido de tener un trabajo de verdad, se sentiría contento y se jactaría de que lo hubiesen contratado, tendría una cuenta en el banco a su nombre, un traje en el armario, etcétera, etcétera. Era adorable. Una vez vino su madre de visita desde Carolina del Sur. Él me presentó como a «una amiga que vive en el centro». Su madre era horrible, una rubia alta con tetas postizas.
—¿Qué crema te pones por la noche? —me preguntó cuando el novio fue al baño.
Yo tenía treinta años, un exmarido, pensión alimenticia y un seguro médico decente gracias a la Archidiócesis de Nueva York. Mis padres, que vivían al norte del estado, me mandaban paquetes llenos de sellos y de té sin teína. Llamaba a mi exmarido cuando estaba borracha y me quejaba de mi trabajo, de mi piso, del novio, de mis alumnos, cualquier cosa que se me ocurriese. Se había vuelto a casar, vivía en Chicago. Trabajaba en algo de leyes. No entendí nunca su trabajo y él nunca me explicó nada.
El novio iba y venía los fines de semana. Bebíamos juntos vino y whisky, las cosas románticas que me gustaban. Él lo soportaba; se hacía el tonto, supongo. Pero era uno de esos que se ponen pesados con el tema del tabaco.
—¿Cómo puedes fumar tanto? La boca te sabe a lomo ahumado —me decía.
—Ja, ja —le decía yo desde mi lado de la cama.
Me metía debajo de las sábanas. La mitad de mi ropa, de mis libros, las cartas sin abrir, tazas, ceniceros, la mitad de mi vida estaba embutida entre el colchón y la pared.
—Háblame de tu semana —le decía al novio.
—Bueno, el lunes me levanté a las once y media —empezaba él.
Podía seguir así el día entero. Era de Chattanooga. Su voz era bonita y dulce. Tenía un sonido bonito, como una radio antigua. Me levantaba, llenaba una taza de vino y me sentaba en la cama.
—La cola de la tienda era la normal —decía él. Luego—: Pero no me gusta Lacan. Los que son así de incoherentes es por arrogancia.
—Vagos —decía yo—. Sí.
Para cuando terminaba de hablar, ya era hora de irnos a cenar. Podíamos tomarnos algo. Lo único que tenía que hacer era dar vueltas por ahí y sentarme y decirle qué pedir. Así cuidaba él de mí. Rara vez metía las narices en mi vida privada. Cuando lo hacía, me ponía en plan sensible.
—¿Por qué no dejas el trabajo? —me preguntaba—. Te lo puedes permitir.
—Porque quiero a los chavales —contestaba yo. Se me llenaban los ojos de lágrimas—. Son personas maravillosas. Los quiero mucho —estaba borracha.
Compraba la cerveza en la tienda de la esquina de la calle 10 Este con la Primera Avenida. Los egipcios que trabajaban en ella eran todos muy guapos y amables. Me regalaban golosinas: regaliz rojo, picapica. Las echaban en la bolsa de papel y me guiñaban el ojo. Todas las tardes compraba dos o tres litronas y un paquete de cigarrillos cuando volvía a casa del instituto y me acostaba y veía en mi tele pequeña en blanco y negro Matrimonio con hijos y el programa de entrevistas de Sally Jessy Raphael, bebía y fumaba y daba cabezadas. Cuando oscurecía volvía a salir a por más cerveza y, a veces, comida. A eso de las diez de la noche, me pasaba al vodka y hacía como que me cultivaba con un libro o algo de música, como si Dios estuviese vigilándome.
—Todo bien —fingía decir—. Aquí cultivándome, como siempre.
O a veces iba a un bar de la avenida A. Intentaba pedir bebidas que no me gustaran para tomármelas más despacio. Pedía ginebra con tónica o ginebra con soda o ginebra con martini o una Guinness. Al empezar, le decía a la camarera de la barra, una vieja polaca:
—No me gusta hablar mientras bebo, así que a lo mejor no te hablo.
—Bien, no pasa nada —decía.
Era muy respetuosa.
Todos los años, los muchachos tenían que hacer un examen muy importante para que el estado supiera lo mal que hacía mi trabajo. Los exámenes estaban concebidos para que suspendieran. Ni yo los podía aprobar.
La otra profesora de matemáticas era una filipina bajita que yo sabía que ganaba menos por hacer el mismo trabajo y vivía en el Spanish Harlem, en un piso de un dormitorio con tres niños y ningún marido. Tenía una especie de enfermedad respiratoria y una verruga gigante en la nariz y llevaba las blusas abrochadas hasta arriba con moños ridículos y broches y ostentosos collares de perlas de plástico. Era una católica devota. Los chavales se reían de ella por eso. Le decían la «mujercita china». Era mucho mejor profesora de matemáticas que yo, claro, que tenía una ventaja injusta: se quedaba con todos los alumnos a los que se les daban bien las matemáticas, todos a los que en Ucrania les habían pegado con un palo y los habían obligado a aprenderse las tablas de multiplicar, los decimales, los exponentes, todos los trucos del oficio. Cada vez que alguien hablaba de Ucrania, me imaginaba o un bosque gris y desolado lleno de lobos negros aullando o un bar de carretera de mala muerte lleno de prostitutos acabados.
A todos mis alumnos se les daban fatal las matemáticas. Me encasquetaban a los torpes. Popliasti, el peor de todos, casi no sabía sumar dos y dos. No había forma de que mis muchachos aprobasen aquel examen. Cuando llegó el día, la filipina y yo nos mirábamos la una a la otra como diciendo «¿A quién queremos engañar?». Les daba los exámenes, les hacía romper los sellos, les mostraba cómo rellenar los espacios en blanco con los lápices adecuados, les decía «Háganlo lo mejor que puedan», y luego me llevaba los exámenes a mi casa y les cambiaba las respuestas. Ni hablar de que me despidieran por culpa de aquellos imbéciles.
—¡Espectacular! —decía el señor Kishka cuando llegaban los resultados. Me guiñaba el ojo y levantaba el pulgar y se persignaba y cerraba despacio la puerta tras de sí.
Todos los años lo mismo.
Tenía otra amiga, Jessica Hornstein, una chica judía feúcha que había conocido en la universidad. Sus padres eran primos segundos. Vivía con ellos en Long Island y algunas noches se tomaba el tren para salir conmigo por el centro. Aparecía en vaqueros y zapatillas de deporte y abría la mochila y sacaba cocaína y un conjunto digno de la prostituta más barata de Las Vegas. La cocaína se la daba un tipo de Bethpage que estaba en el instituto. Era horrorosa, probablemente la cortaban con detergente en polvo. Jessica tenía pelucas de todos los colores y estilos: una azul neón por encima de los hombros, una rubia larga al estilo Barbarella, una pelirroja con la permanente, una negra azabache japonesa. Tenía la cara sosa y los ojos saltones. Me sentía siempre como Cleopatra al lado de Opie, el personaje de Ron Howard en El show de Andy Griffith, cuando salía con ella.
—Vamos de discotecas —me pedía siempre.
Yo no soportaba todo aquello: pasar la noche bajo focos de colores, los cócteles de más de veinte dólares, que se me insinuaran ingenieros hindúes flaquitos, no bailar, que me pusieran un sello en el dorso de la mano que no me podría borrar. Me sentía maltratada.
Pero Jessica Hornstein sabía «perrear». La mayoría de las noches me decía adiós del brazo de alguno con pinta de ejecutivo anodino camino de hacerle pasar «el mejor momento de su vida» en su apartamento de Murray Hill o donde fuera que viviese ese tipo de gente. A veces, yo aceptaba la oferta de alguno de los hindúes, me metía en un taxi clandestino hasta Queens, les registraba el botiquín, conseguía que me lo comieran y me volvía a casa en metro a las seis de la mañana con el tiempo justo para ducharme, llamar a mi exmarido y llegar al instituto antes de que sonara el segundo timbre, pero la mayoría de las veces me marchaba de la discoteca temprano e iba a sentarme frente a la vieja camarera polaca, que se chingara Jessica Hornstein. Mojaba un dedo en la cerveza y me lo restregaba para quitarme la máscara de pestañas. Les echaba un vistazo a las otras mujeres que había en el bar. El maquillaje te da aspecto de desesperada, pensaba. La gente era tan falsa con la ropa y la personalidad. Y luego pensaba: ¿A quién le importa? Que hagan lo que quieran. Por quien debería preocuparme es por mí. De vez en cuando les clamaba a mis alumnos. Hacía aspavientos. Apoyaba la cabeza en la mesa. Les pedía ayuda, pero ¿qué podía esperar? Se giraban en el pupitre para hablar unos con otros, se ponían los auriculares, sacaban libros, papas fritas, miraban por la ventana, hacían cualquier cosa menos intentar consolarme.
Ah, claro, tuve unos cuantos momentos buenos. Un día fui al parque y vi a una ardilla trepar por un árbol. Una nube flotaba en el cielo. Me senté en un claro de hierba seca y amarilla y dejé que el sol me calentase la espalda. Hasta intenté hacer un crucigrama. Una vez me encontré un billete de veinte dólares en unos vaqueros viejos. Me bebí un vaso de agua. Llegó el verano. Los días se volvieron insoportablemente largos. Se acabaron las clases. El novio terminó la carrera y volvió a Tennessee. Me compré un aire acondicionado y le pagué a un chico para que lo transportara calle abajo y lo subiera por la escalera hasta mi piso. Luego, mi exmarido me dejó un mensaje en el contestador:
—Voy a la ciudad —decía—. Comamos juntos, o cenemos. O tomemos algo. La semana que viene. Nada serio. Hablamos.
Nada serio. Ya veríamos. Dejé de beber unos cuantos días, hice ejercicios de suelo en casa. Le pedí prestada la aspiradora al vecino, un gay de mediana edad con largas cicatrices de acné, que me echó una mirada de perro preocupado. Me fui de paseo a Broadway y me gasté parte de mi dinero en ropa nueva, tacones, medias de seda. Fui a que me maquillaran y me compré los productos que me recomendaron. Me corté el pelo. Me hice la manicura. Me fui a comer. Me comí una ensalada por primera vez en años. Fui al cine. Llamé a mi madre. «Nunca me había sentido mejor. Estoy pasando un verano estupendo. Unas vacaciones de verano geniales», le dije. Ordené el piso. Llené un jarrón de flores alegres. Hice cualquier cosa buena que se me ocurrió. Estaba llena de esperanza. Compré sábanas y toallas nuevas. Escuché música. «Bailar», me dije a mí misma. Mira, estoy hablando español. La mente se me está curando sola, pensé. Todo va a salir bien.
Y entonces llegó el día. Fui a encontrarme con mi exmarido en un restaurante de moda en la calle MacDougal, en el que las camareras llevaban vestidos muy bonitos con cuellos blancos de puntilla. Me presenté temprano y me senté a la barra y observé a las camareras trasladar con cuidado las bandejas redondas y negras con cócteles de colores y platitos de pan y cuencos de aceitunas. Un sumiller bajito entraba y salía como si fuese un director de orquesta. Los frutos secos de la barra sabían a salvia. Encendí un cigarrillo y miré el reloj. Había llegado tempranísimo. Pedí una copa. Un scotch con soda.
—Jesús —dije.
Pedí otro, esta vez sin soda. Encendí otro cigarrillo. Se sentó una chica a mi lado. Empezamos a hablar. También estaba esperando.
—Hombres —dijo—. Cómo les gusta torturarnos.
—No sé de qué me hablas —dije, y me di la vuelta en el taburete.
Dieron las ocho y entró mi exmarido. Habló con el jefe de sala, hizo un gesto hacia donde yo estaba, siguió a una chica hasta una mesa junto a la ventana y me hizo una señal con la mano. Me llevé mi bebida.
—Gracias por quedar conmigo —dijo mientras se quitaba la chaqueta.
Encendí un cigarrillo y abrí la carta de los vinos. Mi ex carraspeó, pero no dijo nada durante un rato. Luego empezó, con sus titubeos de siempre, a hablar del restaurante, de lo que había leído sobre el cocinero en no sé qué revista, lo mala que era la comida del avión, el hotel, cuánto había cambiado la ciudad, lo interesante que era la carta, el tiempo aquí, el tiempo allí, etcétera.
—Se te ve cansada. Pide lo que quieras —me dijo, como si yo fuera su sobrina o alguna clase de niñera.
—Eso haré, gracias —dije.
Apareció una camarera a decirnos los platos fuera de carta. Mi ex la encandiló. Siempre era más amable con las camareras que conmigo.
—Ay, gracias. Muchas gracias. Eres la mejor. Guau. Guau, guau, guau. Gracias, gracias, gracias.
Decidí lo que quería pedir, luego hice como que tenía que ir al baño y me iba a levantar. Me quité los pendientes largos y los metí en el bolso. Descrucé las piernas. Lo miré. No sonrió ni hizo nada. Estaba allí sentado sin más con los codos sobre la mesa. Eché de menos al novio. Era tan fácil. Era muy respetuoso.
—¿Cómo está Vivian? —pregunté.
—Está bien. La han ascendido, está muy ocupada. Te manda recuerdos.
—Seguro que sí. Dáselos también de mi parte.
—Se lo diré.
—Gracias —dije.
—De nada —dijo él.
Volvió la camarera con otra bebida y nos tomó nota. Pedí una botella de vino. Me quedaré por el vino, pensé. Se me estaba pasando el efecto del whisky. Se fue la camarera y mi ex se levantó para ir al baño y cuando volvió me pidió que dejara de llamarlo.
—No, me parece que seguiré llamándote —le dije.
—Te pagaré.
—¿De cuánto estamos hablando?
Me lo dijo.
—Bueno—dije—. Acepto el trato.
Llegó la comida. Comimos en silencio. Y entonces no pude seguir comiendo. Me levanté. No dije nada. Me fui a casa. Fui y volví de la tienda. Me llamaron del banco. Le escribí una carta al instituto católico ucraniano.
Estimado director Kishka. Gracias por dejarme enseñar en su instituto. Por favor, tire el saco de dormir que hay en la caja de cartón al fondo de la clase. Tengo que dimitir por motivos personales. Solo para que lo sepa, he estado amañando los exámenes de acceso a la universidad. Gracias otra vez. Gracias, gracias, gracias.
Había una iglesia pegada a la parte de atrás del instituto, una catedral con mosaicos enormes de gente con el dedo levantado como pidiendo silencio. Pensé en ir allí y dejarle a uno de los sacerdotes mi carta de dimisión. Además, quería un poco de ternura, creo, y me imaginaba al sacerdote poniéndome la mano en la cabeza y llamándome algo como «querida» o «cielo mío» o «pequeña». No sé en qué estaba pensando. «Criatura».
Llevaba días metiéndome cocaína mala y bebiendo. Enganché a unos cuantos hombres, los llevé a mi piso y les enseñé todas mis pertenencias, estiré medias color carne y les propuse ahorcarnos por turnos. Ninguno se quedó más de unas pocas horas. La carta para el director Kishka estaba en la mesita de noche. Llegó el momento. Me revisé en el espejo del baño antes de salir de casa. Pensé que tenía un aspecto bastante normal. No era posible. Me metí lo que me quedaba por la nariz. Me puse una gorra de beisbol. Me puse más cacao en los labios.
De camino a la iglesia, pasé por McDonald’s por una Coca-Cola light. Llevaba semanas sin estar rodeada de gente. Había familias enteras sentadas juntas, sorbiendo con pajitas, sedados, rumiando sus patatas fritas como caballos reventados delante del forraje. Un indigente —no pude distinguir si era hombre o mujer— se había puesto a revolver la basura de la entrada. Por lo menos, no estaba del todo sola, pensé. Hacía calor fuera. Necesitaba la Coca-Cola, pero las colas para pedir no tenían ni pies ni cabeza. La mayoría se hacinaban en grupos al azar, miraban los tableros de los menús con los ojos vidriosos, se tocaban la barbilla, señalaban, asentían.
—¿Estás en la cola? —les preguntaba.
Nadie me contestaba. Terminé por acercarme a un chico de color con gorra que estaba tras el mostrador. Pedí mi Coca-Cola light.
—¿De qué tamaño? —me preguntó.
Sacó cuatro vasos por orden de tamaño ascendente. El mayor medía unos treinta centímetros de alto.
—Me llevo ese —dije.
Parecía una gran ocasión. No sé explicarlo. Me sentí dotada de pronto de grandes poderes. Clavé la pajita y sorbí. Estaba rica. Era lo mejor que había probado nunca. Pensé en pedirme otra para cuando me terminase aquella, pero sería abusar, me dije. Mejor dejar que aquella tuviese su día. Bien, pensé. Una cada vez. Una Coca-Cola light cada vez. Ahora, al sacerdote.
La última vez que había estado en aquella iglesia había sido en alguna festividad católica. Me había sentado al fondo y había hecho todo lo posible para arrodillarme, santiguarme, mover la boca con las frases en latín y todo lo demás. No tenía ni idea de lo que significaba nada, pero me afectó. Hacía frío allí dentro. Tenía los pezones de punta, las manos hinchadas, me dolía la espalda. Seguramente apestaba a alcohol. Vi a los alumnos uniformados ponerse en fila para la comunión. Los que hacían una genuflexión ante el altar lo hacían con tanta profundidad, tan del todo, que se me rompió el corazón. La mayor parte de la liturgia era en ucraniano. Vi a Popliasti jugar con la pieza acolchada para arrodillarse, la levantaba y la dejaba caer de golpe. Había vidrieras preciosas, mucho oro.
Pero, cuando llegué aquel día con la carta, la iglesia estaba cerrada. Me senté en los escalones de piedra húmedos y me terminé la Coca-Cola light. Pasó por allí un tipo de la calle sin camisa.
—Reza para que llueva —me dijo.
—Está bien.
Me fui a la cervecería McSorley’s y me comí un cuenco de cebollitas en vinagre. Rompí la carta. Brillaba el sol.
Mi clase estaba en la primera planta, al lado de la sala de las monjas. Por las mañanas, vomitaba en su baño. Una de ellas limpiaba siempre el asiento del inodoro con polvos de talco. Otra le ponía el tapón al lavabo y lo llenaba de agua. No entendí nunca a las monjas. Una era vieja y la otra era joven. La joven a veces me hablaba, me preguntaba qué iba a hacer el puente, si iba a ver a mi familia en Navidad y esas cosas. La vieja volvía la cara y se retorcía el hábito con los puños cerrados cada vez que me veía llegar.
Mi clase era la antigua biblioteca del colegio. Estaba vieja y desordenada, con libros y revistas desparramados por todos lados y un radiador sibilante y ventanas enormes y empañadas que daban a la calle 6. Junté dos pupitres para montarme una mesa al frente de la clase, cerca de la pizarra. Tenía guardado un saco de dormir con relleno de plumas en una caja de cartón en la parte de atrás, tapado con periódicos viejos. Entre clase y clase, lo sacaba, cerraba la puerta y dormía la siesta hasta que sonaba el timbre. Por lo general, seguía borracha de la noche anterior. Algunas veces me tomaba en el almuerzo un botellín de cerveza fuerte de trigo en el restaurante indio de la esquina, para poder seguir en pie. La cervecería McSorley’s estaba cerca, pero no me gustaba nada todo ese aire nostálgico, aquel bar me sacaba de quicio. Rara vez bajaba al comedor del colegio, pero cuando lo hacía, el director, el señor Kishka, me paraba y me decía con una gran sonrisa:
—Ahí viene la vegetariana.
No sé por qué se creía que era vegetariana. Del comedor me llevaba trocitos de queso envasados, nuggets de pollo y panecillos de leche grasientos.
Tenía una alumna, Angelika, que se venía a la clase conmigo a comerse el almuerzo.
—Señorita Mooney —me llamaba—. Tengo un problema con mi madre.
Era una de las dos amigas que tenía. Hablábamos y hablábamos. Le dije que no engordas por que te eyaculen dentro.
—Se equivoca, señorita Mooney. Esa cosa te deja gorda por dentro. Por eso las chicas se ponen tan gordas. Son unas putas.
Angelika tenía un novio al que visitaba en prisión los fines de semana. Todos los lunes traía alguna historia nueva sobre sus abogados, sobre lo mucho que lo quería y todo eso. Siempre tenía la misma cara, como si ya supiera todas las respuestas a sus preguntas.
Tenía otro alumno que me volvía loca. Popliasti. Era uno de segundo enjuto, rubio, con acné y mucho acento.
—Señorita Mooney —decía mientras se ponía de pie en su sitio—. Permítame que la ayude con el problema.
Me quitaba la tiza de la mano y dibujaba en la pizarra una polla y dos huevos que se convirtieron en una especie de insignia de la clase. Aparecía en todas las tareas, en los exámenes, la grababan en todos los pupitres. A mí no me importaba. Me hacía reír. Pero con Popliasti y sus constantes interrupciones perdí los estribos unas cuantas veces.
—¡No les puedo enseñar nada si se comportan como animales! —gritaba.
—No podemos aprender si se pone como loca gritando y con esos pelos revueltos —decía Popliasti, mientras corría por toda la clase y tiraba los libros que había en el alféizar de la ventana. Me las podría haber arreglado muy bien sin él.
Pero los del último curso eran todos muy respetuosos. Me encargaba de prepararlos para entrar en la universidad. Me venían con preguntas legítimas de matemáticas y vocabulario que me costaba mucho contestar. Unas cuantas veces en cálculo admití mi derrota y me pasé la hora de clase parloteando sobre mi vida.
—Casi todo el mundo ha probado el sexo anal —les dije—. No pongan esa cara de sorpresa.
Y:
—Mi novio y yo no usamos condón. Eso pasa cuando confías en alguien.
Por alguna razón, el director Kishka se mantenía alejado de aquella antigua biblioteca. Creo que sabía que, si alguna vez ponía el pie en ella, tendría que encargarse de limpiarla y de librarse de mí. La mayoría de los libros no servían, eran enciclopedias obsoletas desparejadas, biblias ucranianas, novelas de Nancy Drew. Hasta me encontré unas revistas con fotos de chicas. Estaban debajo de un mapa antiguo de la Rusia soviética doblado en un cajón con la etiqueta HERMANA KOSZINSKA. Uno de los grandes descubrimientos que hice fue una vieja enciclopedia sobre gusanos. Era un tomo del grosor de un puño sin cubiertas y con páginas de papel quebradizo con las esquinas dobladas. Intentaba leerlo entre clase y clase, cuando no podía pegar ojo. Lo metía en el saco de dormir, lo abría, dejaba revolotear la vista por las pequeñas letras llenas de moho. Cada entrada era más increíble que la anterior. Había gusanos intestinales y gusanos foronídeos con forma de herradura y gusanos con dos cabezas y gusanos con dientes como diamantes y gusanos grandes como gatos, gusanos que cantaban como los grillos o se podían camuflar como piedrecitas o lirios o dilatar las mandíbulas para que les cupiera dentro un bebé humano. ¿Qué basura les dan de comer a los niños hoy en día?, pensaba. Me dormía y me levantaba y enseñaba álgebra y volvía al saco de dormir. Me lo cerraba por encima de la cabeza. Me refugiaba en lo hondo y apretaba los ojos. La cabeza me latía y sentía la boca como papel de cocina mojado. Cuando sonaba el timbre, salía y allí estaba Angelika con su almuerzo dentro de una bolsa de papel marrón diciendo:
—Señorita Mooney, tengo algo en el ojo y por eso estoy llorando.
—Vale —le decía yo—. Cierra la puerta.
El suelo era de linóleo ajedrezado de colores pis y negro. Las paredes brillantes y resquebrajadas estaban pintadas de color pis.
Yo tenía un novio que no había terminado todavía la universidad y llevaba la misma ropa todos los días: unos pantalones de trabajo de color azul y una camisa fina como papel de fumar de estilo vaquero con botones a presión irisados. Se le transparentaban los pelos del pecho y los pezones. Yo no le decía nada. Era guapo de cara, pero tenía los tobillos anchos y el cuello blando y lleno de arrugas. «Hay un montón de chicas en la universidad que quieren salir conmigo», solía decir. Estaba estudiando para ser fotógrafo, cosa que yo no me tomaba nada en serio. Me imaginaba que después de licenciarse trabajaría en alguna oficina, estaría agradecido de tener un trabajo de verdad, se sentiría contento y se jactaría de que lo hubiesen contratado, tendría una cuenta en el banco a su nombre, un traje en el armario, etcétera, etcétera. Era adorable. Una vez vino su madre de visita desde Carolina del Sur. Él me presentó como a «una amiga que vive en el centro». Su madre era horrible, una rubia alta con tetas postizas.
—¿Qué crema te pones por la noche? —me preguntó cuando el novio fue al baño.
Yo tenía treinta años, un exmarido, pensión alimenticia y un seguro médico decente gracias a la Archidiócesis de Nueva York. Mis padres, que vivían al norte del estado, me mandaban paquetes llenos de sellos y de té sin teína. Llamaba a mi exmarido cuando estaba borracha y me quejaba de mi trabajo, de mi piso, del novio, de mis alumnos, cualquier cosa que se me ocurriese. Se había vuelto a casar, vivía en Chicago. Trabajaba en algo de leyes. No entendí nunca su trabajo y él nunca me explicó nada.
El novio iba y venía los fines de semana. Bebíamos juntos vino y whisky, las cosas románticas que me gustaban. Él lo soportaba; se hacía el tonto, supongo. Pero era uno de esos que se ponen pesados con el tema del tabaco.
—¿Cómo puedes fumar tanto? La boca te sabe a lomo ahumado —me decía.
—Ja, ja —le decía yo desde mi lado de la cama.
Me metía debajo de las sábanas. La mitad de mi ropa, de mis libros, las cartas sin abrir, tazas, ceniceros, la mitad de mi vida estaba embutida entre el colchón y la pared.
—Háblame de tu semana —le decía al novio.
—Bueno, el lunes me levanté a las once y media —empezaba él.
Podía seguir así el día entero. Era de Chattanooga. Su voz era bonita y dulce. Tenía un sonido bonito, como una radio antigua. Me levantaba, llenaba una taza de vino y me sentaba en la cama.
—La cola de la tienda era la normal —decía él. Luego—: Pero no me gusta Lacan. Los que son así de incoherentes es por arrogancia.
—Vagos —decía yo—. Sí.
Para cuando terminaba de hablar, ya era hora de irnos a cenar. Podíamos tomarnos algo. Lo único que tenía que hacer era dar vueltas por ahí y sentarme y decirle qué pedir. Así cuidaba él de mí. Rara vez metía las narices en mi vida privada. Cuando lo hacía, me ponía en plan sensible.
—¿Por qué no dejas el trabajo? —me preguntaba—. Te lo puedes permitir.
—Porque quiero a los chavales —contestaba yo. Se me llenaban los ojos de lágrimas—. Son personas maravillosas. Los quiero mucho —estaba borracha.
Compraba la cerveza en la tienda de la esquina de la calle 10 Este con la Primera Avenida. Los egipcios que trabajaban en ella eran todos muy guapos y amables. Me regalaban golosinas: regaliz rojo, picapica. Las echaban en la bolsa de papel y me guiñaban el ojo. Todas las tardes compraba dos o tres litronas y un paquete de cigarrillos cuando volvía a casa del instituto y me acostaba y veía en mi tele pequeña en blanco y negro Matrimonio con hijos y el programa de entrevistas de Sally Jessy Raphael, bebía y fumaba y daba cabezadas. Cuando oscurecía volvía a salir a por más cerveza y, a veces, comida. A eso de las diez de la noche, me pasaba al vodka y hacía como que me cultivaba con un libro o algo de música, como si Dios estuviese vigilándome.
—Todo bien —fingía decir—. Aquí cultivándome, como siempre.
O a veces iba a un bar de la avenida A. Intentaba pedir bebidas que no me gustaran para tomármelas más despacio. Pedía ginebra con tónica o ginebra con soda o ginebra con martini o una Guinness. Al empezar, le decía a la camarera de la barra, una vieja polaca:
—No me gusta hablar mientras bebo, así que a lo mejor no te hablo.
—Bien, no pasa nada —decía.
Era muy respetuosa.
Todos los años, los muchachos tenían que hacer un examen muy importante para que el estado supiera lo mal que hacía mi trabajo. Los exámenes estaban concebidos para que suspendieran. Ni yo los podía aprobar.
La otra profesora de matemáticas era una filipina bajita que yo sabía que ganaba menos por hacer el mismo trabajo y vivía en el Spanish Harlem, en un piso de un dormitorio con tres niños y ningún marido. Tenía una especie de enfermedad respiratoria y una verruga gigante en la nariz y llevaba las blusas abrochadas hasta arriba con moños ridículos y broches y ostentosos collares de perlas de plástico. Era una católica devota. Los chavales se reían de ella por eso. Le decían la «mujercita china». Era mucho mejor profesora de matemáticas que yo, claro, que tenía una ventaja injusta: se quedaba con todos los alumnos a los que se les daban bien las matemáticas, todos a los que en Ucrania les habían pegado con un palo y los habían obligado a aprenderse las tablas de multiplicar, los decimales, los exponentes, todos los trucos del oficio. Cada vez que alguien hablaba de Ucrania, me imaginaba o un bosque gris y desolado lleno de lobos negros aullando o un bar de carretera de mala muerte lleno de prostitutos acabados.
A todos mis alumnos se les daban fatal las matemáticas. Me encasquetaban a los torpes. Popliasti, el peor de todos, casi no sabía sumar dos y dos. No había forma de que mis muchachos aprobasen aquel examen. Cuando llegó el día, la filipina y yo nos mirábamos la una a la otra como diciendo «¿A quién queremos engañar?». Les daba los exámenes, les hacía romper los sellos, les mostraba cómo rellenar los espacios en blanco con los lápices adecuados, les decía «Háganlo lo mejor que puedan», y luego me llevaba los exámenes a mi casa y les cambiaba las respuestas. Ni hablar de que me despidieran por culpa de aquellos imbéciles.
—¡Espectacular! —decía el señor Kishka cuando llegaban los resultados. Me guiñaba el ojo y levantaba el pulgar y se persignaba y cerraba despacio la puerta tras de sí.
Todos los años lo mismo.
Tenía otra amiga, Jessica Hornstein, una chica judía feúcha que había conocido en la universidad. Sus padres eran primos segundos. Vivía con ellos en Long Island y algunas noches se tomaba el tren para salir conmigo por el centro. Aparecía en vaqueros y zapatillas de deporte y abría la mochila y sacaba cocaína y un conjunto digno de la prostituta más barata de Las Vegas. La cocaína se la daba un tipo de Bethpage que estaba en el instituto. Era horrorosa, probablemente la cortaban con detergente en polvo. Jessica tenía pelucas de todos los colores y estilos: una azul neón por encima de los hombros, una rubia larga al estilo Barbarella, una pelirroja con la permanente, una negra azabache japonesa. Tenía la cara sosa y los ojos saltones. Me sentía siempre como Cleopatra al lado de Opie, el personaje de Ron Howard en El show de Andy Griffith, cuando salía con ella.
—Vamos de discotecas —me pedía siempre.
Yo no soportaba todo aquello: pasar la noche bajo focos de colores, los cócteles de más de veinte dólares, que se me insinuaran ingenieros hindúes flaquitos, no bailar, que me pusieran un sello en el dorso de la mano que no me podría borrar. Me sentía maltratada.
Pero Jessica Hornstein sabía «perrear». La mayoría de las noches me decía adiós del brazo de alguno con pinta de ejecutivo anodino camino de hacerle pasar «el mejor momento de su vida» en su apartamento de Murray Hill o donde fuera que viviese ese tipo de gente. A veces, yo aceptaba la oferta de alguno de los hindúes, me metía en un taxi clandestino hasta Queens, les registraba el botiquín, conseguía que me lo comieran y me volvía a casa en metro a las seis de la mañana con el tiempo justo para ducharme, llamar a mi exmarido y llegar al instituto antes de que sonara el segundo timbre, pero la mayoría de las veces me marchaba de la discoteca temprano e iba a sentarme frente a la vieja camarera polaca, que se chingara Jessica Hornstein. Mojaba un dedo en la cerveza y me lo restregaba para quitarme la máscara de pestañas. Les echaba un vistazo a las otras mujeres que había en el bar. El maquillaje te da aspecto de desesperada, pensaba. La gente era tan falsa con la ropa y la personalidad. Y luego pensaba: ¿A quién le importa? Que hagan lo que quieran. Por quien debería preocuparme es por mí. De vez en cuando les clamaba a mis alumnos. Hacía aspavientos. Apoyaba la cabeza en la mesa. Les pedía ayuda, pero ¿qué podía esperar? Se giraban en el pupitre para hablar unos con otros, se ponían los auriculares, sacaban libros, papas fritas, miraban por la ventana, hacían cualquier cosa menos intentar consolarme.
Ah, claro, tuve unos cuantos momentos buenos. Un día fui al parque y vi a una ardilla trepar por un árbol. Una nube flotaba en el cielo. Me senté en un claro de hierba seca y amarilla y dejé que el sol me calentase la espalda. Hasta intenté hacer un crucigrama. Una vez me encontré un billete de veinte dólares en unos vaqueros viejos. Me bebí un vaso de agua. Llegó el verano. Los días se volvieron insoportablemente largos. Se acabaron las clases. El novio terminó la carrera y volvió a Tennessee. Me compré un aire acondicionado y le pagué a un chico para que lo transportara calle abajo y lo subiera por la escalera hasta mi piso. Luego, mi exmarido me dejó un mensaje en el contestador:
—Voy a la ciudad —decía—. Comamos juntos, o cenemos. O tomemos algo. La semana que viene. Nada serio. Hablamos.
Nada serio. Ya veríamos. Dejé de beber unos cuantos días, hice ejercicios de suelo en casa. Le pedí prestada la aspiradora al vecino, un gay de mediana edad con largas cicatrices de acné, que me echó una mirada de perro preocupado. Me fui de paseo a Broadway y me gasté parte de mi dinero en ropa nueva, tacones, medias de seda. Fui a que me maquillaran y me compré los productos que me recomendaron. Me corté el pelo. Me hice la manicura. Me fui a comer. Me comí una ensalada por primera vez en años. Fui al cine. Llamé a mi madre. «Nunca me había sentido mejor. Estoy pasando un verano estupendo. Unas vacaciones de verano geniales», le dije. Ordené el piso. Llené un jarrón de flores alegres. Hice cualquier cosa buena que se me ocurrió. Estaba llena de esperanza. Compré sábanas y toallas nuevas. Escuché música. «Bailar», me dije a mí misma. Mira, estoy hablando español. La mente se me está curando sola, pensé. Todo va a salir bien.
Y entonces llegó el día. Fui a encontrarme con mi exmarido en un restaurante de moda en la calle MacDougal, en el que las camareras llevaban vestidos muy bonitos con cuellos blancos de puntilla. Me presenté temprano y me senté a la barra y observé a las camareras trasladar con cuidado las bandejas redondas y negras con cócteles de colores y platitos de pan y cuencos de aceitunas. Un sumiller bajito entraba y salía como si fuese un director de orquesta. Los frutos secos de la barra sabían a salvia. Encendí un cigarrillo y miré el reloj. Había llegado tempranísimo. Pedí una copa. Un scotch con soda.
—Jesús —dije.
Pedí otro, esta vez sin soda. Encendí otro cigarrillo. Se sentó una chica a mi lado. Empezamos a hablar. También estaba esperando.
—Hombres —dijo—. Cómo les gusta torturarnos.
—No sé de qué me hablas —dije, y me di la vuelta en el taburete.
Dieron las ocho y entró mi exmarido. Habló con el jefe de sala, hizo un gesto hacia donde yo estaba, siguió a una chica hasta una mesa junto a la ventana y me hizo una señal con la mano. Me llevé mi bebida.
—Gracias por quedar conmigo —dijo mientras se quitaba la chaqueta.
Encendí un cigarrillo y abrí la carta de los vinos. Mi ex carraspeó, pero no dijo nada durante un rato. Luego empezó, con sus titubeos de siempre, a hablar del restaurante, de lo que había leído sobre el cocinero en no sé qué revista, lo mala que era la comida del avión, el hotel, cuánto había cambiado la ciudad, lo interesante que era la carta, el tiempo aquí, el tiempo allí, etcétera.
—Se te ve cansada. Pide lo que quieras —me dijo, como si yo fuera su sobrina o alguna clase de niñera.
—Eso haré, gracias —dije.
Apareció una camarera a decirnos los platos fuera de carta. Mi ex la encandiló. Siempre era más amable con las camareras que conmigo.
—Ay, gracias. Muchas gracias. Eres la mejor. Guau. Guau, guau, guau. Gracias, gracias, gracias.
Decidí lo que quería pedir, luego hice como que tenía que ir al baño y me iba a levantar. Me quité los pendientes largos y los metí en el bolso. Descrucé las piernas. Lo miré. No sonrió ni hizo nada. Estaba allí sentado sin más con los codos sobre la mesa. Eché de menos al novio. Era tan fácil. Era muy respetuoso.
—¿Cómo está Vivian? —pregunté.
—Está bien. La han ascendido, está muy ocupada. Te manda recuerdos.
—Seguro que sí. Dáselos también de mi parte.
—Se lo diré.
—Gracias —dije.
—De nada —dijo él.
Volvió la camarera con otra bebida y nos tomó nota. Pedí una botella de vino. Me quedaré por el vino, pensé. Se me estaba pasando el efecto del whisky. Se fue la camarera y mi ex se levantó para ir al baño y cuando volvió me pidió que dejara de llamarlo.
—No, me parece que seguiré llamándote —le dije.
—Te pagaré.
—¿De cuánto estamos hablando?
Me lo dijo.
—Bueno—dije—. Acepto el trato.
Llegó la comida. Comimos en silencio. Y entonces no pude seguir comiendo. Me levanté. No dije nada. Me fui a casa. Fui y volví de la tienda. Me llamaron del banco. Le escribí una carta al instituto católico ucraniano.
Estimado director Kishka. Gracias por dejarme enseñar en su instituto. Por favor, tire el saco de dormir que hay en la caja de cartón al fondo de la clase. Tengo que dimitir por motivos personales. Solo para que lo sepa, he estado amañando los exámenes de acceso a la universidad. Gracias otra vez. Gracias, gracias, gracias.
Había una iglesia pegada a la parte de atrás del instituto, una catedral con mosaicos enormes de gente con el dedo levantado como pidiendo silencio. Pensé en ir allí y dejarle a uno de los sacerdotes mi carta de dimisión. Además, quería un poco de ternura, creo, y me imaginaba al sacerdote poniéndome la mano en la cabeza y llamándome algo como «querida» o «cielo mío» o «pequeña». No sé en qué estaba pensando. «Criatura».
Llevaba días metiéndome cocaína mala y bebiendo. Enganché a unos cuantos hombres, los llevé a mi piso y les enseñé todas mis pertenencias, estiré medias color carne y les propuse ahorcarnos por turnos. Ninguno se quedó más de unas pocas horas. La carta para el director Kishka estaba en la mesita de noche. Llegó el momento. Me revisé en el espejo del baño antes de salir de casa. Pensé que tenía un aspecto bastante normal. No era posible. Me metí lo que me quedaba por la nariz. Me puse una gorra de beisbol. Me puse más cacao en los labios.
De camino a la iglesia, pasé por McDonald’s por una Coca-Cola light. Llevaba semanas sin estar rodeada de gente. Había familias enteras sentadas juntas, sorbiendo con pajitas, sedados, rumiando sus patatas fritas como caballos reventados delante del forraje. Un indigente —no pude distinguir si era hombre o mujer— se había puesto a revolver la basura de la entrada. Por lo menos, no estaba del todo sola, pensé. Hacía calor fuera. Necesitaba la Coca-Cola, pero las colas para pedir no tenían ni pies ni cabeza. La mayoría se hacinaban en grupos al azar, miraban los tableros de los menús con los ojos vidriosos, se tocaban la barbilla, señalaban, asentían.
—¿Estás en la cola? —les preguntaba.
Nadie me contestaba. Terminé por acercarme a un chico de color con gorra que estaba tras el mostrador. Pedí mi Coca-Cola light.
—¿De qué tamaño? —me preguntó.
Sacó cuatro vasos por orden de tamaño ascendente. El mayor medía unos treinta centímetros de alto.
—Me llevo ese —dije.
Parecía una gran ocasión. No sé explicarlo. Me sentí dotada de pronto de grandes poderes. Clavé la pajita y sorbí. Estaba rica. Era lo mejor que había probado nunca. Pensé en pedirme otra para cuando me terminase aquella, pero sería abusar, me dije. Mejor dejar que aquella tuviese su día. Bien, pensé. Una cada vez. Una Coca-Cola light cada vez. Ahora, al sacerdote.
La última vez que había estado en aquella iglesia había sido en alguna festividad católica. Me había sentado al fondo y había hecho todo lo posible para arrodillarme, santiguarme, mover la boca con las frases en latín y todo lo demás. No tenía ni idea de lo que significaba nada, pero me afectó. Hacía frío allí dentro. Tenía los pezones de punta, las manos hinchadas, me dolía la espalda. Seguramente apestaba a alcohol. Vi a los alumnos uniformados ponerse en fila para la comunión. Los que hacían una genuflexión ante el altar lo hacían con tanta profundidad, tan del todo, que se me rompió el corazón. La mayor parte de la liturgia era en ucraniano. Vi a Popliasti jugar con la pieza acolchada para arrodillarse, la levantaba y la dejaba caer de golpe. Había vidrieras preciosas, mucho oro.
Pero, cuando llegué aquel día con la carta, la iglesia estaba cerrada. Me senté en los escalones de piedra húmedos y me terminé la Coca-Cola light. Pasó por allí un tipo de la calle sin camisa.
—Reza para que llueva —me dijo.
—Está bien.
Me fui a la cervecería McSorley’s y me comí un cuenco de cebollitas en vinagre. Rompí la carta. Brillaba el sol.
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