Ubicación
En
una calle céntrica, poblada en general por edificios modernos, se ve, sin
embargo, una vieja casa abandonada. Al frente hay un jardín, separado de la
vereda por una verja; en el jardín, una fuente muy blanca, con angelitos; la
verja parece una sucesión de lanzas oxidadas, unidas entre sí por dos barras
horizontales; de afuera, se ve de la casa un ex-rosado, actualmente muy sucio y
verdoso, que corresponde al frente, y algo de una persiana muy oscura.
Esta
casa interesa solamente a algunas personas que caen bajo su influjo; estas
personas, entre las que me incluyo, saben de algunas cosas que allí suceden.
Hombrecitos
De
la pared de una de las habitaciones se ve sobresalir un par de centímetros de
un caño que, probablemente, formara parte de la instalación de gas; con suerte
o paciencia podrán observarse los hombrecillos, de unos once centímetros, que
asoman por allí su cabecita y miran —como quien contempla por vez primera el
mar desde un ojo de buey—; después tratan de salir, lo que les da mucho
trabajo. Deben, en primer término, ponerse boca arriba, agarrarse luego
fuertemente del borde superior del caño y, ayudándose con los músculos de los
brazos, y también con las piernas, ir sacando el cuerpo afuera, poco a poco.
Quedan
colgados, balanceándose ligeramente.
El
hombrecito mira hacia abajo y se asusta, pues en lugar del piso ve un enorme
agujero (es evidente que este tipo de maniobras ha concluido, a la larga, por
romper el apolillado piso de madera). Al mismo tiempo podrán verse los ojitos
redondos y brillantes de otro hombrecillo que, dentro del caño, espera su turno
con impaciencia.
Aguantan
todo lo que pueden, pero al fin llenan los pulmones como para una zambullida, y
sueltan sus manos del borde del caño, y caen y caen.
Porque
se espera, podrá tenerse —al cabo de un segundo— la sensación de que se oye
algo; pero quien está acostumbrado al espectáculo reconoce que no se oye nada.
Algunos imaginan un ruido blando, como el rebote de una pelota de goma; otros
un crujido seco, óseo. Los imaginativos llegan a escuchar una pequeña explosión
(como si se pisara un fósforo, dicen, pero sin la llamarada siguiente); hay
quienes, en este sentido, han llegado a hablar de implosión —basándose en que
creen haber oído un sonido como el de una lámpara eléctrica que se rompe
(haciendo abstracción del ruido del vidrio de la lámpara); hasta hay quienes
dicen haber percibido claramente el quebrarse de un vidrio.
Hemos
visitado el sótano, pero su perímetro parece no coincidir exactamente con el de
la casa; no hemos visto ningún agujero en su techo que pueda corresponder al
del piso de la habitación —por el que desaparecen los hombrecillos.
Pensamos
que en algún lugar hay un creciente montón de cadáveres menudos; nos angustia
no poder encontrarlo.
Yo,
en las charlas de café, sostengo —aunque sin fundamento— la teoría de que los
hombrecillos no mueren al caer y que, además, son pocos y eternos y siempre se
repiten.
Arañas
Una
de las cosas que llamó la atención a los descubridores y primeros fanáticos de
la casa fue la ausencia de arañas; se podía encontrar de todo, pero las
clásicas arañas parecían completamente desinteresadas de un lugar tan
apropiado. Esta errónea opinión fue corregida al visitar la despensa, una
habitación contigua a la cocina.
Está
llena de arañas.
Hay
gran variedad de especies, formas, tamaños, colores, edades y costumbres; las
telas forman un relleno, como una esponja, que ocupa toda la pieza; sin
embargo, observando atentamente, se puede apreciar que no hay una sola tela que
no guarde la debida distancia con otra —perteneciente a una araña rival—;
solamente se permite (parece ser norma aceptada) usar una tela ajena como punto
de apoyo, o de partida, para un hilo de la propia.
Reina
una gran tranquilidad en la despensa; los bichos esperan. Algunos están en el
centro de su tela, otros en algún lugar de la periferia, otros permanecen
invisibles, otros como ausentes en el techo o en las paredes. No es una espera
que provoque anhelo en el espectador.
Muchas
arañas —en general, las más grandes— no tienen tela, sino una especie de nido
en el piso; se ven con poca frecuencia. Salen especialmente en los días de
mucho calor, o en ciertas noches, o en momentos en los que no vemos, realmente,
ninguna razón para que salgan.
Creemos
que están allí porque suponemos condiciones en extremo favorables: nos llama la
atención, sin embargo, ese empecinamiento en no ocupar otros lugares de la
casa. Hemos visto cómo algunas dudan en la puerta, y no salen; vemos salir a
otras, para verlas de inmediato volver apresuradamente, como si las llamara una
fuerza irresistible, o las empujara una especie de pánico.
En
el estado de reposo, el conjunto de telas es, de por sí, un bello espectáculo,
que va variando y enriqueciéndose con la respectiva variación de la luz que se
filtra, por una pequeña ventana, a medida que el día avanza y muere; importan
además la humedad ambiente, el estado de ánimo del espectador y algunos
factores imponderables.
Cae
un insecto en una de las innumerables trampas: entonces, vibra todo. (En
ocasiones nosotros mismos llevamos moscas en un frasco y provocamos la acción,
pero en general preferimos esperar que las condiciones se den por casualidad).
Al principio es una vibración leve, casi imperceptible, que el insecto produce
en la tela y que ésta transmite a todo el sistema; el insecto se siente, sin
duda, cada vez más angustiado, y sus movimientos por la liberación son cada vez
más violentos; el sistema se conmueve y hay un oleaje de ritmo particular y
ondas que regresan y se entrecruzan: es como si al tirar piedras al mar se
pudiera apreciar el efecto no de una manera plana, sino espacial.
Luego
intervienen las arañas: en primer término la dueña de la tela en que cayó el
insecto, mientras su compañera sigue de cerca los acontecimientos; se aproxima
a la víctima y comienza su trabajo de rutina. Este desplazamiento rápido y
delicado, y esta tarea, producen en el conjunto un efecto distinto a los
anteriores, y más acentuado; y más tarde son todas las arañas vecinas, que han
sentido vibrar su tela y no han localizado a ninguna víctima, que se deslizan
en todas direcciones, buscando y buscando, espiando hacia otras telas, quizás
enfureciéndose al comprobar finalmente que no hay nada.
Es
en este momento que el espectáculo adquiere todo su esplendor; aquí caemos,
embelesados, en una especie de trance; algunos han llegado a bailar (porque hay
un ritmo, y cada vez más alocado), otros se tapan los ojos porque no lo
resisten.
Personalmente
he tenido que detener a quien, como hipnotizado, trató de meterse allí dentro
(supe que se suicidó, tiempo después, de noche, en el mar).
He
dicho que a las arañas les cuesta salir de allí, y que nunca lo hacen por mucho
tiempo ni a grandes distancias; hay excepciones.
Pic-nics
Descubrimos
por casualidad que, bajo el papel rosado que cubre las paredes del dormitorio,
había otro empapelado; inmediatamente se formó un equipo —dirigido por Ramírez—
y al cabo de unas cuantas noches de cuidadoso e intenso trabajo logró quitarse
totalmente el rosado y dejarse a la vista el precedente: predominaban los tonos
verdes.
Se
trataba de un hermoso paisaje campestre, de un realismo impresionante: casi
podíamos respirar el sano y vigoroso aire de campaña. Las partes dañadas fueron
restauradas con maestría por Alfredo (un tipo callado, de bigotes, en quien no
sospechábamos ninguna habilidad).
Al
influjo del empapelado descubierto debimos organizar pic-nics durante varios
domingos; nos levantábamos temprano y llegábamos con canastas y sillas
plegables; Juancito, dependiente de un almacén, conseguía una heladerita de
cocacola; había vino tinto, un tocadiscos a pila, niños con redes para cazar
mariposas, mariposas —facilitadas por un compañero entomólogo, a condición de
ser devueltas intactas—, vestidos de alegres colores, parejas de novios,
hormigas, alguna que otra araña pequeña (que sacábamos por un rato de la
despensa) y otras cosas.
Lo
principal resultó ser un invento del Chueco, que era obrero de la construcción
en ratos libres: un asador estilo criollo que funcionaba a supergás y eliminaba
el humo por algún procedimiento. Aunque sin interés funcional, era también muy
apreciado el árbol fabricado por Alfredo con una fibra sintética.
Yo
me sentaba en el suelo, en un rincón, a tomar mate; no aprecio los pic-nics,
pero el espectáculo me enternecía.
Ello
Algo
late, algo crece en el altillo.
Se
sospecha verde, se teme con ojos.
Se
presume fuerte, blando, traslúcido, maligno. No debemos, no queremos, no
podemos verlo.
Para
hablar de ello solamente usamos adjetivos, y no nos miramos a los ojos.
No
usamos la crujiente escalera; no nos detenemos a escuchar junto a la puerta; no
tomamos el picaporte y lo hacemos girar; no abrimos la puerta del altillo.
Mujercitas
Para
ver a los hombrecitos que salen del caño del gas hay que esperar y esperar; en
cambio, basta llenar la pileta del cuarto de baño con agua tibia y abrir la
canilla, y antes de un minuto ya empiezan a salir las mujercitas. Son muy
pequeñas y están desnudas; no se cohíben por nuestra presencia, por el
contrario nadan libremente, juegan en el agua, trepan a una jabonera de
plástico que ponemos allí expresamente y se tienden como al sol; sin excepción
son bellísimas, sus cuerpos son esplendorosos y excitantes, se zambullen y
nadan por debajo del agua, y juegan en el agua, y vuelven a trepar a la
jabonera y a tenderse como al sol.
Entre
todas, llegado el momento, tiran del tapón de la pileta y se dejan deslizar por
el desagüe.
(Hay
una de ojos verdes que es la última en irse, me mira, se va como con lástima).
Una
excepción
Una
tarde Ramírez —contador de una fábrica de cierta importancia— regresaba a su
hogar, después de haber estado investigando, con nosotros, los empapelados
superpuestos del dormitorio grande de la casa abandonada (fue él quien llegó a
analizar la quinta capa, deduciendo el total —acertadamente, según pudimos
comprobar después—, a partir de cinco centímetros cuadrados visibles; por
razones obvias —debo recordar al lector que varias damas componen nuestro
grupo—, no entró en detalles, pero aseguró que se trataba de una escena
erótica, prácticamente pornográfica —lo que nos dio la pauta de la función de
prostíbulo que, alguna vez, cumplió la casa); una señora muy anciana corrió
detrás suyo un buen trecho, hasta alcanzarlo y explicarle, con voz cortada por
la sofocación y la angustia, que llevaba detrás, en el saco, cerca del cuello,
una araña muy negra de casi cinco centímetros de diámetro.
Cuando
lo invitábamos telefónicamente a ir a la casa abandonada, Ramírez ponía
excusas; finalmente nos contó la historia y lo comprendimos.
Dice
que cuando la vieja consiguió hacerse entender, él no tuvo presencia de ánimo
para quitarse el saco; más bien huyó de su interior, y la prenda quedó un
instante en el aire, vacía de hombre; Ramírez cuenta que oyó recién a una media
cuadra del lugar el ruido sordo que hizo el saco al caer pesadamente al suelo.
Derrumbe
Mucho
me atrae de la casa su sereno e infatigable derrumbe: mido las rajaduras y
constato su avance, los bordes negruzcos de las manchas de humedad que se
extienden, los trozos de revoque que se van desprendiendo de las paredes y el
techo, y una inclinación general, casi imperceptible, de toda la estructura
hacia el lado izquierdo; derrumbe inevitable, y hermoso.
El
jardín
No
logramos ponernos de acuerdo en el asunto del área del jardín. Coincidimos, sí,
en que, visto desde la vereda, o desde el sendero que lo divide en dos y
conduce a la casa, aparenta tener unos ochenta metros cuadrados (m 8 × m 10);
la discusión comienza a partir del momento en que uno se interna entre sus
yuyos, sus yedras, sus plantas sin flores, sus insectos, los caminos de
hormigas, las lianas y los helechos gigantes, los rayos de sol que se filtran,
de trecho en trecho, a través de las copas de los altísimos eucaliptos; las
huellas de los osos, el parloteo de las cotorras, las serpientes enroscadas en
las ramas —que alzan la cabeza y silban cuando pasamos cerca—; el calor
insoportable, la sed, la oscuridad, el rugido de los leopardos, el abrirse paso
a machete, las altas botas que llevamos, la humedad, el casco, la lujuriosa
vegetación, la noche, el miedo, el no encontrar la salida, no encontrar la
salida.
La
búsqueda
Casi
nadie, entre nosotros, puede prescindir de la idea de que la casa guarda un
antiguo y fabuloso tesoro; está formado por piedras preciosas y por gruesas y
pesadas monedas de oro. No existen planos, ni referencias de ningún tipo que
justifiquen la idea. Yo me cuento entre los más escépticos, aunque muchas veces
me permito caer en la tentación de soñar, y hasta llego a imaginar astutos
rincones insospechados que puedan contener el tesoro. Me distingue del resto el
no buscarlo, ni cuando estoy a solas (como me consta que hacen muchos) ni en
las búsquedas oficiales.
Disfruto
mucho de estas búsquedas. Me ubico en un perezoso que traigo especialmente de
mi casa, y que coloco en un lugar apropiado —generalmente en la sala central—;
observo, mientras tomo mate y fumo unos cigarrillos, cómo se reparten
metódicamente —las señoras en la casa, los hombres por el sótano— y buscan; las
señoras, con sus alegres vestidos, revuelven entre escombros o en los forros de
los muebles (sonrío cuando las veo buscar en muebles que, ellas lo saben,
fueron traídos por nosotros como material para los huracanes); los hombres, de
uniforme azul, golpetean las paredes del sótano buscando un sonido hueco, o
distinto; pero todos los sonidos son huecos, y distintos entre sí, y se forma
una música que me recuerda la que se toca golpeando botellas, llenas de líquido
a distinto nivel; al rato parece que todo encaja y la música se torna muy
rítmica y las mujeres suben y bajan y buscan y parece que estuvieran bailando y
pienso nuevamente en las botellas musicales, ahora conteniendo licores, todos
de distinto color, todos transparentes y dulces.
Lombrices
Tuvo
que ser una mujer, Leonor —esa solterona maniática que, no sé por qué, se unió
a nuestro grupo (le teme a la casa)—, la que abriera la canilla del bidé; se
sabe que el agua corriente está cortada, que es peligroso andar abriendo
canillas sin avisar, que por la de la pileta salen mujercitas, por la de la
bañera aquella cosa gomosa amarillenta —que se infla como un globo y no deja de
inflarse hasta cerrar la canilla (entonces se desprende y flota un rato a
nuestro alrededor, luego se eleva y se pega contra el techo, y allí queda; un
día entramos y ya no está más)—; que haciendo funcionar la cisterna, por el
antiguo procedimiento de tirar de una cadena en cuyo extremo hay un mango de
madera, se deja oír ese tremendo alarido, interminable, que pone la piel de
gallina y nos hace temer quejas de los vecinos.
Oímos
un grito que confundimos con este alarido pero no, era Leonor, que luego vino
corriendo y nos señaló el baño, y fuimos y vimos esa lombriz negra y fina —que
salía por uno de los agujeritos del bidé y no dejaba de salir, y ya alcanzaba
el metro y medio fácil de largo—; esperamos, a ver si se terminaba, pero seguía
saliendo y arrastrándose por el piso, apuntando ya hacia otras habitaciones. La
cortamos en pedazos y cada uno siguió completamente vivo, moviéndose y
escapándose; tuvimos que barrerlos y tirarlos por la rejilla, y aquello seguía
saliendo y pronto empezaron a asomar nuevas puntas por otros agujeritos;
tratamos de cerrar la canilla pero se había trabado, y nadie se animaba a
cambiarle el cuerito, y menos aún a llamar a un plomero, y ya pensábamos que no
había más remedio que clausurar también el baño y perder para siempre el
espectáculo de las mujercitas (se acusó a Leonor de haberlo hecho a propósito),
pero alguien tuvo la idea (y el coraje) de inducir a las respectivas cabezas a
meterse en el agujero del desagüe del propio bidé; esto pareció caerles bien a
las lombrices porque siguieron saliendo y entrando y así sigue, esa cosa
continua y aparentemente interminable; quien ignore la historia y mire el bidé
creerá ver una extraña lluvia horizontal de agua negra y brillante.
Huracán
Es
un agitarse de cenizas y de puchos en la estufa del comedor; entonces conviene
irse, o encerrarse en el dormitorio o, en último caso, quedarse allí, apretado
en un rincón, la cabeza entre las rodillas y las manos cubriendo la cabeza.
La
tierra, los papeles, algún objeto, comienzan a girar lentamente —como
hojarasca— en el centro de la habitación. Hay un descenso brusco de temperatura
y el viento sopla cada vez más fuerte, y todo se va arremolinando, todo hacia
el centro, y los muebles son arrastrados y las paredes tiemblan, y se precipita
la caída del revoque, y la tierra nos ahoga y nos irrita los ojos, y tenemos
sed; quien no se previene es atrapado, y gira y gira; sale a veces despedido
contra alguna pared, con violencia, y rebota y vuelve nuevamente al centro y
así hasta morir y hasta después de muerto.
Cuando
vuelve la calma, salgo del rincón y me paseo por entre los escombros, los
floreros rotos, los muebles dados vuelta: todo está hermosamente fuera de
sitio, el comedor queda como cansado, como si hubiera vomitado.
Se
respira, parece, más libremente.
El
unicornio
Se
cree que es la hierba lo que lo atrae; por supuesto que no hay ninguna certeza
en torno a este asunto, y nuestras teorías no tienen mayor fundamento
científico. Pero es interesante anotar algunos datos.
Hemos
clasificado a la hierba (trabajo realizado por Ángel, el vegetariano) como una
variedad criolla —que parece darse sólo en este jardín— de la Martynia louisiana, que crece en América
del Norte; tiene flores grandes, amarillentas, moteadas de violeta. Una vez al
año da fruto: una cápsula terminada en punta, con forma de cuerno.
De
ahí su nombre popular, Planta Unicornio, y de ahí —según nosotros— la visita
anual del animal a nuestro jardín.
A
pesar de la paciente vigilancia no lo hemos visto; pero hemos visto, sí, la
hierba comida, recortada por dientes, hemos visto un orificio en la tierra
—como producido por la punta torneada de un paraguas—, en el borde elevado del
charco de agua; hemos visto las huellas de patas de caballo, hemos encontrado
bosta fresca, hemos oído una noche flotar un suave relincho, hemos hallado a la
mañana siguiente a Luisa —de dieciséis años, que se había plegado a nuestro
grupo días atrás—, con el pecho atravesado por un enorme único agujero,
desnuda, monstruosamente violada.
Tú
Eres
un vendedor a domicilio; correteas libros o afiliaciones a sociedades médicas.
Llamas a todas las puertas, tratas de introducirte en todas las casas.
Es
de tarde. Ves unas rejas y dudas un instante; eres decidido, y ese jardín
descuidado no te desilusiona. Empujas el portón, atraviesas el sendero que
divide al jardín en dos mitades, te paras junto a la puerta y buscas el timbre.
No
lo encuentras, pero sí un llamador de bronce; representa una mano, de largos y
finos dedos —con un gran anillo en el mayor— a la que falta, no por rotura sino
por intencionada fabricación, un par de falanges del índice. Tu mano, al
reparar en esta ausencia, se detiene; pero recuerdas algunas lecciones de la
escuela de vendedores, y algunos casos anteriores de los que tienes experiencia
personal, y completas el movimiento: tomas el llamador, lo levantas —haciéndolo
girar sobre su bisagra— y lo dejas caer una, dos, tres veces sobre su base
—también de bronce—; adentro, el sonido retumba.
Esto
te confunde; nosotros, gracias a tristes experiencias, sabemos bien que los
ecos que el llamado despierta en la casa son múltiples y extraños y que,
invariablemente, dan la sensación de una voz ronca y pastosa que insiste para
que abras la puerta y entres. Tu confusión dura poco tiempo: tomas por realidad
tu esperanza y cometes el tremendo error.
Cuando
llegamos encontramos sobre alguna silla, o en el suelo, tu portafolios; no
necesitamos abrirlo para saber a qué te dedicas. Nos reunimos en el comedor y
hacemos un minuto de silencio.
Alguien,
siempre, deja caer una lágrima.
También
alguien, siempre, propone denunciar el caso a las autoridades; lo convencemos
de que no ganaría nada y perderíamos, en cambio, la casa; entonces aparece
quien sugiere colocar en la entrada un cartel de advertencia.
Los
más viejos debemos explicar, una vez más, que sería éste el sistema más
indicado para aumentar las víctimas y que, tarde o temprano, los tontos
curiosos terminarían por desalojarnos.
Coincidimos
finalmente todos en que estos casos son lamentables, que no está en nuestras
manos evitarlos; al final, cansados de tantas escenas tristes, cargos de
conciencia y discusiones vanas, tomamos el asunto un poco en broma y decimos
que, después de todo, en este mundo sobran vendedores a domicilio.
Luego,
sin solemne ceremonia, alguien toma tu portafolios y lo arroja al aljibe del
fondo.
Hormigas
En
el jardín hay, por supuesto, variedad de hormigas y, periódicamente, detectamos
con alegría un nuevo hormiguero; allí plantamos una banderita colorada. Hemos
notado que hay hormigas que se dirigen, por grietas, hacia algún lugar situado
debajo de la casa, en los cimientos; creemos que esto contribuye a ese derrumbe
lento.
Nos
ocupamos de cuidar las plantas más importantes, podándolas y dando a las
hormigas el material de desecho; el filósofo objeta que contribuimos a la
decadencia de las especies, porque facilitamos su tarea y reducimos,
gradualmente, su capacidad de trabajo; hay una señora que opina que deberíamos,
sencillamente, eliminarlas con gamexane, pero se sabe que este sistema es
ilusorio.
Es
distinto lo que ocurre dentro de la casa; también hay hormigas, pero no se las
ve realizar la más mínima tarea; se las encuentra siempre en forma aislada de
cualquier grupo, en actitud contemplativa (o recorriendo desganadamente una
pared o una tabla del piso). Hemos descubierto que son pocas, que viven solas
—en alguna grieta, en un rincón cualquiera—, que se alimentan de pequeñas cosas
que encuentran (jamás las hemos visto almacenar); ocasionalmente se las ve en
parejas —pero se trata de relaciones poco estables.
Hay
una —la hemos distinguido con un poco de pintura blanca en su parte posterior—
que durante varios días junta infatigablemente palitos y otros objetos menudos;
con eso construye algo que no es un nido, que no sabemos lo que es, que para la
hormiga parece no tener aplicación práctica. Ella lo recorre extasiada, luego
lo olvida y vuelve, durante un tiempo, a su actitud contemplativa. Si por
casualidad, o por descuido, la construcción es destruida —aunque sea
parcialmente—, la hormiga se enfurece y anda enloquecida durante horas.
Archie,
el ingeniero —que ha hecho un estudio minucioso—, opina que es una gigantesca
obra de ingeniería; dice que es imposible realizar una construcción similar sin
un profundo conocimiento de matemáticas; hizo algunos apuntes que, cree, le
servirán para revolucionar los sistemas de construcción de puentes; afirma que
la hormiga actúa por reflejo y construye puentes allí donde no hacen falta.
Yo
pienso que no son puentes; tengo mis ideas al respecto. Todos usan lupas, todos
van al detalle y elogian la minuciosidad del trabajo y el equilibrio de los
palitos; yo prefiero mirar el conjunto y decir que es hermoso y que su forma
recuerda, en cierto modo, la de una hormiga.
Diciembre de 1966-enero de
1967
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