Los sábados a la tarde, soy la única mujer en el Club de los Fetichistas. Todos los demás son hombres.
Nos reunimos los
fines de semana, antes del domingo, estúpido domingo, el día más triste y
pesaroso. El domingo es un día clausurado: la realidad está ahí, sin esperanza,
sin adornos, es decir, sin arte. A lo sumo, se puede dormir un rato más, entre
el ruido de la ducha del vecino, del ascensor cargado de niños (los niños están
sueltos los domingos, y nadie sabe qué puede ocurrir con tanta explosión de
hormonas) o del teléfono, que siempre suena para anunciar la visita ritual de
los suegros, un aniversario olvidado o la enfermedad de la tía abuela que,
entre otras cosas, ya tiene ochenta años. El peso de la realidad, eso es el
domingo: cuando uno tiene la irremediable comprobación de que el apartamento es
pequeño para cuatro personas, de que la falta de espacio crea hostilidad (o la
manifiesta), de que se pue de comer paella o cordero al horno, de que si se va
al cine con el marido una se siente sola, pero si se va al cine sola, se siente
sola.
Por eso, los
fetichistas preferimos reunirnos el sábado, a la hora del crepúsculo. Los
sábados, en cambio, parecen días llenos de posibilidades, de fantasía, de
esperanza. Los sábados algunos sueñan con un hombre o una mujer que les
despertará una pasión desconocida; otros sueñan con un viaje nocturno por las
entrañas subterráneas de la ciudad (lo maravilloso nunca está en la superficie,
hay que sumergirse para hallarlo; lo maravilloso es periférico, marginal,
oculto, un túnel, un mundo hundido, una zona del limbo), algunos se creen
capaces de escribir un libro y, otros, de ganar una fortuna al juego.
Los fetichistas
constituimos una sociedad anónima, igual que los alcohólicos o los ludópatas.
Somos una sociedad secreta, como se podrían fundar otras: la de los hombres de
pene chico, la de los zurdos, los bajitos, los exseminaristas o las admiradoras
de Robert Redford. Tener adicción a las tragaperras, al alcohol o a las bragas,
admirar apasionadamente a Robert Redford, coleccionar todas sus fotos, los vídeos
de sus películas y amar con locura sus discretos mohines, me parece algo mucho
más importante que el trabajo que uno hace (del que se aburre en breve tiempo)
o la familia a la que se pertenece, formada por tres o cuatro miembros que se
detestan entre sí, aunque finjan lo contrario, que se disputan el dinero, el
espacio y el afecto como buitres. Porque la relación que uno establece con su
fetiche (sean las medias de naylon negras, las campanas de una máquina llena de
luces o un vaso de whisky) es siempre personal,
intransferible, solitaria e intensa. Esa relación es lo más íntimo que tenemos,
el lugar más auténtico de nuestra subjetividad.
Al principio éramos
cuatro, pero luego el grupo creció. Hemos puesto un límite: sólo nos reunimos
doce fetichistas por vez. Los nuevos aspirantes tendrán que formar otro club.
Nos llamamos a nosotros mismos los fundacionales, la primera generación. Esta
célula originaria está integrada por Fernando, ingeniero de caminos; José,
oficinista; Francisco, fotógrafo, y yo, que soy la única mujer, me llamo Marta,
soy maestra y vivo sola.
¿A quién podría
confesarle mi pasión por los cuellos masculinos, sólo por los cuellos, si no es
a Roberto, que colecciona zapatos de charol negro, de mujer, que correspondan
al pie izquierdo, o a José, que adora los sujetadores, o a Francisco, el
fotógrafo, dispuesto a dejarse matar por fotografiar unos ojos estrábicos? De
mujer, naturalmente: es del todo insensible al estrabismo masculino. «Ni
siquiera una buena bizquera del ojo derecho me hace apetecible esos cuerpos
toscos y torpes de los hombres», dice Francisco. A mí me ocurre lo mismo con
los cuellos: sólo me atraen los cuellos masculinos; los femeninos, ésos ni los
veo. No todos los cuellos: algunos. Ni siquiera
cuellos semejantes: a veces, me enloquezco por un cuello largo, estilizado, con
forma de pino, esos cuellos que ascienden hasta las alturas y hacen pensar que
quien lo porta es un soñador, una criatura romántica; otras veces, en cambio,
me siento irresistiblemente atraída por un cuello con una nuez de Adán
prominente, que sobresale, como un pene en erección. Ningún hombre, con una
nuez de Adán prominente, puede disimular su condición de animal eréctil,
primero biológico, después espiritual. En esos casos, creo que amo la
contradicción entre el instinto y la cultura, entre el ser que babea,
transpira, defeca, contrae enfermedades y ronca cuando duerme, y la
construcción imaginaria: un ser que siente, piensa, habla, elige, compra una
corbata de Fiorucci, escucha una sonata de Brahms.
Todos tenemos,
pues, un secreto. Tener un secreto es algo muy pesado. Cuando me enamoré de
Fernando, por ejemplo, ¿cómo explicarle lo que sentía? Fernando tenía treinta
años y quería casarse, «constituir una familia», como él decía. Trabajaba en
algo, no recuerdo en qué. Ah, sí: en un banco. Siempre sabía muchísimas cosas
acerca de créditos, impuestos, bolsa y todo eso. Estaba orgulloso de su
capacidad de administrar el dinero, de hacer inversiones y cosas así. Yo me reí
mucho cuando se mostró tan orgulloso de esas capacidades, y él se ofendió. Me
acusó de que yo no tenía ningún interés real por su vida. De acuerdo (no pude
decírselo): todo mi interés —enorme, por lo demás— estaba concentrado en la
manera involuntaria, completamente inconsciente, en que su nuez de Adán subía y
bajaba, con in dependencia de su voluntad. Su nuez de Adán sobresalía y yo
concentraba en ella mi mirada. Hablara de lo que estuviera hablando (en
general, las conversaciones de los hombres me parecen completamente
irrelevantes; hablan de negocios, de política o de fútbol como formas de
autoafirmación, dedicados, de manera absoluta y agotadora, a reforzar sus
egos), aquella nuez subía y bajaba, rítmicamente, algo puntiaguda, bandera o
símbolo de cosas sin nombre, de cosas que yo todavía no sabía, o quizá él mismo
no sabía.
—De las cosas de
las que se puede hablar, no me interesa hablar —le dije.
—Estás loca —me
contestó, muy seguro de sí mismo. A los hombres les gusta mucho creer, o creer
que creen, que estamos locas. Estamos locas simplemente cuando no aceptamos su
discurso, o estamos locas cuando no queremos lo mismo que ellos.
—La psicología y la
psiquiatría de más de dos mil años no han podido definir todavía qué es la
locura —le respondí, aun a riesgo de que su nuez de Adán desapareciera de mi
vista—, pero en cambio tú puedes diagnosticar tan fácilmente la locura. Bravo.
Me gustaba
desconcertarlo. Cuando lo desconcertaba, su nuez de Adán subía y bajaba más
rápidamente. Pero eso tampoco se lo podía decir: su ego sufriría con ello. Él
quería que yo lo amara por su eficacia en los negocios (perdón, en la gestión
bancaria), por su propósito de constituir legalmente una familia y todo eso.
Perdí
definitivamente su nuez de Adán el día en que llamó a mi puerta, sin avisar, y
le abrí, ingenuamente, pensando que se trataba de un vendedor de champú o del
inspector del gas. La culpa la tuvo el telefonillo del edificio, que estaba
roto, de modo que le abrí la puerta sin saber que era Fernando. Siempre
hacíamos el amor en su apartamento de soltero, o en algún hotel, cuando cedía
—a regañadientes— a mi afición de amarnos en habitaciones desconocidas.
Tengo reacciones
lentas, de modo que cuando Fernando entró no se me ocurrió que iba a quedar muy
asombrado ante la colección de fotografías de cuellos masculinos que tengo
esparcida en el comedor y el dormitorio. Otra gente tiene ridículos hombrecitos
en pantalones cortos, con camisetas y escudos, insignias y cosas así.
—¿Qué son?
—preguntó mirando aquellas fotos en sus marcos como si se tratara de algo
desagradable, infecto, lleno de purulencias o de virus.
Caramba, no me
parece tan difícil reconocer que se trata de cuellos. Simplemente eso: cuellos.
¿No hay gente que tiene la casa llena de fotografías de rostros? Actrices,
cantantes, la abuela, la tía y los primos. Además, muchos de ellos, muertos.
—Son fotografías de
cuellos —le dije suavemente, preparada para lo peor.
Ahora era el
momento en que Fernando iba a intentar hacerme sentir culpable. La dialéctica
de los sexos es ésa: el que hace sentirse culpable al otro, gana. Los hombres
lo tienen más fácil, porque hace muchos miles de años que se dedican a ello.
—¿Y por qué
conservas toda esa cantidad de foto grafías absurdas? —me dijo.
—Algunos
coleccionan sellos, mariposas o monedas.
—Yo colecciono
cuellos —expliqué, con franca objetividad.
Parecía
horrorizado.
—¿Quieres decir que
para ti los hombres son objetos de una colección maniática?
—No veo qué tiene
de raro —me defendí. Hay gente que tiene fotografías de la madre, de los hijos
o de las novias, y a nadie se le ocurre que es lo mismo que pinchar una
mariposa en una vitrina. Si en lugar de cuellos tuviera la fotografía de mi
padre o de mi abuela, mi apartamento me parecería francamente deprimente. Y
vivo en él— confesé.
Se paseó
nerviosamente entre las fotos, como si me concediera el privilegio —momentáneo—
de tomar en consideración mis argumentos, los sopesara, en vistas a condenarme
o a absolverme. Yo pensé que, si los cuellos le resultaban suficientemente
seductores, quizá me consideraría inocente, pero fue una débil esperanza: la
seducción es algo muy, muy subjetivo, y con seguridad él no era capaz de
distinguir un cuello de otro.
En efecto, examinó
uno, cogiéndolo por el marco, luego otro, y me preguntó, muy asombrado:
—¿Acaso pretendes
decirme que cada uno de esos cuellos es diferente y que lo puedes reconocer?
—Tanto como para ti
cada vagina o cada rostro —ataqué, por una vez.
Los volvió a
colocar en su lugar, en la repisa, y movió la cabeza dubitativamente (su nuez
de Adán subió y quedó suspendida en el aire, como si no fuera a bajar nunca
más. Tuve un ataque de ansiedad, al representar me esa posibilidad):
—Creo que estás
loca —sentenció.
Eso ya me lo había
dicho antes.
—¿Todos han sido
amantes tuyos? —me preguntó, a continuación.
—No —dije (me
guardé el adverbio «lamentablemente»).
—¿Cómo has
conseguido todas esas fotos, entonces?
Por experiencia, sé
que el placer que experimentamos los fetichistas narrando las numerosas
dificultades, inconvenientes y obstáculos que hemos debido sortear para obtener
una de nuestras piezas favoritas (aquel sostén de seda negra con adornos de
raso que usó una sola vez la mujer que nunca se nos entregó, o la braga rosa de
la vecina del tercero, que cuelga, de manera ingenua, de la cuerda de la ropa,
a la vista de todo el mundo, como si efectivamente fuera una prenda más,
inofensiva, desprovista de todo significado, salvo el de cubrir una parte de su
cuerpo) es incomprensible para los demás. Forma parte de ese secreto que es
nuestra subjetividad. Eso, las mil peripecias, los sacrificios que hemos tenido
que hacer para obtener la pieza codiciada por nuestro deseo, sólo puede
apreciarlo otro fetichista. La braga anhelada, el cuello contemplado con avidez
no le dirían nada a otra persona. Porque es la mirada
quien les presta valor. Una mirada superficial, que es la más común, no llega a
descubrir en el sello de la reina Victoria de cuatro peniques, la perla número
veintiséis, en el marco ovalado, que la convierte en una pieza rara, escasa,
porque la inmensa mayoría de los sellos con la efigie de la reina Victoria, de
cuatro peniques, sólo tienen veinticinco. Del mismo modo, Fernando no podía
ver, en la serie de fotografías de cuellos dispersas por la habitación, más que
eso: cuellos, muy semejantes, nueces de Adán. Pero era una mirada superficial,
despoja da de símbolos, que resbalaba por la superficie sin buscar nunca la
imagen especular.
—Algunas son de
revistas —le dije—. Otras, las hice yo.
Me miró asombrado.
—¿Eres capaz de
recortar una fotografía de una revista sólo por el cuello? —me preguntó.
Yo no sabía si se
trataba de una pregunta curiosa, desinteresada, o si había algún oscuro
reproche en ella. No sólo era capaz de eso, si él quería saberlo: por un cuello
largo y robusto, de poros grandes y abiertos, con una nuca ancha y lisa (como
del síndrome de Down) soy capaz de muchísimo más. Por el delicado, blanco y
bello cuello de un adolescente, surcado de venas azules, como ríos en el mapa,
soy capaz de más de lo que tú puedes imaginar, Fernando. Una vez tuve que
aguantar dos horas de conversación acerca de un partido de fútbol, sólo por la
posibilidad de morder una nuez de Adán opulenta y redonda, con el tamaño
adecuado para tragármela, sentirla bajar por mi esófago y golpear las paredes
de mi estómago.
—Me parece que eres
una fetichista y que no estás bien de la cabeza —murmuró Fernando.
Ya era un notable
adelanto que hubiera dicho «me parece» y no sentenciara de manera radical
«eres». Indicaba que había perdido algo de su habitual seguridad. Allí donde
comienza la duda, se puede empezar a hablar.
Según los tratados
de psicología, los fetichistas toman la parte por el todo: un pie, los ojos,
los senos, una prenda o un objeto representan el todo, y hacia esa parte o ese
objeto experimentan una suerte de mística adoración, como el fiel ante la
divinidad. Leímos esa definición en el club y consideramos que estaba
parcialmente equivocada: para nosotros, una parte (el pie izquierdo cubierto
con zapatos de charol negro de Roberto, o los opulentos sujetadores
coleccionados por José, o el ojo travieso, desviado, que fotografía
obsesivamente Francisco) no representa el todo, sino
que es el todo. De la mayoría de cuellos que he amado,
he amado sólo el cuello. Por ejemplo, hablemos del propio Fernando. Fernando
tenía un cuello encantador: flexible, equilibrado, de textura delicada, a pesar
de lo cual se distinguían bien las venas y los tendones. Cuando se exaltaba,
los tendones se crispaban, como si por ellos se pudiera transmitir la fuerza de
sus emociones. Frente a la expresividad involuntaria de su cuello, todo lo
demás era irrelevante. Yo podía aislar perfectamente su cuello del resto del
cuerpo, del resto de la persona, y amar con locura su tibieza, su forma, su
color, su estructura. No era menos amor porque estuviera tan específicamente
dirigido a su cuello. ¿Por qué iba a amarlo más, si repartiera ese amor entre
sus otras partes?
Francisco, el
fotógrafo que ama los ojos estrábicos, dice que el amor es un secreto, porque
el amado desea ser amado por ciertas cosas que no coinciden con las que ama el
amante. Se había enamorado de Julia, una mujer estrábica que sufría amargamente
por ese error de la naturaleza que no había podido reparar. Él se sentaba
largas horas, ante ella, completamente arrobado por esa mirada estrábica
(errática, la llamaba Francisco) que se desviaba de su objeto y no se fijaba,
como un caminante extraviado, como un viajero perdido. Mientras él la
contemplaba solitariamente («Cualquier goce es solitario», dice Francisco),
Julia le hablaba de su vida, de su sentimiento de inferioridad en el colegio,
de las burlas de sus compañeros, de su angustia por ser diferente, de sus
dificultades para establecer relaciones. Francisco prestaba una atención sólo
superficial al discurso de Julia, porque estaba fascinado ante ese ojo, un solo
ojo perdido. Excitado por su propio amor, por sus emociones, se atrevió a
decirle: «Pero si yo te amo justamente por tu ojo desigual, por tu ojo
equivocado». Julia se sintió muy ofendida, y creyó que él se burlaba.
Humillada, enfadada, le reprochó que era incapaz de amarla por su manera de
ser. Julia se negó a volver a verlo, y Francisco enfermó de depresión. Quería
volver a ver ese ojo azul desviado, ese ojo extraviado e infantil, que se
derramaba por las sillas, por las alfombras, sin control.
El secreto es muy
pesado, por eso nos reunimos en el club. Entre nosotros es más fácil hablar del
placer, de la ausencia, de la falta, de la seducción. Por ejemplo, José vino a
la sesión del sábado a la tarde completamente trastornado: la noche anterior,
en su casa, con su mujer y sus dos hijas pequeñas, estaba mirando una serie
norteamericana por televisión, de esas banales, sin importancia, cuando de
pronto una escena lo dejó completamente turbado: un hombre, para darle el
biberón a su bebé, empleaba una especie de gran pechera artificial, de felpa,
que se colocaba en el cuello y estaba provista de dos grandes mamas con sus
pezones respectivos, por donde fluía la leche. Nunca había visto un objeto
semejante (consideró que los norteamericanos, como siempre, estaban muy
adelantados) y de pronto sintió una conmoción. ¿Cómo no se le
había ocurrido antes? Un objeto así tendría que haber estado en sus
fantasías, desde tiempo atrás. De inmediato, en el club, lo ayudamos a realizar
las gestiones pertinentes para que su objeto de deseo pudiera aparecer:
escribimos cartas a tiendas de Nueva York, solicitándolo, y nos pusimos en
contacto con el canal de televisión, para alquilar ese episodio de la serie.
Todos los
fetichistas sabemos que el objeto de nuestro culto es el actual y otro, muy
antiguo, sumergido en la historia de los tiempos. Por ejemplo, los cuellos. ¿Por
qué se inventó la guillotina, si no es porque el cuello, en realidad, es el
símbolo del sexo? La guillotina tenía por finalidad separar el cuerpo de la
cabeza, pero lo que se secciona, en realidad, es el cuello.
En el club puedo
decir algo que jamás le confesé a Fernando: cuando observo un cuello masculino,
de inmediato me imagino la relación que guarda con su sexo. Hay cuellos anchos,
toscos, de base amplia, como de toros, de los cuales no se puede esperar más
que un sexo bruto, sin fantasía, dotado tan sólo de fuerza. Yo prefiero, en
cambio, los cuellos alados de los adolescentes, muy blancos, tibios, en los que
la nuez de Adán parece algo inestable, como suspendida de un sueño. El cuello
une nuestra parte animal —el cuerpo— con la parte más aérea, la cabeza. Pero
esa unión, ese camino que va de los órganos esenciales —corazón, hígado, bazo—
a la fantasía, no siempre se realiza de manera armoniosa. Hay cuellos demasiado
largos para la cabeza que sostienen: indican que ésta ha querido separarse
excesiva mente del cuerpo que la sustenta. Y hay cuellos muy cortos, breves,
inexistentes; la cabeza parece enclavada entre los hombros, sin separación. Se
trata, en general, de personas rústicas, primitivas, sin ninguna elaboración.
Fernando me dijo
que todos esos cuellos esparcidos por mi apartamento lo ponían nervioso: «Les
falta algo. Les falta la cabeza». Le parecía estar rodeado por mutilados, o
algo así. En cambio, para mí, los cuellos estaban completos. No necesitaban
mucho más: el resto era imaginable.
A partir de ese
momento, se sintió observado por mí. «No estoy natural —decía—. Tengo la
sospecha de que estás auscultando mi cuello». Se equivocaba: yo jamás auscultaría un cuello. Un cuello se puede amar, admirar, se
puede chupar, se puede morder, se puede acariciar, se puede soñar, se puede
sorber, se puede lamer o besar, pero jamás se ausculta.
Los fetiches no son objetos de investigación, sino de adoración. Pertenecen al
ámbito de la fe, jamás al de la ciencia. Por eso prefiero a los hombres que se
afeitan con navaja: me gusta lamer esas pequeñas gotas de sangre que aparecen,
como flores que estallan, desde las partes ocultas a nuestros ojos. Fernando
empezó a afeitarse con maquinilla eléctrica. No deja huellas. Impoluta.
Discreta. Sólo podía lamer un poco de jabón o de loción.
Yo hubiera
preferido seguir haciendo el amor en su apartamento o en los hoteles, pero él
insistió en que quería acostumbrarse al mío. Me pareció que quería decir que
quería acostumbrarse a los cuellos. Maldita la falta que hacía. Era algo que no
necesitábamos compartir, como no hay necesidad de compartir la lectura del
periódico o las discusiones con la madre. De vez en cuando, lo sorprendía
mirando solitariamente aquellos cuellos, como si quisiera descubrir algo
oculto.
—Es inútil —le
dije—. Nadie ve lo que otro ve.
Quizá esta frase le
sirvió para despedirse. Porque se fue para siempre.
—Siento que todos
esos cuellos me están mirando —me dijo.
Qué curioso. Yo sé
que soy fetichista, pero hasta entonces no me había dado cuenta de que él era
un poco paranoico. Los cuellos no son ojos, Fernando: son sexos.
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