miércoles, 19 de octubre de 2022

Fetichistas S. A., cuento de Cristina Peri Rossi


Los sábados a la tarde, soy la única mujer en el Club de los Fetichistas. Todos los demás son hombres.

Nos reunimos los fines de semana, antes del domingo, estúpido domingo, el día más triste y pesaroso. El domingo es un día clausurado: la realidad está ahí, sin esperanza, sin adornos, es decir, sin arte. A lo sumo, se puede dormir un rato más, entre el ruido de la ducha del vecino, del ascensor cargado de niños (los niños están sueltos los domingos, y nadie sabe qué puede ocurrir con tanta explosión de hormonas) o del teléfono, que siempre suena para anunciar la visita ritual de los suegros, un aniversario olvidado o la enfermedad de la tía abuela que, entre otras cosas, ya tiene ochenta años. El peso de la realidad, eso es el domingo: cuando uno tiene la irremediable comprobación de que el apartamento es pequeño para cuatro personas, de que la falta de espacio crea hostilidad (o la manifiesta), de que se pue de comer paella o cordero al horno, de que si se va al cine con el marido una se siente sola, pero si se va al cine sola, se siente sola.

Por eso, los fetichistas preferimos reunirnos el sábado, a la hora del crepúsculo. Los sábados, en cambio, parecen días llenos de posibilidades, de fantasía, de esperanza. Los sábados algunos sueñan con un hombre o una mujer que les despertará una pasión desconocida; otros sueñan con un viaje nocturno por las entrañas subterráneas de la ciudad (lo maravilloso nunca está en la superficie, hay que sumergirse para hallarlo; lo maravilloso es periférico, marginal, oculto, un túnel, un mundo hundido, una zona del limbo), algunos se creen capaces de escribir un libro y, otros, de ganar una fortuna al juego.

Los fetichistas constituimos una sociedad anónima, igual que los alcohólicos o los ludópatas. Somos una sociedad secreta, como se podrían fundar otras: la de los hombres de pene chico, la de los zurdos, los bajitos, los exseminaristas o las admiradoras de Robert Redford. Tener adicción a las tragaperras, al alcohol o a las bragas, admirar apasionadamente a Robert Redford, coleccionar todas sus fotos, los vídeos de sus películas y amar con locura sus discretos mohines, me parece algo mucho más importante que el trabajo que uno hace (del que se aburre en breve tiempo) o la familia a la que se pertenece, formada por tres o cuatro miembros que se detestan entre sí, aunque finjan lo contrario, que se disputan el dinero, el espacio y el afecto como buitres. Porque la relación que uno establece con su fetiche (sean las medias de naylon negras, las campanas de una máquina llena de luces o un vaso de whisky) es siempre personal, intransferible, solitaria e intensa. Esa relación es lo más íntimo que tenemos, el lugar más auténtico de nuestra subjetividad.

Al principio éramos cuatro, pero luego el grupo creció. Hemos puesto un límite: sólo nos reunimos doce fetichistas por vez. Los nuevos aspirantes tendrán que formar otro club. Nos llamamos a nosotros mismos los fundacionales, la primera generación. Esta célula originaria está integrada por Fernando, ingeniero de caminos; José, oficinista; Francisco, fotógrafo, y yo, que soy la única mujer, me llamo Marta, soy maestra y vivo sola.

¿A quién podría confesarle mi pasión por los cuellos masculinos, sólo por los cuellos, si no es a Roberto, que colecciona zapatos de charol negro, de mujer, que correspondan al pie izquierdo, o a José, que adora los sujetadores, o a Francisco, el fotógrafo, dispuesto a dejarse matar por fotografiar unos ojos estrábicos? De mujer, naturalmente: es del todo insensible al estrabismo masculino. «Ni siquiera una buena bizquera del ojo derecho me hace apetecible esos cuerpos toscos y torpes de los hombres», dice Francisco. A mí me ocurre lo mismo con los cuellos: sólo me atraen los cuellos masculinos; los femeninos, ésos ni los veo. No todos los cuellos: algunos. Ni siquiera cuellos semejantes: a veces, me enloquezco por un cuello largo, estilizado, con forma de pino, esos cuellos que ascienden hasta las alturas y hacen pensar que quien lo porta es un soñador, una criatura romántica; otras veces, en cambio, me siento irresistiblemente atraída por un cuello con una nuez de Adán prominente, que sobresale, como un pene en erección. Ningún hombre, con una nuez de Adán prominente, puede disimular su condición de animal eréctil, primero biológico, después espiritual. En esos casos, creo que amo la contradicción entre el instinto y la cultura, entre el ser que babea, transpira, defeca, contrae enfermedades y ronca cuando duerme, y la construcción imaginaria: un ser que siente, piensa, habla, elige, compra una corbata de Fiorucci, escucha una sonata de Brahms.

Todos tenemos, pues, un secreto. Tener un secreto es algo muy pesado. Cuando me enamoré de Fernando, por ejemplo, ¿cómo explicarle lo que sentía? Fernando tenía treinta años y quería casarse, «constituir una familia», como él decía. Trabajaba en algo, no recuerdo en qué. Ah, sí: en un banco. Siempre sabía muchísimas cosas acerca de créditos, impuestos, bolsa y todo eso. Estaba orgulloso de su capacidad de administrar el dinero, de hacer inversiones y cosas así. Yo me reí mucho cuando se mostró tan orgulloso de esas capacidades, y él se ofendió. Me acusó de que yo no tenía ningún interés real por su vida. De acuerdo (no pude decírselo): todo mi interés —enorme, por lo demás— estaba concentrado en la manera involuntaria, completamente inconsciente, en que su nuez de Adán subía y bajaba, con in dependencia de su voluntad. Su nuez de Adán sobresalía y yo concentraba en ella mi mirada. Hablara de lo que estuviera hablando (en general, las conversaciones de los hombres me parecen completamente irrelevantes; hablan de negocios, de política o de fútbol como formas de autoafirmación, dedicados, de manera absoluta y agotadora, a reforzar sus egos), aquella nuez subía y bajaba, rítmicamente, algo puntiaguda, bandera o símbolo de cosas sin nombre, de cosas que yo todavía no sabía, o quizá él mismo no sabía.

—De las cosas de las que se puede hablar, no me interesa hablar —le dije.

—Estás loca —me contestó, muy seguro de sí mismo. A los hombres les gusta mucho creer, o creer que creen, que estamos locas. Estamos locas simplemente cuando no aceptamos su discurso, o estamos locas cuando no queremos lo mismo que ellos.

—La psicología y la psiquiatría de más de dos mil años no han podido definir todavía qué es la locura —le respondí, aun a riesgo de que su nuez de Adán desapareciera de mi vista—, pero en cambio tú puedes diagnosticar tan fácilmente la locura. Bravo.

Me gustaba desconcertarlo. Cuando lo desconcertaba, su nuez de Adán subía y bajaba más rápidamente. Pero eso tampoco se lo podía decir: su ego sufriría con ello. Él quería que yo lo amara por su eficacia en los negocios (perdón, en la gestión bancaria), por su propósito de constituir legalmente una familia y todo eso.

Perdí definitivamente su nuez de Adán el día en que llamó a mi puerta, sin avisar, y le abrí, ingenuamente, pensando que se trataba de un vendedor de champú o del inspector del gas. La culpa la tuvo el telefonillo del edificio, que estaba roto, de modo que le abrí la puerta sin saber que era Fernando. Siempre hacíamos el amor en su apartamento de soltero, o en algún hotel, cuando cedía —a regañadientes— a mi afición de amarnos en habitaciones desconocidas.

Tengo reacciones lentas, de modo que cuando Fernando entró no se me ocurrió que iba a quedar muy asombrado ante la colección de fotografías de cuellos masculinos que tengo esparcida en el comedor y el dormitorio. Otra gente tiene ridículos hombrecitos en pantalones cortos, con camisetas y escudos, insignias y cosas así.

—¿Qué son? —preguntó mirando aquellas fotos en sus marcos como si se tratara de algo desagradable, infecto, lleno de purulencias o de virus.

Caramba, no me parece tan difícil reconocer que se trata de cuellos. Simplemente eso: cuellos. ¿No hay gente que tiene la casa llena de fotografías de rostros? Actrices, cantantes, la abuela, la tía y los primos. Además, muchos de ellos, muertos.

—Son fotografías de cuellos —le dije suavemente, preparada para lo peor.

Ahora era el momento en que Fernando iba a intentar hacerme sentir culpable. La dialéctica de los sexos es ésa: el que hace sentirse culpable al otro, gana. Los hombres lo tienen más fácil, porque hace muchos miles de años que se dedican a ello.

—¿Y por qué conservas toda esa cantidad de foto grafías absurdas? —me dijo.

—Algunos coleccionan sellos, mariposas o monedas.

—Yo colecciono cuellos —expliqué, con franca objetividad.

Parecía horrorizado.

—¿Quieres decir que para ti los hombres son objetos de una colección maniática?

—No veo qué tiene de raro —me defendí. Hay gente que tiene fotografías de la madre, de los hijos o de las novias, y a nadie se le ocurre que es lo mismo que pinchar una mariposa en una vitrina. Si en lugar de cuellos tuviera la fotografía de mi padre o de mi abuela, mi apartamento me parecería francamente deprimente. Y vivo en él— confesé.

Se paseó nerviosamente entre las fotos, como si me concediera el privilegio —momentáneo— de tomar en consideración mis argumentos, los sopesara, en vistas a condenarme o a absolverme. Yo pensé que, si los cuellos le resultaban suficientemente seductores, quizá me consideraría inocente, pero fue una débil esperanza: la seducción es algo muy, muy subjetivo, y con seguridad él no era capaz de distinguir un cuello de otro.

En efecto, examinó uno, cogiéndolo por el marco, luego otro, y me preguntó, muy asombrado:

—¿Acaso pretendes decirme que cada uno de esos cuellos es diferente y que lo puedes reconocer?

—Tanto como para ti cada vagina o cada rostro —ataqué, por una vez.

Los volvió a colocar en su lugar, en la repisa, y movió la cabeza dubitativamente (su nuez de Adán subió y quedó suspendida en el aire, como si no fuera a bajar nunca más. Tuve un ataque de ansiedad, al representar me esa posibilidad):

—Creo que estás loca —sentenció.

Eso ya me lo había dicho antes.

—¿Todos han sido amantes tuyos? —me preguntó, a continuación.

—No —dije (me guardé el adverbio «lamentablemente»).

—¿Cómo has conseguido todas esas fotos, entonces?

Por experiencia, sé que el placer que experimentamos los fetichistas narrando las numerosas dificultades, inconvenientes y obstáculos que hemos debido sortear para obtener una de nuestras piezas favoritas (aquel sostén de seda negra con adornos de raso que usó una sola vez la mujer que nunca se nos entregó, o la braga rosa de la vecina del tercero, que cuelga, de manera ingenua, de la cuerda de la ropa, a la vista de todo el mundo, como si efectivamente fuera una prenda más, inofensiva, desprovista de todo significado, salvo el de cubrir una parte de su cuerpo) es incomprensible para los demás. Forma parte de ese secreto que es nuestra subjetividad. Eso, las mil peripecias, los sacrificios que hemos tenido que hacer para obtener la pieza codiciada por nuestro deseo, sólo puede apreciarlo otro fetichista. La braga anhelada, el cuello contemplado con avidez no le dirían nada a otra persona. Porque es la mirada quien les presta valor. Una mirada superficial, que es la más común, no llega a descubrir en el sello de la reina Victoria de cuatro peniques, la perla número veintiséis, en el marco ovalado, que la convierte en una pieza rara, escasa, porque la inmensa mayoría de los sellos con la efigie de la reina Victoria, de cuatro peniques, sólo tienen veinticinco. Del mismo modo, Fernando no podía ver, en la serie de fotografías de cuellos dispersas por la habitación, más que eso: cuellos, muy semejantes, nueces de Adán. Pero era una mirada superficial, despoja da de símbolos, que resbalaba por la superficie sin buscar nunca la imagen especular.

—Algunas son de revistas —le dije—. Otras, las hice yo.

Me miró asombrado.

—¿Eres capaz de recortar una fotografía de una revista sólo por el cuello? —me preguntó.

Yo no sabía si se trataba de una pregunta curiosa, desinteresada, o si había algún oscuro reproche en ella. No sólo era capaz de eso, si él quería saberlo: por un cuello largo y robusto, de poros grandes y abiertos, con una nuca ancha y lisa (como del síndrome de Down) soy capaz de muchísimo más. Por el delicado, blanco y bello cuello de un adolescente, surcado de venas azules, como ríos en el mapa, soy capaz de más de lo que tú puedes imaginar, Fernando. Una vez tuve que aguantar dos horas de conversación acerca de un partido de fútbol, sólo por la posibilidad de morder una nuez de Adán opulenta y redonda, con el tamaño adecuado para tragármela, sentirla bajar por mi esófago y golpear las paredes de mi estómago.

—Me parece que eres una fetichista y que no estás bien de la cabeza —murmuró Fernando.

Ya era un notable adelanto que hubiera dicho «me parece» y no sentenciara de manera radical «eres». Indicaba que había perdido algo de su habitual seguridad. Allí donde comienza la duda, se puede empezar a hablar.

Según los tratados de psicología, los fetichistas toman la parte por el todo: un pie, los ojos, los senos, una prenda o un objeto representan el todo, y hacia esa parte o ese objeto experimentan una suerte de mística adoración, como el fiel ante la divinidad. Leímos esa definición en el club y consideramos que estaba parcialmente equivocada: para nosotros, una parte (el pie izquierdo cubierto con zapatos de charol negro de Roberto, o los opulentos sujetadores coleccionados por José, o el ojo travieso, desviado, que fotografía obsesivamente Francisco) no representa el todo, sino que es el todo. De la mayoría de cuellos que he amado, he amado sólo el cuello. Por ejemplo, hablemos del propio Fernando. Fernando tenía un cuello encantador: flexible, equilibrado, de textura delicada, a pesar de lo cual se distinguían bien las venas y los tendones. Cuando se exaltaba, los tendones se crispaban, como si por ellos se pudiera transmitir la fuerza de sus emociones. Frente a la expresividad involuntaria de su cuello, todo lo demás era irrelevante. Yo podía aislar perfectamente su cuello del resto del cuerpo, del resto de la persona, y amar con locura su tibieza, su forma, su color, su estructura. No era menos amor porque estuviera tan específicamente dirigido a su cuello. ¿Por qué iba a amarlo más, si repartiera ese amor entre sus otras partes?

Francisco, el fotógrafo que ama los ojos estrábicos, dice que el amor es un secreto, porque el amado desea ser amado por ciertas cosas que no coinciden con las que ama el amante. Se había enamorado de Julia, una mujer estrábica que sufría amargamente por ese error de la naturaleza que no había podido reparar. Él se sentaba largas horas, ante ella, completamente arrobado por esa mirada estrábica (errática, la llamaba Francisco) que se desviaba de su objeto y no se fijaba, como un caminante extraviado, como un viajero perdido. Mientras él la contemplaba solitariamente («Cualquier goce es solitario», dice Francisco), Julia le hablaba de su vida, de su sentimiento de inferioridad en el colegio, de las burlas de sus compañeros, de su angustia por ser diferente, de sus dificultades para establecer relaciones. Francisco prestaba una atención sólo superficial al discurso de Julia, porque estaba fascinado ante ese ojo, un solo ojo perdido. Excitado por su propio amor, por sus emociones, se atrevió a decirle: «Pero si yo te amo justamente por tu ojo desigual, por tu ojo equivocado». Julia se sintió muy ofendida, y creyó que él se burlaba. Humillada, enfadada, le reprochó que era incapaz de amarla por su manera de ser. Julia se negó a volver a verlo, y Francisco enfermó de depresión. Quería volver a ver ese ojo azul desviado, ese ojo extraviado e infantil, que se derramaba por las sillas, por las alfombras, sin control.

El secreto es muy pesado, por eso nos reunimos en el club. Entre nosotros es más fácil hablar del placer, de la ausencia, de la falta, de la seducción. Por ejemplo, José vino a la sesión del sábado a la tarde completamente trastornado: la noche anterior, en su casa, con su mujer y sus dos hijas pequeñas, estaba mirando una serie norteamericana por televisión, de esas banales, sin importancia, cuando de pronto una escena lo dejó completamente turbado: un hombre, para darle el biberón a su bebé, empleaba una especie de gran pechera artificial, de felpa, que se colocaba en el cuello y estaba provista de dos grandes mamas con sus pezones respectivos, por donde fluía la leche. Nunca había visto un objeto semejante (consideró que los norteamericanos, como siempre, estaban muy adelantados) y de pronto sintió una conmoción. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Un objeto así tendría que haber estado en sus fantasías, desde tiempo atrás. De inmediato, en el club, lo ayudamos a realizar las gestiones pertinentes para que su objeto de deseo pudiera aparecer: escribimos cartas a tiendas de Nueva York, solicitándolo, y nos pusimos en contacto con el canal de televisión, para alquilar ese episodio de la serie.

Todos los fetichistas sabemos que el objeto de nuestro culto es el actual y otro, muy antiguo, sumergido en la historia de los tiempos. Por ejemplo, los cuellos. ¿Por qué se inventó la guillotina, si no es porque el cuello, en realidad, es el símbolo del sexo? La guillotina tenía por finalidad separar el cuerpo de la cabeza, pero lo que se secciona, en realidad, es el cuello.

En el club puedo decir algo que jamás le confesé a Fernando: cuando observo un cuello masculino, de inmediato me imagino la relación que guarda con su sexo. Hay cuellos anchos, toscos, de base amplia, como de toros, de los cuales no se puede esperar más que un sexo bruto, sin fantasía, dotado tan sólo de fuerza. Yo prefiero, en cambio, los cuellos alados de los adolescentes, muy blancos, tibios, en los que la nuez de Adán parece algo inestable, como suspendida de un sueño. El cuello une nuestra parte animal —el cuerpo— con la parte más aérea, la cabeza. Pero esa unión, ese camino que va de los órganos esenciales —corazón, hígado, bazo— a la fantasía, no siempre se realiza de manera armoniosa. Hay cuellos demasiado largos para la cabeza que sostienen: indican que ésta ha querido separarse excesiva mente del cuerpo que la sustenta. Y hay cuellos muy cortos, breves, inexistentes; la cabeza parece enclavada entre los hombros, sin separación. Se trata, en general, de personas rústicas, primitivas, sin ninguna elaboración.

Fernando me dijo que todos esos cuellos esparcidos por mi apartamento lo ponían nervioso: «Les falta algo. Les falta la cabeza». Le parecía estar rodeado por mutilados, o algo así. En cambio, para mí, los cuellos estaban completos. No necesitaban mucho más: el resto era imaginable.

A partir de ese momento, se sintió observado por mí. «No estoy natural —decía—. Tengo la sospecha de que estás auscultando mi cuello». Se equivocaba: yo jamás auscultaría un cuello. Un cuello se puede amar, admirar, se puede chupar, se puede morder, se puede acariciar, se puede soñar, se puede sorber, se puede lamer o besar, pero jamás se ausculta. Los fetiches no son objetos de investigación, sino de adoración. Pertenecen al ámbito de la fe, jamás al de la ciencia. Por eso prefiero a los hombres que se afeitan con navaja: me gusta lamer esas pequeñas gotas de sangre que aparecen, como flores que estallan, desde las partes ocultas a nuestros ojos. Fernando empezó a afeitarse con maquinilla eléctrica. No deja huellas. Impoluta. Discreta. Sólo podía lamer un poco de jabón o de loción.

Yo hubiera preferido seguir haciendo el amor en su apartamento o en los hoteles, pero él insistió en que quería acostumbrarse al mío. Me pareció que quería decir que quería acostumbrarse a los cuellos. Maldita la falta que hacía. Era algo que no necesitábamos compartir, como no hay necesidad de compartir la lectura del periódico o las discusiones con la madre. De vez en cuando, lo sorprendía mirando solitariamente aquellos cuellos, como si quisiera descubrir algo oculto.

—Es inútil —le dije—. Nadie ve lo que otro ve.

Quizá esta frase le sirvió para despedirse. Porque se fue para siempre.

—Siento que todos esos cuellos me están mirando —me dijo.

Qué curioso. Yo sé que soy fetichista, pero hasta entonces no me había dado cuenta de que él era un poco paranoico. Los cuellos no son ojos, Fernando: son sexos.

  

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