Formaban una parejita
joven. Se habían casado no hacía mucho y trabajaban para una editorial
catalana, vendiendo a domicilio libros de arte, diccionarios, enciclopedias,
etcétera. A veces iban los dos de gira; otras veces, uno se quedaba en Madrid,
mientras el otro salía de viaje, o si no, trabajaban zonas diferentes al mismo
tiempo, en equipos diferentes, etcétera. Ganaban bien pero el trabajo era
bastante duro, y les resultaba difícil afincarse, tener hijos, organizarse como
una verdadera familia.
Aunque parezca extraño,
el trabajo los dejaba insatisfechos, no desde el punto de vista financiero o en
cuanto a la dignidad profesional, sino en un sentido ético: no estaban seguros,
en ciertos casos, de que incitar a la gente a endeudarse para comprar
enciclopedias interminables y costosas, no era una especie de chantaje. Muchos
las compraban creyendo que un porvenir brillante o un cambio de situación
social se manifestarían con la posesión de esos enormes volúmenes ilustrados,
la mayor parte de cuyo contenido les era indiferente y caducaría tal vez mucho
antes de que hubiesen terminado de pagarlos. Venderle a quien no tiene muchos
recursos lo superfluo, haciéndole creer que le es indispensable, se parece
bastante, para ser francos, a una estafa.
Por razones que se
volverán comprensibles en seguida, es mejor no llamarlos por sus nombres; basta
decir que tenían más de veinticinco años y menos de treinta, o sea que estaban
viviendo el último tiempo de la juventud y entraban, como a través de un túnel
a la vez vertiginoso y lento, todavía frescos, en la madurez. Ciertos aspectos
de lo que podemos ser realmente permanecen ignorados en la infancia, y si a
veces se nos revelan, bruscos, en la adolescencia, en muchos casos van
mostrándose de a poco, en distintas etapas de la vida, de tal manera que, en
sus postrimerías, a causa de tantos cambios súbitos o graduales, podemos
descubrir que un desconocido, admirable, repelente o curioso —para el caso es
lo mismo— ha usurpado el lugar del que creíamos ser.
Una noche —llevaban un
año y medio más o menos de casados— ella volvió de un viaje con cara triste y
preocupada y aunque el marido lo notó apenas la vio entrar, únicamente se
decidió a preguntarle lo que le ocurría cuando, en la madrugada, los sollozos
apagados de ella, que estaba acostada a su lado en la oscuridad, lo despertaron.
Y, pidiéndole por favor que no encendiera la luz, la mujer, más desconsolada
que culpable, le hizo la terrible confesión: por una singularidad de su modo de
ser, cuyos motivos a ella misma se le escapaban, siempre la había atraído,
desde mucho antes de conocerlo, la posibilidad de hacer el amor con
desconocidos, y si el afecto sincero que sentía por su marido había ocultado
durante cierto tiempo esa singularidad, esa semana en que había estado sola en
un hotel de Ciudad Real, su irresistible inclinación la había vuelto a atrapar,
hostigándola día y noche hasta obligarla a pasar al acto. El deseo súbito que
la arrebató, afirmaba la muchacha, había sido como un ataque de locura, o como
si, de golpe, hubiese pasado del mundo familiar a otro desconocido en el que
únicamente su deseo existía, y todos los vínculos con su verdadera vida se
hubiesen borrado. Antes y después de ese arrebato, en el mundo verdadero, era
el amor por su marido y la vida en común que llevaban lo único que le
importaba, y por esa razón se sentía menos culpable que desconsolada y perpleja.
El hombre la escuchaba
aterrado, y esa noche de asco y aflicción se prolongó en un mes de pesadilla:
recriminaciones y violencias, gritos y llantos, silencios y amenazas, pasaban
de uno al otro, día tras día, en un desgarramiento prolongado. Decidían
separarse para siempre, y unos minutos más tarde copulaban con rabia y
desesperación en la noche insomne y sin fin. En vez de calmarlos, el alcohol
los exasperaba, y sentían que el dolor y la furia nunca dejarían de crecer,
hasta que al cabo de algunas semanas, el rencor, la tristeza y la impotencia,
atenuándose, dieron paso a una calma insensible y gris. Ya no hablaron de
separarse pero ella, para pagar de algún modo el precio de su singularidad, se
resignó a responder, sin omitir un solo detalle, a los interrogatorios
interminables acerca de su brusco arrebato a que él la sometía. Se vio obligada
a contestar, una y otra vez, las preguntas más extrañas, relativas a la duración
de su acto, a las posiciones en las que lo había realizado, al cuerpo del
hombre, a la intensidad de su goce, a las frases que intercambiaron, al aspecto
de la pieza donde habían estado, a la iluminación, al orden de los acontecimientos,
a la hora. Mil veces las preguntas salían por entre los labios del hombre, que
la miraba fijo mientras las formulaba, en busca de nuevos y curiosos detalles o
de una sempiterna confirmación, y mil veces ella le respondía con sinceridad
exacta y escrupulosa, sin siquiera pensar en lo que esa sinceridad podía tener
de hiriente para su marido. Y a tanto llegó esa exigencia de verdad que, cuando
la tormenta pareció amainar, y siguieron viviendo en una calma aparente como si
no hubiese pasado nada, ella se creyó en la obligación de decirle que no estaba
segura de que en el futuro el arrebato no se repetiría.
Él la escuchó en
silencio, pero era fácil adivinar en su mirada que ya que no podían separarse
le pediría algo a cambio, lo que en efecto sucedió unos días más tarde: él, le
dijo, la aceptaba como era, pero no quería que las cosas pasaran a sus espaldas
o en su ausencia. Que esos arrebatos de ella, si él los aceptaba, eran un bien
común que poseían y que debían administrar juntos. Perpleja y curiosa, y con
cierto alivio también, porque esa propuesta la liberaba de sus sentimientos de
culpa, la mujer aceptó.
Durante un año y medio
más o menos, cuando viajaban juntos, la misma situación se repetía de tanto en
tanto; en los hoteles de provincia donde se alojaban, no se inscribían como
marido y mujer sino como simples colegas, y dormían en habitaciones separadas
pero contiguas. Después del trabajo, recorrían los establecimientos nocturnos,
y si la mujer se sentía atraída por algún desconocido —ya que su singularidad
exigía que fuese un desconocido y que sirviese para una sola noche— el marido,
en su papel de compañero de trabajo, los observaba a distancia, tomando de a
tragos pausados su alcohol y haciendo tintinear distraídamente los cubitos de
hielo contra el vidrio del vaso. El corazón le latía un poco más fuerte cuando
las maniobras comenzaban. Y si las cosas parecían conducir al desenlace
previsto, se alejaba en dirección al hotel, adelantándose a la pareja y,
tendiéndose en la oscuridad de su cuarto esperaba, alerta y palpitante, que los
otros llegaran. Cada ruido que los anunciaba, el ascensor o, si no había, los
pasos en la escalera, en el pasillo, el ruido de la puerta al abrirse o al
cerrarse, aceleraban los latidos, acrecentaban la ansiedad, reconcentraban la
atención. Tendido inmóvil en la negrura, su ser entero estaba vuelto hacia los
ruidos que venían de la habitación de al lado —risas ahogadas, murmullos, suspiros,
quejidos, rechinar de metales y crujidos de madera, roce apagado de paños o
rumor de seda— y que parecían penetrar en él no únicamente a través del oído,
sino de cada milímetro de su cuerpo. Cuando el desconocido se iba, ella venía a
la habitación y, en silencio, sin encender la luz ni intercambiar una sola
frase (ella arañaba apagadamente la puerta y él iba a abrirle en la oscuridad)
hacían el amor y se dormían hasta el día siguiente.
Si en el marido la
inclinación por esas noches idénticas iba en aumento, en la mujer en cambio, la
frecuencia de sus arrebatos e incluso el deseo de que se produjesen disminuían.
Lo que había sido su única libertad, fue transformándose lentamente en una
especie de obligación. Tenía la impresión de haber contraído una deuda
infinita, que nunca terminaría de pagar. Al mismo tiempo, la voluntad de su
marido parecía haber anexado su goce, transformándolo en un apéndice de su
propio deseo. Ya no gozaba durante ese ritual repetido, solamente se limitaba a
concentrarse en cada uno de sus actos para adecuarlo en forma escrupulosa al
deseo de su marido. Una especie de indiferencia se apoderó de ella. Durante
cierto tiempo, no logró entender lo que le pasaba y se dejó llevar por los
acontecimientos, pero un día en que oyó a su marido, en el colmo de la
exaltación, proyectar la construcción de un tabique delgado en su propia casa
para que ella pudiese recibir desconocidos y él escuchar con más claridad desde
la pieza de al lado, se dio cuenta de que había llegado el momento de intentar
sobrevivir, así que sin decirle nada, aprovechando que él estaba de viaje, y
dejándole una esquela de adiós, hizo sus valijas y cambió, no únicamente de
ciudad, sino incluso de país, de continente y de nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario