viernes, 21 de octubre de 2022

Los que se van de Omelas, cuento de Úrsula K. Le Guin

 


Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia la gran pradera llamada Verdecampo, donde chicos y chicas, desnudos bajo el Sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del Sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto los gallardetes que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas.

¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir los ciudadanos de Omelas?

Entiendan, no eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las palabras que expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Una descripción tal tiende a afirmar mis presunciones. Una descripción tal tiende a hacer pensar en la próxima aparición del Rey, montado en un espléndido garañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa de Valores, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas atómicas. Y sin embargo, repito que no eran gentes simples, tranquilos campesinos, nobles salvajes, benévolos utopistas. No eran menos complicados que nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no pueden ganarles, únanse a ellos. Si eso duele, vuelvan a comenzar. Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices... aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país... Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría –la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera–, podían tener perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado del Campo. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, caballos..., ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magníficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en Omelas... al menos no templos materiales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y este no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero esta es una actitud puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede perfumar las calles de la ciudad, el drooz que primero aporta al cuerpo y a la mente una gran claridad y una increíble ligereza, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones del verdadero arcano y de los más grandes secretos del Universo, al tiempo que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación... y no crea hábito. Para aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino en comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de todos los hombres, y con el esplendor del verano dominando el Mundo: eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que sientan la necesidad de tomar drooz.

La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campoverde. Un maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la barba gris de un hombre de rostro placentero. Los chicos y las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, distribuye flores de una gran capa, y la gente se las mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera les ve, sus ojos obscuros están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.

De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.

Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro...» Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.

¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.

En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es un retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta permanece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces –el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo–, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. La escudilla y la jarra son llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede recordar la luz del Sol y la voz de su madre, habla algunas veces. «Seré bueno –dice–. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!» Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmm-haa», y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive de medio bol de harina y manteca al día. Está desnudo. Sus muslos y sus posaderas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.

Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la clemencia de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.

Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten el desaliento, al que siempre se habían creído superiores. Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del Sol, fuera de aquel abominable lugar, si fuera lavado y alimentado y reconfortado, sería sin la menor duda una gran cosa; pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas a la siguiente hora. Esas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo: sería dejar ingresar el crimen en la ciudad.

Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle una palabra amable al niño.

A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no obtendría gran cosa de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero no mucho más. Es demasiado deficiente y estúpido como para conocer la menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo en el miedo para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el Sol de la primera mañana del verano.

¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.

A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen en la obscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy bien hacia dónde van.

miércoles, 19 de octubre de 2022

Bien común, cuento de Juan José Saer


  

Formaban una parejita joven. Se habían casado no hacía mucho y trabajaban para una editorial catalana, vendiendo a domicilio libros de arte, diccionarios, enciclopedias, etcétera. A veces iban los dos de gira; otras veces, uno se quedaba en Madrid, mientras el otro salía de viaje, o si no, trabajaban zonas diferentes al mismo tiempo, en equipos diferentes, etcétera. Ganaban bien pero el trabajo era bastante duro, y les resultaba difícil afincarse, tener hijos, organizarse como una verdadera familia.

Aunque parezca extraño, el trabajo los dejaba insatisfechos, no desde el punto de vista financiero o en cuanto a la dignidad profesional, sino en un sentido ético: no estaban seguros, en ciertos casos, de que incitar a la gente a endeudarse para comprar enciclopedias interminables y costosas, no era una especie de chantaje. Muchos las compraban creyendo que un porvenir brillante o un cambio de situación social se manifestarían con la posesión de esos enormes volúmenes ilustrados, la mayor parte de cuyo contenido les era indiferente y caducaría tal vez mucho antes de que hubiesen terminado de pagarlos. Venderle a quien no tiene muchos recursos lo superfluo, haciéndole creer que le es indispensable, se parece bastante, para ser francos, a una estafa.

Por razones que se volverán comprensibles en seguida, es mejor no llamarlos por sus nombres; basta decir que tenían más de veinticinco años y menos de treinta, o sea que estaban viviendo el último tiempo de la juventud y entraban, como a través de un túnel a la vez vertiginoso y lento, todavía frescos, en la madurez. Ciertos aspectos de lo que podemos ser realmente permanecen ignorados en la infancia, y si a veces se nos revelan, bruscos, en la adolescencia, en muchos casos van mostrándose de a poco, en distintas etapas de la vida, de tal manera que, en sus postrimerías, a causa de tantos cambios súbitos o graduales, podemos descubrir que un desconocido, admirable, repelente o curioso —para el caso es lo mismo— ha usurpado el lugar del que creíamos ser.

Una noche —llevaban un año y medio más o menos de casados— ella volvió de un viaje con cara triste y preocupada y aunque el marido lo notó apenas la vio entrar, únicamente se decidió a preguntarle lo que le ocurría cuando, en la madrugada, los sollozos apagados de ella, que estaba acostada a su lado en la oscuridad, lo despertaron. Y, pidiéndole por favor que no encendiera la luz, la mujer, más desconsolada que culpable, le hizo la terrible confesión: por una singularidad de su modo de ser, cuyos motivos a ella misma se le escapaban, siempre la había atraído, desde mucho antes de conocerlo, la posibilidad de hacer el amor con desconocidos, y si el afecto sincero que sentía por su marido había ocultado durante cierto tiempo esa singularidad, esa semana en que había estado sola en un hotel de Ciudad Real, su irresistible inclinación la había vuelto a atrapar, hostigándola día y noche hasta obligarla a pasar al acto. El deseo súbito que la arrebató, afirmaba la muchacha, había sido como un ataque de locura, o como si, de golpe, hubiese pasado del mundo familiar a otro desconocido en el que únicamente su deseo existía, y todos los vínculos con su verdadera vida se hubiesen borrado. Antes y después de ese arrebato, en el mundo verdadero, era el amor por su marido y la vida en común que llevaban lo único que le importaba, y por esa razón se sentía menos culpable que desconsolada y perpleja.

El hombre la escuchaba aterrado, y esa noche de asco y aflicción se prolongó en un mes de pesadilla: recriminaciones y violencias, gritos y llantos, silencios y amenazas, pasaban de uno al otro, día tras día, en un desgarramiento prolongado. Decidían separarse para siempre, y unos minutos más tarde copulaban con rabia y desesperación en la noche insomne y sin fin. En vez de calmarlos, el alcohol los exasperaba, y sentían que el dolor y la furia nunca dejarían de crecer, hasta que al cabo de algunas semanas, el rencor, la tristeza y la impotencia, atenuándose, dieron paso a una calma insensible y gris. Ya no hablaron de separarse pero ella, para pagar de algún modo el precio de su singularidad, se resignó a responder, sin omitir un solo detalle, a los interrogatorios interminables acerca de su brusco arrebato a que él la sometía. Se vio obligada a contestar, una y otra vez, las preguntas más extrañas, relativas a la duración de su acto, a las posiciones en las que lo había realizado, al cuerpo del hombre, a la intensidad de su goce, a las frases que intercambiaron, al aspecto de la pieza donde habían estado, a la iluminación, al orden de los acontecimientos, a la hora. Mil veces las preguntas salían por entre los labios del hombre, que la miraba fijo mientras las formulaba, en busca de nuevos y curiosos detalles o de una sempiterna confirmación, y mil veces ella le respondía con sinceridad exacta y escrupulosa, sin siquiera pensar en lo que esa sinceridad podía tener de hiriente para su marido. Y a tanto llegó esa exigencia de verdad que, cuando la tormenta pareció amainar, y siguieron viviendo en una calma aparente como si no hubiese pasado nada, ella se creyó en la obligación de decirle que no estaba segura de que en el futuro el arrebato no se repetiría.

Él la escuchó en silencio, pero era fácil adivinar en su mirada que ya que no podían separarse le pediría algo a cambio, lo que en efecto sucedió unos días más tarde: él, le dijo, la aceptaba como era, pero no quería que las cosas pasaran a sus espaldas o en su ausencia. Que esos arrebatos de ella, si él los aceptaba, eran un bien común que poseían y que debían administrar juntos. Perpleja y curiosa, y con cierto alivio también, porque esa propuesta la liberaba de sus sentimientos de culpa, la mujer aceptó.

Durante un año y medio más o menos, cuando viajaban juntos, la misma situación se repetía de tanto en tanto; en los hoteles de provincia donde se alojaban, no se inscribían como marido y mujer sino como simples colegas, y dormían en habitaciones separadas pero contiguas. Después del trabajo, recorrían los establecimientos nocturnos, y si la mujer se sentía atraída por algún desconocido —ya que su singularidad exigía que fuese un desconocido y que sirviese para una sola noche— el marido, en su papel de compañero de trabajo, los observaba a distancia, tomando de a tragos pausados su alcohol y haciendo tintinear distraídamente los cubitos de hielo contra el vidrio del vaso. El corazón le latía un poco más fuerte cuando las maniobras comenzaban. Y si las cosas parecían conducir al desenlace previsto, se alejaba en dirección al hotel, adelantándose a la pareja y, tendiéndose en la oscuridad de su cuarto esperaba, alerta y palpitante, que los otros llegaran. Cada ruido que los anunciaba, el ascensor o, si no había, los pasos en la escalera, en el pasillo, el ruido de la puerta al abrirse o al cerrarse, aceleraban los latidos, acrecentaban la ansiedad, reconcentraban la atención. Tendido inmóvil en la negrura, su ser entero estaba vuelto hacia los ruidos que venían de la habitación de al lado —risas ahogadas, murmullos, suspiros, quejidos, rechinar de metales y crujidos de madera, roce apagado de paños o rumor de seda— y que parecían penetrar en él no únicamente a través del oído, sino de cada milímetro de su cuerpo. Cuando el desconocido se iba, ella venía a la habitación y, en silencio, sin encender la luz ni intercambiar una sola frase (ella arañaba apagadamente la puerta y él iba a abrirle en la oscuridad) hacían el amor y se dormían hasta el día siguiente.

Si en el marido la inclinación por esas noches idénticas iba en aumento, en la mujer en cambio, la frecuencia de sus arrebatos e incluso el deseo de que se produjesen disminuían. Lo que había sido su única libertad, fue transformándose lentamente en una especie de obligación. Tenía la impresión de haber contraído una deuda infinita, que nunca terminaría de pagar. Al mismo tiempo, la voluntad de su marido parecía haber anexado su goce, transformándolo en un apéndice de su propio deseo. Ya no gozaba durante ese ritual repetido, solamente se limitaba a concentrarse en cada uno de sus actos para adecuarlo en forma escrupulosa al deseo de su marido. Una especie de indiferencia se apoderó de ella. Durante cierto tiempo, no logró entender lo que le pasaba y se dejó llevar por los acontecimientos, pero un día en que oyó a su marido, en el colmo de la exaltación, proyectar la construcción de un tabique delgado en su propia casa para que ella pudiese recibir desconocidos y él escuchar con más claridad desde la pieza de al lado, se dio cuenta de que había llegado el momento de intentar sobrevivir, así que sin decirle nada, aprovechando que él estaba de viaje, y dejándole una esquela de adiós, hizo sus valijas y cambió, no únicamente de ciudad, sino incluso de país, de continente y de nombre.

 

Fetichistas S. A., cuento de Cristina Peri Rossi


Los sábados a la tarde, soy la única mujer en el Club de los Fetichistas. Todos los demás son hombres.

Nos reunimos los fines de semana, antes del domingo, estúpido domingo, el día más triste y pesaroso. El domingo es un día clausurado: la realidad está ahí, sin esperanza, sin adornos, es decir, sin arte. A lo sumo, se puede dormir un rato más, entre el ruido de la ducha del vecino, del ascensor cargado de niños (los niños están sueltos los domingos, y nadie sabe qué puede ocurrir con tanta explosión de hormonas) o del teléfono, que siempre suena para anunciar la visita ritual de los suegros, un aniversario olvidado o la enfermedad de la tía abuela que, entre otras cosas, ya tiene ochenta años. El peso de la realidad, eso es el domingo: cuando uno tiene la irremediable comprobación de que el apartamento es pequeño para cuatro personas, de que la falta de espacio crea hostilidad (o la manifiesta), de que se pue de comer paella o cordero al horno, de que si se va al cine con el marido una se siente sola, pero si se va al cine sola, se siente sola.

Por eso, los fetichistas preferimos reunirnos el sábado, a la hora del crepúsculo. Los sábados, en cambio, parecen días llenos de posibilidades, de fantasía, de esperanza. Los sábados algunos sueñan con un hombre o una mujer que les despertará una pasión desconocida; otros sueñan con un viaje nocturno por las entrañas subterráneas de la ciudad (lo maravilloso nunca está en la superficie, hay que sumergirse para hallarlo; lo maravilloso es periférico, marginal, oculto, un túnel, un mundo hundido, una zona del limbo), algunos se creen capaces de escribir un libro y, otros, de ganar una fortuna al juego.

Los fetichistas constituimos una sociedad anónima, igual que los alcohólicos o los ludópatas. Somos una sociedad secreta, como se podrían fundar otras: la de los hombres de pene chico, la de los zurdos, los bajitos, los exseminaristas o las admiradoras de Robert Redford. Tener adicción a las tragaperras, al alcohol o a las bragas, admirar apasionadamente a Robert Redford, coleccionar todas sus fotos, los vídeos de sus películas y amar con locura sus discretos mohines, me parece algo mucho más importante que el trabajo que uno hace (del que se aburre en breve tiempo) o la familia a la que se pertenece, formada por tres o cuatro miembros que se detestan entre sí, aunque finjan lo contrario, que se disputan el dinero, el espacio y el afecto como buitres. Porque la relación que uno establece con su fetiche (sean las medias de naylon negras, las campanas de una máquina llena de luces o un vaso de whisky) es siempre personal, intransferible, solitaria e intensa. Esa relación es lo más íntimo que tenemos, el lugar más auténtico de nuestra subjetividad.

Al principio éramos cuatro, pero luego el grupo creció. Hemos puesto un límite: sólo nos reunimos doce fetichistas por vez. Los nuevos aspirantes tendrán que formar otro club. Nos llamamos a nosotros mismos los fundacionales, la primera generación. Esta célula originaria está integrada por Fernando, ingeniero de caminos; José, oficinista; Francisco, fotógrafo, y yo, que soy la única mujer, me llamo Marta, soy maestra y vivo sola.

¿A quién podría confesarle mi pasión por los cuellos masculinos, sólo por los cuellos, si no es a Roberto, que colecciona zapatos de charol negro, de mujer, que correspondan al pie izquierdo, o a José, que adora los sujetadores, o a Francisco, el fotógrafo, dispuesto a dejarse matar por fotografiar unos ojos estrábicos? De mujer, naturalmente: es del todo insensible al estrabismo masculino. «Ni siquiera una buena bizquera del ojo derecho me hace apetecible esos cuerpos toscos y torpes de los hombres», dice Francisco. A mí me ocurre lo mismo con los cuellos: sólo me atraen los cuellos masculinos; los femeninos, ésos ni los veo. No todos los cuellos: algunos. Ni siquiera cuellos semejantes: a veces, me enloquezco por un cuello largo, estilizado, con forma de pino, esos cuellos que ascienden hasta las alturas y hacen pensar que quien lo porta es un soñador, una criatura romántica; otras veces, en cambio, me siento irresistiblemente atraída por un cuello con una nuez de Adán prominente, que sobresale, como un pene en erección. Ningún hombre, con una nuez de Adán prominente, puede disimular su condición de animal eréctil, primero biológico, después espiritual. En esos casos, creo que amo la contradicción entre el instinto y la cultura, entre el ser que babea, transpira, defeca, contrae enfermedades y ronca cuando duerme, y la construcción imaginaria: un ser que siente, piensa, habla, elige, compra una corbata de Fiorucci, escucha una sonata de Brahms.

Todos tenemos, pues, un secreto. Tener un secreto es algo muy pesado. Cuando me enamoré de Fernando, por ejemplo, ¿cómo explicarle lo que sentía? Fernando tenía treinta años y quería casarse, «constituir una familia», como él decía. Trabajaba en algo, no recuerdo en qué. Ah, sí: en un banco. Siempre sabía muchísimas cosas acerca de créditos, impuestos, bolsa y todo eso. Estaba orgulloso de su capacidad de administrar el dinero, de hacer inversiones y cosas así. Yo me reí mucho cuando se mostró tan orgulloso de esas capacidades, y él se ofendió. Me acusó de que yo no tenía ningún interés real por su vida. De acuerdo (no pude decírselo): todo mi interés —enorme, por lo demás— estaba concentrado en la manera involuntaria, completamente inconsciente, en que su nuez de Adán subía y bajaba, con in dependencia de su voluntad. Su nuez de Adán sobresalía y yo concentraba en ella mi mirada. Hablara de lo que estuviera hablando (en general, las conversaciones de los hombres me parecen completamente irrelevantes; hablan de negocios, de política o de fútbol como formas de autoafirmación, dedicados, de manera absoluta y agotadora, a reforzar sus egos), aquella nuez subía y bajaba, rítmicamente, algo puntiaguda, bandera o símbolo de cosas sin nombre, de cosas que yo todavía no sabía, o quizá él mismo no sabía.

—De las cosas de las que se puede hablar, no me interesa hablar —le dije.

—Estás loca —me contestó, muy seguro de sí mismo. A los hombres les gusta mucho creer, o creer que creen, que estamos locas. Estamos locas simplemente cuando no aceptamos su discurso, o estamos locas cuando no queremos lo mismo que ellos.

—La psicología y la psiquiatría de más de dos mil años no han podido definir todavía qué es la locura —le respondí, aun a riesgo de que su nuez de Adán desapareciera de mi vista—, pero en cambio tú puedes diagnosticar tan fácilmente la locura. Bravo.

Me gustaba desconcertarlo. Cuando lo desconcertaba, su nuez de Adán subía y bajaba más rápidamente. Pero eso tampoco se lo podía decir: su ego sufriría con ello. Él quería que yo lo amara por su eficacia en los negocios (perdón, en la gestión bancaria), por su propósito de constituir legalmente una familia y todo eso.

Perdí definitivamente su nuez de Adán el día en que llamó a mi puerta, sin avisar, y le abrí, ingenuamente, pensando que se trataba de un vendedor de champú o del inspector del gas. La culpa la tuvo el telefonillo del edificio, que estaba roto, de modo que le abrí la puerta sin saber que era Fernando. Siempre hacíamos el amor en su apartamento de soltero, o en algún hotel, cuando cedía —a regañadientes— a mi afición de amarnos en habitaciones desconocidas.

Tengo reacciones lentas, de modo que cuando Fernando entró no se me ocurrió que iba a quedar muy asombrado ante la colección de fotografías de cuellos masculinos que tengo esparcida en el comedor y el dormitorio. Otra gente tiene ridículos hombrecitos en pantalones cortos, con camisetas y escudos, insignias y cosas así.

—¿Qué son? —preguntó mirando aquellas fotos en sus marcos como si se tratara de algo desagradable, infecto, lleno de purulencias o de virus.

Caramba, no me parece tan difícil reconocer que se trata de cuellos. Simplemente eso: cuellos. ¿No hay gente que tiene la casa llena de fotografías de rostros? Actrices, cantantes, la abuela, la tía y los primos. Además, muchos de ellos, muertos.

—Son fotografías de cuellos —le dije suavemente, preparada para lo peor.

Ahora era el momento en que Fernando iba a intentar hacerme sentir culpable. La dialéctica de los sexos es ésa: el que hace sentirse culpable al otro, gana. Los hombres lo tienen más fácil, porque hace muchos miles de años que se dedican a ello.

—¿Y por qué conservas toda esa cantidad de foto grafías absurdas? —me dijo.

—Algunos coleccionan sellos, mariposas o monedas.

—Yo colecciono cuellos —expliqué, con franca objetividad.

Parecía horrorizado.

—¿Quieres decir que para ti los hombres son objetos de una colección maniática?

—No veo qué tiene de raro —me defendí. Hay gente que tiene fotografías de la madre, de los hijos o de las novias, y a nadie se le ocurre que es lo mismo que pinchar una mariposa en una vitrina. Si en lugar de cuellos tuviera la fotografía de mi padre o de mi abuela, mi apartamento me parecería francamente deprimente. Y vivo en él— confesé.

Se paseó nerviosamente entre las fotos, como si me concediera el privilegio —momentáneo— de tomar en consideración mis argumentos, los sopesara, en vistas a condenarme o a absolverme. Yo pensé que, si los cuellos le resultaban suficientemente seductores, quizá me consideraría inocente, pero fue una débil esperanza: la seducción es algo muy, muy subjetivo, y con seguridad él no era capaz de distinguir un cuello de otro.

En efecto, examinó uno, cogiéndolo por el marco, luego otro, y me preguntó, muy asombrado:

—¿Acaso pretendes decirme que cada uno de esos cuellos es diferente y que lo puedes reconocer?

—Tanto como para ti cada vagina o cada rostro —ataqué, por una vez.

Los volvió a colocar en su lugar, en la repisa, y movió la cabeza dubitativamente (su nuez de Adán subió y quedó suspendida en el aire, como si no fuera a bajar nunca más. Tuve un ataque de ansiedad, al representar me esa posibilidad):

—Creo que estás loca —sentenció.

Eso ya me lo había dicho antes.

—¿Todos han sido amantes tuyos? —me preguntó, a continuación.

—No —dije (me guardé el adverbio «lamentablemente»).

—¿Cómo has conseguido todas esas fotos, entonces?

Por experiencia, sé que el placer que experimentamos los fetichistas narrando las numerosas dificultades, inconvenientes y obstáculos que hemos debido sortear para obtener una de nuestras piezas favoritas (aquel sostén de seda negra con adornos de raso que usó una sola vez la mujer que nunca se nos entregó, o la braga rosa de la vecina del tercero, que cuelga, de manera ingenua, de la cuerda de la ropa, a la vista de todo el mundo, como si efectivamente fuera una prenda más, inofensiva, desprovista de todo significado, salvo el de cubrir una parte de su cuerpo) es incomprensible para los demás. Forma parte de ese secreto que es nuestra subjetividad. Eso, las mil peripecias, los sacrificios que hemos tenido que hacer para obtener la pieza codiciada por nuestro deseo, sólo puede apreciarlo otro fetichista. La braga anhelada, el cuello contemplado con avidez no le dirían nada a otra persona. Porque es la mirada quien les presta valor. Una mirada superficial, que es la más común, no llega a descubrir en el sello de la reina Victoria de cuatro peniques, la perla número veintiséis, en el marco ovalado, que la convierte en una pieza rara, escasa, porque la inmensa mayoría de los sellos con la efigie de la reina Victoria, de cuatro peniques, sólo tienen veinticinco. Del mismo modo, Fernando no podía ver, en la serie de fotografías de cuellos dispersas por la habitación, más que eso: cuellos, muy semejantes, nueces de Adán. Pero era una mirada superficial, despoja da de símbolos, que resbalaba por la superficie sin buscar nunca la imagen especular.

—Algunas son de revistas —le dije—. Otras, las hice yo.

Me miró asombrado.

—¿Eres capaz de recortar una fotografía de una revista sólo por el cuello? —me preguntó.

Yo no sabía si se trataba de una pregunta curiosa, desinteresada, o si había algún oscuro reproche en ella. No sólo era capaz de eso, si él quería saberlo: por un cuello largo y robusto, de poros grandes y abiertos, con una nuca ancha y lisa (como del síndrome de Down) soy capaz de muchísimo más. Por el delicado, blanco y bello cuello de un adolescente, surcado de venas azules, como ríos en el mapa, soy capaz de más de lo que tú puedes imaginar, Fernando. Una vez tuve que aguantar dos horas de conversación acerca de un partido de fútbol, sólo por la posibilidad de morder una nuez de Adán opulenta y redonda, con el tamaño adecuado para tragármela, sentirla bajar por mi esófago y golpear las paredes de mi estómago.

—Me parece que eres una fetichista y que no estás bien de la cabeza —murmuró Fernando.

Ya era un notable adelanto que hubiera dicho «me parece» y no sentenciara de manera radical «eres». Indicaba que había perdido algo de su habitual seguridad. Allí donde comienza la duda, se puede empezar a hablar.

Según los tratados de psicología, los fetichistas toman la parte por el todo: un pie, los ojos, los senos, una prenda o un objeto representan el todo, y hacia esa parte o ese objeto experimentan una suerte de mística adoración, como el fiel ante la divinidad. Leímos esa definición en el club y consideramos que estaba parcialmente equivocada: para nosotros, una parte (el pie izquierdo cubierto con zapatos de charol negro de Roberto, o los opulentos sujetadores coleccionados por José, o el ojo travieso, desviado, que fotografía obsesivamente Francisco) no representa el todo, sino que es el todo. De la mayoría de cuellos que he amado, he amado sólo el cuello. Por ejemplo, hablemos del propio Fernando. Fernando tenía un cuello encantador: flexible, equilibrado, de textura delicada, a pesar de lo cual se distinguían bien las venas y los tendones. Cuando se exaltaba, los tendones se crispaban, como si por ellos se pudiera transmitir la fuerza de sus emociones. Frente a la expresividad involuntaria de su cuello, todo lo demás era irrelevante. Yo podía aislar perfectamente su cuello del resto del cuerpo, del resto de la persona, y amar con locura su tibieza, su forma, su color, su estructura. No era menos amor porque estuviera tan específicamente dirigido a su cuello. ¿Por qué iba a amarlo más, si repartiera ese amor entre sus otras partes?

Francisco, el fotógrafo que ama los ojos estrábicos, dice que el amor es un secreto, porque el amado desea ser amado por ciertas cosas que no coinciden con las que ama el amante. Se había enamorado de Julia, una mujer estrábica que sufría amargamente por ese error de la naturaleza que no había podido reparar. Él se sentaba largas horas, ante ella, completamente arrobado por esa mirada estrábica (errática, la llamaba Francisco) que se desviaba de su objeto y no se fijaba, como un caminante extraviado, como un viajero perdido. Mientras él la contemplaba solitariamente («Cualquier goce es solitario», dice Francisco), Julia le hablaba de su vida, de su sentimiento de inferioridad en el colegio, de las burlas de sus compañeros, de su angustia por ser diferente, de sus dificultades para establecer relaciones. Francisco prestaba una atención sólo superficial al discurso de Julia, porque estaba fascinado ante ese ojo, un solo ojo perdido. Excitado por su propio amor, por sus emociones, se atrevió a decirle: «Pero si yo te amo justamente por tu ojo desigual, por tu ojo equivocado». Julia se sintió muy ofendida, y creyó que él se burlaba. Humillada, enfadada, le reprochó que era incapaz de amarla por su manera de ser. Julia se negó a volver a verlo, y Francisco enfermó de depresión. Quería volver a ver ese ojo azul desviado, ese ojo extraviado e infantil, que se derramaba por las sillas, por las alfombras, sin control.

El secreto es muy pesado, por eso nos reunimos en el club. Entre nosotros es más fácil hablar del placer, de la ausencia, de la falta, de la seducción. Por ejemplo, José vino a la sesión del sábado a la tarde completamente trastornado: la noche anterior, en su casa, con su mujer y sus dos hijas pequeñas, estaba mirando una serie norteamericana por televisión, de esas banales, sin importancia, cuando de pronto una escena lo dejó completamente turbado: un hombre, para darle el biberón a su bebé, empleaba una especie de gran pechera artificial, de felpa, que se colocaba en el cuello y estaba provista de dos grandes mamas con sus pezones respectivos, por donde fluía la leche. Nunca había visto un objeto semejante (consideró que los norteamericanos, como siempre, estaban muy adelantados) y de pronto sintió una conmoción. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Un objeto así tendría que haber estado en sus fantasías, desde tiempo atrás. De inmediato, en el club, lo ayudamos a realizar las gestiones pertinentes para que su objeto de deseo pudiera aparecer: escribimos cartas a tiendas de Nueva York, solicitándolo, y nos pusimos en contacto con el canal de televisión, para alquilar ese episodio de la serie.

Todos los fetichistas sabemos que el objeto de nuestro culto es el actual y otro, muy antiguo, sumergido en la historia de los tiempos. Por ejemplo, los cuellos. ¿Por qué se inventó la guillotina, si no es porque el cuello, en realidad, es el símbolo del sexo? La guillotina tenía por finalidad separar el cuerpo de la cabeza, pero lo que se secciona, en realidad, es el cuello.

En el club puedo decir algo que jamás le confesé a Fernando: cuando observo un cuello masculino, de inmediato me imagino la relación que guarda con su sexo. Hay cuellos anchos, toscos, de base amplia, como de toros, de los cuales no se puede esperar más que un sexo bruto, sin fantasía, dotado tan sólo de fuerza. Yo prefiero, en cambio, los cuellos alados de los adolescentes, muy blancos, tibios, en los que la nuez de Adán parece algo inestable, como suspendida de un sueño. El cuello une nuestra parte animal —el cuerpo— con la parte más aérea, la cabeza. Pero esa unión, ese camino que va de los órganos esenciales —corazón, hígado, bazo— a la fantasía, no siempre se realiza de manera armoniosa. Hay cuellos demasiado largos para la cabeza que sostienen: indican que ésta ha querido separarse excesiva mente del cuerpo que la sustenta. Y hay cuellos muy cortos, breves, inexistentes; la cabeza parece enclavada entre los hombros, sin separación. Se trata, en general, de personas rústicas, primitivas, sin ninguna elaboración.

Fernando me dijo que todos esos cuellos esparcidos por mi apartamento lo ponían nervioso: «Les falta algo. Les falta la cabeza». Le parecía estar rodeado por mutilados, o algo así. En cambio, para mí, los cuellos estaban completos. No necesitaban mucho más: el resto era imaginable.

A partir de ese momento, se sintió observado por mí. «No estoy natural —decía—. Tengo la sospecha de que estás auscultando mi cuello». Se equivocaba: yo jamás auscultaría un cuello. Un cuello se puede amar, admirar, se puede chupar, se puede morder, se puede acariciar, se puede soñar, se puede sorber, se puede lamer o besar, pero jamás se ausculta. Los fetiches no son objetos de investigación, sino de adoración. Pertenecen al ámbito de la fe, jamás al de la ciencia. Por eso prefiero a los hombres que se afeitan con navaja: me gusta lamer esas pequeñas gotas de sangre que aparecen, como flores que estallan, desde las partes ocultas a nuestros ojos. Fernando empezó a afeitarse con maquinilla eléctrica. No deja huellas. Impoluta. Discreta. Sólo podía lamer un poco de jabón o de loción.

Yo hubiera preferido seguir haciendo el amor en su apartamento o en los hoteles, pero él insistió en que quería acostumbrarse al mío. Me pareció que quería decir que quería acostumbrarse a los cuellos. Maldita la falta que hacía. Era algo que no necesitábamos compartir, como no hay necesidad de compartir la lectura del periódico o las discusiones con la madre. De vez en cuando, lo sorprendía mirando solitariamente aquellos cuellos, como si quisiera descubrir algo oculto.

—Es inútil —le dije—. Nadie ve lo que otro ve.

Quizá esta frase le sirvió para despedirse. Porque se fue para siempre.

—Siento que todos esos cuellos me están mirando —me dijo.

Qué curioso. Yo sé que soy fetichista, pero hasta entonces no me había dado cuenta de que él era un poco paranoico. Los cuellos no son ojos, Fernando: son sexos.

  

martes, 18 de octubre de 2022

Estío, cuento de Inés Arredondo

 


Estaba sentada en una silla de extensión a la sombra del amate, mirando a Román y Julio practicar el volley-ball a poca distancia. Empezaba a hacer bastante calor y la calma se extendía por la huerta.

—Ya, muchachos. Si no, se va a calentar el refresco.

Con un acuerdo perfecto y silencioso, dejaron de jugar. Julio atrapó la bola en el aire y se la puso bajo el brazo. El crujir de la grava bajo sus pies se fue acercando mientras yo llenaba los vasos. Ahí estaban ahora ante mí y daba gusto verlos, Román rubio, Julio moreno.

—Mientras jugaban estaba pensando en qué había empleado mi tiempo desde que Román tenía cuatro años… No lo he sentido pasar, ¿no es raro?

—Nada tiene de raro, puesto que estabas conmigo —dijo riendo Román, y me dio un beso.

—Además, yo creo que esos años realmente no han pasado. No podría usted estar tan joven.

Román y yo nos reímos al mismo tiempo. El muchacho bajó los ojos, la cara roja, y se aplicó a presionarse un lado de la nariz con el índice doblado, en aquel gesto que le era tan propio.

—Déjate en paz esa nariz.

—No lo hago por ganas, tengo el tabique desviado.

—Ya lo sé, pero te vas a lastimar.

Román hablaba con impaciencia, como si el otro lo estuviera molestando a él. Julio repitió todavía una vez o dos el gesto, con la cabeza baja, y luego sin decir nada se dirigió a la casa.

A la hora de cenar ya se habían bañado y se presentaron frescos y alegres.

—¿Qué han hecho?

—Descansar y preparar luego la tarea de cálculo diferencial. Le tuve que explicar a este animal A por B, hasta que entendió.

Comieron con su habitual apetito. Cuando bebían la leche Román fingió ponerse grave y me dijo.

—Necesito hablar seriamente contigo.

Julio se ruborizó y se levantó sin mirarlos.

—Ya me voy.

—Nada de que te vas. Ahora aguantas aquí a pie firme —y volviéndose hacia mí continuó—: Es que se trata de él, por eso quiere escabullirse. Resulta que le avisaron de su casa que ya no le pueden mandar dinero y quiere dejar la carrera para ponerse a trabajar. Dice que al fin apenas vamos en primer año…

Los nudillos de las manos de Julio estaban amarillos de lo que apretaba el respaldo de la silla. Parecía hacer un gran esfuerzo para contenerse; incluso levantó la cabeza como si fuera a hablar, pero la dejó caer otra vez sin haber dicho palabra.

—… yo quería preguntarte si no podría vivir aquí, con nosotros. Sobra lugar y…

—Por supuesto; es lo más natural. Vayan ahora mismo a recoger sus cosas: llévate el auto para traerlas.

Julio no despegó los labios, siguió en la misma actitud de antes y sólo me dedicó una mirada que no traía nada de agradecimiento, que era más bien un reproche. Román lo cogió de un brazo y le dio un tirón fuerte. Julio soltó la silla y se dejó jalar sin oponer resistencia, como un cuerpo inerte.

—Tiende la cama mientras volvemos —me gritó Román al tiempo de dar a Julio un empellón que lo sacó por la puerta de la calle…

Abrí por completo las ventanas del cuarto de Román. El aire estaba húmedo y hacia el oriente se veían relámpagos que iluminaban el cielo encapotado; los truenos lejanos hacían más tierno el canto de los grillos. De sobre la repisa quité el payaso de trapo al que Román durmiera abrazado durante tantos años, y lo guardé en la parte alta del clóset. Las camas gemelas, el restirador, los compases, el mapamundi y las reglas, todo estaba en orden. Únicamente habría que comprar una cómoda para Julio. Puse en la repisa el despertador, donde estaba antes el payaso, y me senté en el alféizar de la ventana.

—Si no la va a ver nadie.

—Ya lo sé, pero…

—¿Pero qué?

—Está bien. Vamos.

Nunca se me hubiera ocurrido bajar a bañarme al río, aunque mi propia huerta era un pedazo de margen. Nos pasamos la mañana dentro del agua, y allí, metidos hasta la cintura, comimos nuestra sandía y escupimos las pepitas hacia la corriente. No dejábamos que el agua se nos secara completamente en el cuerpo. Estábamos continuamente húmedos, y de ese modo el viento ardiente era casi agradable. A medio día, subí a la casa en traje de baño y regresé con sándwiches, galletas y un gran termo con té helado. Muy cerca del agua y a la sombra de los mangos nos tiramos para dormir la siesta.

Abrí los ojos cuando estaba cayendo la tarde. Me encontré con la mirada de indefinible reproche de Julio. Román seguía durmiendo.

—¿Qué te pasa? —dije en voz baja.

—¿De qué?

—De nada —sentí un poco de vergüenza.

Julio se incorporó y vino a sentarse a mi lado. Sin alzar los ojos me dijo:

—Quisiera irme de la casa.

Me turbé, no supe por qué, y sólo pude responderle con una frase convencional.

—¿No estás contento con nosotros?

—No se trata de eso, es que…

Román se movió y Julio me susurró apresurado.

—Por favor, no le diga nada de esto.

—Mamá, no seas, ¿para qué quieres que te roguemos tanto? Péinate y vamos.

—Puede que la película no esté muy buena, pero siempre se entretiene uno.

—No, ya les dije que no.

—¿Qué va a hacer usted sola en este caserón toda la tarde?

—Tengo ganas de estar sola.

—Déjala, Julio, cuando se pone así no hay quién la soporte. Ya me extrañaba que hubiera pasado tanto tiempo sin que le diera uno de esos arrechuchos. Pero ahora no es nada, dicen que recién muerto mi padre…

Cuando salieron todavía le iba contando la vieja historia.

El calor se metía al cuerpo por cada poro; la humedad era un vapor quemante que envolvía y aprisionaba, uniendo y aislando a la vez cada objeto sobre la tierra, una tierra que no se podía pisar con el pie desnudo. Aun las baldosas entre el baño y mi recámara estaban tibias. Llegué a mi cuarto y dejé caer la toalla; frente al espejo me desaté los cabellos y dejé que se deslizaran libres sobre los hombros, húmedos por la espalda húmeda. Me sonreí en la imagen. Luego me tendí boca abajo sobre el centeno helado y me apreté contra él: la sien, la mejilla, los pechos, el vientre, los muslos. Me estiré con un suspiro y me quedé adormilada, oyendo como fondo a mi entresueño el bordoneo vibrante y perezoso de los insectos en la huerta.

Más tarde me levanté, me eché encima una bata corta, y sin calzarme ni recogerme el pelo fui a la cocina, abrí el refrigerador y saqué tres mangos gordos, duros. Me senté a comerlos en las gradas que están al fondo de la casa, de cara a la huerta. Cogí uno y lo pelé con los dientes, luego lo mordí con toda la boca, hasta el hueso; arranqué un trozo grande, que apenas me cabía y sentí la pulpa aplastarse y al jugo correr por mi garganta, por las comisuras de la boca, por mi barbilla, después por entre los dedos y a lo largo de los antebrazos. Con impaciencia pelé el segundo. Y más calmada, casi satisfecha ya, empecé a comer el tercero.

Un chancleteo me hizo levantar la cabeza. Era la Toña que se acercaba. Me quedé con el mango entre las manos, torpe, inmóvil, y el jugo sobre la piel empezó a secarse rápidamente y a ser incómodo, a ser una porquería.

—Volví porque se me olvidó el dinero —me miró largamente con sus ojos brillantes, sonriendo. Nunca la había visto comer así, ¿verdad que es rico?

—Sí, es rico —y me reí levantando más la cabeza y dejando que las últimas gotas pesadas resbalaran un poco por mi cuello. Muy rico —y sin saber por qué comencé a reírme alto, francamente. La Toña se rió también y entró en la cocina. Cuando pasó de nuevo junto a mí me dijo con sencillez:

—Hasta mañana.

Y la vi alejarse, plas, plas, con el chasquido de sus sandalias y el ritmo seguro de sus caderas.

Me tendí en el escalón y miré por entre las ramas al ciclo cambiar lentamente, hasta que fue de noche.

Un sábado fuimos los tres al mar. Escogí una playa desierta porque me daba vergüenza que me vieran ir de paseo con los muchachos como si tuviéramos la misma edad. Por el camino cantamos hasta quedarnos con las gargantas lastimadas, y cuando la brecha desembocó en la playa y en el horizonte vimos reverberar el mar, nos quedamos los tres callados.

En el macizo de palmeras dejamos el bastimento y luego cada uno eligió una duna para desvestirse.

El retumbo del mar caía sordo en el aire pesado de sol.

Untándome con el aceite me acerqué hasta la línea húmeda que la marea deja en la arena. Me senté sobre la costra dura, casi seca, que las olas no tocan.

Lejos, oí los gritos de los muchachos; me volví para verlos: no estaban separados de mí más que por unos metros, pero el mar y el sol dan otro sentido a las distancias.

Vinieron corriendo hacia donde yo estaba y pareció que iban a atropellarme, pero un momento antes de hacerlo Román frenó con los pies echados hacia delante levantando una gran cantidad de arena y cayendo de espaldas, mientras Julio se dejaba ir de bruces a mi lado, con toda la fuerza y la total confianza que hubiera puesto en un clavado a una piscina. Se quedaron quietos, con los ojos cerrados; los flancos de ambos palpitaban, brillantes por el sudor. A pesar del mar podía escuchar el jadeo de sus respiraciones. Sin dejar de mirarlos me fui sacudiendo la arena que habían echado sobre mí.

Román levantó la cabeza.

—¡Qué bruto eres, mano, por poco le caes encima!

Julio ni se movió.

—¿Y tú? Mira cómo la dejaste de arena.

Seguía con los ojos cerrados, o eso parecía; tal vez me observaba así siempre, sin que me diera cuenta.

—Te vamos a enseñar unos ejercicios del pentatlón ¿eh? —Román se levantó y al pasar junto a Julio le puso un pie en las costillas y brincó por encima de él. Vi aquel pie desmesurado y tosco sobre el torso delgado.

Corrieron, lucharon, los miembros esbeltos confundidos en un haz nervioso y lleno de gracia. Luego Julio se arrodilló y se dobló sobre sí mismo haciendo un obstáculo compacto mientras Román se alejaba.

—Ahora vas a ver el salto del tigre —me gritó Román antes de iniciar la carrera tendida hacia donde estábamos Julio y yo.

Lo vi contraerse y lanzarse al aire vibrante, con las manos extendidas hacia adelante y la cara oculta entre los brazos. Su cuerpo se estiró infinitamente y quedó suspendido en el salto que era un vuelo. Dorado en el sol, tersa su sombra sobre la arena. El cuerpo como un río fluía junto a mí, pero yo no podía tocarlo. No se entendía para qué estaba Julio ahí, abajo, porque no había necesidad alguna de salvar nada, no se trataba de un ejercicio: volar, tenderse en el tiempo de la armonía como en el propio lecho, estar en el ambiente de la plenitud, eso era todo.

No sé cuándo, cuando Román cayó al fin sobre la arena, me levanté sin decir nada, me encaminé hacia el mar, fui entrando en él paso a paso, segura contra la resaca.

El agua estaba tan fría que de momento me hizo tiritar; pasé el reventadero y me tiré a mi vez de bruces, con fuerza. Luego comencé a nadar. El mar copiaba la redondez de mi brazo, respondía al ritmo de mis movimientos, respiraba. Me abandoné de espaldas y el sol quemó mi cara mientras el mar helado me sostenía entre la tierra y el cielo. Las auras planeaban lentas en el mediodía; una gran dignidad aplastaba cualquier pensamiento; lejos, algún grito de pájaro y el retumbar de las olas.

Salí del agua aturdida. Me gustó no ver a nadie. Encontré mis sandalias, las calcé y caminé sobre la playa que quemaba como si fuera un rescoldo. Otra vez mi cuerpo, mi caminar pesado que deja huella.

Bajo las palmeras recogí la toalla y comencé a secarme. Al quedar descalza, el contacto con la arena fría de la sombra me produjo una sensación discordante; me volví a mirar el mar; pero de todas maneras un enojo pequeño, casi un destello de angustia, me siguió molestando.

Llevaba un gran rato tirada boca abajo, medio dormida, cuando sentí su voz enronquecida rozar mi oreja. No me tocó, solamente dijo:

—Nunca he estado con una mujer.

Permanecí sin moverme. Escuchaba al viento al ras de la arena, lijándola.

Cuando recogíamos nuestras cosas para regresar, Román comentó.

—Está loco, se ha pasado la tarde acostado, dejando que las olas lo bañaran. Ni siquiera se movió cuando le dije que viniera a comer. Me impresionó porque parecía un ahogado.

Después de la cena se fueron a dar una vuelta, a hacer una visita, a mirar pasar a las muchachas o a hablar con ellas y reírse sin saber por qué. Sola, salí de la casa. Caminé sin prisa por el baldío vecino, pisando con cuidado las piedras y los retoños crujientes de las verdolagas. Desde el río subía el canto entrecortado y extenso de las ranas, cientos, miles tal vez. El cielo, bajo como un techo, claro y obvio. Me sentí contenta cuando vi que el cintilar de las estrellas correspondía exactamente al croar de las ranas.

Seguí hasta encontrar un recodo en donde los árboles permitían ver el río, abajo, blanco. En la penumbra de la huerta ajena me quedé como en un refugio, mirándolo fluir. Bajo mis pies la espesa capa de hojas, y más abajo la tierra húmeda, olorosa a ese fermento saludable tan cercano sin embargo a la putrefacción. Me apoyé en un árbol mirando abajo el cauce que era como el día. Sin que lo pensara, mis manos recorrieron la línea esbelta, voluptuosa y fina, y el áspero ardor de la corteza. Las ranas y la nota sostenida de un grillo, el río y mis manos conociendo el árbol. Caminos todos de la sangre ajena y mía, común y agolpada aquí, a esta hora, en esta margen oscura.

Los pasos sobre la hojarasca, el murmullo, las risas ahogadas, todo era natural, pero me sobresalté y me alejé de ahí apresurada. Fue inútil, tropecé de manos a boca con las dos siluetas negras que se apoyaban contra una tapia y se estremecían débilmente en un abrazo convulso. De pronto habían dejado de hablar, de reír, y entrado en el silencio.

No pude evitar hacer ruido y cuando huía avergonzada y rápida, oí clara la voz pastosa de la Toña que decía:

—No te preocupes, es la señora.

Las mejillas me ardían, y el contacto de aquella voz me persiguió en sueños esa noche, sueños extraños y espesos.

Los días se parecían unos a otros; exteriormente eran iguales, pero se sentía cómo nos internábamos paso a paso en el verano.

Aquella noche el aire era mucho más cargado y completamente diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Ahora, en el recuerdo, vuelvo a respirarlo hondamente.

No tuve fuerzas para salir a pasear, ni siquiera para ponerme el camisón; me quedé desnuda sobre la cama, mirando por la ventana un punto fijo del cielo, tal vez una estrella entre las ramas. No me quejaba, únicamente estaba echada ahí, igual que un animal enfermo que se abandona a la naturaleza. No pensaba, y casi podría decir que no sentía. La única realidad era que mi cuerpo pesaba de una manera terrible; no, lo que sucedía era nada más que no podía moverme, aunque no sé por qué. Y sin embargo eso era todo: estuve inmóvil durante horas, sin ningún pensamiento, exactamente como si flotara en el mar bajo ese cielo tan claro. Pero no tenía miedo. Nada me llegaba; los ruidos, las sombras, los rumores, todo era lejano, y lo único que subsistía era mi propio peso sobre la tierra o sobre el agua; eso era lo que centraba todo aquella noche.

Creo que casi no respiraba, al menos no lo recuerdo; tampoco tenía necesidad alguna. Estar así no puede describirse porque casi no se está, ni medirse en el tiempo porque es a otra profundidad a la que pertenece.

Recuerdo que oí cuando los muchachos entraron, cerraron el zaguán con llave y cuchicheando se dirigieron a su cuarto. Oí muy claros sus pasos, pero tampoco entonces me moví. Era una trampa dulce aquella extraña gravidez.

Cuando el levísimo ruido se escuchó, toda yo me puse tensa, crispada, como si aquello hubiera sido lo que había estado esperando durante aquel tiempo interminable. Un roce y un como temblor, la vibración que deja en el aire una palabra, sin que nadie hubiera pronunciado una sílaba, y me puse de pie de un salto. Afuera, en el pasillo, alguien respiraba, no era posible oírlo, pero estaba ahí, y su pecho agitado subía y bajaba al mismo ritmo que el mío: eso nos igualaba, acortaba cualquier distancia. De pie a la orilla de la cama levanté los brazos anhelantes y cerré los ojos. Ahora sabía quién estaba del otro lado de la puerta. No caminé para abrirla; cuando puse la mano en la perilla no había dado un paso. Tampoco lo di hacia él, simplemente nos encontramos, del otro lado de la puerta. En la oscuridad era imposible mirarlo, pero tampoco hacía falta, sentía su piel muy cerca de la mía. Nos quedamos frente a frente, como dos ciegos que pretenden mirarse a los ojos. Luego puso sus manos en mi espalda y se estremeció. Lentamente me atrajo hacia él y me envolvió en su gran ansiedad refrenada. Me empezó a besar, primero apenas, como distraído, y luego su beso se fue haciendo uno solo. Lo abracé con todas mis fuerzas, y fue entonces cuando sentí contra mis brazos y en mis manos latir los flancos, estremecerse la espalda. En medio de aquel beso único en mi soledad, de aquel vértigo blando, mis dedos tantearon el torso como árbol, y aquel cuerpo joven me pareció un río fluyendo igualmente secreto bajo el sol dorado y en la ceguera de la noche. Y pronuncié el nombre sagrado.

Julio se fue de nuestra casa muy pronto, seguramente odiándome, al menos eso espero. La humillación de haber sido aceptado en el lugar de otro, y el horror de saber quién era ese otro dentro de mí, lo hicieron rechazarme con violencia en el momento de oír el nombre, y golpearme con los puños cerrados en la oscuridad en tanto yo oía sus sollozos. Pero en los días que siguieron rehusó mirarme y estuvo tan abatido que parecía tener vergüenza de sí. La tarde anterior a su partida hablé con él por primera vez a solas después de la noche del beso, y se lo expliqué todo lo mejor que pude; le dije que yo ignoraba absolutamente que me sucediera aquello, pero que no creía que mi ignorancia me hiciera inocente.

—Lo nuestro era mentira porque aunque se hubiera realizado estaríamos separados. Y sin embargo, en medio de la angustia y del vacío, siento una gran alegría: me alegro de que sea yo la culpable y de que lo seas tú. Me alegra que tú pagues la inocencia de mi hijo aunque eso sea injusto.

Después mandé a Román a estudiar a México y me quedé sola.