viernes, 20 de mayo de 2022

Cabeza voladora, cuento de Mónica Ojeda

 


Le dijeron que no mirara las noticias, que evitara abrir los periódicos. Le recomendaron no entrar en redes sociales y, de ser posible, quedarse en casa durante una semana como mínimo, pero ella igual salió. Y en la esquina la abordaron tres hombres con laca en el pelo que le preguntaron cosas absurdas, cosas que le parecieron de mal gusto y al borde del grito. Se pegaron a su cuerpo. Soltaron saliva. Angustiada, caminó rápido para escapar de la humedad de esas voces, de las grabadoras, de los zapatos desgastados, y tropezó con su propio pie. Ninguno la ayudó, sino que continuaron lanzándole preguntas sin sentido, algunas incluso crueles, acercándole agresivamente los dientes a la cara.

En medio de la confusión sintió unas inmensas ganas de vomitar.

Vomitó y salió corriendo.

Esa mañana no fue al campus universitario, sino al parque. Pensó que, contrario a lo que decían sus colegas, respirar aire fresco le haría bien: mirar otro paisaje, ver perros de distintos tamaños restregándose contra la tierra y meando árboles como si el mundo fuera un lugar simple. Así que se internó en el parque del vecindario, el mismo al que Guadalupe solía ir a patinar todos los miércoles, y casi disfrutó de los ladridos y de los pájaros, de los insectos y de las estatuas. Casi olvidó el sarpullido en el cuello, las uñas mordidas. El día le pareció luminoso aunque de un modo inquietante: la luz tenía una tonalidad blanquecina, del color de un hueso limpio, y la gente no hablaba entre sí, aunque se sonreían largamente en los jardines. Más adelante, en los límites de la arboleda, un grupo de niños jugaba a la pelota. Entonces sus manos empezaron a temblar y los temblores le recordaron que el mundo era un sitio horrible donde abandonar el cuerpo.

Habían pasado solo cuatro días desde lo de la cabeza.

En la universidad le dieron una baja forzada. Según el decano era imprescindible que tuviera tiempo para descansar. Como si tal cosa fuera posible, pensó ella. Como si fuera posible dormir, comer, respirar, ducharse o lavarse los dientes. Había momentos en los que ni siquiera se sentía capaz de mover las extremidades fuera de la cama y pensaba en las de Guadalupe: en el lugar perdido de la tierra en donde estarían, solas, como frutos desaguándose en medio de la noche. Quizás ni siquiera habían sido enterradas en la ciudad, concluía a veces mordiéndose la lengua. Tal vez sus brazos estaban en el campo y sus piernas en las faldas del Tungurahua o el Cotopaxi. La madrugada anterior había soñado con su torso moreno y menudo bailando en medio de la selva, agitándose, sacando las costillas y los pequeños senos. Era un torso flotante que brillaba como una luciérnaga, que ascendía hacia las altas ramas de un árbol de sangre.

La policía se lo contó cuando la llevaron a declarar: no encontraron el cuerpo de Guadalupe, solo su cabeza. Pero la cabeza la encontré yo, pensó rabiosa. La policía no había hecho nada.

Para regresar tuvo que evadir a los periodistas –«¿Qué sintió usted al ver la cabeza de la niña?», «¿Qué tan cercana era a sus vecinos?», «¿Conocía usted al doctor Gutiérrez?», «¿Era él un hombre agresivo?», «¿Cómo describiría la relación entre el doctor y su hija?», «¿Va a cambiarse de barrio?»–, y cuando cerró la puerta notó, por primera vez en días, la ropa tirada sobre el sofá, los platos sucios, los papeles en el suelo. Las pesadillas iban y venían si lograba dormir, pero la mayor parte del tiempo se sentía ansiosa, incapaz de mantener los ojos cerrados. Más de una noche terminó sentada en el patio de su casa, observando la pared que daba al jardín del doctor Gutiérrez. No era que quisiera hacerlo, sino que no lo podía evitar. Su mente regresaba a aquella pared, a la mañana del lunes: al sonido plástico y seco contra los ladrillos que llevaba escuchando durante horas y que creyó era el rebote de un balón.

Le sorprendía que la gente del barrio siguiera viviendo con normalidad. Había reporteros en las calles y en la televisión no se hablaba de otra cosa que del doctor Gutiérrez y de su hija, pero aun así los niños jugaban alegremente en las veredas, el heladero sonreía, las abuelas charlaban bajo el sol, los adolescentes pedaleaban sus bicicletas, los padres y madres de familia regresaban a la misma hora de siempre, cenaban y apagaban las luces. Ella, en cambio, no podía retomar su rutina. Lo cotidiano le parecía un animal muerto e imposible de resucitar. Por eso desobedeció los consejos de sus amigos muy pronto: encendió la televisión, abrió el periódico, entró en las redes sociales. Allí, la gente hablaba de la brutal decapitación de una chica de diecisiete años, de cómo la había matado su padre, un hombre de sesenta y reputado oncólogo. Hablaban de femicidios en las clases medias y altas pero, sobre todo, de la forma en la que se descubrió el crimen: de cómo el doctor Gutiérrez envolvió la cabeza de su hija con plástico y cinta de embalaje; de que estuvo, según determinaron los forenses, jugando a la pelota con ella durante cuatro días en el patio de su casa; de la pobre vecina que se levantó un lunes escuchando los golpes contra la pared de su jardín; de una patada fortuita que hizo volar la cabeza de Guadalupe Gutiérrez hacia la casa de al lado; de que la vecina tomó el bulto e inmediatamente entendió; del olor; del desmayo; de la llegada de la policía; del modo en el que el doctor se entregó, sin oponer resistencia, tomando una taza de té.

Se pasó la mano por el cuello, casi pellizcándoselo, al recordar la cara grisácea de su vecino caminando hacia la patrulla.

Esa tarde consiguió dormir y soñó con el cráneo perfecto de Guadalupe volando por el barrio, masticando el aire, descansando entre las flores. Nunca había cruzado más de dos o tres palabras con ella. Nunca le interesó saber algo de su vida. La veía muy poco y siempre en las mismas circunstancias: con su uniforme de colegio privado bajándose del bus o patinando hacia el parque. Era una chica como cualquier otra. Tenía la cabellera larga y negra, un pelo abundante que salía a pedazos de la envoltura en la que la puso su padre. Jamás los escuchó discutir ni tratarse mal. Una vez, incluso, vio al doctor besarle la frente antes de que ella se subiera al bus del colegio.

Si lo recordaba le daban náuseas.

Poco después se filtraron fotografías de los Gutiérrez en redes sociales. Nadie supo quién o quiénes lo hicieron, pero la gente las compartió de forma masiva y a ella le pareció horrible la exposición de la vida de alguien que ya no podía defenderse; el modo en el que bajo el hashtag #justiciaparalupe los demás retuiteaban imágenes privadas, mensajes personales que la hija del doctor le había enviado a sus amigos, información sobre sus gustos y hobbies. Había algo tétrico y sucio en esa preocupación popular que se regocijaba en el daño, en el hambre por los detalles más sórdidos. Las personas querían conocer lo que un padre era capaz de hacerle a su hija, no por indignación sino por curiosidad. Sentían placer irrumpiendo en el mundo íntimo de una chica muerta.

Si cerraba los ojos, ella veía la cabeza volar hacia su patio y dar dos botes sobre la tierra. Era una visión más que un recuerdo porque la cabeza tenía el tamaño de una semilla de aguacate, y luego la enterraba y la regaba y la veía crecer en un árbol con cabellos negros que parecían columpios.

Seis días después del encarcelamiento del doctor empezó a escuchar ruidos que provenían de la casa vacía de los Gutiérrez. Eran pasos y murmullos, sonidos de objetos moviéndose, puertas abriéndose y cerrándose. La vivienda había sido precintada y los únicos autorizados a entrar eran los policías encargados del caso, pero los rumores llegaban en la madrugada y duraban hasta poco antes del amanecer. Al principio, el miedo la hizo refugiarse en su habitación, cerrar las cortinas y taparse los oídos. Imaginó el cuerpo decapitado de Guadalupe buscando su propia cabeza en los recovecos de la sala, palpándolo todo como el cadáver ciego que era, y sintió pánico. Alguna vez la hija del doctor llamó a su puerta. Le dijo: «Buenas, ¿cómo está? ¿Me podría regalar un poco de azúcar?». Había olvidado ese encuentro, pero lo recordó al oír la vida de al lado. Recordó que Guadalupe entró al salón mientras ella le colocaba un puñado en una servilleta. No estaba segura de haber iniciado una charla, pero sí de que la chica se veía contenta. Recordó que al entregarle el azúcar vio un hematoma en su brazo y que no le preguntó por el origen del golpe. Recordó también a Guadalupe pidiéndole prestado el baño, y a ella diciéndole que no podía, que tenía que irse. «Lo siento, voy tarde a la universidad», le dijo. Recordó sentirse molesta por la petición de la chica, por seguir quitándole su tiempo.

Hundió el rostro en la almohada. Tal vez estaba intentando alejarse un rato de su padre, pensó. Y yo ni siquiera le permití eso.

Últimamente la culpa la hacía decirse cosas así, sobre todo durante las noches. Pero lo peor era cuando sudaba y casi podía sentir el tacto de la cabeza podrida envuelta en plástico entre sus manos. Se preguntaba por qué la había recogido de la tierra aquella mañana, por qué la había levantado si ya sabía, desde el momento en el que puso un pie en el patio, lo que en realidad era.

¿Cuánta fuerza se necesita para arrancarle la cabeza a una persona?, se preguntaba en ocasiones, con vergüenza, mirándose al espejo. ¿Cuánto deseo? ¿Cuánto odio?

Los ruidos continuaron encerrándola en su habitación hasta que una noche, desde la ventana del segundo piso, logró ver el jardín de la casa de los Gutiérrez. Toda la tierra estaba removida, las plantas arrancadas y, en el centro, siete mujeres permanecían sentadas en un círculo. Su primer pensamiento fue el de llamar a la policía, pero tenía pocas ganas de que la interrogaran, de oír a las patrullas, de describir decenas de veces lo que había visto o no, lo que había escuchado o no. Quería volver a dormir tranquila: regresar a la universidad, dejar a un lado las palpitaciones y las erupciones cutáneas, sosegar al árbol de las cabezas que crecía desbocado en su tórax. Pero desde que vio a aquellas mujeres no pudo dejar de pensar en ellas. Las madrugadas siguientes las espió y las escuchó cantar, murmurar rezos ininteligibles, deambular entre la hierba y la casa. Notó que tenían edades distintas: algunas veinte, otras cuarenta, otras sesenta o setenta u ochenta. Las vio hacer rituales extraños, tomarse de las manos y llevárselas al cuello durante horas. Vestían de blanco y cargaban el cabello suelto por debajo de la línea de la cintura. Desconocía cómo consiguieron entrar, pero se le hizo un hábito quedarse despierta y espiarlas. A veces lo hacía desde la ventana del segundo piso; otras, desde la fría pared del patio donde pegaba el oído cuando los rezos y cánticos de las mujeres apenas sobrepasaban el murmullo. Empezó a encontrar características propias del grupo de intrusas. Notó, por ejemplo, que enterraban rudas en la tierra removida. Que en sus cantos y rezos repetían palabras como «fuego», «espíritu», «bosque», «montaña». Que se trenzaban el cabello las unas a las otras. Que cuando ponían las manos en sus cuellos durante largo rato, se lo apretaban y dejaban marcas azules en la piel. Que corrían dentro de la casa y azotaban las puertas. Que se escupían en el pecho. Que bailaban haciendo círculos en el aire con sus cabezas.

Sentía, en la misma medida, repulsión y atracción por estas actividades nocturnas. También remordimiento por lo que había en su interior que la obligaba a ocultárselo a la policía, a sus vecinos o cualquiera que pudiera detenerlo. Remordimiento porque, de vez en cuando, miraba con extraño y desconocido placer la fotografía que le tomó a la cabeza de Guadalupe poco antes de que llegara la patrulla.

Repulsión y atracción: reconocimiento de lo ajeno en ella misma creciendo igual que un vientre lleno de víboras.

Los ruidos de la casa de los Gutiérrez eran distintos entre sí. Algunas noches las mujeres sonaban a niñas jugando, otras a coro de iglesia, pero siempre cantaban o rezaban en susurros. El sonido de sus voces era apenas un hormigueo en el viento que se elevaba igual que una ola. Desde el jardín ella las oía deslizarse hacia la casa, arrastrarse por el salón, escalar al segundo piso igual que una jauría, bailar cerca de las paredes, golpearse contra las esquinas, saltar hasta la extenuación en las habitaciones. Y, cuando la experiencia de espiarlas se hacía más intensa, no solo las escuchaba, sino que las sentía. Entonces una fuerza la impulsaba a imitar sus movimientos espasmódicos, sus retorcimientos, su forma de desdibujar los límites del espacio con una danza festiva y delirante.

Su propia casa empezó a parecerle una cáscara de mandarina, un caparazón de tortuga, una nuez. Una arquitectura orgánica que se comunicaba con la de los Gutiérrez. Casi podía sentir el flujo de la sangre compartida, el silbido de los pulmones. Ya no dormía ni comía, pero pensaba mucho y deseaba la oscuridad, los murmullos, los bailes. Las mujeres la hacían olvidarse de la cabeza de Guadalupe, del malestar de su propio cuerpo, de la sensación de asfixia. Sabía que estaba mal, que todo indicaba que debía sentir desprecio por ellas, sin embargo, esa locura enarbolada le permitía recordar a Guadalupe viva; recordar la tarde en que la vio patinando con las piernas manchadas de tierra, o la vez que la encontró abrazándose a una de sus amigas, o cuando la vio bajarse de una moto con un vestido brillante y sus ojos se encontraron con los de ella –negros, empapados de emoción– y, durante un brevísimo instante, creyó verse a sí misma veinte años atrás, sudada, alegre, ignorante de lo mucho que un cuerpo recién abierto al placer podía llegar a sufrir.

En el jardín vecino las mujeres se apretaban el cuello como si quisieran hacerlo desaparecer. Ella comenzó a llamarlas Umas porque así les decían a las cabezas que abandonaban sus cuerpos cuando se ocultaba el sol.

¿Cuánta fuerza se necesita para levantar una cabeza del suelo?, se preguntaba con la carga aún en las manos. ¿Cuánto amor? ¿Cuánto egoísmo?

Una noche el timbre sonó como un rayo partiéndole las rodillas. Caminó, descalza y temblando, hacia la puerta que de lejos parecía el tronco de una secuoya. Su mente, en una especie de premonición, intuyó lo único que podía ser cierto. Tomó aire y, en la oscuridad, el cuerpo le dictó el futuro: una mujer de cabello largo y encanecido, vestida de blanco, con una ruda en la mano llena de tierra.

Unos ojos marrones y jóvenes.

Unos pies desnudos igual que los suyos.

No se atrevió a confirmarlo: se agazapó sobre la mesa del comedor como un animal al que habían venido a cazar y esperó a que la sombra desapareciera. El timbre sonó dos veces más y luego el silencio, pero mientras tanto imaginó las cabezas de las Umas volando como un enjambre de abejas, rompiendo los cristales y mordiéndola con furia hasta dejarla deshecha sobre el suelo. Y tuvo miedo.

Despertó con el cuello lleno de marcas y las uñas rojas.

Alguna vez conversó con sus estudiantes sobre los cefalóforos: personajes que tanto en mitos como en pinturas aparecían sosteniendo sus propias cabezas. Esa tarde pensó en ellos y en si las Umas sostendrían las suyas con la misma paz, con la misma entereza. Se preguntó si no era ese un estado superior al que aspirar: aprender a ser una cabeza cuando el cuerpo pesaba demasiado, liberarse de la extensión sensible en donde respiraba el frío y el ardor, la pena y el abandono. También recordó aquella vez en que se masturbó imaginando a Guadalupe poniéndose los patines, mucho antes de su asesinato, cuando la hija del doctor tenía quince y ella veintiséis. Al terminar se sintió sucia por haber fantaseado con una menor, pero intentó disculparse a sí misma diciéndose que existía una brecha entre los deseos y la realidad, una brecha líquida y cambiante que la salvaba todos los días de ser quien era.

¿Cuánta fuerza se necesita para levantar una cabeza viva del suelo?, se preguntó esa noche. ¿La misma que para levantar una flor, un elefante, un océano?

A las tres de la mañana el timbre volvió a sonar, pero esta vez no se escondió. Se mantuvo quieta en su sitio con los ojos clavados en la sombra y, después, avanzó ligera, igual que las Umas en el jardín de los Gutiérrez: casi levitando, con los pies al borde de la ingravidez. Abrió la puerta y, al otro lado del umbral, la mujer la saludó en un susurro. Ella, en cambio, no pudo responderle, pero se preguntó por qué siempre le gustaba comprobar lo que en el fondo ya sabía: por qué no era inteligente, cerraba la puerta y huía de lo que estaba por venir.

–No necesitas zapatos –le murmuró la Uma antes de regresar a la calle.

Por unos segundos que significaron nada barajó la posibilidad de resguardarse de la verdad. Al contrario, salió detrás de la mujer, directo a la noche. Juntas le dieron la vuelta a la casa de los Gutiérrez, atravesaron una zanja y saltaron un muro hasta caer en el mismo lugar donde una cabeza había rodado durante días. Allí, las Umas permanecían concentradas y ni se inmutaron de su presencia. Ahora ella era la intrusa, pero no la trataron como tal.

Una mujer con los pechos bañados en saliva la tomó de la mano. Adolescentes, adultas y viejas, ecos distintos las unas de las otras, rezaban, cantaban, escupían y corrían agitando sus cabellos en el aire, apretándose el cuello hasta caer sonriendo sobre el césped.

–Come –le dijeron al oído mientras le daban a masticar una hierba que le hincó las encías.

La amargura de lo que masticaba se instaló en su paladar pero, poco a poco, el sabor se volvió dulce y espeso, y le entregó una última imagen de Guadalupe bajándose del bus, tarareando una canción de moda, con un cartel pintado a mano para el día del padre. Llevaba los cordones sueltos, el pelo enredado, la blusa manchada de rojo. Incluso a metros de distancia pudo oler el sudor seco en su uniforme, una mezcla entre cebolla y menta. Cuando se miraron, Guadalupe le sonrió igual que una niña a la que estuvieran por caérsele los dientes de leche: con amplitud y desenfado. Ella no recordaba haberle sonreído de vuelta. La conciencia de esa falta le produjo unas inmensas ganas de llorar.

–Sabemos –leyó en los labios de una Uma que apenas soltó un rumor.

Le trenzaron el cabello, la vistieron de blanco, le acariciaron el cuerpo con ruda fresca, y ella se dejó hacer como en un sueño donde no ponía en riesgo la carne. Había un frenetismo impúdico en los cuerpos que sudaban y mostraban sus uñas, sus senos, sus lenguas. Una excitación que ella también sentía al permanecer dentro del lugar en donde todo sucedió: una casa que olía a golpe y a podredumbre, que bailaba igual que un lagarto sin esqueleto. De repente quiso correr, lanzarse contra las paredes, arrancar la pintura, pero se quedó recibiendo la saliva espesa que las Umas le escupían en el pecho; oyéndolas musitar con la dentadura cerrada, viéndolas ahorcarse con sus propias manos.

El peso de una cabeza muerta es incuantificable sobre la mente, pensó a punto de vomitar.

Si cerraba los ojos veía una cabeza gigante de piel gruesa y ceño fruncido, con dos inmensas alas de cóndor emergiendo a los lados de sus orejas: una cabeza que se parecía a la de Guadalupe pero también a la de cualquier otra chica y que, pese a su evidente enfado, sonreía sin dientes en el jardín.

¿Por qué le tomé una foto? ¿Por qué la levanté del suelo?

Se llevó las manos a la garganta y la trató como plastilina, como cera hirviendo moldeándose al tacto, hundiéndose hasta la tráquea. La sensación la hizo gritar, pero lo que salió de su boca fue un bisbiseo. Entonces, en medio de la agitación de los cuerpos semidesnudos, lo sintió: el desprendimiento, la separación definitiva. Bajó la mirada y vio su cuerpo caído sobre la tierra, flojo y pálido como el capullo roto de una crisálida. Sus ojos estaban lejos, a la altura de diez, quince, veinte cráneos flotantes.

Su voz era viento.

Aterrorizada, escuchó el ruido de una cabeza siendo pateada contra la pared como el futuro. Y luego, abriéndose paso entre la ingravidez de los cabellos, el sonido de la suya propia volando hacia el patio de al lado y cayendo entre las hortensias.

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