Le dijeron que no mirara las
noticias, que evitara abrir los periódicos. Le recomendaron no entrar en redes
sociales y, de ser posible, quedarse en casa durante una semana como mínimo,
pero ella igual salió. Y en la esquina la abordaron tres hombres con laca en el
pelo que le preguntaron cosas absurdas, cosas que le parecieron de mal gusto y
al borde del grito. Se pegaron a su cuerpo. Soltaron saliva. Angustiada, caminó
rápido para escapar de la humedad de esas voces, de las grabadoras, de los
zapatos desgastados, y tropezó con su propio pie. Ninguno la ayudó, sino que
continuaron lanzándole preguntas sin sentido, algunas incluso crueles,
acercándole agresivamente los dientes a la cara.
En medio de la confusión sintió
unas inmensas ganas de vomitar.
Vomitó y salió corriendo.
Esa mañana no fue al campus
universitario, sino al parque. Pensó que, contrario a lo que decían sus
colegas, respirar aire fresco le haría bien: mirar otro paisaje, ver perros de
distintos tamaños restregándose contra la tierra y meando árboles como si el
mundo fuera un lugar simple. Así que se internó en el parque del vecindario, el
mismo al que Guadalupe solía ir a patinar todos los miércoles, y casi disfrutó
de los ladridos y de los pájaros, de los insectos y de las estatuas. Casi
olvidó el sarpullido en el cuello, las uñas mordidas. El día le pareció
luminoso aunque de un modo inquietante: la luz tenía una tonalidad blanquecina,
del color de un hueso limpio, y la gente no hablaba entre sí, aunque se
sonreían largamente en los jardines. Más adelante, en los límites de la
arboleda, un grupo de niños jugaba a la pelota. Entonces sus manos empezaron a
temblar y los temblores le recordaron que el mundo era un sitio horrible donde
abandonar el cuerpo.
Habían pasado solo cuatro días
desde lo de la cabeza.
En la universidad le dieron una
baja forzada. Según el decano era imprescindible que tuviera tiempo para
descansar. Como si tal cosa fuera posible,
pensó ella. Como si fuera posible dormir, comer, respirar, ducharse o lavarse los
dientes. Había momentos en los que ni siquiera se sentía capaz de mover las
extremidades fuera de la cama y pensaba en las de Guadalupe: en el lugar
perdido de la tierra en donde estarían, solas, como frutos desaguándose en
medio de la noche. Quizás ni siquiera habían sido enterradas en la ciudad,
concluía a veces mordiéndose la lengua. Tal vez sus brazos estaban en el campo
y sus piernas en las faldas del Tungurahua o el Cotopaxi. La madrugada anterior
había soñado con su torso moreno y menudo bailando en medio de la selva,
agitándose, sacando las costillas y los pequeños senos. Era un torso flotante
que brillaba como una luciérnaga, que ascendía hacia las altas ramas de un
árbol de sangre.
La policía se lo contó cuando la
llevaron a declarar: no encontraron el cuerpo de Guadalupe, solo su cabeza. Pero la cabeza la encontré yo, pensó
rabiosa. La policía no había hecho nada.
Para regresar tuvo que evadir a
los periodistas –«¿Qué sintió usted al ver la cabeza de la niña?», «¿Qué tan
cercana era a sus vecinos?», «¿Conocía usted al doctor Gutiérrez?», «¿Era él un
hombre agresivo?», «¿Cómo describiría la relación entre el doctor y su hija?»,
«¿Va a cambiarse de barrio?»–, y cuando cerró la puerta notó, por primera vez
en días, la ropa tirada sobre el sofá, los platos sucios, los papeles en el
suelo. Las pesadillas iban y venían si lograba dormir, pero la mayor parte del
tiempo se sentía ansiosa, incapaz de mantener los ojos cerrados. Más de una
noche terminó sentada en el patio de su casa, observando la pared que daba al
jardín del doctor Gutiérrez. No era que quisiera hacerlo, sino que no lo podía
evitar. Su mente regresaba a aquella pared, a la mañana del lunes: al sonido
plástico y seco contra los ladrillos que llevaba escuchando durante horas y que
creyó era el rebote de un balón.
Le sorprendía que la gente del
barrio siguiera viviendo con normalidad. Había reporteros en las calles y en la
televisión no se hablaba de otra cosa que del doctor Gutiérrez y de su hija,
pero aun así los niños jugaban alegremente en las veredas, el heladero sonreía,
las abuelas charlaban bajo el sol, los adolescentes pedaleaban sus bicicletas,
los padres y madres de familia regresaban a la misma hora de siempre, cenaban y
apagaban las luces. Ella, en cambio, no podía retomar su rutina. Lo cotidiano
le parecía un animal muerto e imposible de resucitar. Por eso desobedeció los
consejos de sus amigos muy pronto: encendió la televisión, abrió el periódico,
entró en las redes sociales. Allí, la gente hablaba de la brutal decapitación
de una chica de diecisiete años, de cómo la había matado su padre, un hombre de
sesenta y reputado oncólogo. Hablaban de femicidios en las clases medias y
altas pero, sobre todo, de la forma en la que se descubrió el crimen: de cómo
el doctor Gutiérrez envolvió la cabeza de su hija con plástico y cinta de
embalaje; de que estuvo, según determinaron los forenses, jugando a la pelota
con ella durante cuatro días en el patio de su casa; de la pobre vecina que se
levantó un lunes escuchando los golpes contra la pared de su jardín; de una
patada fortuita que hizo volar la cabeza de Guadalupe Gutiérrez hacia la casa
de al lado; de que la vecina tomó el bulto e inmediatamente entendió; del olor;
del desmayo; de la llegada de la policía; del modo en el que el doctor se entregó,
sin oponer resistencia, tomando una taza de té.
Se pasó la mano por el cuello,
casi pellizcándoselo, al recordar la cara grisácea de su vecino caminando hacia
la patrulla.
Esa tarde consiguió dormir y soñó
con el cráneo perfecto de Guadalupe volando por el barrio, masticando el aire,
descansando entre las flores. Nunca había cruzado más de dos o tres palabras
con ella. Nunca le interesó saber algo de su vida. La veía muy poco y siempre
en las mismas circunstancias: con su uniforme de colegio privado bajándose del
bus o patinando hacia el parque. Era una chica como cualquier otra. Tenía la
cabellera larga y negra, un pelo abundante que salía a pedazos de la envoltura
en la que la puso su padre. Jamás los escuchó discutir ni tratarse mal. Una
vez, incluso, vio al doctor besarle la frente antes de que ella se subiera al
bus del colegio.
Si lo recordaba le daban náuseas.
Poco después se filtraron
fotografías de los Gutiérrez en redes sociales. Nadie supo quién o quiénes lo
hicieron, pero la gente las compartió de forma masiva y a ella le pareció
horrible la exposición de la vida de alguien que ya no podía defenderse; el
modo en el que bajo el hashtag
#justiciaparalupe los demás retuiteaban imágenes privadas, mensajes personales
que la hija del doctor le había enviado a sus amigos, información sobre sus
gustos y hobbies. Había algo tétrico
y sucio en esa preocupación popular que se regocijaba en el daño, en el hambre
por los detalles más sórdidos. Las personas querían conocer lo que un padre era
capaz de hacerle a su hija, no por indignación sino por curiosidad. Sentían
placer irrumpiendo en el mundo íntimo de una chica muerta.
Si cerraba los ojos, ella veía la
cabeza volar hacia su patio y dar dos botes sobre la tierra. Era una visión más
que un recuerdo porque la cabeza tenía el tamaño de una semilla de aguacate, y
luego la enterraba y la regaba y la veía crecer en un árbol con cabellos negros
que parecían columpios.
Seis días después del
encarcelamiento del doctor empezó a escuchar ruidos que provenían de la casa
vacía de los Gutiérrez. Eran pasos y murmullos, sonidos de objetos moviéndose,
puertas abriéndose y cerrándose. La vivienda había sido precintada y los únicos
autorizados a entrar eran los policías encargados del caso, pero los rumores
llegaban en la madrugada y duraban hasta poco antes del amanecer. Al principio,
el miedo la hizo refugiarse en su habitación, cerrar las cortinas y taparse los
oídos. Imaginó el cuerpo decapitado de Guadalupe buscando su propia cabeza en
los recovecos de la sala, palpándolo todo como el cadáver ciego que era, y
sintió pánico. Alguna vez la hija del doctor llamó a su puerta. Le dijo:
«Buenas, ¿cómo está? ¿Me podría regalar un poco de azúcar?». Había olvidado ese
encuentro, pero lo recordó al oír la vida de al lado. Recordó que Guadalupe
entró al salón mientras ella le colocaba un puñado en una servilleta. No estaba
segura de haber iniciado una charla, pero sí de que la chica se veía contenta.
Recordó que al entregarle el azúcar vio un hematoma en su brazo y que no le preguntó
por el origen del golpe. Recordó también a Guadalupe pidiéndole prestado el
baño, y a ella diciéndole que no podía, que tenía que irse. «Lo siento, voy
tarde a la universidad», le dijo. Recordó sentirse molesta por la petición de
la chica, por seguir quitándole su tiempo.
Hundió el rostro en la almohada. Tal vez estaba intentando alejarse un rato
de su padre, pensó. Y yo ni siquiera
le permití eso.
Últimamente la culpa la hacía
decirse cosas así, sobre todo durante las noches. Pero lo peor era cuando sudaba
y casi podía sentir el tacto de la cabeza podrida envuelta en plástico entre
sus manos. Se preguntaba por qué la había recogido de la tierra aquella mañana,
por qué la había levantado si ya sabía, desde el momento en el que puso un pie
en el patio, lo que en realidad era.
¿Cuánta fuerza se necesita para
arrancarle la cabeza a una persona?, se preguntaba en ocasiones, con vergüenza,
mirándose al espejo. ¿Cuánto deseo? ¿Cuánto odio?
Los ruidos continuaron
encerrándola en su habitación hasta que una noche, desde la ventana del segundo
piso, logró ver el jardín de la casa de los Gutiérrez. Toda la tierra estaba
removida, las plantas arrancadas y, en el centro, siete mujeres permanecían
sentadas en un círculo. Su primer pensamiento fue el de llamar a la policía,
pero tenía pocas ganas de que la interrogaran, de oír a las patrullas, de
describir decenas de veces lo que había visto o no, lo que había escuchado o
no. Quería volver a dormir tranquila: regresar a la universidad, dejar a un
lado las palpitaciones y las erupciones cutáneas, sosegar al árbol de las
cabezas que crecía desbocado en su tórax. Pero desde que vio a aquellas mujeres
no pudo dejar de pensar en ellas. Las madrugadas siguientes las espió y las
escuchó cantar, murmurar rezos ininteligibles, deambular entre la hierba y la
casa. Notó que tenían edades distintas: algunas veinte, otras cuarenta, otras
sesenta o setenta u ochenta. Las vio hacer rituales extraños, tomarse de las
manos y llevárselas al cuello durante horas. Vestían de blanco y cargaban el
cabello suelto por debajo de la línea de la cintura. Desconocía cómo
consiguieron entrar, pero se le hizo un hábito quedarse despierta y espiarlas.
A veces lo hacía desde la ventana del segundo piso; otras, desde la fría pared
del patio donde pegaba el oído cuando los rezos y cánticos de las mujeres
apenas sobrepasaban el murmullo. Empezó a encontrar características propias del
grupo de intrusas. Notó, por ejemplo, que enterraban rudas en la tierra
removida. Que en sus cantos y rezos repetían palabras como «fuego», «espíritu»,
«bosque», «montaña». Que se trenzaban el cabello las unas a las otras. Que
cuando ponían las manos en sus cuellos durante largo rato, se lo apretaban y
dejaban marcas azules en la piel. Que corrían dentro de la casa y azotaban las
puertas. Que se escupían en el pecho. Que bailaban haciendo círculos en el aire
con sus cabezas.
Sentía, en la misma medida,
repulsión y atracción por estas actividades nocturnas. También remordimiento
por lo que había en su interior que la obligaba a ocultárselo a la policía, a
sus vecinos o cualquiera que pudiera detenerlo. Remordimiento porque, de vez en
cuando, miraba con extraño y desconocido placer la fotografía que le tomó a la
cabeza de Guadalupe poco antes de que llegara la patrulla.
Repulsión y atracción:
reconocimiento de lo ajeno en ella misma creciendo igual que un vientre lleno
de víboras.
Los ruidos de la casa de los
Gutiérrez eran distintos entre sí. Algunas noches las mujeres sonaban a niñas
jugando, otras a coro de iglesia, pero siempre cantaban o rezaban en susurros.
El sonido de sus voces era apenas un hormigueo en el viento que se elevaba
igual que una ola. Desde el jardín ella las oía deslizarse hacia la casa,
arrastrarse por el salón, escalar al segundo piso igual que una jauría, bailar
cerca de las paredes, golpearse contra las esquinas, saltar hasta la
extenuación en las habitaciones. Y, cuando la experiencia de espiarlas se hacía
más intensa, no solo las escuchaba, sino que las sentía. Entonces una fuerza la
impulsaba a imitar sus movimientos espasmódicos, sus retorcimientos, su forma
de desdibujar los límites del espacio con una danza festiva y delirante.
Su propia casa empezó a parecerle
una cáscara de mandarina, un caparazón de tortuga, una nuez. Una arquitectura
orgánica que se comunicaba con la de los Gutiérrez. Casi podía sentir el flujo
de la sangre compartida, el silbido de los pulmones. Ya no dormía ni comía,
pero pensaba mucho y deseaba la oscuridad, los murmullos, los bailes. Las
mujeres la hacían olvidarse de la cabeza de Guadalupe, del malestar de su
propio cuerpo, de la sensación de asfixia. Sabía que estaba mal, que todo
indicaba que debía sentir desprecio por ellas, sin embargo, esa locura
enarbolada le permitía recordar a Guadalupe viva; recordar la tarde en que la
vio patinando con las piernas manchadas de tierra, o la vez que la encontró
abrazándose a una de sus amigas, o cuando la vio bajarse de una moto con un
vestido brillante y sus ojos se encontraron con los de ella –negros, empapados
de emoción– y, durante un brevísimo instante, creyó verse a sí misma veinte
años atrás, sudada, alegre, ignorante de lo mucho que un cuerpo recién abierto
al placer podía llegar a sufrir.
En el jardín vecino las mujeres
se apretaban el cuello como si quisieran hacerlo desaparecer. Ella comenzó a
llamarlas Umas porque así les decían a las cabezas que abandonaban sus cuerpos
cuando se ocultaba el sol.
¿Cuánta fuerza se necesita para
levantar una cabeza del suelo?, se preguntaba con la carga aún en las manos.
¿Cuánto amor? ¿Cuánto egoísmo?
Una noche el timbre sonó como un
rayo partiéndole las rodillas. Caminó, descalza y temblando, hacia la puerta
que de lejos parecía el tronco de una secuoya. Su mente, en una especie de
premonición, intuyó lo único que podía ser cierto. Tomó aire y, en la
oscuridad, el cuerpo le dictó el futuro: una mujer de cabello largo y
encanecido, vestida de blanco, con una ruda en la mano llena de tierra.
Unos ojos marrones y jóvenes.
Unos pies desnudos igual que los
suyos.
No se atrevió a confirmarlo: se
agazapó sobre la mesa del comedor como un animal al que habían venido a cazar y
esperó a que la sombra desapareciera. El timbre sonó dos veces más y luego el
silencio, pero mientras tanto imaginó las cabezas de las Umas volando como un
enjambre de abejas, rompiendo los cristales y mordiéndola con furia hasta
dejarla deshecha sobre el suelo. Y tuvo miedo.
Despertó con el cuello lleno de
marcas y las uñas rojas.
Alguna vez conversó con sus
estudiantes sobre los cefalóforos: personajes que tanto en mitos como en
pinturas aparecían sosteniendo sus propias cabezas. Esa tarde pensó en ellos y
en si las Umas sostendrían las suyas con la misma paz, con la misma entereza.
Se preguntó si no era ese un estado superior al que aspirar: aprender a ser una
cabeza cuando el cuerpo pesaba demasiado, liberarse de la extensión sensible en
donde respiraba el frío y el ardor, la pena y el abandono. También recordó
aquella vez en que se masturbó imaginando a Guadalupe poniéndose los patines,
mucho antes de su asesinato, cuando la hija del doctor tenía quince y ella
veintiséis. Al terminar se sintió sucia por haber fantaseado con una menor,
pero intentó disculparse a sí misma diciéndose que existía una brecha entre los
deseos y la realidad, una brecha líquida y cambiante que la salvaba todos los
días de ser quien era.
¿Cuánta fuerza se necesita para
levantar una cabeza viva del suelo?, se preguntó esa noche. ¿La misma que para
levantar una flor, un elefante, un océano?
A las tres de la mañana el timbre
volvió a sonar, pero esta vez no se escondió. Se mantuvo quieta en su sitio con
los ojos clavados en la sombra y, después, avanzó ligera, igual que las Umas en
el jardín de los Gutiérrez: casi levitando, con los pies al borde de la
ingravidez. Abrió la puerta y, al otro lado del umbral, la mujer la saludó en
un susurro. Ella, en cambio, no pudo responderle, pero se preguntó por qué
siempre le gustaba comprobar lo que en el fondo ya sabía: por qué no era
inteligente, cerraba la puerta y huía de lo que estaba por venir.
–No necesitas zapatos –le murmuró
la Uma antes de regresar a la calle.
Por unos segundos que
significaron nada barajó la posibilidad de resguardarse de la verdad. Al
contrario, salió detrás de la mujer, directo a la noche. Juntas le dieron la
vuelta a la casa de los Gutiérrez, atravesaron una zanja y saltaron un muro
hasta caer en el mismo lugar donde una cabeza había rodado durante días. Allí,
las Umas permanecían concentradas y ni se inmutaron de su presencia. Ahora ella
era la intrusa, pero no la trataron como tal.
Una mujer con los pechos bañados
en saliva la tomó de la mano. Adolescentes, adultas y viejas, ecos distintos
las unas de las otras, rezaban, cantaban, escupían y corrían agitando sus
cabellos en el aire, apretándose el cuello hasta caer sonriendo sobre el
césped.
–Come –le dijeron al oído
mientras le daban a masticar una hierba que le hincó las encías.
La amargura de lo que masticaba
se instaló en su paladar pero, poco a poco, el sabor se volvió dulce y espeso,
y le entregó una última imagen de Guadalupe bajándose del bus, tarareando una
canción de moda, con un cartel pintado a mano para el día del padre. Llevaba
los cordones sueltos, el pelo enredado, la blusa manchada de rojo. Incluso a
metros de distancia pudo oler el sudor seco en su uniforme, una mezcla entre
cebolla y menta. Cuando se miraron, Guadalupe le sonrió igual que una niña a la
que estuvieran por caérsele los dientes de leche: con amplitud y desenfado.
Ella no recordaba haberle sonreído de vuelta. La conciencia de esa falta le
produjo unas inmensas ganas de llorar.
–Sabemos –leyó en los labios de
una Uma que apenas soltó un rumor.
Le trenzaron el cabello, la
vistieron de blanco, le acariciaron el cuerpo con ruda fresca, y ella se dejó
hacer como en un sueño donde no ponía en riesgo la carne. Había un frenetismo impúdico
en los cuerpos que sudaban y mostraban sus uñas, sus senos, sus lenguas. Una
excitación que ella también sentía al permanecer dentro del lugar en donde todo
sucedió: una casa que olía a golpe y a podredumbre, que bailaba igual que un
lagarto sin esqueleto. De repente quiso correr, lanzarse contra las paredes,
arrancar la pintura, pero se quedó recibiendo la saliva espesa que las Umas le
escupían en el pecho; oyéndolas musitar con la dentadura cerrada, viéndolas
ahorcarse con sus propias manos.
El peso de una cabeza muerta es incuantificable sobre
la mente, pensó a punto de vomitar.
Si cerraba los ojos veía una
cabeza gigante de piel gruesa y ceño fruncido, con dos inmensas alas de cóndor
emergiendo a los lados de sus orejas: una cabeza que se parecía a la de
Guadalupe pero también a la de cualquier otra chica y que, pese a su evidente
enfado, sonreía sin dientes en el jardín.
¿Por qué le tomé una foto? ¿Por
qué la levanté del suelo?
Se llevó las manos a la garganta
y la trató como plastilina, como cera hirviendo moldeándose al tacto,
hundiéndose hasta la tráquea. La sensación la hizo gritar, pero lo que salió de
su boca fue un bisbiseo. Entonces, en medio de la agitación de los cuerpos
semidesnudos, lo sintió: el desprendimiento, la separación definitiva. Bajó la
mirada y vio su cuerpo caído sobre la tierra, flojo y pálido como el capullo
roto de una crisálida. Sus ojos estaban lejos, a la altura de diez, quince,
veinte cráneos flotantes.
Su voz era viento.
Aterrorizada, escuchó el ruido de
una cabeza siendo pateada contra la pared como el futuro. Y luego, abriéndose
paso entre la ingravidez de los cabellos, el sonido de la suya propia volando
hacia el patio de al lado y cayendo entre las hortensias.
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