Cuando Martin era un niño pequeño, su papi era
ferroviario. Aunque papi nunca viajaba en los trenes, caminaba a lo largo de
las vías del CB & Q, y estaba orgulloso de su trabajo. Y cada noche, cuando
se emborrachaba, cantaba la vieja canción de Ese tren al infierno.
Aunque Martin casi no podía recordar nada de la
letra, no olvidaba la forma en que, su papi la cantaba. Pero cuando papi
cometió el error de emborracharse ya por la tarde y quedó aplastado entre un
vagón cisterna de la Pennsy y un vagón de bordes bajos de la AT & SF,
Martin no entendió por qué la Hermandad no cantaba esa canción en su funeral.
Tras eso, las cosas no fueron demasiado bien
para Martin, pero, fuera como fuese, siempre recordaba la canción de papi. Cuando
mami se marchó un día con un viajante de comercio de Keokuk (papi debió de
agitarse en su tumba al saber lo que había hecho, y además con un pasajero). Cada
noche, en el orfanato, Martin tarareaba la tonadilla para sus adentros.
Y cuando el mismo Martin se escapó, acostumbraba
a silbar bajito la canción, por la noche, en los bosques, cuando los demás
vagabundos estaban dormidos.
Durante cuatro o cinco años, Martin erró por los
caminos antes de darse cuenta de que no iba a ninguna parte. Como es natural,
probó fortuna en muchas cosas: recogiendo frutas en Oregón, lavando platos en
Montana, robando tapacubos en Denver y neumáticos en Oklahoma City, pero para
entonces ya había cumplido seis meses en los campos de trabajo de Alabama, y
sabía que vagabundear de aquella manera no tenía ningún futuro.
Así que trató de meterse en el ferrocarril, como
su papi, pero le dijeron que los tiempos eran malos.
Pero Martin no podía estar alejado del
ferrocarril. Siempre que viajaba, lo hacía en tren: prefería meterse de polizón
en un tren de carga que iba hacia el norte con temperaturas bajo cero antes que
mover un dedo para que un Cadillac lo llevase en dirección a Florida. Siempre
que se hacía con una lata de cerveza, se sentaba en un cómodo y confortable
paso de aguas bajo la vía, recordando los viejos tiempos, y a menudo
canturreaba la canción de Ese tren al
infierno. Aquél era el tren en el que viajaban los borrachos y los
pecadores: los jugadores y los que aceptan sobornos, los manirrotos, los
donjuanes, toda esa alegre compañía. Resultaría realmente hermoso poder hacer
un viaje con tan buena gente, pero Martin no quería ni pensar en lo que sucedía
cuando aquel tren llegaba finalmente a la Estación de Allá Abajo. No quería
imaginarse pasando la eternidad haciendo de fogonero en las calderas del
infierno, sin ni siquiera un sindicato que lo protegiese. A pesar de eso, sería
un hermoso viaje. Si es que existiese algo
así como un Tren al Infierno. Que, naturalmente, no lo había.
Al menos hasta aquella tarde, Martin no pensaba que existiese, cuando se halló
caminando sobre los raíles en dirección al sur, justo pasado Appleton Junction.
La noche era fría y oscura, tal como son las noches de noviembre en el valle
del río Fox, y sabía que hasta que llegase a Nueva Orleans no pasaría el
invierno o quizás hasta pasar Texas. Por alguna razón, no tenía muchas ganas de
ir, aunque había oído contar que algunos de aquellos coches de Texas llevaban
tapacubos de oro macizo.
No señor, los robos no se habían hecho para él.
Eran peor que un pecado: no resultaban provechosos. Eran lo bastante malos como
para ser obra del diablo, pero además con mala pata. Aunque quizá fuese mejor
que dejarse regenerar por el Ejército de Salvación.
Mientras caminaba, canturreaba la canción de
papi, esperando que un mercancías saliese de la estación tras él. Debería
agarrarlo... no podía hacer otra cosa.
Pero el primer tren en venir llegaba en el otro
sentido, rugiendo hacia él a lo largo de la vía del sur.
Martin fijó la vista al frente, pero sus ojos no
igualaban a sus oídos, y por el momento lo único que podía percibir era el
sonido. Era un tren, seguro; notaba
cómo el acero se estremecía y cantaba bajo sus pies. Y, no obstante, ¿cómo
podía tratarse de un tren? La estación más próxima hacia el sur era
Meenah-Menasha, y de allí no tenía que salir ninguno en muchas horas.
En aquella noche de noviembre, las nubes
colgaban espesas por encima, y las neblinas rodaban sobre los campos como una
sábana fría. Aun así, Martin debería haber sido capaz de ver el faro de la
locomotora mientras el tren se aproximaba. Pero sólo escuchaba el silbato,
chillando desde las oscuras fauces de la noche. Martin podía reconocer el
equipo de casi todas las locomotoras jamás construidas, pero nunca había oído
un silbato que sonase como ése. No estaba haciendo señales: estaba aullando
como un alma perdida.
El tren estaba ya casi encima de él, así que se
hizo a un lado. Y, de pronto, allí estaba, alzándose sobre los rieles y
chirriando para detenerse en menos tiempo de lo que hubiera creído posible. Las
ruedas no habían sido aceitadas, porque rechinaban como los condenados, pero el
tren se detuvo, y los chirridos murieron para dejar paso a una serie de
profundos gruñidos. Martin alzó la vista y comprobó que era un tren de
pasajeros. Era grande y negro, sin una sola luz que brillase en la cabina de la
locomotora ni en ninguno de los vagones de la larga hilera. Martin no podía ver
ningún letrero en sus costados, pero estaba bastante seguro de que aquel tren
no pertenecía a la NorthWestern Road.
Cuando vio al hombre que bajaba del primer
vagón, estuvo más seguro. Había algo raro en su forma de caminar, como si
arrastrase uno de sus pies, así como en el farol que llevaba. Éste estaba
apagado, y el hombre lo acercó a su boca y sopló, e instantáneamente brilló
rojizo. Uno no tiene que ser miembro de la Hermandad de Ferroviarios para saber
que ésa es una extraña manera de encender un farol.
Mientras la figura se aproximaba, Martin
reconoció la gorra de revisor encasquetada en la cabeza, y eso hizo que se
sintiera mejor por un instante... hasta que se fijó en que la llevaba un poco
demasiado alta, como si hubiese algo que surgiese bajo ella, en la frente.
Sin embargo, Martin era educado, y cuando el
hombre sonrió le dijo:
–Buenas noches, señor revisor.
–Buenas noches, Martin.
–¿Cómo sabe usted mi nombre?
El hombre se encogió de hombros.
–¿Y cómo supiste tú que soy el revisor?
–Lo es,
¿no?
–Para ti sí. Aunque para otra gente, en otros
momentos de la vida, quizá me reconozcan con otros nombres. Por ejemplo,
deberías ver el aspecto que tengo cuando me presento a los tipos de Hollywood.
–El hombre sonrió–. Viajo mucho –explicó.
–¿Qué es lo que le trae por aquí? –inquirió
Martin.
–Vaya, deberías conocer la respuesta, Martin. He
venido porque me necesitabas. De pronto, esta noche, me di cuenta de que
estabas yendo por un camino equivocado. ¿O me negarás que pensabas en unirte al
Ejército de Salvación?
–Bueno... –dudó Martin.
–No te avergüences. Equivocarse es humano, como
dijo no sé quién. ¿Sería el Reader's
Digest? No importa. Lo importante es que creí que me necesitabas. Así que
cambié de vía y vine por aquí.
–¿Para qué?
–Bueno, pues para ofrecerte un viaje,
naturalmente. ¿No resulta mejor viajar confortablemente en tren a tener que
caminar a lo largo de las frías calles tras una banda del Ejército de
Salvación? Según me han dicho, es duro para los pies, y mucho más para los
tímpanos.
–No estoy seguro de que sienta muchos deseos de
viajar en su tren, señor –le dijo Martin–, teniendo en cuenta dónde acabará
probablemente.
–Ah, sí, la vieja discusión –suspiró el
revisor–. Supongo que prefieres algún tipo de trato, ¿no es así?
–Exactamente –contestó Martin.
–Bueno, me temo que ya no llevo a cabo ese tipo
de negocios. En la actualidad, no me faltan los candidatos a pasajeros. ¿Por
qué iba a ofrecerte alguna ventaja especial?
–Usted debe desearme, de lo contrario no se
habría molestado en modificar su camino para venir a buscarme.
El revisor suspiró de nuevo.
–En eso tienes toda la razón. El orgullo ha sido
siempre la peor de mis debilidades, lo admito. Y, de alguna manera, odio la
idea de perderte a la competencia, después de pensar que eras mío durante todos
esos años –dudó–. Sí, si insistes, estoy dispuesto a tratar contigo, según tus
propios términos.
–¿Qué términos? –preguntó Martin.
–La propuesta estándar: cualquier cosa que
desees.
–Ah –dijo Martin.
–Pero te advierto de antemano que no habrá
trucos. Te concederé cualquier deseo que me pidas, pero a cambio tienes que
prometerme viajar en el tren cuando llegue tu hora.
–¿Y si esa hora no llegase nunca?
–Llegará.
–¿Y suponiendo que tuviese un deseo que me
mantuviese siempre lejos de ese tren?
–No existe tal deseo.
–No esté muy seguro.
–Ése es mi problema –dijo el revisor–. Tengas lo
que tengas en mente, te advierto que al final cobraré mi deuda. Y no habrá
ninguno de esos milagritos de última hora. Nada de arrepentimientos en un
momento, ni chicas rubias o astutos abogados mostrándote el camino para
escapar. Te ofrezco un trato limpio. Es decir, tú tienes lo que quieres, y yo
también.
–He oído decir que engaña a la gente. Dicen que
es usted peor que un vendedor de coches usados.
–Mira, escúchame un momento...
–Me excuso –añadió apresuradamente Martin–, pero
se supone que lo cierto es que no se puede fiar uno de usted.
–Lo admito. Pero por otra parte, pareces creer
que tienes una vía de escape.
–Un método infalible.
–¿Infalible? ¡Muy divertido! –El hombre comenzó
a carcajearse, y luego se detuvo–. Estamos perdiendo un tiempo muy valioso,
Martin. Mejor vamos al grano. ¿Qué es lo que quieres?
Martin inspiró profundamente:
–Quiero ser capaz de detener el tiempo.
–¿Ahora mismo?
–No. Aún no. Y no para todo el mundo.
Lógicamente, me doy cuenta de que eso sería imposible. Pero quiero ser capaz de
detener el tiempo para mí mismo. En una sola ocasión, en el futuro. Cuando
llegue a un punto en el que sepa que estoy feliz y contento, quiero quedarme
allí, para poder seguir siendo feliz por siempre.
–Es una buena petición –musitó el revisor–.
Tengo que admitir que jamás había oído nada similar... Y, créeme, he oído
muchas peticiones difíciles en mis muchos años.
–Sonrió a Martin–. Has estado pensando mucho en
esto, ¿no?
–Durante años –admitió Martin. Luego tosió–.
Bueno, ¿qué es lo que dice?
–En los términos de tu propio sentido temporal subjetivo, no es imposible –murmuró el
revisor–. Sí, creo que podría hacerse.
–Pero yo quiero que se detenga realmente, no simplemente imaginariamente.
–Comprendo. Puede hacerse.
–Entonces, ¿acepta?
–¿Por qué no? Te hice una promesa, ¿no? Dame la
mano.
Martin dudó.
–¿Me hará mucho daño? Quiero decir que no me
gusta ver sangre, y...
–¡Tonterías! Has estado escuchando un montón de
necedades. Muchacho, ya hemos sellado nuestro trato. Simplemente, quiero darte
algo. La forma en que llevar a cabo tu petición. Después de todo, nadie puede
saber en qué momento decidirás ejercer tu derecho, y no puedo dejarlo todo y
venir corriendo. Así que será mejor que puedas regular el asunto por ti mismo.
–¿Me va a dar un control del tiempo?
–Más o menos. Tan pronto como pueda decidir qué
será lo más práctico. –El revisor dudó–. ¡Ah, justamente lo que buscaba! ¡Toma,
ten mi reloj!
El revisor sacó el reloj del bolsillo de su
chaleco: un reloj de ferroviario, con caja de plata. Abrió la parte trasera e
hizo unos delicados ajustes; aunque Martín intentó ver qué era exactamente lo
que estaba haciendo, sus dedos se movían con tal velocidad que le resultó
imposible ver nada.
–Ya está –sonrió el revisor–. Todo está
dispuesto. Cuando por fin llegue el momento en que te gustaría parar el tiempo,
gira simplemente la corona al revés y quítale la cuerda al reloj hasta que se
detenga. Cuando se detenga, el tiempo también se detendrá para ti. ¿Te parece
lo suficientemente sencillo?
El revisor depositó el reloj sobre la mano de
Martin. Éste apretó fuertemente sus dedos alrededor del mismo.
–¿No hay que hacer nada más?
–Absolutamente nada más. Pero recuerda: sólo
puedes detener el reloj en una ocasión, así que lo mejor será que estés bien
seguro de sentirte satisfecho en el momento que decidas prolongar. Te aconsejo
esto con toda honradez, asegúrate muy bien en tu elección.
–Lo haré –dijo Martin sonriendo–. Y, como se ha
mostrado usted tan honesto acerca de todo, yo también lo seré. Hay algo que
usted parece haber olvidado. Realmente no importa qué momento elija, pues, en
cuanto detenga el tiempo para mí mismo, eso significa que me quedaré donde
estoy, para siempre. No tendré que envejecer más. Y si no sigo envejeciendo,
nunca moriré. Y si no muero, nunca tendré que viajar en su tren.
El revisor se dio la vuelta convulsivamente. Sus
hombros se estremecieron. Quizás hubiera llorado.
–Y has dicho que yo era peor que un vendedor de coches usados –jadeó con voz
estrangulada.
Entonces se perdió entre la niebla, y el silbato
del ferrocarril lanzó un alarido impaciente y, de repente, se puso en marcha
con rapidez sobre la vía, desapareciendo en medio de la oscuridad.
Martin se quedó allí, contemplando parpadeante
el reloj de plata que tenía en su mano. Si no fuera porque podía verlo y
tocarlo, y si no fuese por aquel olor tan peculiar, quizás hubiera llegado a
creer que lo había imaginado todo, desde principio a fin: tren, revisor, trato
y demás.
Pero tenía el reloj, y podía reconocer el olor
dejado por el tren al partir, y desde luego no hay muchas locomotoras que usen
azufre como combustible.
Acerca de su trato no tenía dudas. Eso es lo que
sucede cuando uno piensa en las cosas hasta llegar a su conclusión lógica.
Algunos estúpidos hubieran pedido dinero, poder o a Kim Novak. Papi se hubiera
vendido por una botella de whisky.
Martin sabía que había realizado un trato mejor.
¿Mejor? Era a prueba de bomba. Lo único que necesitaba ahora era escoger su
momento.
Se metió el reloj en el bolsillo, y regresó a la
vía. Realmente, si antes sus pensamientos no habían tenido un destino, ahora
sí. Iba a encontrar un momento de felicidad...
El joven Martin no era ningún tonto. Era consciente
de que la felicidad es algo relativo; de que hay grados de satisfacción, y que
varían según la vida de cada uno. Como vagabundo, a menudo se sentía satisfecho
con unas sobras calientes, un banco en el parque o una lata de cerveza. En
ocasiones había alcanzado un estado de éxtasis momentáneo mediante tales
simples accesorios, pero tenía la convicción de que existían cosas mejores.
Martin decidió hallarlas.
Al cabo de dos días estaba en la gran ciudad de
Chicago. Con bastante naturalidad, llegó a West Madison Street, y allí dio unos
pasos para elevar su papel en la vida. Se convirtió en un vagabundo ciudadano,
un tramposo, un buscón. Al cabo de una semana había llegado a un punto en que
para él la felicidad era una comida en un restaurante barato, un ratito sobre
un catre del ejército en una verdadera casa de citas y una botella de moscatel.
Pero una noche, después de gozar al máximo esos
tres lujos, Martin pensó en quitarle la cuerda al reloj, en el punto álgido de
su intoxicación. También pensó en los rostros de la gente honesta a la que en
ese día había robado dinero. De acuerdo, eran unos integrados, pero eran
prósperos. Llevaban buenas ropas, tenían buenos trabajos, conducían bonitos
coches. Y para ellos, la felicidad tenía un mayor grado de éxtasis: cenaban en
excelentes restaurantes, dormían en confortables colchones y bebían whisky
escocés.
Integrados o no, algo bueno tenían. Martin
acarició su reloj, rehusó la tentación de conseguirse otra botella de moscatel
y, decidido a conseguirse trabajo y mejorar su cociente de felicidad, se fue a
dormir.
Al despertar, tenía resaca, pero aún seguía
decidido. Antes de que hubiera terminado el mes, Martin estaba trabajando para
un contratista de obras del lado sur de la ciudad, en uno de los grandes
proyectos de reconstrucción. Odiaba el trabajo, pero la paga era buena, y
pronto consiguió un apartamento de una habitación en la Blue Island Avenue.
Ahora, tenía costumbre de comer en restaurantes decentes, se compró una cama
confortable, y cada sábado por la noche bajaba a la taberna de la esquina. Todo
era muy placentero, pero...
Al capataz le gustaba su modo de trabajar, y le
prometió que en un mes le aumentaría el sueldo. Si seguía, el aumento
significaría que podría permitirse el lujo de comprarse un coche de segunda
mano. Con un coche, hasta podría comenzar a buscarse una chica a la que citar
de vez en cuando. Otros compañeros del trabajo lo hacían, y parecían bastante
felices.
Así que Martin siguió trabajando, le llegó el
aumento, consiguió el coche, y pronto un par de chicas.
La primera vez que le sucedió, deseó de
inmediato quitar la cuerda de su reloj, hasta que empezó a pensar en lo que
siempre decían algunos de los viejos. Por ejemplo, había un individuo llamado
Charlie, que trabajaba junto a él en el andamio:
–Cuando eres joven y no conoces nada mejor,
quizá le saques algún gusto en ir con esas cerdas, pero al cabo de un tiempo
deseas algo mejor: una buena chica solo para ti.
Martin creyó que tenía que averiguar si eso era
cierto. Si no le gustaba más, siempre podía volver a lo que ya tenía.
Pasaron casi seis meses antes de que Martin
conociese a Lillian Gillis. Para aquel entonces ya había conseguido otro
aumento, y estaba trabajando en la oficina. Le habían hecho asistir a la
escuela nocturna para aprender a llevar una contabilidad rudimentaria, pero eso
significaba otros quince billetes extra a la semana, y gustaba más de trabajar
bajo cubierto.
Lillian era muy divertida. Y cuando le dijo que
aceptaba casarse con él, Martin estuvo casi seguro de que había llegado el
momento. Excepto que ella era lo que diríamos... Bueno, era una buena chica, y le dijo que tendrían que
esperar hasta estar casados. Naturalmente, Martin no podía esperar casarse con
ella hasta que no tuviera algo más de dinero ahorrado, y otro aumento le iría
bien.
Para eso tardó un año. Martin tenía paciencia,
porque sabía que iba a valer la pena. Cada vez que dudaba, sacaba su reloj y lo
miraba. Nunca se lo mostró a Lillian ni a nadie más. La mayor parte de sus
compañeros llevaban caros relojes de muñeca, y el viejo reloj de plata de
ferroviario parecía un tanto ridículo al lado de los otros.
Mientras contemplaba la corona, Martin sonrió.
Unas pocas vueltas, y tendría al alcance algo que ninguno de aquellos pobres
hombres estúpidos y trabajadores tendrían jamás: una satisfacción permanente
con su ruborizada novia...
Al casarse, la satisfacción resultó ser sólo al
principio. Sí, era maravilloso. Pero Lillian le explicó lo mucho mejor que
serían las cosas si pudieran buscarse una casa nueva y arreglarla. Martin
deseaba un mobiliario decente, un televisor, un buen coche.
Así que comenzó a asistir a clases nocturnas, y
consiguió un ascenso en la oficina. Con el niño a punto de nacer, deseaba
aguantar un poco más y ver a su hijo. Y cuando nació, se dio cuenta de que
tendría que esperar hasta que se hiciera un poco mayor, comenzase a caminar y a
hablar, y desarrollase una personalidad propia.
Por aquel entonces, la empresa le hacía viajar
como supervisor de algunas de las construcciones; ahora comía en buenos restaurantes,
vivía por todo lo grande y con los gastos pagados. En más de una ocasión se
sintió tentado a quitarle la cuerda al reloj. Aquello era la buena vida...
Naturalmente, sería mejor si no tuviera que trabajar. Más pronto o más tarde,
si lograba intervenir en uno de los tratos de la compañía, podría sacar una
buena tajada y retirarse. Entonces, sería ideal.
Aunque costó su tiempo, lo consiguió. El hijo de
Martin iba a la escuela superior antes de que él lograse llegar hasta donde
realmente estaba el dinero. Martin tenía la impresión de que tenía que ser
ahora o nunca, porque ya no era exactamente un muchacho.
Pero fue justo entonces cuando conoció a Sherry
Westcott, y ella no parecía pensar que Martin fuera maduro, a pesar de la forma
en que se le estaba cayendo el cabello y ganando tripa. Le enseñó que un bisoñé
podía cubrir su calvicie, y una faja reducir el depósito de los garbanzos. De
hecho, le enseñó muchas cosas, y disfrutó tanto aprendiendo que realmente sacó
el reloj y se preparó a quitarle la cuerda.
Por desgracia, eligió el momento preciso en que
los detectives privados abrieron la puerta de la habitación del hotel, y
entonces hubo un largo período en el que Martin estuvo tan ocupado peleándose
ante los tribunales con el asunto de su divorcio que honestamente no pudo decir
que disfrutase de ningún momento.
Cuando llegó a un acuerdo final con Lil, estaba
arruinado y, después de todo, a Sherry ya no le parecía que él fuera tan joven.
Así que se alzó de hombros, y decidió volver al trabajo.
También en esta ocasión reunió un montón de
dinero, aunque tardó más tiempo, y no tuvo muchas posibilidades de diversión
mientras lo conseguía. Las damas elegantes de los elegantes salones de cóctel
ya no le interesaban, ni tampoco el licor. Además, el médico se lo había
prohibido.
Pero se dijo que un hombre rico podía descubrir
otros placeres. Por ejemplo, viajar... y nada de viajar en los topes de los
vagones yendo de un lugar podrido a otro peor. Martin recorrió el mundo en
avión y transatlánticos de lujo. En una ocasión le pareció que, después de
todo, iba a hallar el momento preciso, mientras visitaba el Taj-Mahal a la luz
de la luna. Martin sacó el maltratado reloj y se dispuso a quitarle la cuerda.
Nadie le contemplaba...
Y eso fue lo que le hizo dudar. Seguro, aquél
era un momento muy agradable, pero se encontraba solo. Lil y el chico habían
desaparecido, Sherry había desaparecido también y, por alguna razón, nunca
había tenido tiempo de hacer amigos. Quizá si lograse hallar alguna gente con
la que congeniar, lograra la felicidad definitiva. Ésa debía de ser la
respuesta: no era simplemente el dinero, o el poder, o el sexo, o el ver cosas
hermosas. La verdadera satisfacción se encontraba en la amistad.
Así que, mientras regresaba a casa en barco,
Martin trató de hacerse algunos amigos en el bar del buque. Pero toda aquella
gente era mucho más joven, y Martin no tenía nada en común con ellos. Además,
deseaban bailar y beber, y Martin no se encontraba en condiciones de disfrutar
de tales pasatiempos. A pesar de ello, lo intentó.
Tal vez fuera por eso por lo que tuvo el pequeño
accidente el día anterior al que atracasen en San Francisco. «Pequeño
accidente» fue la descripción que dio el doctor de a bordo, pero Martin se fijó
en que tenía un aspecto muy serio cuando le ordenó que se quedara en cama y
hasta llamó a una ambulancia para que fuera a recibir al barco al muelle y
llevase al paciente directamente al hospital.
En el hospital, a pesar de aquel tratamiento
excesivo con aquellas excesivas sonrisas y aquellas atentas palabras no
engañaron a Martin.
Era un viejo cuyo corazón estaba débil, pensaban
que iba a morirse.
Pero podía ser más listo que ellos. Aún tenía el
reloj. Lo encontró en su chaqueta cuando se puso la ropa, y huyó del hospital.
No tenía por qué morir. Podía burlar la muerte
con un solo gesto..., y pensaba hacerlo, allá afuera, como un hombre libre,
bajo el cielo abierto.
Aquél era el verdadero secreto de la felicidad.
Ahora lo comprendía. Ni siquiera la amistad representaba tanto como la
libertad. Aquello era lo mejor de todo: el estar libre de amigos o familia o de
las furias de la carne.
Bajo el cielo nocturno, Martin caminó lentamente
junto al andén de carga. Ahora que lo pensaba, estaba justamente donde había
comenzado, hacía tantos años. Pero el momento era bueno, lo bastante bueno como
para prolongarlo para siempre. Quien en una ocasión había sido un vagabundo, lo
seguía siendo siempre.
Sonrió mientras pensaba en ello, y luego su
sonrisa se contorsionó seca y repentinamente, como el dolor que estaba seca y
repentinamente contrayendo su pecho. El mundo comenzó a girar, y cayó por el
costado del muelle de carga.
Aunque no podía ver muy bien, todavía estaba
consciente y sabía lo que había pasado. Otro ataque, y bastante malo. Quizás el
definitivo. Excepto que ya no iba a seguir haciendo el estúpido. No iba a
esperar para ver lo que encontraba al doblar la esquina.
Justo aquél era el momento, llegaba la
oportunidad de usar su deseo y salvar su vida. E iba a hacerlo. Aún podía
moverse, nada lo detendría.
Buscó en su bolsillo y sacó el viejo reloj de
plata, tanteando la corona. Unas cuantas vueltas, y burlaría a la muerte. Nunca
tendría que viajar en aquel Tren al Infierno. Podría continuar vivo para
siempre.
Para siempre.
Martin no había considerado nunca antes aquellas
palabras. Vivir siempre... Pero ¿cómo? ¿Deseaba seguir siempre así, un hombre
enfermo, yaciendo inerme sobre la hierba?
No. No podía hacerlo. No lo haría. De pronto,
tuvo grandes deseos de llorar, porque supo que en algún punto a lo largo de su
vida se había pasado de listo. Y ahora era demasiado tarde. Se le nubló la
vista, sintió un estrepitoso sonido en los oídos...
Naturalmente, lo reconoció. Y no se sorprendió
lo más mínimo al ver el tren salir corriendo de entre la niebla y llegar hasta
el andén. Tampoco se sintió sorprendido cuando se detuvo, ni cuando el revisor
descendió y caminó lentamente hacia él.
El revisor no había cambiado en lo más mínimo.
Incluso seguía mostrando la misma sonrisa.
–¡Hola, Martin! –dijo–. Viajeros al tren.
–Lo sé –susurró Martin–. Pero tendrá que
llevarme. No puedo caminar. Y tampoco puedo hablar, ¿no?
–Sí, sí puedes –dijo el revisor–. Te puedo oír
muy bien. Y también puedes caminar.
Se inclinó, y colocó su mano sobre el pecho de
Martin. Siguió un momento de helado atontamiento, y luego Martin pudo caminar
de nuevo.
Se alzó y siguió al revisor a lo largo de la
rampa, llegando hasta el lado del tren.
–¿Aquí? –preguntó.
–No, en el siguiente vagón –murmuró el revisor–.
Supongo que tienes derecho a viajar en primera. Después de todo, eres un hombre
de éxito. Has disfrutado de las alegrías de la riqueza, la posición social y el
prestigio. Has conocido los placeres del matrimonio y la paternidad. Has
probado las delicias de la comida y la bebida y también el sexo, y has viajado
mucho y bien. Así que nada de recriminaciones de última hora.
–De acuerdo –suspiró Martin–. No puedo culparle
de mis errores. Por otra parte, tampoco usted puede atribuirse lo que sucedió.
Trabajé para lograr cada una de las cosas que deseaba. Lo hice todo por mí
mismo. Ni siquiera necesité su reloj.
–Así es –asintió el revisor, sonriendo–. Pero
¿te importaría devolvérmelo ahora?
–Lo necesita para el siguiente tonto, ¿eh?
–murmuró Martin.
–Quizá.
Algo en la forma en que lo dijo hizo que Martin
alzase la vista. Trató de ver los ojos del revisor, pero la visera de su gorra
los mantenía en la sombra, así que bajó de nuevo la vista a su reloj.
–Dígame una cosa –dijo suavemente–. Si le
devuelvo el reloj, ¿qué es lo que hará con él?
–Pues tirarlo a la cuneta –le explicó el
revisor–. Eso es lo que haré con él.
Y extendió la mano.
–¿Qué pasaría si alguien lo encontrara y diera
vueltas hacia atrás a la corona y detuviese el tiempo?
–Nadie haría eso –murmuró el revisor–. Aunque lo
supieran.
–¿Quiere decir que todo fue un truco? ¿Que éste
es únicamente un reloj barato y ordinario?
–Yo no he dicho eso –repuso el revisor–. Sólo he
dicho que nunca nadie gira hacia atrás la corona de un reloj. Todos han sido
como tú, Martin. Todos esperaban hallar la felicidad perfecta. Esperaban un
momento que jamás llega.
El revisor extendió de nuevo la mano.
Martin suspiró y agitó la cabeza.
–Después de todo, me engañó.
–Tú mismo te engañaste, Martin. Y ahora vas a
viajar en este Tren al Infierno.
Empujó a Martin escalones arriba, al interior
del vagón. Mientras entraba, el tren empezó a moverse, y aulló el pito. Y
Martin se quedó de pie en el traqueteante vagón de primera, mirando a los otros
pasajeros situados a lo largo del pasillo. Los podía ver a todos ellos allí
sentados, y de alguna manera no le resultaba nada extraño.
Allí estaban: los borrachos y los pecadores, los
jugadores y los que aceptan sobornos, los manirrotos, los donjuanes, toda esa
alegre compañía. Aunque sabían adónde iban, no parecía importarles lo más mínimo.
Las cortinillas estaban corridas en todas las ventanas, pero había luz dentro;
y todos ellos estaban disfrutando, cantando y pasándose botellas y rugiendo a
carcajadas, jugando a dados y contando sus chistes y fanfarroneando por todo lo
grande, justo como papi acostumbraba a decir de ellos en su vieja canción.
–Unos encantadores compañeros de viaje –dijo
Martin–. Vaya, lo cierto es que jamás había visto un grupo de gente más
agradable que éste. Y parece que están disfrutando de lo lindo.
El revisor se alzó de hombros.
–Me temo que las cosas no serán tan alegres
cuando nos detengamos en la Estación de Allá Abajo.
Por tercera vez, extendió la mano.
–Ahora, antes de que te sientes, tienes que
darme ese reloj. Un trato es un trato...
Martin sonrió.
–Un trato es un trato –repitió a modo de eco–.
Acepté viajar en su tren si podía detener el tiempo cuando hallase el momento
justo de felicidad. Y creo que en este momento soy más feliz de lo que lo he
sido nunca antes.
Muy lentamente, Martin tiró de la corona de plata.
–¡No! –jadeó el revisor–. ¡No!
Pero la corona giró.
–¿Te das cuenta de lo que has hecho? –aulló el
revisor–. ¡Ahora jamás llegaremos a la estación! ¡Todos nosotros seguiremos
viajando... para siempre!
Martin hizo un gesto de alegría.
–Lo sé –dijo–. Pero lo divertido es el viaje, no
la llegada. Usted mismo me lo dijo, y pienso disfrutar de un maravilloso viaje.
Mire, quizás hasta pueda ayudar. Si me busca una de esas gorras y me permite
conservar este reloj...
Así fue como por fin se resolvieron las cosas.
Con su gorra puesta, y el maltratado y viejo reloj de plata en su bolsillo, no
hay persona más feliz, dentro o fuera de este mundo, ahora y siempre, que
Martin. Martin, el nuevo guardafrenos de ese Tren al Infierno.
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