Cuando el hombre entró en la tienda de
bicicletas F & O, Oscar le salió al encuentro con un cordial:
–¡Hola, amigo! –Poco a poco, a medida que podía
ver más de cerca al cliente, un hombre de mediana edad con gafas y traje
impecable, Oscar frunció el ceño y la sensación de duda bañó su rostro–.
Esto... yo a usted le conozco –murmuró–, señor... hum, tengo su nombre en la
punta de la lengua. Maldita sea, no me sale.
Oscar era un tipo corpulento. Tenía el pelo
anaranjado.
–Apuesto que sí –repuso el hombre. De la solapa
del impecable traje llevaba prendido un emblema con un león–. ¿Recuerda que me
vendió una bicicleta de chica para mi hija? Estuvimos hablando de la bicicleta
de carreras roja hecha en Francia en la que su socio estaba trabajando...
Oscar dio un manotazo a la caja registradora,
alzó la cabeza y los ojos se le salían de las órbitas.
–¡El señor Whatney! ¡El señor Whatney! –Sonrió
abiertamente–. Oh, seguro. Vaya, ¿cómo se me pudo olvidar? Recuerdo que después
cruzamos la calle y nos tomamos un par de cervezas. Bien, ¿cómo le van las
cosas, señor Whatney? Espero que la bicicleta... era un modelo inglés, si no me
equivoco. Sí, debe haberle satisfecho, de lo contrario no habría vuelto, ¿no?
La respuesta disipó las dudas de Oscar; dijo que
la bicicleta era excelente, verdaderamente excelente, y añadió:
–Creo que ha habido algún cambio por aquí. Ahora
está solo. Su socio...
Oscar bajó la mirada, adelantó el labio inferior
y asintió con la cabeza.
–¿Oyó hablar de eso? Ahora, estoy solo. Hace
tres meses que estoy solo.
Aunque ya se tambaleaba hacía tiempo, la
sociedad se había disuelto hacía tres meses. Las preferencias de Ferd se
dirigían a los discos, los libros y las conversaciones profundas. Mientras que
a Oscar le gustaban la cerveza, los bolos y las mujeres. Cualquier mujer, a
cualquier hora. Como la tienda estaba situada cerca del parque, hacían mucho
negocio con la gente que iba allí a merendar y alquilaban bicicletas. En el
caso de que una mujer fuese lo suficientemente mayor como para ser llamada
mujer y no lo bastante como para ser llamada vieja, o en el que estuviese en un
punto intermedio, si se encontraba sola, Oscar se apresuraba a preguntarle:
–¿Qué tal le va esta bicicleta? ¿Se siente bien?
–Bueno... yo diría que sí.
Tomando otra bicicleta, Oscar añadía:
–Bueno, para estar seguro iré un poco con usted.
Vuelvo enseguida, Ferd.
Aunque con seriedad, Ferd asentía siempre. Sabía
que Oscar tardaría en regresar. De vuelta, Oscar solía hacerle siempre el mismo
comentario:
–Espero que te haya ido tan bien en la tienda
como a mí en el parque.
–Siempre y a todas horas me estás dejando solo
–contestaba Ferd malhumorado.
Y Oscar generalmente le replicaba:
–De acuerdo, cambiaremos los papeles; la próxima
vez tú vas y me dejas aquí a mí. Para que luego digas que no te dejo
divertirte. –Naturalmente, ya sabía de antemano que Ferd, el alto, delgado,
desorbitado Ferd, nunca iría–. Te hará que te salgan los pelos –añadía Oscar,
dándole palmaditas en el pecho.
Ferd farfullaba que no necesitaba más pelos en
el pecho, que así estaba bien. Cuando nadie podía verle, miraba sus antebrazos:
cubiertos de espeso y largo vello oscuro, por contra, sus brazos eran blancos y
sin pelo. Desde que iba a la escuela ya era así, provocando las risas y burlas
de algunos compañeros que llegaban a insultarle llamándole «Ferd el bicho».
Sabían que esto le molestaba, a pesar de lo cual insistían en ello. En la
escuela, y ahora también, se interrogaba sobre cómo era posible que, de modo
deliberado, la gente hiciese daño a alguien que jamás les había molestado.
¿Cómo era eso posible?
También había otras cosas que le preocupaban.
Constantemente.
«Los comunistas...», meneaba la cabeza mientras
leía el periódico. En pocas palabras Oscar daba su opinión acerca de los
comunistas. A lo mejor se trataba de la opinión que le merecía la pena capital.
–Oh, es verdaderamente terrible que se pueda
llegar a ejecutar a un hombre inocente –se quejaba Ferd.
Por respuesta, Oscar decía que mala suerte para
el tipo.
–Dame ese gancho de neumáticos –le pedía Oscar.
A Ferd incluso le preocupaban los pequeños
problemas de los demás. Por ejemplo, en aquella ocasión en que una pareja con
una bicicleta tándem y una cestita para niño entró en la tienda. Simplemente
hincharon las ruedas, y gratis. La mujer quiso cambiar los pañales al niño, y
entonces se le rompió uno de los imperdibles que sujetan los lados.
–¿Por qué será que nunca llevo imperdibles
encima? –comentó la mujer, mientras rebuscaba en su bolso–. Nunca se llevan
imperdibles encima.
Tras hacer un comentario amistoso, Ferd miró a
ver si tenía alguno; pero, aun sabiendo a ciencia cierta que en la oficina
debía tener alguno, no consiguió encontrarlos. La pareja se marchó con un lado
de los pañales atado con un tosco nudo por imperdible.
Ferd hizo un comentario durante la comida,
diciendo que era una pena lo de los imperdibles. Oscar hincó los dientes en su
bocadillo, tiró, arrancó y masticó, tragando luego. A Ferd le gustaba hacer
experimentos con composiciones para bocadillo: la que más le gustaba era crema
de queso, aceitunas, anchoas y aguacates, todo trinchado y mezclado con
mayonesa... Pero la comida de Oscar era siempre la misma: carne de lata.
–Eso de tener un niño debe de ser complicado
–dijo Ferd, entre bocado y bocado–. No sólo al viajar, sino también al criarlo.
–¡Por Dios! –exclamó Oscar–. Casi en cada
esquina hay una tienda, y no es preciso saber leer para fijarse en los
escaparates.
–¿Tiendas? Ah, para comprar imperdibles, quieres
decir.
–En efecto. Imperdibles.
–Pero... ¿sabes?, sucede así... nunca hay
imperdibles cuando se necesitan.
Oscar destapó su cerveza, tomando un primer
trago.
–Exacto. Pero, en cambio, siempre hay muchas
perchas. Cada mes se tiran, y al mes siguiente de nuevo el armario está lleno.
Si quieres, cuando no tengas nada que hacer, te dedicas a intentar inventar un
aparato que transforme las perchas de ropa en imperdibles.
Ensimismado, Ferd asintió.
–Ya sabes que mi tiempo libre lo dedico a la
bicicleta de carreras francesa...
Se trataba de una hermosa máquina, ligera, baja,
rápida, roja y brillante. Cuando uno montaba en ella se sentía tan ligero como
un pájaro. Por muy buena que fuera, Ferd estaba convencido de que la podía
mejorar. Insistentemente se la enseñaba a todo el que entraba en la tienda.
La naturaleza, cualquier texto que tratase de
ella, se había convertido en su más reciente afición. Un día, unos chicos que
volvían del parque, le enseñaron unas latas de conserva en las que habían
recogido y guardado salamandras y sapos. Tras este incidente, abandonó mucho su
trabajo en la bicicleta de carreras roja. A partir de entonces dedicó su tiempo
libre, casi en exclusiva, a leer libros de historia natural.
–¡La mimetización! –le gritaba a Oscar–. ¡Es
algo fantástico!
Oscar, que estaba absorto leyendo las noticias
sobre bolos en el periódico, le miró.
–La otra noche en la televisión salió Edie
Adams, haciendo su imitación de Marilyn Monroe. Muchacho, ¡qué número!
Ferd agitó la cabeza, estaba realmente enojado.
–No me refiero a ese tipo de mimetismo. Me
refiero al modo en que los insectos y arácnidos se mimetizan adoptando la forma
de hojas y ramitas, evitando así que los pájaros u otros insectos y arácnidos
los degüellen.
El grueso rostro de Oscar se transformó en un
grueso rostro incrédulo.
–¿Me intentas explicar que cambian de forma?
¿Qué pretendes hacerme creer?
–No intento hacerte creer nada que no sea
cierto. Aunque a veces el mimetismo viene motivado por actitudes agresivas...
como en el caso de una tortuga africana que parece una roca, al no hacer
sospechar, los peces nadan hasta ella y así los atrapa. O en el de esa araña de
Sumatra. Cuando está sobre su espalda, parece un excremento de pájaro. Es así
como consigue cazar a las mariposas.
El molesto e increíble sonido de la risa de
Oscar se dejó oír. El sonido cesó cuando la atención de Oscar se centró en los
resultados de los bolos. Sin dejar de leer, su mano buscó en su bolsillo, salió
de él, rascó ausentemente la pelambrera anaranjada bajo la camisa, y, por
último, se perdió en el bolsillo trasero de su pantalón.
–¿Dónde está ese lápiz? –preguntó. Se levantó
del asiento para ir hasta la oficina y allí rebuscar en los cajones. Dio un
fuerte grito–: ¡Hey!
Ferd entró en la pequeña habitación.
–¿Qué pasa? –le preguntó.
Oscar le indicó el cajón.
–¿Supongo que recordarás que aquí no había
ningún imperdible? Pues mira... todo ese maldito cajón está lleno.
Tras mirar con asombro, Ferd se rascó la cabeza,
y con un hilillo de voz dijo que estaba seguro de haber mirado allí...
Un tono de voz totalmente contrario al de Ferd
le dijo desde fuera de la estancia:
–¿Hay alguien?
Inmediatamente, Oscar dio la espalda al
escritorio y a lo que contenía, y contestó:
–Voy en seguida –dijo mientras desaparecía.
Lentamente Ferd le siguió.
La persona que había entrado era una mujer
joven, una mujer joven de aspecto bastante robusto, con musculosas pantorrillas
y gran pecho. Señalaba el sillín de su bicicleta como queriendo mostrarle algo
a Oscar, pero éste la miraba más a ella que a otra cosa, al tiempo que decía:
«Uh-u».
–Como puede ver («Uh-u»), está demasiado hacia
delante. Tan sólo necesito una llave inglesa («Uh-u»). Qué despistada soy,
olvidé mis herramientas.
–Uh-u –repitió automáticamente Oscar, y luego
añadió–: Se lo arreglaré en un instante.
Aunque ella insistía en que podía arreglarlo por
sí misma, fue Oscar quien lo hizo, aunque no en un instante. No quiso aceptar
dinero. Prolongó la conversación tanto como le fue posible.
–Bueno, gracias –le dijo la joven–. Ahora tengo
que irme.
–¿Está bien tal como ha quedado ahora?
–Perfectamente, gracias...
–Le diré lo que haremos. Iré con usted un rato,
para ver si...
El pecho de la joven se agitó por las carcajadas.
–¡Oh, no iba a poder seguir mi ritmo! ¡Mi
máquina es de carreras!
En cuanto vio la mirada de Oscar dirigirse hacia
el rincón, Ferd supo en lo que estaba pensando. Dio un paso hacia delante. Su
grito: «¡no!», fue ahogado por la voz de su socio diciendo:
–¡Bueno, supongo que esta otra podrá mantener
ese ritmo!
La joven rió alegremente, dijo: «Bueno, ya
veremos», y salió. Oscar, ignorando la mano de Ferd, montó sobre su bicicleta
francesa y desapareció. Ferd se quedó en la puerta, mirando cómo las dos figuras,
inclinadas sobre los manillares, se desvanecían a lo largo del camino que
llevaba al parque. Volvió a entrar, lentamente.
Había oscurecido ya cuando Oscar regresó
sudando, aunque sonriendo. Sonreía de oreja a oreja.
–¡Hey, vaya una chica! –gritó. Agitó la cabeza,
silbó, hizo gestos y sonidos como de vapor que escapa–. ¡Muchacho, oh,
muchacho, qué tarde!
–Dame la bicicleta –ordenó Ferd.
Oscar dijo que sí, que seguro; la entregó, y fue
a lavarse. Ferd observó la máquina. El esmalte rojo estaba cubierto de polvo;
tenía barro, suciedad y fragmentos de hierba seca. Parecía envilecida...,
degradada. Y la había notado como un pájaro cuando montaba en ella...
Oscar regresó húmedo y sonriente. Lanzó un grito
de desaliento y corrió.
–Apártate –dijo Ferd, haciendo un gesto con el
cuchillo.
Rasgó los neumáticos, el sillín y su tapizado,
una y otra vez.
–¿Estás loco? –aulló Oscar–. ¿Has perdido la
cabeza? ¡Ferd, no lo hagas, no, Ferd...!
Ferd cortó los radios, los dobló, los rompió.
Tomó el martillo más pesado y golpeó con él el bastidor hasta hacerle perder la
forma. Y luego siguió golpeándolo hasta no poder más.
–No sólo estás loco –le dijo Oscar amargamente–,
sino terriblemente celoso. ¡Y puedes irte al infierno!
Se marchó, pisando muy fuerte.
Ferd, sintiéndose mareado y envarado, cerró la
tienda y se marchó lentamente a casa. No tenía ganas de leer, apagó la luz y se
dejó caer sobre la cama, donde transcurrieron las horas escuchando los sonidos
susurrantes de la noche y sufriendo pensamientos agrios y enrevesados.
Excepto para las necesidades del trabajo, no se
hablaron durante muchos días después de aquel incidente. Los restos de la
bicicleta de carreras francesa se hallaban detrás de la tienda. Durante dos
semanas ninguno deseó ir allí, no querían verlos.
Una mañana, cuando Ferd llegó y fue saludado por
su socio, éste empezó a agitar su cabeza, asombrado, aun antes de empezar a
hablar:
–¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo lo hiciste, Ferd?
¡Jesús, qué hermosura! Tengo que reconocerlo... Ya no habrán malos sentimientos
entre nosotros, ¿eh, Ferd?
Ferd le estrechó la mano.
–Seguro, seguro. Pero ¿de qué estás hablando?
Oscar le acompañó a la parte trasera de la
tienda. Allí estaba la bicicleta de carreras roja, en una pieza, sin una marca
o señal, con su esmalte tan brillante como siempre. Ferd abrió desmesuradamente
la boca. Se acurrucó y la examinó. Era su máquina. Presentaba cada cambio y
cada mejora que le había hecho.
Se alzó lentamente.
–Regeneración...
–¿Qué? ¿Qué dices? –le preguntó Oscar–. Oye,
chico, estás muy pálido. ¿Qué has hecho, trabajar toda la noche sin dormir?
Entra y siéntate. Pero sigo sin saber cómo has conseguido hacerlo.
Una vez dentro, Ferd se sentó. Se humedeció los
labios y dijo:
–Oscar, escúchame...
–¿Ajá?
–Oscar, ¿sabes lo que es la regeneración? ¿No?
Escucha: en algunos tipos de lagartos, cuando los agarras por la cola, ésta se
rompe y les crece una nueva. Si un cangrejo pierde una pinza, regenera otra.
Algunos tipos de gusanos, y las hidras y las estrellas de mar, si los cortas a
trozos, a cada uno de ellos le crecen las partes que le faltan. Las salamandras
pueden regenerar manos perdidas, y a las ranas les crecen otra vez las patas.
–No me digas, Ferd. De acuerdo, todo eso de la
naturaleza me parece muy interesante. Pero volvamos ahora a la bicicleta...
¿Cómo lograste repararla tan bien?
–Ni la toqué. Se regeneró. Como una lagartija
acuática. O una langosta.
Oscar pensó en ello. Bajó la cabeza, y miró a
Ferd de reojo.
–Bueno, Ferd... Óyeme... ¿Cómo es que no todas
las bicicletas hacen eso?
–Ésta no es una bicicleta corriente. Quiero
decir que no es una verdadera bicicleta. –Observando la mirada de Oscar, le
gritó–: ¡Bueno, pues es cierto!
El grito transformó la actitud de Oscar, de
asombro pasó a incredulidad. Se puso en pie.
–Supongamos por un momento que todas esas cosas
de los bichos y lagartijas o lo que infiernos estés hablando sea cierto. Pero
esos están vivos. Una bicicleta no.
Bajó la vista, triunfante.
Ferd movió la pierna de un lado a otro, y se la
miró.
–Un cristal tampoco está vivo, pero un cristal
rojo puede regenerarse, si se dan las condiciones correctas. Oscar, mira si los
imperdibles siguen en el escritorio. Por favor.
Escuchó a Oscar murmurar mientras abría los
cajones del escritorio, buscando en ellos. Los cerró de golpe y regresó.
–No –dijo–. Han desaparecido todos. Como dijo
aquella señora, o como dijiste tú, nunca hay imperdibles cuando uno los busca.
Desapare... ¿Ferd? ¿Qué es lo que...?
Repentinamente, Ferd abrió de un tirón la
puertecilla del armario de la ropa, y retrocedió al tiempo que una cascada de
perchas caía al suelo.
–Y como tú dijiste –comentó Ferd con la boca
torcida–, por otra parte, siempre hay muchas perchas. Antes no estaban ahí.
Oscar se encogió de hombros.
–No sé adónde quieres ir a parar. Cualquiera
pudo entrar, llevarse los imperdibles y dejar las perchas. Yo pude hacerlo,
pero no lo hice. O tú pudiste. Quizá... –entrecerró los ojos–. Quizá viniste
dormido, sonámbulo, y lo hiciste. Será mejor que vayas a ver a un doctor.
Jesús, pareces estarte pudriendo.
Ferd volvió a sentarse, sujetándose la cabeza
entre las manos.
–Me siento podrido. Estoy asustado, Oscar. ¿Y
asustado de qué? –Suspiró profundamente–. Te lo diré. Como te expliqué antes,
hay cosas que viven en lugares poco seguros y se mimetizan como si fueran otras
cosas. Ramas, hojas... sapos que parecen rocas. Bueno, supongo que hay...
cosas... que viven en los lugares en que vive el hombre. Ciudades, casas. Esos
seres podrían imitar... Bueno, otras cosas que se encuentran en los hogares de
los hombres.
–¡Qué idea!
–Quizá se trate de una forma de vida distinta.
Quizá se alimentan de los elementos que hay en el aire. ¿Sabes lo que son los
imperdibles... esos seudoimperdibles? Oscar, esos imperdibles son las
crisálidas, y después se transforman, pasando a ser larvas. Que tienen la forma
de perchas. Hasta tienen el mismo tacto que éstas, pero no lo son. Oscar, no lo
son. En realidad no lo son. No lo son...
Comenzó a llorar, sin levantar la cabeza de
entre las manos. Oscar lo miró y agitó la cabeza.
Al cabo de un minuto, Ferd consiguió controlarse
un poco. Sorbió por la nariz.
–Todas esas bicicletas que encuentra la policía,
y que guarda esperando que aparezcan sus dueños, y que luego les compramos en
una subasta porque nadie las ha reclamado, porque no tienen dueños, son iguales
que estas que los chicos siempre tratan de vendernos, diciéndonos que se las
han encontrado, y es cierto, pues nunca fueron hechas en una fábrica.
Crecieron. Crecen. Las aplastas, y las tiras, y se regeneran.
Oscar se volvió hacia alguien que no estaba
allí, y movió la cabeza.
–Jooooo, muchacho –dijo. Y luego, volviéndose
hacia Ferd–: ¿Quieres decir que un día son un imperdible, y al día siguiente
una percha?
Ferd le contestó:
–Un día hay un huevo; al siguiente, una polilla.
Un día hay un huevo; al siguiente, un pollo. Pero con esas... cosas, no sucede
de día, cuando puede verse. Pero durante la noche, Oscar, durante la noche,
puedes oír cómo sucede. Todos estos ruiditos de la noche, Oscar...
–Entonces, ¿cómo es que no estamos forrados de
bicicletas? –dijo Oscar–. Si tuviera una por cada percha...
Pero Ferd también había pensado en ello. Si cada
hueva de bacalao, explicó, o cada una de ostra creciese hasta madurar, un
hombre podría caminar a través del océano pisando los bacalaos o las ostras que
lo cubrirían. Pero morían tantas, y tantas eran devoradas por animales
predatorios, que la naturaleza tenía que producir un máximo con el fin de
lograr que un mínimo llegase a la madurez. Y la pregunta de Oscar fue:
entonces, ¿quién, esto, se come las, esto, perchas?
Los ojos de Ferd se enfocaron a través de la
pared, los edificios, el parque, y más edificios, hasta llegar al horizonte.
–Tienes que verlo de una manera global. No te
estoy hablando de imperdibles o perchas reales. Tengo un nombre para esos
otros; los llamo: falsos amigos. En la escuela, cuando estudiaba francés,
teníamos que vigilar las palabras francesas que se parecían a otras de nuestro
idioma pero que en realidad eran diferentes. Faux amis, les llamábamos. Falsos amigos. Seudoimperdibles,
seudoperchas... ¿quién se los come? No estoy seguro. ¿Serán los
seudoaspiradores?
Con un fuerte gruñido, su socio se golpeó las
caderas con las manos.
–Ferd, Ferd, por Cristo –dijo–. ¿Sabes cuál es
tu problema? Que hablas de ostras, pero te olvidas para qué sirven. Olvidas que
hay dos tipos de gente en el mundo. Cierra los libros, esos libros de bichos y esos
libros de francés. Sal, mézclate con la gente, haz amigos. Bebe cerveza. ¿Sabes
qué haremos? La próxima vez que Norma, que es esa chica de la bicicleta de
carreras, la próxima vez que venga por aquí, tú coges la bicicleta roja y te
vas al bosque con ella. No me importa. Y no creo que a ella le importe tampoco.
Al menos, no demasiado.
Pero Ferd dijo que no.
–Nunca quiero volver a tocar esa bicicleta de
carreras. Le tengo miedo.
Ante esta respuesta, Oscar lo obligó a
levantarse, y entre protestas lo arrastró hasta la parte trasera, obligándole a
subirse a la máquina francesa.
–Es la única forma de que te quites el miedo que
le tienes.
Ferd se puso en marcha, con el rostro pálido y
tembloroso. Y un momento más tarde estaba por el suelo, rodando y pataleando,
chillando.
Oscar le sacó de debajo de la máquina.
–¡Me tiró al suelo! –aulló Ferd–. ¡Trató de
matarme! ¡Mira... sangre!
Su socio dijo que había sido un bache lo que le
había tirado... y su propio miedo. ¿La sangre? Había sido un radio roto que le
había arañado la mejilla. Insistió en que Ferd montara de nuevo la bicicleta,
para controlar su miedo.
Pero Ferd se había puesto histérico. Gritó que
nadie estaba a salvo, que la humanidad tenía que ser avisada. Oscar tardó un
buen rato en poder calmarlo y lograr llevarlo a casa y meterlo en la cama.
Obviamente, al señor Whatney no le explicó todo
esto. Simplemente le dijo que su socio se había hartado del negocio de
bicicletas.
–No sirve de nada preocuparse tratando de
cambiar el mundo –señaló–. Siempre he dicho que las cosas son como son. Si uno
no puede derrotarlas, tiene que unirse a ellas.
El señor Whatney dijo que justamente ésa era su
propia filosofía, y le preguntó cómo iban las cosas.
–Bueno... no demasiado mal. ¿Sabe?, estoy
prometido. Se llama Norma. Está loca por las bicicletas. Considerándolo bien,
las cosas no van nada mal. Sí, tengo más trabajo, pero ahora puedo hacer las
cosas a mi manera, así que...
El señor Whatney asintió. Paseó su mirada por
toda la tienda.
–Veo que todavía hacen bicicletas para chica
–dijo–. Aunque, ya que cada vez se ven más chicas con pantalones, no sé por qué
se preocupan.
Oscar le contestó:
–Bueno, no sé. A mí me gusta así. ¿No ha pensado
nunca que las bicicletas son como la gente? Quiero decir que, de todas las
máquinas del mundo, las bicicletas son las únicas en las que hay machos y
hembras.
El señor Whatney, con una sonrisa en los labios,
dijo que tenía razón, y que jamás había pensado en ello. Entonces, Oscar le
preguntó al señor Whatney si deseaba alguna cosa en especial... y no era que no
apreciara su visita en cualquier momento.
–Bueno, quería ver lo que tiene por aquí. Se
acerca el cumpleaños de mi chico y...
Oscar asintió comprensivamente.
–Aquí tiene una bicicleta –dijo– que no es
posible conseguir en ningún otro lugar. Es la especialidad de la casa. Es una
combinación de las mejores características de la bicicleta de carreras francesa
y la bicicleta estándar norteamericana. Sólo que se fabrica aquí mismo, y se
presenta en tres modelos: infantil, juvenil y normal. ¿No le parece hermosa?
El señor Whatney observó que justamente podía
ser lo que andaba buscando.
–Por cierto –preguntó–, ¿qué pasó con aquella
bicicleta de carreras, la roja, que andaba por allí?
El rostro de Oscar se contorsionó en una mueca.
Luego tomó una expresión suave e inocente, y se inclinó hacia su cliente
dándole un codazo.
–Oh, ¿esa? ¿La vieja francesa? ¡Pues la uso de
semental!
Y se echaron a reír, después se contaron algunos
chistes y realizaron la transacción, se tomaron unas cuantas cervezas, y
continuaron riendo. Comentaron que era una pena lo del pobre Ferd, el pobre
Ferd, que había sido encontrado en su propio armario, con una percha enrollada
fuertemente alrededor de su cuello...
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