A Pilar González
Uno
—Noveno
piso —digo al pequeño ascensorista. Tengo la mano derecha metida en el bolsillo
del saco. Con la izquierda me aliso innecesariamente la solapa. “Le apuesto que
no llega”. ¿Dijo realmente: “Le apuesto que no llega”? Lo miro a los ojos.
Enarco las cejas.
—Ya
verá —dice, realmente, en voz alta. La sonrisa enigmática del muchacho (¿o es
un enano?) me pone nervioso. Él sabe algo que yo ignoro. Yo, en cambio, debo
saber seguramente muchas cosas que él ignora.
—Por
ejemplo… —le digo, pero hemos llegado. Las puertas se abren automáticamente.
Miro el indicador: la aguja señala, recién, el primer piso. Sube una mujer
gorda, vestida de negro. Huele mal. Se ha echado perfume y detecto una cantidad
enorme de componentes, el perfume me resulta muy desagradable y hay algunos de
esos componentes que me provocan asociaciones de ideas que no logro asir.
Después entran otras personas, a las que no presto atención: sólo un alfiler de
corbata, sobre una corbata con mucho amarillo. El alfiler tiene engarzada una
piedra anaranjada opaca, y es esta piedra lo que observo mientras sigo
percibiendo el perfume asqueroso y trato de ubicar las imágenes exactas
correspondientes a las asociaciones de ideas que desata en mi mente. Me esfuerzo
en vano.
El
chico ascensorista, o enano payasesco con ropas de ascensorista que son
demasiado grandes para él, ha quedado oculto. Sospecho sin embargo que conserva
su sonrisa enigmática, y pienso otra vez en aquellas palabras que creí
escuchar. Él sabe algo que yo ignoro, algo que me es vital.
Subimos.
Después de mucho rato (qué lento es este ascensor, Dios mío, qué calor
sofocante) llegamos al segundo piso. Las puertas se abren, entra más gente. Soy
apretado contra el fondo del ascensor, ya definitivamente separado del enano.
Luego seguimos subiendo. Cierro los ojos y me dejo estar en el efecto
nauseabundo de la mezcla de sensaciones. No hay nada grato en este ascensor.
Quizás debiera haber subido por la escalera. Nueve pisos, es cierto; pero en
cambio… Tercer piso. Entran más. La subida se hace más lenta, más lenta… El
aparato tiembla ligeramente y el piso cruje. Temo que el piso ceda, no debería
cargar tanto este muchacho. Quisiera gritarle, al enano, que detenga este viaje
de locos. Que quiero llegar al noveno piso, como sea; que así, como él bien
había dicho antes, nunca llegaré, nunca llegaremos, nunca nadie llegará a
ninguna parte. Imagino la sonrisa.
Dos
El
ascensor se sigue cargando; y en el sexto piso, casi en un desmayo (estoy
sofocado por el calor, mareado por el perfume, asqueado por el contacto con
tantos cuerpos), siento no que el piso cede, sino que caemos. Probablemente se
hayan roto los cables, por el peso, y ahora el ascensor cae, vertiginosamente,
con una velocidad que jamás habría alcanzado para subir. Ni para bajar
normalmente. Las mujeres gritan. Siento una risa que no puede pertenecer a
nadie más que al enano. Lo imagino, dentro de las limitaciones del espacio,
dando saltitos y palmeando de gozo. Creo escuchar su voz: “Le dije, señor, que
no llegaba”. Luego el estrépito final, la obscuridad, el griterío, algunos ayes
doloridos y más tarde silencio.
La
caja del ascensor está deshecha, estoy en el sótano, sobre una pila de
cadáveres sanguinolentos. Todavía me llega el olor del perfume de la mujer
gorda. Tengo que salir de aquí. En la escasa luz que llega al sótano, desde los
pisos superiores, no me es dado ver aún casi nada; sólo miembros hechos pulpa y
un color rojo, de los cuerpos que tengo más cerca. “Alguien vendrá a
socorrerme”, pienso, pero no puedo esperar. Tengo que salir de aquí en seguida;
ella me espera, supongo.
Tres
Trepo
por el enrejado de alambre que rodea el hueco del ascensor. Es una prueba
difícil. Apenas si caben las puntas de los zapatos en los agujeros de la trama.
Debí quitarme los zapatos; pero ahora es tarde para pensarlo. Todo el esfuerzo
recae en los dedos de las manos, que comienzan a dolerme. La gente que mira a
través del enrejado me incita a soltarme. ¡Desdichados! No se les ocurre otra
cosa que mirarme con lástima y mover la cabeza negativamente. Otros (hay un
hombre gordo, de bigotes, con un traje impecable, que se toma muy en serio su
trabajo) me hacen indicaciones que pretenden ser de ayuda, pero no las oigo o
no las entiendo, y no hacen más que debilitarme, desviar mi atención. Sólo
puede sostenerme la voluntad de llegar: no hay otra técnica. Pero esto, ¿cómo
puedo hacérselo entender? ¿Qué saben ellos si alguien me espera en el noveno
piso? Quizás tengan razón, y no me espere nadie. Si estuviera seguro. De todos
modos, aunque llegue al noveno piso, no podré salir de esta especie de jaula.
Tendré que seguir, llegar hasta la azotea, y desde allí, tal vez, alcanzar la
escalera y bajar hasta el noveno piso. ¿Cuántos pisos tenía este edificio?
Nunca lo supe. Alguna vez ella me lo dijo, pero no presté la debida atención;
uno nunca sabe cuándo un dato puede tener una importancia vital. Sigo trepando
y las manos ya comienzan a sangrar. ¿Ciento cincuenta pisos, había dicho?
¿Quince? ¿O el noveno era el último? Dios quiera. Dios me perdone. Pero de
todos modos no sé en qué piso estoy. Miro hacia abajo y veo la masa gris y
roja. Muy abajo. Debo estar en el sexto piso. O tal vez sólo sea el quinto, o
el cuarto. Quién me mandó trepar. Y quién me puede asegurar que ella me aguarda
en el noveno piso, o alguien, alguien en alguna parte. Dios. Dios. Quisiera
soltarme. Un niño come una banana mientras me mira trepar. La madre le acaricia
el pelo. Me señala; sin duda me pone por ejemplo, me toma como un ejemplo
negativo para su hijo. Que él nunca se vea en una situación similar; estas
cosas no deben hacerse. Eso pasa por… ¿por qué?
Miro
hacia arriba, y no puedo darme cuenta de cuánto me falta. Sólo veo un túnel de
luz interminable, una masa de reflejos de luces en el enrejado metálico.
Cuatro
La
gente de las escaleras se ha vuelto más vieja y más pobre, a medida que
asciendo. El edificio mismo parece bastante deteriorado a esa altura. Tengo la
ventaja de que ya no me prestan atención; los viejos están muy ocupados con sus
propios dolores, con su propia angustia. Algunos mastican en el aire, hacen
chocar las encías vacías como si estuvieran comiendo o hablando. Otros no son
tan viejos, pero están muy enfermos. Todos, de cualquier manera, huelen mal. No
es un olor como el perfume de la gorda aquella; es un olor humano, humano y
vegetal, olor de desperdicios y decrepitud. Pero el deterioro me ha favorecido:
la trama del enrejado está desgarrada, hay un agujero que me permite pasar, sin
necesidad de seguir trepando. Ya era hora. Saco trabajosamente el cuerpo a
través del agujero. Me siento en un escalón. La cabeza me da vueltas. La náusea
está clavada aquí en el píloro. Tengo las manos deshechas. Y un cansancio
brutal, verdaderamente brutal. No sé cómo he podido hacerlo: ahora me siento
maravillado. Nunca había soñado con algo semejante. Yo, trepando tantos pisos,
tantos y tantos metros, por un enrejado que lastima las manos, donde no entra
más que, apenas, la punta del zapato. Me dejo ir. Ruedo, dormido, varios
escalones.
Cinco
—Antes
—me informan— el noveno piso estaba entre el octavo y el décimo; ahora, qué
quiere que le diga. Se alejan, se han alejado mucho.
Le
doy una moneda al viejo. Sigo subiendo. Ahora cómodamente, por la escalera. A
medida que subo me cruzo con gente que baja. Ellos son también muy pobres, y
después de un tiempo noto que bajan como si lo hicieran en forma definitiva;
que cargan con todas sus pertenencias, con atados de ropa y colchones, con
carretillas y cacharros, con animales domésticos.
Huyen
lentamente. No están apurados, pero huyen, se van para siempre. Y no hay nadie
que suba; sólo yo. Es que, tal vez, a nadie espera nadie en los pisos de
arriba; sólo ella, que me espera a mí, tal vez.
¿Y
si ella no me espera? No; no puedo pensar en esto. No puedo pensar que todo
pierda, de pronto, sentido. Toda esta fatiga. Todo este dolor. Apretar los
dientes y seguir subiendo. Me cruzo con un perro ovejero, muy sucio y viejo.
Atrás viene el dueño, tan sucio y tan viejo como el perro.
De
tanto en tanto se oye un ruido sordo y las paredes tiemblan.
Seis
—El
señor no debió haber tardado tanto —la criada se llevó una mano a la boca, con
asombro y disgusto. Le tendí el sombrero y el bastón.
—¿Ella?
—pregunté.
Inclinó
la cabeza y me hizo pasar del vestíbulo a un largo corredor. Un corredor muy
largo, ciertamente. Hacia el final, en una pieza iluminada en exceso con luz
blanca, estaba ella. Vestía ropas blancas, amplias, vaporosas. Ella, rubia y
blanca.
Aguardo
anhelante en el extremo del corredor mientras ella se acerca despacio. Camina
lentamente, y sus ropas se agitan levemente mientras camina. Sí, es cierto. Se
me ha hecho muy tarde. Este accidente lamentable. Imprevisión homicida. Tú
verás, sólo estoy vivo por casualidad, por una tremenda casualidad. Déjame que
lo explique…
Ella
avanza lentamente, y la veo y la recuerdo al mismo tiempo, superpongo imágenes.
Ella me esperaba, ella se acerca. Enciende luces en el corredor, tan largo,
mientras se acerca. Anhelante, yo, en el extremo del corredor, con la vida en
suspenso. Todo este esfuerzo. Todo este trabajo. Todo este dolor.
A
medida que se acerca voy percibiendo más detalles; y a medida que se acerca,
noto que ha envejecido, que ha envejecido mucho; la noto más vieja a cada
instante, a cada paso que da para acercarse a mí. Superpongo imágenes, y ella
se va pareciendo cada vez menos al recuerdo. Es una mujer vieja; es una mujer
muy vieja.
—¿Por
qué tardaste tanto? —ella tampoco tiene dientes; tiene la piel arrugada, pegada
a los huesos, y un maquillaje monstruoso que se va descascarando ante mi vista,
que se va deshaciendo.
Por
el corredor, ahora lo advierto, viene más gente. Llevan paquetes, colchones,
carretillas, animales domésticos, cacharros. Un niño deforme —¿o es un enano,
con ropas grandes?— lleva puesto mi sombrero y hace girar, con torpeza, mi
bastón. Nos apartan del corredor, nos empujan hacia un rincón del vestíbulo,
mientras siguen pasando.
Viene
la criada con un gran armario, que apenas puede cargar. La criada se detiene en
el vestíbulo, a tomar aliento. Coloca el armario de tal forma que su gran
espejo queda ante nosotros. Me veo reflejado; nos veo, a ella y a mí: somos dos
viejos, ridículos y desdentados. Somos muy pobres: ahora noto que mis ropas
están hechas jirones, y también sus sedas y tules blancos. A través de un
agujero en la tela de una de sus mangas amplias y vaporosas, veo un trozo de
piel grisácea.
Se
oyen ruidos sordos, cada vez más frecuentes, y la construcción toda se sacude
cada vez con mayor violencia. La criada se apresura a cargar nuevamente su
armario, y sale.
Siete
—Se
me hizo tarde —explico, mirando obsesivamente el reloj. La cita era para las
cuatro. Son las cinco. Se me ha hecho tarde, demasiado tarde. Nos abrazamos. Su
cuerpo entre mis brazos es como un esqueleto. Su boca, una mancha seca. Los
golpes de la demolición arrecian. Las paredes se rajan—. Se me hizo tarde
—repito.
—No
importa —dice ella, e intenta sonreír. Pero tiene una arcada, y un vómito
negro, se vomita a sí misma, la vida entera, cae blanda y deshecha, cae podrida
y líquida, tiñendo de marrón y rosado su vestido blanco.
Yo
avanzo a tientas por el corredor; las luces se han apagado, el edificio cruje y
se dobla, se abren boquetes y caen trozos de cielo raso. En su cuarto hay un
gran espejo, que es lo que yo busco; y a la luz de la llama de mi encendedor
contemplo mis ojos, que no han variado, contemplo asombrado mis ojos de niño,
mis ojos de siempre, mis ojos nacidos para este asombro, para este momento,
contemplo mis ojos y ya no trato de comprender, mientras el edificio comienza a
desplomarse, mientras la llama del encendedor se apaga.
1972