Alrededor de la empalizada desigual que corona la
meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En
la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados
cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas
por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en
tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae
con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia
de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las
treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a
los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido
arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta
los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y
escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y
cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está
el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de
una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo
espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones
ardientes.
Así han
transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo
que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las
flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas
inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes
y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas
defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega
a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de
su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que
reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al
gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas,
cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia
de viandas, muestra en su tersura el «Ave María» heráldico del fundador.
El enfermo se
retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de
madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si
quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas
alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa.
Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo
asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por
los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de
los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus
cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir
atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la
carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las
medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera,
en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que
mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina,
despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará
Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en
pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del
metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que
aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo
del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el
ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el
suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con
maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el
hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le
mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica,
pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la
Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se
harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo
se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la
que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes
y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha
espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El
único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era
Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le
asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con
sus ceremonias y sus aires! ¡Cómo si no nacieran todos de idéntica manera! Y
más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros
como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por
el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de
esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla
el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El
hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no
lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al
otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha
ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de
un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su
madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera
ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no
lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en
dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce
el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los
labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia
junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse
hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces…
Toma su ancho
cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy
fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas
y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios,
famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas
entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí
están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin
brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca.
Unos pasos más…
Pero de repente
surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el
ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias
inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de
Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los
Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de
Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y
Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe
Andrea Doria.
Baitos se disimula
detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que
la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo
menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan
casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota
de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado
izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles
de nutria que le envanece tanto.
A este Bernardo
Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando
embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos
de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido
capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en
Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a
los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el
mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso
se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao,
hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América.
Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer
relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga
a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del
Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También
dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…
Conversan los
señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando
las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta;
brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado
jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las
manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le
tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del
viento.
El hambre y el odio
ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente
desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el
sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a
apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la
indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a
los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se
movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de
Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no
estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero
de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan
siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda,
con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión
se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los
centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados.
El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en
seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la
tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese
brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el
genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en
verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar
la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un
salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá
él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su
destreza, de su agilidad…
No, no fue un
salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la
empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo
desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro,
camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado
por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él
cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos,
la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no
sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que
merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el
manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con
la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror
de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la
pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado
junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre
los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de
su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano,
entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte,
para abrigarse.
El ballestero lanza
un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de
sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los
indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su
hermano le fuera apretando la garganta más y más.
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