sábado, 17 de septiembre de 2022

El hambre, cuento de Manuel Mujica Láinez

 


Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.

Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el «Ave María» heráldico del fundador.

El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.

¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Cómo si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?

El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.

El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces…

Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más…

Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.

Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto.

A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.

El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.

Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad…

No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.

El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

jueves, 15 de septiembre de 2022

Azazel, cuento de Isaac Asimov

 


Conocí a George en un congreso literario celebrado hace muchos años, y me llamó la atención el peculiar aire de inocencia y de candor que mostraba su rostro redondo y de mediana edad. Inmediatamente decidí que era la clase de persona a quien uno le dejaría la cartera para que se la guardase mientras se bañaba.

Él me reconoció por mis fotografías en la contraportada de mis libros y me saludó alegremente, diciéndome lo mucho que le gustaban mis cuentos y mis novelas, lo cual, naturalmente, me dio una excelente opinión de su inteligencia y buen gusto.

Nos estrechamos cordialmente las manos, y él dijo:      

                    -Me llamo George Bitternut

              -Bitternut - repetí, para fijármelo en la mente -. Un apellido poco corriente.

              -Danés - respondió -, y muy aristocrático. Desciendo de Cnut, más conocido como Canuto, un rey que conquisto Inglaterra a comienzos del siglo XI. Un antepasado mío era hijo suyo: bastardo, naturalmente.

              -Naturalmente - murmuré, aunque no veía porqué había que darlo por sentado.

              Le pusieron de nombre Cnut, como su padre - continuo George -, y cuando fue presentado al rey, el  soberano dijo: 'Voto a bríos, ¿éste es mi heredero?'

              'No exactamente - respondió el cortesano que estaba meciendo al pequeño Cnut -, pues es ilegítimo, ya que su madre es la lavandera a la que usted...' 'Ah - dijo el rey -, eso es mejor'. Y como Bettercnut (en inglés better significa mejor) se le conoció a partir de ese momento. Únicamente con ese nombre. Yo lo he heredado por línea masculina directa, salvo que las vicisitudes del tiempo han acabado por cambiarlo a Bitternut.

Y sus azules ojos me miraron con una especie de hipnótica inocencia, que impedía toda duda.

¿Quiere almorzar conmigo? - pregunté, moviendo la mano en dirección al restaurante profusamente decorado que, evidentemente, estaba destinado solo a personas poseedoras de carteras bien repletas.

¿No le parece que ese local es un poco ostentoso y que la cafetería del otro lado podría...? - respondió George.

Como invitado mío - añadí.

George frunció los labios y dijo:

-Ahora que lo miro bajo una luz más favorable, veo que tiene una atmósfera un tanto hogareña. Sí,  almorzaré con usted.

Mientras tomábamos el plato principal, George dijo:

-Mi antepasado Bettercnut tuvo un hijo, al que llamo Sweyn. Un buen nombre Danés.

-Sí, ya - respondí -. El padre del Rey Cnut se llamaba Sweyn Forbeard. En tiempos modernos el nombre se suele escribir Sven.

 

George frunció levemente el ceño  y dijo:

No hace falta que alardee de sus conocimientos de estas cosas, amigo mío. Admito que tiene usted los rudimentos de una educación.

Me sentí abochornado.

-Lo siento.

Agito la mano en ademan de magnánimo perdón, pidió otro vaso de vino y prosiguió:

Sweyn Bettercnut se sentía fascinado por las mujeres, característica que hemos heredado todos los Bitternut, y tenía mucho éxito con ellas..., como ha sido el caso con todos sus descendientes. Se sabe que muchas mujeres, después de separarse de él, meneaban la cabeza en señal de admiración y decían: 'Oh, es todo un Sweyn.' Y también era un archimago’.

Hizo una pausa y, luego, pregunto con brusquedad:

¿Sabe usted qué es un archimago?

-No - mentí, no deseando volver a hacer una ofensiva ostentación de mis conocimientos -, ¿Qué es? - Un archimago es un mago eminente - aclaro George, con lo que pareció un suspiro de alivio -. Sweyn estudiaba las artes arcanas y ocultas. Entonces era posible hacerlo, pues aún no había surgido todo ese desagradable escepticismo moderno.

Estaba consagrado a la tarea de encontrar la manera de persuadir a las jovencitas para que observaran con él esa clase de comportamiento dulce y complaciente que es la corona de la femineidad, y rehúyes en  todo lo que era huraño y hosco.

-Ah - dije, con tono comprensivo.

-Para eso necesitaba demonios, y perfeccionó medios para invocarlos, quemando ciertas hierbas aromáticas y pronunciando determinados conjuros semiolvidados.

-¿Y daba resultado, señor Bitternut?

-Llámeme George. Claro que daba resultado. Tenía legiones de demonios que trabajaban para él, pues, como con frecuencia se lamentaba, las mujeres de la época eran seres tercos y obstinados, que oponían, a su pretensión de ser nieto de un rey, ásperas observaciones sobre la naturaleza de la descendencia. Sin embargo, una vez que un demonio ejecutaba su obra, comprendían que un hijo natural era, simplemente, natural.

-¿Está seguro de todo eso, George?

Naturalmente, pues el verano pasado encontré su libro de recetas para invocar demonios. Lo hallé en un viejo castillo inglés que actualmente está en ruinas, pero que en otro tiempo perteneció a mi familia. Se especificaban las hierbas exactas, la forma de quemarlas, el ritmo, los conjuros, las entonaciones. Todo. Estaba escrito en inglés antiguo, anglosajón, ya sabe, pero yo tengo un poco de lingüista  y...

Se me hizo patente un ligero escepticismo.

-Usted bromea - dije.  Me miró con altivez.

-¿Por qué cree semejante cosa? ¿Acaso me estoy riendo? Se trata de un libro auténtico. Yo mismo  experimenté las recetas.

-Y obtuvo un demonio.

-Sí, en efecto - respondió, señalándose de manera significativa el bolsillo superior de la chaqueta.

-¿Lo tiene ahí?

George se tocó el bolsillo, y parecía a punto de asentir cuando sus dedos palparon algo importante, o tal  vez  fuese precisamente que no palparon nada. Miró en el interior.

-Se ha ido - dijo con disgusto -. Desmaterializado... Pero quizá no se le pueda censurar por ello. Anoche estuvo conmigo porque sentía curiosidad por este congreso, ¿sabe? Le di un poco de whisky con un cuentagotas, y le gustó. Tal vez le gustó demasiado, pues quería pegarse con la cacatúa enjaulada que hay en el bar y empezó a insultarla. Afortunadamente, se quedó dormido antes de que el pájaro ofendido pudiera replicar. Esta mañana no parecía encontrarse muy bien, y supongo que se ha ido a su casa, donde quiera que esté, para recuperarse.

Sentí un acceso de rebeldía. ¿Esperaba que me creyera aquello? - ¿Me está diciendo que tenía un demonio en el bolsillo de la chaqueta?

-Es agradable ver lo rápidamente que se hace usted cargo de la situación - dijo George.

-¿Qué tamaño tenía?

-Dos centímetros.

-Pero eso no llega a una pulgada.

-Totalmente correcto. Una pulgada son 2,54 centímetros.

-Quiero decir, qué clase de demonio es para tener solo dos centímetros de estatura.

-Uno pequeño - respondió George -, pero, como dice el refrán, más vale tener un demonio pequeño que no tener ninguno.

-Depende de cómo sea.

-Oh, Azazel..., se llama. Es un demonio amistoso.

Sospecho que no está muy bien considerado en sus antros nativos, pues se le nota extraordinariamente ansioso por impresionarme con sus poderes, salvo que no quiere utilizarlos para enriquecerme, como debería hacer, tratándose de una honorable amistad. Dice que sus poderes deben ser utilizados tan solo  para hacer el bien a otros.

-Vamos, vamos, George. Seguramente que no es esa la filosofía del infierno. George se llevó un dedo a los labios.

-No diga esa clase de cosas, amigo. Azazel se sentiría enormemente ofendido. Dice que su país es amable, decente y muy civilizado, y habla con gran respeto de su gobernante, cuyo nombre jamás pronuncia, y  al    que llama simplemente el  Todo Total.

-¿Y en realidad hace favores?

-Siempre que puede. Ese es el caso, por ejemplo, de mi ahijada, Juniper Per...

-¿Juniper Pen?

-Sí. Por su expresión de intensa curiosidad, me doy cuenta de que desea conocer la historia. Con mucho  gusto  se la contaré.

Juniper Pen, dijo George, era una cándida estudiante de segundo curso en la Universidad cuando comienza mi relato..., una dulce e inocente muchacha fascinada por el equipo de baloncesto, todos  y cada     uno de cuyos miembros eran jóvenes altos y muy guapos.

El jugador que más parecía estimular su imaginación femenina era Leander Thomson, un muchacho alto y delgado, de grandes manos que se enroscaban en torno a un balón o a cualquier otra cosa que tuviera forma y el tamaño de un balón, lo que de alguna manera trae a la memoria a Juniper. Obviamente, él era el objeto de sus gritos, cuando contemplaba desde la grada uno de sus partidos.

Solía hablarme de sus dulces sueños, pues, como todas las jovencitas, aunque no sean mis nietas, se sentía impulsada a confiar en mí. Mi porte cariñoso pero digno invitaba a las confidencias.

-Oh, tío George - decía -, seguro que no es nada malo que yo sueñe en un futuro con Leander. Me lo imagino como el mejor jugador de baloncesto del mundo, como la flor y nata de los grandes profesionales, como el titular de un sustancioso contrato de larga duración. Y no es que yo pida mucho. Todo lo que quiero de la vida es una pequeña mansión cubierta de enredaderas, un pequeño jardín que se extienda todo cuanto la vista pueda abarcar, una sencilla servidumbre organizada en equipos, todos mis vestidos ordenados alfabéticamente para cada día de la semana y cada mes del año y...

Me vi obligado a interrumpir su encantador parloteo.

-Hay un ligero fallo en tu plan, pequeña - dije -. Leander no es un jugador de baloncesto muy bueno, y es poco probable que algún equipo  lo contrate por grandes sumas.

-Eso es injusto - dijo, enfurruñando el gesto-. ¿Por qué no es un jugador de baloncesto muy bueno?

-Porque así es como funciona el Universo. ¿Por qué no concentras tus juveniles afectos en alguien que sea un buen jugador de baloncesto? ¿O, si vamos a eso, en algún joven y honrado corredor bursátil de  Wall Street que tenga acceso a informaciones reservadas?

La verdad es que ya he pensado en ello, tío George, pero me gusta Leander exclusivamente por lo que es. Hay veces en que pienso en él y me digo: en realidad, ¿Tan importante es el dinero?

-Chist, jovencita - exclamo horrorizado. Hoy en día, las mujeres son increíblemente francas.

-Pero, ¿por qué no puedo tener también el dinero? ¿Es mucho pedir?

-¿Lo era realmente? Después de todo, yo tenía un demonio para mí solo. Se trataba de un demonio pequeño, desde luego, pero su corazón era grande. Seguramente que querría favorecer el curso del verdadero amor, a fin de aportar luz y dulzura a dos seres cuyos corazones latían al unísono al pensar en    besos y fondos mutuos.

Azazel me escuchó cuando le invoqué con el conjuro apropiado... No, no puedo decirle cual es. ¿No tiene usted un elemental sentido de la ética? Como digo, me escuchó, pero con lo que me pareció una absoluta carencia de esa comprensión que cabría esperar. Confieso que le había arrastrado a nuestro mundo sacándole de su entrega a algo parecido a un baño turco, pues se hallaba envuelto en una diminuta toalla y estaba tiritando. Su voz parecía más aguda y estridente que nunca. (En realidad, no creo que fuese verdaderamente su voz. Me da la impresión de que se comunicaba mediante alguna especie de telepatía, pero el resultado era que yo oía, o imaginaba oír, una aguda vocecilla).

-¿Qué es baloncesto? - preguntó -. ¿Un balón con forma de cesto? Porque, en ese caso, ¿qué es un    cesto?

Traté de explicárselo, pero, para ser un demonio, puede resultar realmente obtuso. Se me quedo mirando, como si no le estuviese explicando con luminosa claridad cada detalle del juego.

Finalmente, dijo:

-¿Podría ver un partido de baloncesto?

-Naturalmente - respondí -. Esta noche se juega uno. Leander me dio una entrada, y puedes ir en mi    bolsillo.

-Estupendo - dijo Azazel -. Llámame cuando te dispongas a salir para el partido. Ahora tengo que terminar mi zymig - con lo que supongo se refería a su baño turco, y desapareció.

          -Debo confesar que me irrita sobremanera que alguien anteponga sus insignificantes asuntos domésticos a las trascendentales cuestiones de que yo me ocupo..., lo cual me recuerda, amigo mío, que el camarero parece estar intentando atraer su atención. Creo que le tiene preparada la cuenta. Recójala, por favor,    para que yo pueda continuar mi relato.

          Esa noche fui al partido de baloncesto, y Azazel venía conmigo en mi bolsillo. Mantenía la cabeza asomada por el borde del bolsillo y habría constituido un sospechoso espectáculo si alguien hubiera estado mirando. Su piel es de un color rojo brillante y en su frente se destacan las protuberancias de dos péquenos cuernos. Por fortuna, se mantenía dentro del bolsillo, pues su musculosa cola de un centímetro de longitud es su rasgo más prominente y nauseabundo.

Yo no soy un gran aficionado al baloncesto, y preferí dejar que Azazel extrajera por su propia cuenta el significado de lo que estaba viendo. Su inteligencia, aunque más demoniaca que humana, es notable.

Una vez finalizado el partido, me dijo:

- Por lo que he podido deducir de la esforzada acción de los corpulentos, desgarbados y en absoluto interesantes individuos que corrían por la pista, parece ser que se producía una cierta conmoción cada vez que esa curiosa pelota pasaba a través del aro.

-En efecto -dije-. Eso es encestar.

-  Entonces, ¿ese protegido tuyo se convertiría en un héroe de ese estúpido juego si pudiera pasar la   pelota por el aro todas las veces que lo intentase?

            -Exactamente.

                    Azazel pensativo, agitó la cola.

-No tiene que ser difícil. Solo necesito ajustar sus reflejos para hacerle calcular el ángulo, la altura, la  fuerza... Permaneció unos instantes en reflexivo  silencio, a continuación dijo:

-Veamos, he tomado nota de su complejo coordinado personal durante el partido... Sí, se puede hacer. En realidad, ya está hecho. Tu Leander no tendrá ninguna dificultad en hacer pasar la pelota por el aro.

          -Yo experimentaba una cierta excitación mientras aguardaba a que se celebrase el siguiente partido. No le dije nada a la pequeña Juniper, porque nunca había hecho uso de los poderes demoniacos de Azazel y no estaba del todo seguro de que sus hechos hicieran honor a sus palabras. Además, quería que se llevara una sorpresa. (Y se la llevó, muy grande, lo mismo que yo).

Por fin llegó el día del partido, y aquel fue el partido. Nuestro colegio local, Nerdsville Tech, de cuyo equipo de baloncesto Leander era tan pálida luminaria, jugaba contra los larguiruchos fajadores de Reformatorio Al Capone, y se esperaba que fuese un combate épico.

Como de épico, nadie lo esperaba. El equipo de Al Capone en seguida se puso por delante en el marcador, y yo observaba atentamente a Leander. Parecía tener dificultades para decidir lo que debía hacer, y al comienzo sus manos parecían fallar el balón cuando trataba de avanzar. Supuse que sus reflejos habían resultado tan alterados, que en un principio no podía controlar en absoluto sus músculos.

Sin embargo, luego, fue como si se acostumbrara a su nuevo cuerpo. Cogió el balón y pareció que se le escapaba de las manos... ¡Pero qué forma de escaparse! Describió un arco en el aire y atravesó el centro del aro.

Las gradas estallaron en frenético aplauso, mientras que Leander contemplaba pensativamente el aro, como preguntándose qué había ocurrido.

Fuera lo que fuese, volvió a ocurrir otra vez..., y otra. Tan pronto como Lenader tocaba el balón, este se elevaba describiendo un arco. Tan pronto como se elevaba, se curvaba hacia la canasta. Sucedía tan de repente, que nadie veía jamás a Leander apuntar ni hacer absolutamente ningún esfuerzo. Interpretando esto como una prueba de maestría, la multitud se puso histérica.

Sin embargo, luego, como era de esperar, sucedió lo inevitable, y el partido se hundió en un caos total. Brotaban silbidos de las tribunas; los alumnos de rostros llenos de cicatrices, que animaban al reformatorio Al Capone, proferían violentas observaciones de carácter insultante, y por todas partes de producían peleas a puñetazos entre el público.

Lo que yo no había dicho a Azazel, creyendo que se trataba de algo evidente, y lo que él no había advertido; era que las dos canastas de la pista no eran iguales: una correspondía al equipo local y la otra al equipo visitante, y que cada jugador lanzaba el balón hacia la canasta apropiada. Y el balón, con toda la lamentable ignorancia de un objeto inanimado, en cuanto Leander lo tocaba, se elevaba hacia la canasta más próxima. El resultado era que, una y otra vez, Leander se las arreglaba para introducir el balón en la    canasta en que no debía.

Persistió en hacerlo, pese a los amables reproches del entrenador del Nerdsville, Claws (Pop) McFang, que se desgañitaba a gritos por entre la espuma que le cubría los labios. Pop McFang enseñó los dientes con un suspiro de tristeza por tener que expulsar a Leander del partido y lloró abiertamente cuando le quitaron los dedos de la garganta de Leander para que pudiera llevarse a efecto la expulsión.

Amigo mío, Lenader nunca volvió a ser el mismo. Naturalmente, yo había pensado que buscaría refugio en la bebida y se convertiría en un torvo y pensativo alcohólico. Eso lo habría comprendido. No  obstante, aun    cayó más bajo. Se volvió hacia sus estudios.

Bajo la despreciativa, y a veces incluso compasiva, mirada de sus condiscípulos, iba de clase en clase, sepultaba la cabeza entre los libros y descendía hacia las cenagosas profundidades de la ciencia.

Durante todo ese tiempo, sin embargo, Juniper se aferró a él. Me necesita, decía, con los ojos empanados por las lágrimas. Sacrificándolo todo, se casó con él una vez que ambos se graduaron. Y continuó manteniéndose unida a él, incluso mientras caía al más profundo de los abismos, al ser estigmatizado con un doctorado en Física. Él y Juniper viven ahora en un pequeño apartamento situado en alguna parte del lado oeste. Él enseña física y ella realiza investigaciones sobre Cosmogonía, según tengo entendido. El gana 60,000 dólares al año, y entre quienes le conocieron cuando era un deportista respetable, se dice, en horrorizados susurros, que es un posible candidato al premio Nobel.

Juniper nunca se queja, y se mantiene fiel a su ídolo caído. Ni con palabras ni con hechos expresa jamás ningún sentimiento de pérdida, pero no puede engañar a su viejo padrino. muy bien que, a veces, piensa melancólicamente en la mansión cubierta de enredaderas que nunca tendrá y en las ondulantes colinas y distantes horizontes de la pequeña finca de sus sueños.

Esa es la historia - dijo George, mientras recogía el cambio que había traído el camarero y anotaba el total del recibo de la tarjeta de crédito, supongo que para poder deducirlo de sus impuestos -. Yo, en su   lugar- añadió -, dejaría una generosa propina.

Así lo hice, un tanto aturdido, mientras George sonreía y se alejaba. En realidad, no me importaba que George se hubiera quedado con el cambio. Se me ocurrió que él únicamente tenía una comida, mientras que yo disponía de una historia que podía contar como propia y que me reportaría una cantidad de dinero   equivalente a muchas veces el coste de la comida.

De hecho, decidí continuar almorzando  con él de vez en cuando.