sábado, 16 de julio de 2022

Orgullo, cuento de Rubem Fonseca

 


En varias ocasiones había oído decir que por la mente de quien está muriendo ahogado desfilan con vertiginosa rapidez los principales acontecimientos de su vida y siempre le había parecido absurda tal afirmación, hasta que un día ocurrió que estaba muriendo y mientras moría se acordó de cosas olvidadas, de la noticia del periódico según la cual en su infancia pobre él usaba zapatos agujerados, sin calcetines y se pintaba el dedo del pie para disimular el hoyo, pero él siempre había usado calcetines y zapatos sin hoyo, calcetines que su madre zurcía cuidadosamente, y se acordó del huevo de madera muy liso y suave que ella metía en los calcetines y zurcía, zurciendo todos los años de su infancia, y se acordó de que desde niño no le gustaba beber agua y si se bebía un vaso lleno se quedaba sin aire, y por eso permanecía el día entero sin beber una gota de líquido pues no tenía dinero para jugos o refrescos, y que a veces a escondidas de su madre hacía refresco con la pasta de dientes Kolynos, pero no siempre tenían pasta de dientes en su casa, y en el momento en que moría también se acordó de todas las mujeres que amó, o de casi todas, y también del piso de madera roja de una casa en la que había vivido, aunque angustiado no logró recordar qué casa era aquélla, y también del reloj de bolsillo ordinario que rompió el primer día que lo usó, y también del saco de franela azul, y del dolor que lo había hecho arrastrarse por el suelo, y del medico que decía que necesitaba hacerle una radiografía de las vías urinarias, y cuanto más lo cercaba la muerte más se mezclaban los recuerdos antiguos con los recientes, él llegando atrasado al consultorio del médico que ya estaba vestido para salir, ya hasta había permitido que se fuera la enfermera, y el médico con prisa, ansioso como alguien que va a encontrar a una novia muy deseada, mandándole que se quitara el saco, se levantara las mangas de la camisa y que se acostara en una cama metálica, explicándole que a fin de cuentas la radiografía no se tardaría mucho, sólo había que inyectar el contraste y sacar las placas, y el médico se inclinó sobre la cama para aplicar el contraste en la vena del brazo y él sintió el olor delicado de su perfume y pudo observar su corbata de bolitas, y no pasó mucho tiempo cuando empezó a sentir que la laringe se le cerraba impidiéndole respirar y él intentó alertar al médico pero no logró emitir sonido alguno y todas las reacciones vinieron a su mente, la noticia del periódico, el saco azul, el piso de madera, las mujeres, el huevo liso de madera de su madre, mientras el médico en una esquina del consultorio hablaba por teléfono en voz baja, y como sabía que se estaba muriendo golpeó en la cama de metal con fuerza, el médico se asustó y después muy nervioso sacaba los cajones de los armarios, maldiciendo, culpando a la enfermera y diciéndole a él que se calmara, que iba a ponerle una inyección antialérgica, pero no encontraba dónde estaba el maldito medicamento, y él pensó me estoy muriendo sofocado, la vida y la muerte corriendo al parejo, y consciente de que su muerte era inminente e inevitable, se acordó de las palabras de un poema, debo morir pero eso es todo lo que haré por la Muerte, pues siempre se había rehusado a tener el corazón atormentado por ella, y en ese momento en que moría no iba a dejar que ella se hiciera cargo de su alma, pues lo más que la Muerte haría de él sería un muerto, así es que pensó en la vida, en las mujeres que había conocido, en su madre zurciendo calcetines, en el huevo liso de madera, en la noticia del periódico, y golpeó con fuerza la mesa de metal, ¡bam!, ¡bam!, ¡bam!, estoy pensando en las mujeres que amé, ¡bam!, ¡bam!, ¡bam!, pensando en mi madre, y en ese momento el médico, sin saber qué hacer, atormentado y sobresaltado por los ruidosos golpes que él descargaba en la cama metálica, lo miró con gran conmiseración y tristeza, y él gritó nuevamente ¡bam!, ¡bam!, que perdonaba al médico, ¡bam!, ¡bam!, que perdonaba a todo el mundo, mientras su mente recorría velozmente las reminiscencias de la vida, y el médico, ahora entregado a su impotencia, desesperado y confundido, le quitó los zapatos y le levantó la cabeza y vio sus pies vestidos con calcetines negros, y vio en el calcetín del pie derecho un hoyo que dejaba aparecer un pedazo del dedo grande, y se acordó de cuán orgullosa era su madre y de que él también era muy orgulloso y que eso siempre había sido su ruina y su salvación, y pensó no voy a morirme aquí con un hoyo en el calcetín, no va a ser esa la imagen final que le voy a dejar al mundo, y contrajo todos los músculos del cuerpo, se curvó en la cama como un alacrán ardiendo en el fuego y en un esfuerzo brutal logró que el aire penetrara en su laringe con un ruido aterrador, y cuando el aire era expelido de sus pulmones hizo un ruido aún más bestial y horrible, y se escapó de la Muerte y ya no pensó en nada. El médico, sentado en una silla, se limpió el sudor del rostro. Él se levantó de la cama metálica y se puso los zapatos.

viernes, 15 de julio de 2022

Diles que no me maten, cuento de Juan Rulfo

 


— ¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por ca­ridad.

—No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír ha­blar nada de ti.

—Haz que te oigan. Date tus mañas y dile que para sus­tos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

—No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a deveras. Y yo ya no quiero volver allá.

—Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué con­sigues.

—No. No tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

—Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

—No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

—Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuénta­le lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe de tener un alma. Dile que lo haga por la bendita salvación de su alma.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

—Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí tam­bién, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

—La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el inten­to de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan gran­des de vivir como sólo las puede sentir un recién resu­citado.

Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan vie­jo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su com­padre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca, para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre es­perando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía olien­do el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo.

Hasta que una vez don Lupe le dijo:

—Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potre­ro y te lo mato.

Y él le contestó:


—Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los ani­males busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

«Y me mató un novillo.

»Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el em­bargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Toda­vía después se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

»Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los mu­chachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

»Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhor­tado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

»—Por ahí andan unos fuereños, Juvencio.

»Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los ma­droños y pasándome los días comiendo sólo verdolagas. A veces tenía que salir a la medianoche, como si me fue­ran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida.»

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; cre­yendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilo. «Al menos esto —pensó— conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz.»

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para li­brarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresal­tos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No po­día. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Ve­nado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, aca­lambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A mo­rir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago, que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar po­dría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubie­ran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los bra­zos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El vien­to soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, ve­nían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saborean­do cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hom­bres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: «Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos», iba a decirles, pero se quedaba callado. «Más adelantito se los diré», pensaba. Y sólo los veía. Podía has­ta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado la­deándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Ha­bían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lo­graría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa co­menzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse meti­do entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

—Yo nunca le he hecho daño a nadie —eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

—Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

—¿Cuál hombre? —preguntaron.

—El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

—Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima —vol­vió a decir la voz de allá adentro.

—¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? —repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

—Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

—Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

—Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

—¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió. Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

—Ya sé que murió —dijo. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de ca­rrizos.

—Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil cre­cer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

«Luego supe que lo habían matado a machetazos, cla­vándole después una pica de buey en el estómago. Me con­taron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron, tirado en un arroyo, todavía estaba agonizan­do y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

»Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de ol­vidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para aca­bar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No de­bía haber nacido nunca.»

Desde acá, desde afuera, se oyó bien claro cuanto dijo. Después ordenó:

—¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

—¡Mírame, coronel! —pidió él—. Ya no valgo nada. No tardaré en morime sólito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

—¡Llévenselo! —volvió a decir la voz de adentro.

—...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el palpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

—Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se embo­rrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrin­conado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le me­tió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

—Tu nuera y los nietos te extrañarán —iba diciéndole—. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

jueves, 14 de julio de 2022

Falta de espíritu scout, cuento de Jorge Ibargüengoitia




—Si tú vas al Jamboree —me dijo el maestro Nicodemus—, yo no voy.
Yo lo miraba estúpidamente. Nunca me imaginé que se fuera a poner así.
—Eres un anarquista y vas a fomentar el desorden —explicó Nicodemus.
Estábamos parados frente a la reja del elevador, en el edificio de 16 de Septiembre en donde estaban las oficinas de la Asociación de Scouts de México, de la Liga de la Decencia y de los Fraccionamientos Lanas.
Nicodemus era el Jefe de la Delegación Mexicana al Jamboree; yo era. . . nomás yo, que entonces tenía diecinueve años y ganas de ir al Jamboree.
Después de decir la frase que anoté allá arriba, Nicodemus cambió de brazo el portafolio y entró en el elevador.
Yo había conocido a Nicodemus siete años antes, cuando entré en los Scouts. El era Jefe del Grupo III.
Yo venía de una escuela de barbajanes, plagada de hijos de la mano izquierda de generales de división, de libaneses recién llegados del Golfo y de judíos gigantescos, que venían huyendo de Hitler y que nos golpeaban cuando nos reíamos en filas, porque creían que nos burlábamos de ellos.
Lo que más me gustó del Grupo III es que parecía escuela de señoritas. Había sido fundado por los hermanos maristas en una escuela marista. Era un grupo de niños decentes y bien portados; Nicodemus, que era el jefe en aquel entonces, no era hermano marista, pero había estudiado con ellos y daba clase en una de sus escuelas. Nadie decía una mala palabra, en las juntas nos enseñaban a curar heridos, a hacer nudos y a comunicarnos por medio del Semáforo y de la Clave Morse; de vez en cuando, se leía el Evangelio y alguien tenía que comentarlo. Un domingo de cada mes había Misa Scout; íbamos uniformados al Hospital de la Luz y en la capilla, el padre Fanales, nuestro capellán, decía misa y nos echaba un fervorín escultista. Cada patrulla tenía un local, atestado de los cachivaches que los Scouts sacaban de sus casas. En esos locales se hacían juntas en las que no sucedía nada importante, pero eran bastante divertidas. Cada quince días había excursión, una vez al mes, campamento y una vez al año, "campamento de topografía". Estábamos levantando el plano del Valle de los Dos Ríos, no sé con qué objeto, valiéndonos de varios instrumentos rústicos; una horqueta y dos ligas, una botella, una pica grabada a modo de baliza, etcétera.
Cuatro meses después de mi ingreso tuve la primera dificultad con Nicodemus. Me habían llevado, como un favor muy especial, porque era muy chico, a un viaje que hicieron "los grandes" a Jalapa y Veracruz. El viaje duró ocho días y costó cuarenta pesos por cabeza; todo incluido: pasajes, hoteles, comida y hasta un peine que le traje a mi mamá. Eramos cuatro: Nicodemus, Julio Pernod, que era el Jefe de Tropa, el Licenciado Cabra y yo.
Pues sucedió que en Jalapa, un día que estaba lloviendo, nos metimos en un cine a ver Rqffles y esa noche, Julio Pernod y yo, que éramos cineastas consumados, la pasamos hablando primores de Olivia de Havilland y no dejamos dormir a Nicodemus, que amaneció de un humor de perros. Esto fue el prólogo. La culminación vino en Veracruz, cuando Julio Pernod y yo nos negamos a ir a una expedición cinegética, alegando que sólo teníamos un arma, el 22 del Licenciado Cabra, quien era capaz de pasarse toda una tarde balanceando pelícanos, sin hacer un blanco, ni soltar el rifle. Nos separamos en dos grupos y Julio Pernod y yo nos fuimos al cine a ver una película de Carol Landis. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa, al ver, cuando se encendieron las luces en el entreacto, que en el anfiteatro estaban Nicodemus y Cabra, que se habían aburrido de tirar balazos!
Cuando regresamos a México, Nicodemus, que era un tarasco marrullero, hizo que el guía de mi patrulla me obligara a pedirle disculpas (a Nicodemus) por mi indisciplina. Según él, yo había incitado a Julio Pernod, que era un retrasado mental de 25 años (yo tenía doce), a irse al cine a ver una película de Carol Landis, "causando la división del grupo expedicionario".
Yo estaba muy aturdido y pedí disculpas. Pero esto no fue más que el principio de la descomposición del Grupo III.
En los cinco años siguientes, Nicodemus renunció cinco veces, cinco veces le pedimos perdón y le rogamos que no se fuera, y cinco veces accedió a nuestra petición y se quedó. Durante esos años, fui acusado por Nicodemus de "formar una hegemonía dentro del Grupo", de "fomentar en los muchachos la ley del menor esfuerzo", de "beber rompope para celebrar el triunfo en una competencia", etc.
Por eso cuando en 1947 pedí permiso para ir al Jamboree, Nicodemus dijo:
—Si tú vas al Jamboree, yo no voy, eres un anarquista y vas a fomentar la indisciplina.
Jamboree, que quiere decir "junta de las tribus'' en uno de esos idiomas que nadie conoce, es en realidad una reunión internacional de Boy Scouts. El de Moissons, en Francia, ha sido el más importante en la historia de los Scouts, porque la guerra acababa de pasar y no se reunían desde 1936.
Los franceses prepararon, a orillas del Sena y a unos cien kilómetros de París, un campo que podía recibir a cuarenta mil scouts de todo el mundo. El gobierno británico destinó un crucero para transportar las delegaciones de las partes más lejanas del Imperio; los scouts americanos fletaron un barco para transportar su delegación, que era una de las más numerosas; los scouts marinos de Inglaterra, Holanda y Noruega anunciaron que llegarían hasta el campamento en embarcaciones tripuladas por ellos mismos y tres grupos de scouts aéreos, que aterrizarían con sus planeadores a poca distancia; los scouts españoles, que eran republicanos y funcionaban ilegalmente, iban a cruzar los Pirineos a pie, porque la frontera estaba cerrada, etc.
En un principio se decidió que la Delegación que iba a representar a México en el Jamboree, debería estar formada por la flor y nata de los scouts, es decir, por los cincuenta mejores scouts de México. Pero había un problema. Como los scouts eran en esa época una organización muy independiente y bastante miserable, cada cual tendría que pagar sus gastos. En consecuencia, el "contingente" iba a estar formado, no por los cincuenta mejores, sino por los cincuenta mejores, de entre los más ricos. Urgía pues, saber cifras, ¿cuánto iba a costar el viaje?
La tarea de organizar la Delegación fue encargada a dos personas: don Juan Lanas y Nicodemus, que eran respectivamente Jefe Scout Nacional y Jefe de la Delegación Mexicana. Don Juán era el encargado del transporte y Nicodemus del adiestramiento.
Nicodemus trataba, sobre todo, de llevar un contingente que fuera no sólo disciplinado, sino dócil, porque había un antecedente fatídico: En la Delegación Mexicana que fue al Jamboree de Holanda, en 1936, se había producido una verdadera revolución que después se convirtió en cisma. Durante seis años hubo en México dos Asociaciones de Scouts: los "reconocidos por Londres" y los "disidentes". La revolución había estallado porque el Jefe de la Delegación Mexicana, Ingeniero Don Jorge Ñoñez, había llevado un colchón neumático, que los scouts tenían que inflar cada noche.
No sé quién hizo los primeros cálculos, ni en qué se basó para hacerlos, pero corrió la voz de que el viaje a Europa, de tres meses, incluyendo estancia en el campamento, estancia en París, visita de los castillos del Loire, viaje a Italia, Bendición Papal, etc., iba a costar ¡mil quinientos pesos!
Por supuesto que se inscribieron muchísimos. Entre ellos, yo. Fue cuando Nicodemus me dijo:
—Si tú vas, yo no voy. Etc.
Ahora bien, don Juán Lanas tenía la mala costumbre de hacer viajes a cualquier parte y con cualquier pretexto y después pasarle la cuenta a la Asociación y cargarla en la lista de donativos. Cada año, en la Asamblea, en el Informe del Tesorero aparecía que don Juan había regalado a la Asociación miles de pesos que él mismo había gastado en viajes de placer.
Uno de estos viajes de placer, lo hizo don Juán a Nueva York, dizque para averiguar cuáles eran los medios de transporte más convenientes. Digo que fue de placer, porque regresó con la noticia de que los barcos no existían y de que había que hacer el viaje en avión.
A todo esto, Nicodemus, que en su vida había puesto un pie fuera de México, había decidido deslumbrar a los europeos con los sarapes de Saltillo, los chiles jalapeños, El caminante del Mayab y la Danza de los Viejitos. Los cincuenta elegidos, tenían que juntarse dos veces por semana en la Y.M.C.A. a cantar canciones mexicanas y a dar taconazos, bajo la dirección del Profesor Urchedumbre, que era especialista en folklore.
La tristeza que me dio no ser aceptado en el "contingente", se me quitó cuando don Juan regresó de Nueva York. Como la delegación tenía que irse en avión, las cifras se modificaron. El costo del viaje pasó, de mil quinientos a tres mil, de tres mil a cinco mil quinientos y de allí a seis mil. Simultáneamente, el número de asistentes pasó, de cincuenta a veintitrés y de allí a doce, y eso, contando a dos que se orinaban en la cama.
Manuel Felguérez había sido de los elegidos que ensayaban la Danza de los Viejitos, pero no tenía seis mil pesos. Fue él quien decidió hacer otra Delegación Mexicana al Jamboree, formada por él y yo.
—Podemos irnos en un barco de carga —me dijo un día que estábamos tomando el sol en la Y.M.C.A.
En ese momento se me ocurrió una idea que ahora parece muy sencilla, pero que a nadie se le había ocurrido: ir a Wagons-Lits Cook.
Así fue como Felguérez y yo descubrimos en la Avenida Juárez lo que don Juán Lanas no había descubierto en Nueva York: había un barco, que había sido transporte de tropas y que estaba destinado a llevar turistas a Europa y a traer inmigrantes a los Estados Unidos. Iba de Nueva York a Southampton y El Havre y el pasaje costaba quinientos cincuenta pesos mexicanos. Con un par de telegramas conseguimos pasajes en el S.S. Marine Falcan, que salía de Nueva York el primero de agosto. El Jamboree comenzaba el día seis.
Ya con los pasajes en la mano, fuimos al despacho de don Juán Lanas, le contamos que íbamos a San Antonio, Texas, y le pedimos una carta de presentación para los scouts de allá. Don Juán, en parte por holgazán y en parte por no saber con quién trataba, nos dijo que dictáramos la carta a la secretaria y que él la firmaría.
Huelga decir que la carta que firmó don Juán decía que Felguérez y yo éramos sus hijos muy amados y que él se hacía responsable de cualquier iniquidad que cometiéramos en el extranjero.
Pero del plato a la boca se cae la sopa. Dos días antes de salir de México nos topamos con don Juan y el Padre Fanales en el Consulado de Francia. Estábamos recogiendo visas. Nosotros, las nuestras, y ellos, las de la Delegación Mexicana.
Don Juan se puso furioso:
—¿No me dijeron que iban a San Antonio? ¡Me han engañado! Yo les di aquella carta creyendo que los Ibargüengoitia eran gente decente.
Dijo esto porque había conocido a un tío mío que era Caballero del Santo Sepulcro.
El Padre Fanales nomás movía la cabeza. Después comentó con alguien el suceso y dijo algo que significaba que Felguérez y yo éramos "llevados de la mala", pero que en sus labios sonaba como que estábamos poseídos del Demonio.
—¡Devuélvanme mi carta hoy mismo! —terminó diciendo don Juan.
Por supuesto que no se la devolvimos. Felguérez llamó por teléfono a varios de los que querían ir al Jamboree y no tenían seis mil pesos, y les dijo que habíamos encontrado medios de transporte que permitían reducir el precio del viaje a la mitad.
Se armó un jaleo. El Consejo Nacional tuvo una junta de emergencia, en la que se acusó a Nicodemus de incompetencia y a don Juan de estulticia.
Al día siguiente la secretaria de la Asociación habló por teléfono.
—Que pasen a canjear la carta de presentación por una Carta Internacional —dijo.
La Carta Internacional era el documento que lo acreditaba a uno como "delegado" al Jamboree. Felguérez y yo dábamos saltos de gusto.
Don Juan nos recibió con cara de "esta tacita que se rompió, ya nunca se volverá a pegar". Le entregamos la carta de presentación.
—Denme ustedes los datos de ese barco que dicen que va a Europa. Son muy interesantes.
Le dimos los datos del S.S. Marine Falcan y él los apuntó en un papelito. Nosotros estábamos esperando a que nos diera nuestra Carta Internacional.
—La Carta Internacional — nos dijo Don Juán—, se las mandaré a Nueva York, porque tiene que ir firmada por el Consejo Nacional.
Nosotros le creímos y esa noche salimos rumbo a Nueva York en Transportes del Norte. Al día siguiente, cuando íbamos llegando a Laredo, nunca hubiéramos imaginado que en esos momentos estábamos siendo juzgados, en ausencia, por un tribunal compuesto por Julio Pernod, el licenciado Cabra y el joven Albóndiga, pasante de Derecho. El fiscal fue Nicodemus y no tuvimos defensor. La acusación fue "falta de Espíritu Scout". Fuimos declarados culpables y expulsados del Grupo III y por consiguiente, de la Asociación de Scouts de México.

Cuando Felguérez y yo subimos la pasarela del S.S. Marine Falcan, encontramos a quince scouts mexicanos que habían aprovechado nuestro hallazgo. Estaban bajo el mando de Germán Arechástegui, uno de los personajes míticos del escultismo mexicano; se decía que era capaz de caminar tres días sin comer otra cosa que pinole. También venían el Chino Aguirrebengurren y el señor Bronson, dos viejos scouts que estaban aprovechando la coyuntura para darse una vueltecita por Europa. El Chino Aguirrebengurren nos dio la mala noticia: para nosotros no había Carta Internacional, porque habíamos sido expulsados de la Asociación. Cuando ya creíamos que nos iban a tratar como apestados, apareció el señor Bronson y al ver que estábamos vestidos de civiles, dijo en voz de trueno:
—¿Qué esperan para uniformarse?
Así acabó la discriminación. A pesar de que legalmente Nicodemus había triunfado en toda la línea, nadie nos trató como "expulsados".

El Marine Falcan casi ni parecía barco. El castillo de proa era muy chico y el de popa nunca lo encontramos; tampoco encontramos la chimenea. Por dentro era todo pasillos y escaleras y por fuera era como una cazuela. Los pasillos y las escaleras iban de los dormitorios a los botes salvavidas y viceversa. Los dormitorios tenían sesenta literas. Los excusados estaban en la proa y no tenían puertas, así que en las mañanas nos sentábamos veintitantos a mirarnos las caras, como los canónigos en el coro.
Todavía a la vista de Manhattan, el S.S. Marine Falcan empezó a hundirse. Bajamos a la Cubierta F y encontramos los colchones flotando. Las máquinas pararon y el Capitán estuvo tratando de localizar, por medio de los altavoces, al jefe de mecánicos. Cuando nos fuimos a acostar, todavía estábamos al pairo, a la vista de Nueva York.
En los dormitorios no había ni día ni noche, porque no tenían ventanas y las luces nunca se apagaban. No se oía más que el ruido de los ventiladores y los ronquidos de los pasajeros. Pero cuando desperté y salí a cubierta, el sol había salido y el barco navegaba alegremente en alta mar.
Al segundo día de viaje, el scout San Megaterio fue iniciado en los misterios del sexo por una inglesita de catorce años. Al tercero, el scout apodado La Campechana se hizo novio de una americana. Al cuarto, el scout apodado el Matutino fue seducido por una joven inglesa. Al sexto, corrió la voz de que el scout Chateaubriand había sido seducido por un pastor protestante. Al séptimo, nuestro barco entró en la bahía de Cobh y encalló al tratar de cederle, galantemente, el paso al S.S. America: hubo que esperar la siguiente marea para ponerlo a flote. Al octavo, llegamos a Southampton y el Matutino fue degradado por fornicar con el uniforme puesto. Al noveno día llegamos a El Havre.
Un señor con fedora y redingote, que era el jefe de los scouts de El Havre, nos informó a Felguérez y a mí, que no hacía falta Carta Internacional para acampar en el Jamboree, bastaba con tener ganas de hacerlo y dinero para inscribirse.
Antes de abordar el tren de Rouen, Germán Arechástegui nos advirtió:
—Recuerden que están en Francia. Nunca toquen con las nalgas la tapa de un excusado, porque pescan una sífilis.

El Jamboree era un pueblo enorme, con tiendas de campaña en vez de casas y scouts en vez de habitantes. Había zonas comerciales, restaurantes, puesto de bomberos, unos excusados públicos de cartón que al octavo día empezaron a disolverse, iglesias de todas las creencias, etc. Había scouts zapateros, scouts armeros, scouts plomeros, scouts bomberos, scouts intérpretes y scouts policías. Había scouts estafadores, como un viejo eclaireur que nos compró dos dólares al cambio oficial.
Felguérez y yo acampamos en el Campo del Zodiaco, que era el lugar de los scouts irregulares y la Capua del Jamboree. Junto a nosotros estaban los españoles, que eran unos vejestorios de treinta y tantos, que sabían de memoria las obras completas de Cantinflas; un poco más lejos estaban los turcos, que eran muy perseguidos por Mustafá Kemal; había scouts austríacos, alemanes desnazificados, persas, kurdos y un japonés.
Como las tiendas estaban bajo un bosque de encinos y los encinos llenos de orugas, los scouts estaban llenos de ronchas. Pero ésa fue la única molestia, porque unas girl guides francesas cocinaban y lavaban la ropa y la remendaban si uno se lo pedía. Lo único que tuvimos que hacer fue montar la tienda. Pasábamos el tiempo panza arriba, platicando con los españoles, viajando en el ferrocarrilito que circundaba el Jamboree, nadando en el Sena y visitando los demás campos.
Nicodemus las había pasado negras. En la entrada del campo mexicano, había hecho, con muchos trabajos, una armazón que figuraba el perfil de una pirámide teotihuacana y la había cubierto con sarapes de Saltillo. Cuando Germán Arechástegui vio la portada, no comentó nada. Se limitó a cortar las cuerdas de un nudo vital y la estructura se vino abajo y con ella, el prestigio de su constructor. Por otra parte, los scouts que viajaron en barco contaron con tanto entusiasmo sus experiencias sexuales a los que viajaron en avión, que los hicieron sentirse estafados. ¿Estafados por quién? Por Nicodemus. Se había descubierto que la Compañía Mexicana de Aviación había regalado un pasaje de ida y vuelta: el de Nicodemus. Por último, tenía el problema de la alimentación.
La dieta del Jamboree consistía en carne, papas, zanahorias, chocolate, pan y mantequilla. La carne era dura y parecía curtida; venía de un animal desconocido en América; había que ponerla a cocer a las siete de la mañana para que estuviera masticable a las seis de la tarde. Para esas horas, las papas y las zanahorias se habían convertido en una especie de bolo alimenticio. Hubo scouts que no salieron del campamento por estar atizando el fogón, hubo otros que aprendieron a comerse las papas crudas; pero todos estaban de mal humor, porque la comida era mala. ¿Quién tenía la culpa de que la comida fuera mala? Nicodemus, por supuesto.
Cuando Felguérez y yo íbamos de visita al campamento, Nicodemus nos miraba como si fuéramos transparentes.
Al medio día, el campo mexicano presentaba el siguiente aspecto: había tres o cuatro scouts tratando de cocinar, otros tantos, tratando de dormir a la sombra de las tiendas, los demás estaban sentados en semicírculo, como yogas, frente a unos montoncitos de sarapes de Saltillo, de fajillas de indios chamulas, de sombreros de charro, etc., en espera de algún scout europeo que cambiara estas cosas por una cámara fotográfica, un reloj de pulsera, un radio de pilas, etc. Se habían cambiado los papeles. Ahora los mexicanos llevaban las baratijas y los europeos se deslumbraban con ellas.
Nicodemus había invitado al Coronel Wilson a tomar con los mexicanos el penúltimo almuerzo del Jamboree. Para esta solemnidad había preparado un menú consistente en mole poblano, frijoles refritos, chiles jalapeños y chongos zamoranos.
Quiso su mala suerte que dos días antes del banquete, nos viniera a Felguérez y a mí la nostalgia de la comida mexicana. Estuvimos bastante rato diciendo:
—Unos tacos de carnitas.
—Unos frijoles refritos.
—Unos huevos rancheros.
Etc.
Así platicando, llegamos al campo mexicano. Ya había oscurecido y los scouts se habían ido a las fogatas. Sólo encontramos a La Campechana que estaba cocinando una sopa de avena y jitomate de lata. Con él seguimos la conversación.
—Unos tacos de cabeza.
—Unas quesadillas de huitlacoche.
Al poco rato, no pudimos más y caímos sobre la despensa de Nicodemus.
En el banquete que la Delegación Mexicana ofreció al Coronel Wilson, se sirvieron sardinas de lata y pan con mantequilla.
Pero si este episodio fue ridículo, cuando menos quedó en familia. Malo, el día en que los mexicanos, dirigidos por Nicodemus, cantaron El caminante del Mayab ante cuatro mil espectadores. Y peor, todavía, la Danza de los Viejitos. De nada sirvieron los ensayos con el Profesor Urchedumbre, que habían sido con iluminación eléctrica, tablado y música de disco. En el Jamboree no hubo ninguna de las tres cosas.
La cosa salió tan mal, que Felguérez y yo, que estábamos a cien metros, nos moríamos de vergüenza. Germán Arechástegui tocó una chirimía; como no había tablado, no se oían los pasos y nadie llevaba el compás; se fueron unos contra otros. Afortunadamente, con los zapatazos se levantó tal nube de polvo, que cubrió a los ejecutantes y nadie vio el final de la representación.
Cuando se retiraron los mexicanos, entraron al escenario los neozelandeses e hicieron una danza maorí. El scout que estaba junto a mí, me preguntó si esos eran los mexicanos. Por puro amor patrio le contesté que sí.
Felguérez y yo nos fuimos a París dos días antes que la Delegación Mexicana. Al día siguiente, por un asunto relacionado con el Mercado Negro, tuvimos que regresar al Jamboree y por culpa de los ferrocarriles, no pudimos regresar a París en la noche. ¿Qué hacer? No teníamos tienda de campaña y estábamos en camisa. Fuimos a ver a La Campechana y le dijimos que no teníamos dónde dormir. La Campechana, que era muy generoso, corrió al scout Chateaubriand de la tienda, le quitó una cobija al scout San Megaterio y así pasamos la noche: en el lugar de Chateaubriand y con la cobija de San Megaterio.
A las seis y media de la mañana, despertó Nicodemus con las dianas; se puso su gorro de piel de conejo y salió de su tienda gritando:
—¡Arriba todo el mundo, que hay que levantar el campamento!
Y fue a despertar a los perezosos.
Felguérez y yo nos tapamos la cara con la cobija de San Megaterio. Oíamos la voz de Nicodemus, que se acercaba:
—¡Pronto! ¡Arriba! ¡Pronto! ¿Qué haces aquí Chateau briand? ¡Pronto! ¡Arriba! —para terminar con la frase más teatral que he oído—: ¡Manuel! Jorge! ¿Ustedes aquí?
Se puso furioso y fue a regañar a La Campechana. Le dijo que iba a procesarlo por falta de espíritu scout. Felguérez y yo ayudamos a levantar el campo y a cargar los trebejos hasta la estación de ferrocarril. En esta operación estábamos, cuando cayó un aguacero que nos empapó.
Felguérez y yo subimos en el tren hechos una miseria; los demás llevaban impermeables. Nicodemus tuvo el único gesto amable de muchos meses.
—Te vas a resfriar —me dijo, y me prestó su suéter.
Cuando llegamos al Refugio Scout que había en París, que estaba en el Local de La Exposición, cerca de la Puerta de Versalles, Nicodemus, en uno de los pocos momentos democráticos de su vida, reunió a los que se habían ido en avión y les dijo:
—He sabido que algunos están inconformes con el viaje que hicimos en avión. Levanten la mano los que quieran regresar en barco.
Todos levantaron la mano. Nicodemus contempló por un momento aquel bosque de manos levantadas y después dijo:
—Bueno, pues los que vinieron en barco, regresan en barco y los que vinieron en avión, aunque quieran regresar en barco, regresan en avión. ¿Que por qué? Porque yo digo. Porque yo soy el Jefe de la Delegación y porque ustedes no tienen todavía veintiún años, ni criterio formado, ni capacidad para decidir por cuenta propia.
Y regresaron en avión.

sábado, 9 de julio de 2022

Cielo de claraboyas, cuento de Silvina Ocampo

 


La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.

Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la fami­lia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de aba­jo y se acallaban contra la alfombra.

Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy al­to de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alam­bre que gritaba "¡Celestina, Celestina!", haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despaci­to... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: "¡Celestina, Celestina!". Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies des­nudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.

Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargan­do los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.

El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla so­bre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: "¡Voy a matarte!". Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su conteni­do, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.

Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían rue­das de silencio alrededor de las visitas del día anterior.

La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: "¡Celesti­na, Celestina!", y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.

Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese ver­de de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.

Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leo­nor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.

miércoles, 6 de julio de 2022

El hacha, cuento de Agota Kristof

 

 

Pase, doctor. Es aquí, sí. Yo le he llamado, sí. Mi marido ha tenido un accidente. Sí, creo que es un accidente grave. Muy grave. Hay que subir al primer piso. Está en nuestro dormitorio. Por aquí. Discúlpeme, la cama no está hecha. Como comprenderá, me he alarmado cuando he visto tanta sangre. No sé si tendré el valor de limpiar todo esto. Creo que iré a vivir a otro sitio.

            Aquí está la habitación, venga. Está aquí, al lado de la cama, sobre la alfombra. Tiene un hacha clavada en el cráneo. ¿Quiere examinarlo? Sí, examínelo. Vaya accidente más estúpido, ¿verdad? Se cayó de la cama mientras dormía y cayó sobre esta hacha.

            Sí, el hacha es nuestra. Suele estar en el salón, al lado de la chimenea, sirve para cortar ramas.

            ¿Que por qué estaba al lado de la cama? No tengo ni idea. Seguramente él mismo la apoyó contra la mesita de noche. Tal vez temía a los ladrones. Nuestra casa está bastante aislada.

            ¿Dice usted que está muerto? Enseguida creí que estaba muerto pero pensé que sería mejor que un médico se asegurara.

            ¿Quiere hacer una llamada? ¡Ah, sí! A la ambulancia, ¿verdad? ¿A la policía? ¿Por qué? Ha sido un accidente. Simplemente se ha caído de la cama sobre un hacha. Sí, es extraño, pero hay montones de cosas que pasan así, de la forma más tonta.

            ¿No estará pensando que he sido yo la que ha puesto el hacha al lado de la cama para que se caiga encima? ¡Cómo iba a saber que se caería de la cama!

            ¿Acaso cree que lo he empujado y luego me he dormido tan tranquila, por fin sola en nuestra cama grande, sin oír sus ronquidos ni notar su olor?

            Doctor, no irá usted a suponer semejantes cosas, no puede…

            Es verdad, he dormido bien. Hacía años que no dormía tan bien. No me he despertado hasta las ocho de la mañana. He mirado por la ventana. Hacía viento. Las nubes blancas, grises, redondas, jugaban frente al sol. Me sentía feliz y pensaba que con las nubes uno nunca sabe. A lo mejor se dispersaban —corrían tan rápido— o formaban un conjunto y descendían sobre nosotros en forma de lluvia. Me daba igual. Me gusta mucho la lluvia. De hecho, esta mañana todo me parecía maravilloso. Me sentía aliviada, liberada de una carga que hace tanto tiempo…

            Fue entonces cuando, al volver la cabeza, vi el accidente y enseguida le llamé.

            Usted también quiere hacer una llamada. Aquí está el aparato. Va a llamar a la ambulancia para que se lleven el cuerpo, ¿verdad?

            ¿Cómo que la ambulancia es para mí? No lo entiendo. No estoy herida. No me he hecho ningún daño, estoy muy bien. La sangre que llevo en el camisón es de mi marido, ha salpicado cuando…