viernes, 20 de mayo de 2022

Cabeza voladora, cuento de Mónica Ojeda

 


Le dijeron que no mirara las noticias, que evitara abrir los periódicos. Le recomendaron no entrar en redes sociales y, de ser posible, quedarse en casa durante una semana como mínimo, pero ella igual salió. Y en la esquina la abordaron tres hombres con laca en el pelo que le preguntaron cosas absurdas, cosas que le parecieron de mal gusto y al borde del grito. Se pegaron a su cuerpo. Soltaron saliva. Angustiada, caminó rápido para escapar de la humedad de esas voces, de las grabadoras, de los zapatos desgastados, y tropezó con su propio pie. Ninguno la ayudó, sino que continuaron lanzándole preguntas sin sentido, algunas incluso crueles, acercándole agresivamente los dientes a la cara.

En medio de la confusión sintió unas inmensas ganas de vomitar.

Vomitó y salió corriendo.

Esa mañana no fue al campus universitario, sino al parque. Pensó que, contrario a lo que decían sus colegas, respirar aire fresco le haría bien: mirar otro paisaje, ver perros de distintos tamaños restregándose contra la tierra y meando árboles como si el mundo fuera un lugar simple. Así que se internó en el parque del vecindario, el mismo al que Guadalupe solía ir a patinar todos los miércoles, y casi disfrutó de los ladridos y de los pájaros, de los insectos y de las estatuas. Casi olvidó el sarpullido en el cuello, las uñas mordidas. El día le pareció luminoso aunque de un modo inquietante: la luz tenía una tonalidad blanquecina, del color de un hueso limpio, y la gente no hablaba entre sí, aunque se sonreían largamente en los jardines. Más adelante, en los límites de la arboleda, un grupo de niños jugaba a la pelota. Entonces sus manos empezaron a temblar y los temblores le recordaron que el mundo era un sitio horrible donde abandonar el cuerpo.

Habían pasado solo cuatro días desde lo de la cabeza.

En la universidad le dieron una baja forzada. Según el decano era imprescindible que tuviera tiempo para descansar. Como si tal cosa fuera posible, pensó ella. Como si fuera posible dormir, comer, respirar, ducharse o lavarse los dientes. Había momentos en los que ni siquiera se sentía capaz de mover las extremidades fuera de la cama y pensaba en las de Guadalupe: en el lugar perdido de la tierra en donde estarían, solas, como frutos desaguándose en medio de la noche. Quizás ni siquiera habían sido enterradas en la ciudad, concluía a veces mordiéndose la lengua. Tal vez sus brazos estaban en el campo y sus piernas en las faldas del Tungurahua o el Cotopaxi. La madrugada anterior había soñado con su torso moreno y menudo bailando en medio de la selva, agitándose, sacando las costillas y los pequeños senos. Era un torso flotante que brillaba como una luciérnaga, que ascendía hacia las altas ramas de un árbol de sangre.

La policía se lo contó cuando la llevaron a declarar: no encontraron el cuerpo de Guadalupe, solo su cabeza. Pero la cabeza la encontré yo, pensó rabiosa. La policía no había hecho nada.

Para regresar tuvo que evadir a los periodistas –«¿Qué sintió usted al ver la cabeza de la niña?», «¿Qué tan cercana era a sus vecinos?», «¿Conocía usted al doctor Gutiérrez?», «¿Era él un hombre agresivo?», «¿Cómo describiría la relación entre el doctor y su hija?», «¿Va a cambiarse de barrio?»–, y cuando cerró la puerta notó, por primera vez en días, la ropa tirada sobre el sofá, los platos sucios, los papeles en el suelo. Las pesadillas iban y venían si lograba dormir, pero la mayor parte del tiempo se sentía ansiosa, incapaz de mantener los ojos cerrados. Más de una noche terminó sentada en el patio de su casa, observando la pared que daba al jardín del doctor Gutiérrez. No era que quisiera hacerlo, sino que no lo podía evitar. Su mente regresaba a aquella pared, a la mañana del lunes: al sonido plástico y seco contra los ladrillos que llevaba escuchando durante horas y que creyó era el rebote de un balón.

Le sorprendía que la gente del barrio siguiera viviendo con normalidad. Había reporteros en las calles y en la televisión no se hablaba de otra cosa que del doctor Gutiérrez y de su hija, pero aun así los niños jugaban alegremente en las veredas, el heladero sonreía, las abuelas charlaban bajo el sol, los adolescentes pedaleaban sus bicicletas, los padres y madres de familia regresaban a la misma hora de siempre, cenaban y apagaban las luces. Ella, en cambio, no podía retomar su rutina. Lo cotidiano le parecía un animal muerto e imposible de resucitar. Por eso desobedeció los consejos de sus amigos muy pronto: encendió la televisión, abrió el periódico, entró en las redes sociales. Allí, la gente hablaba de la brutal decapitación de una chica de diecisiete años, de cómo la había matado su padre, un hombre de sesenta y reputado oncólogo. Hablaban de femicidios en las clases medias y altas pero, sobre todo, de la forma en la que se descubrió el crimen: de cómo el doctor Gutiérrez envolvió la cabeza de su hija con plástico y cinta de embalaje; de que estuvo, según determinaron los forenses, jugando a la pelota con ella durante cuatro días en el patio de su casa; de la pobre vecina que se levantó un lunes escuchando los golpes contra la pared de su jardín; de una patada fortuita que hizo volar la cabeza de Guadalupe Gutiérrez hacia la casa de al lado; de que la vecina tomó el bulto e inmediatamente entendió; del olor; del desmayo; de la llegada de la policía; del modo en el que el doctor se entregó, sin oponer resistencia, tomando una taza de té.

Se pasó la mano por el cuello, casi pellizcándoselo, al recordar la cara grisácea de su vecino caminando hacia la patrulla.

Esa tarde consiguió dormir y soñó con el cráneo perfecto de Guadalupe volando por el barrio, masticando el aire, descansando entre las flores. Nunca había cruzado más de dos o tres palabras con ella. Nunca le interesó saber algo de su vida. La veía muy poco y siempre en las mismas circunstancias: con su uniforme de colegio privado bajándose del bus o patinando hacia el parque. Era una chica como cualquier otra. Tenía la cabellera larga y negra, un pelo abundante que salía a pedazos de la envoltura en la que la puso su padre. Jamás los escuchó discutir ni tratarse mal. Una vez, incluso, vio al doctor besarle la frente antes de que ella se subiera al bus del colegio.

Si lo recordaba le daban náuseas.

Poco después se filtraron fotografías de los Gutiérrez en redes sociales. Nadie supo quién o quiénes lo hicieron, pero la gente las compartió de forma masiva y a ella le pareció horrible la exposición de la vida de alguien que ya no podía defenderse; el modo en el que bajo el hashtag #justiciaparalupe los demás retuiteaban imágenes privadas, mensajes personales que la hija del doctor le había enviado a sus amigos, información sobre sus gustos y hobbies. Había algo tétrico y sucio en esa preocupación popular que se regocijaba en el daño, en el hambre por los detalles más sórdidos. Las personas querían conocer lo que un padre era capaz de hacerle a su hija, no por indignación sino por curiosidad. Sentían placer irrumpiendo en el mundo íntimo de una chica muerta.

Si cerraba los ojos, ella veía la cabeza volar hacia su patio y dar dos botes sobre la tierra. Era una visión más que un recuerdo porque la cabeza tenía el tamaño de una semilla de aguacate, y luego la enterraba y la regaba y la veía crecer en un árbol con cabellos negros que parecían columpios.

Seis días después del encarcelamiento del doctor empezó a escuchar ruidos que provenían de la casa vacía de los Gutiérrez. Eran pasos y murmullos, sonidos de objetos moviéndose, puertas abriéndose y cerrándose. La vivienda había sido precintada y los únicos autorizados a entrar eran los policías encargados del caso, pero los rumores llegaban en la madrugada y duraban hasta poco antes del amanecer. Al principio, el miedo la hizo refugiarse en su habitación, cerrar las cortinas y taparse los oídos. Imaginó el cuerpo decapitado de Guadalupe buscando su propia cabeza en los recovecos de la sala, palpándolo todo como el cadáver ciego que era, y sintió pánico. Alguna vez la hija del doctor llamó a su puerta. Le dijo: «Buenas, ¿cómo está? ¿Me podría regalar un poco de azúcar?». Había olvidado ese encuentro, pero lo recordó al oír la vida de al lado. Recordó que Guadalupe entró al salón mientras ella le colocaba un puñado en una servilleta. No estaba segura de haber iniciado una charla, pero sí de que la chica se veía contenta. Recordó que al entregarle el azúcar vio un hematoma en su brazo y que no le preguntó por el origen del golpe. Recordó también a Guadalupe pidiéndole prestado el baño, y a ella diciéndole que no podía, que tenía que irse. «Lo siento, voy tarde a la universidad», le dijo. Recordó sentirse molesta por la petición de la chica, por seguir quitándole su tiempo.

Hundió el rostro en la almohada. Tal vez estaba intentando alejarse un rato de su padre, pensó. Y yo ni siquiera le permití eso.

Últimamente la culpa la hacía decirse cosas así, sobre todo durante las noches. Pero lo peor era cuando sudaba y casi podía sentir el tacto de la cabeza podrida envuelta en plástico entre sus manos. Se preguntaba por qué la había recogido de la tierra aquella mañana, por qué la había levantado si ya sabía, desde el momento en el que puso un pie en el patio, lo que en realidad era.

¿Cuánta fuerza se necesita para arrancarle la cabeza a una persona?, se preguntaba en ocasiones, con vergüenza, mirándose al espejo. ¿Cuánto deseo? ¿Cuánto odio?

Los ruidos continuaron encerrándola en su habitación hasta que una noche, desde la ventana del segundo piso, logró ver el jardín de la casa de los Gutiérrez. Toda la tierra estaba removida, las plantas arrancadas y, en el centro, siete mujeres permanecían sentadas en un círculo. Su primer pensamiento fue el de llamar a la policía, pero tenía pocas ganas de que la interrogaran, de oír a las patrullas, de describir decenas de veces lo que había visto o no, lo que había escuchado o no. Quería volver a dormir tranquila: regresar a la universidad, dejar a un lado las palpitaciones y las erupciones cutáneas, sosegar al árbol de las cabezas que crecía desbocado en su tórax. Pero desde que vio a aquellas mujeres no pudo dejar de pensar en ellas. Las madrugadas siguientes las espió y las escuchó cantar, murmurar rezos ininteligibles, deambular entre la hierba y la casa. Notó que tenían edades distintas: algunas veinte, otras cuarenta, otras sesenta o setenta u ochenta. Las vio hacer rituales extraños, tomarse de las manos y llevárselas al cuello durante horas. Vestían de blanco y cargaban el cabello suelto por debajo de la línea de la cintura. Desconocía cómo consiguieron entrar, pero se le hizo un hábito quedarse despierta y espiarlas. A veces lo hacía desde la ventana del segundo piso; otras, desde la fría pared del patio donde pegaba el oído cuando los rezos y cánticos de las mujeres apenas sobrepasaban el murmullo. Empezó a encontrar características propias del grupo de intrusas. Notó, por ejemplo, que enterraban rudas en la tierra removida. Que en sus cantos y rezos repetían palabras como «fuego», «espíritu», «bosque», «montaña». Que se trenzaban el cabello las unas a las otras. Que cuando ponían las manos en sus cuellos durante largo rato, se lo apretaban y dejaban marcas azules en la piel. Que corrían dentro de la casa y azotaban las puertas. Que se escupían en el pecho. Que bailaban haciendo círculos en el aire con sus cabezas.

Sentía, en la misma medida, repulsión y atracción por estas actividades nocturnas. También remordimiento por lo que había en su interior que la obligaba a ocultárselo a la policía, a sus vecinos o cualquiera que pudiera detenerlo. Remordimiento porque, de vez en cuando, miraba con extraño y desconocido placer la fotografía que le tomó a la cabeza de Guadalupe poco antes de que llegara la patrulla.

Repulsión y atracción: reconocimiento de lo ajeno en ella misma creciendo igual que un vientre lleno de víboras.

Los ruidos de la casa de los Gutiérrez eran distintos entre sí. Algunas noches las mujeres sonaban a niñas jugando, otras a coro de iglesia, pero siempre cantaban o rezaban en susurros. El sonido de sus voces era apenas un hormigueo en el viento que se elevaba igual que una ola. Desde el jardín ella las oía deslizarse hacia la casa, arrastrarse por el salón, escalar al segundo piso igual que una jauría, bailar cerca de las paredes, golpearse contra las esquinas, saltar hasta la extenuación en las habitaciones. Y, cuando la experiencia de espiarlas se hacía más intensa, no solo las escuchaba, sino que las sentía. Entonces una fuerza la impulsaba a imitar sus movimientos espasmódicos, sus retorcimientos, su forma de desdibujar los límites del espacio con una danza festiva y delirante.

Su propia casa empezó a parecerle una cáscara de mandarina, un caparazón de tortuga, una nuez. Una arquitectura orgánica que se comunicaba con la de los Gutiérrez. Casi podía sentir el flujo de la sangre compartida, el silbido de los pulmones. Ya no dormía ni comía, pero pensaba mucho y deseaba la oscuridad, los murmullos, los bailes. Las mujeres la hacían olvidarse de la cabeza de Guadalupe, del malestar de su propio cuerpo, de la sensación de asfixia. Sabía que estaba mal, que todo indicaba que debía sentir desprecio por ellas, sin embargo, esa locura enarbolada le permitía recordar a Guadalupe viva; recordar la tarde en que la vio patinando con las piernas manchadas de tierra, o la vez que la encontró abrazándose a una de sus amigas, o cuando la vio bajarse de una moto con un vestido brillante y sus ojos se encontraron con los de ella –negros, empapados de emoción– y, durante un brevísimo instante, creyó verse a sí misma veinte años atrás, sudada, alegre, ignorante de lo mucho que un cuerpo recién abierto al placer podía llegar a sufrir.

En el jardín vecino las mujeres se apretaban el cuello como si quisieran hacerlo desaparecer. Ella comenzó a llamarlas Umas porque así les decían a las cabezas que abandonaban sus cuerpos cuando se ocultaba el sol.

¿Cuánta fuerza se necesita para levantar una cabeza del suelo?, se preguntaba con la carga aún en las manos. ¿Cuánto amor? ¿Cuánto egoísmo?

Una noche el timbre sonó como un rayo partiéndole las rodillas. Caminó, descalza y temblando, hacia la puerta que de lejos parecía el tronco de una secuoya. Su mente, en una especie de premonición, intuyó lo único que podía ser cierto. Tomó aire y, en la oscuridad, el cuerpo le dictó el futuro: una mujer de cabello largo y encanecido, vestida de blanco, con una ruda en la mano llena de tierra.

Unos ojos marrones y jóvenes.

Unos pies desnudos igual que los suyos.

No se atrevió a confirmarlo: se agazapó sobre la mesa del comedor como un animal al que habían venido a cazar y esperó a que la sombra desapareciera. El timbre sonó dos veces más y luego el silencio, pero mientras tanto imaginó las cabezas de las Umas volando como un enjambre de abejas, rompiendo los cristales y mordiéndola con furia hasta dejarla deshecha sobre el suelo. Y tuvo miedo.

Despertó con el cuello lleno de marcas y las uñas rojas.

Alguna vez conversó con sus estudiantes sobre los cefalóforos: personajes que tanto en mitos como en pinturas aparecían sosteniendo sus propias cabezas. Esa tarde pensó en ellos y en si las Umas sostendrían las suyas con la misma paz, con la misma entereza. Se preguntó si no era ese un estado superior al que aspirar: aprender a ser una cabeza cuando el cuerpo pesaba demasiado, liberarse de la extensión sensible en donde respiraba el frío y el ardor, la pena y el abandono. También recordó aquella vez en que se masturbó imaginando a Guadalupe poniéndose los patines, mucho antes de su asesinato, cuando la hija del doctor tenía quince y ella veintiséis. Al terminar se sintió sucia por haber fantaseado con una menor, pero intentó disculparse a sí misma diciéndose que existía una brecha entre los deseos y la realidad, una brecha líquida y cambiante que la salvaba todos los días de ser quien era.

¿Cuánta fuerza se necesita para levantar una cabeza viva del suelo?, se preguntó esa noche. ¿La misma que para levantar una flor, un elefante, un océano?

A las tres de la mañana el timbre volvió a sonar, pero esta vez no se escondió. Se mantuvo quieta en su sitio con los ojos clavados en la sombra y, después, avanzó ligera, igual que las Umas en el jardín de los Gutiérrez: casi levitando, con los pies al borde de la ingravidez. Abrió la puerta y, al otro lado del umbral, la mujer la saludó en un susurro. Ella, en cambio, no pudo responderle, pero se preguntó por qué siempre le gustaba comprobar lo que en el fondo ya sabía: por qué no era inteligente, cerraba la puerta y huía de lo que estaba por venir.

–No necesitas zapatos –le murmuró la Uma antes de regresar a la calle.

Por unos segundos que significaron nada barajó la posibilidad de resguardarse de la verdad. Al contrario, salió detrás de la mujer, directo a la noche. Juntas le dieron la vuelta a la casa de los Gutiérrez, atravesaron una zanja y saltaron un muro hasta caer en el mismo lugar donde una cabeza había rodado durante días. Allí, las Umas permanecían concentradas y ni se inmutaron de su presencia. Ahora ella era la intrusa, pero no la trataron como tal.

Una mujer con los pechos bañados en saliva la tomó de la mano. Adolescentes, adultas y viejas, ecos distintos las unas de las otras, rezaban, cantaban, escupían y corrían agitando sus cabellos en el aire, apretándose el cuello hasta caer sonriendo sobre el césped.

–Come –le dijeron al oído mientras le daban a masticar una hierba que le hincó las encías.

La amargura de lo que masticaba se instaló en su paladar pero, poco a poco, el sabor se volvió dulce y espeso, y le entregó una última imagen de Guadalupe bajándose del bus, tarareando una canción de moda, con un cartel pintado a mano para el día del padre. Llevaba los cordones sueltos, el pelo enredado, la blusa manchada de rojo. Incluso a metros de distancia pudo oler el sudor seco en su uniforme, una mezcla entre cebolla y menta. Cuando se miraron, Guadalupe le sonrió igual que una niña a la que estuvieran por caérsele los dientes de leche: con amplitud y desenfado. Ella no recordaba haberle sonreído de vuelta. La conciencia de esa falta le produjo unas inmensas ganas de llorar.

–Sabemos –leyó en los labios de una Uma que apenas soltó un rumor.

Le trenzaron el cabello, la vistieron de blanco, le acariciaron el cuerpo con ruda fresca, y ella se dejó hacer como en un sueño donde no ponía en riesgo la carne. Había un frenetismo impúdico en los cuerpos que sudaban y mostraban sus uñas, sus senos, sus lenguas. Una excitación que ella también sentía al permanecer dentro del lugar en donde todo sucedió: una casa que olía a golpe y a podredumbre, que bailaba igual que un lagarto sin esqueleto. De repente quiso correr, lanzarse contra las paredes, arrancar la pintura, pero se quedó recibiendo la saliva espesa que las Umas le escupían en el pecho; oyéndolas musitar con la dentadura cerrada, viéndolas ahorcarse con sus propias manos.

El peso de una cabeza muerta es incuantificable sobre la mente, pensó a punto de vomitar.

Si cerraba los ojos veía una cabeza gigante de piel gruesa y ceño fruncido, con dos inmensas alas de cóndor emergiendo a los lados de sus orejas: una cabeza que se parecía a la de Guadalupe pero también a la de cualquier otra chica y que, pese a su evidente enfado, sonreía sin dientes en el jardín.

¿Por qué le tomé una foto? ¿Por qué la levanté del suelo?

Se llevó las manos a la garganta y la trató como plastilina, como cera hirviendo moldeándose al tacto, hundiéndose hasta la tráquea. La sensación la hizo gritar, pero lo que salió de su boca fue un bisbiseo. Entonces, en medio de la agitación de los cuerpos semidesnudos, lo sintió: el desprendimiento, la separación definitiva. Bajó la mirada y vio su cuerpo caído sobre la tierra, flojo y pálido como el capullo roto de una crisálida. Sus ojos estaban lejos, a la altura de diez, quince, veinte cráneos flotantes.

Su voz era viento.

Aterrorizada, escuchó el ruido de una cabeza siendo pateada contra la pared como el futuro. Y luego, abriéndose paso entre la ingravidez de los cabellos, el sonido de la suya propia volando hacia el patio de al lado y cayendo entre las hortensias.

martes, 10 de mayo de 2022

El viaje más largo, cuento de Poul Anderson

 


Cuando por vez primera oímos hablar de la Nave Celeste, estábamos en una isla cuyo nombre, tal como las lenguas montalirianas articulan sonido tan bárbaro, era Yarzik. Hacía casi un año desde que el Golden Leaper salió de Ciudad Lavre, y nosotros creíamos haber dado media vuelta al mundo. Nuestra pobre carabela estaba tan sucia de algas y conchas, que las velas apenas podían arrastrarla por el mar. Toda el agua potable que quedaba en los toneles se había vuelto verde y nociva, las galletas estaban llenas de gusanos, y en algunos miembros de la tripulación habían aparecido los primeros signos de escorbuto.

–Sea peligroso o no –decretó el capitán Rovic–, es preciso que desembarquemos en algún sitio. –Recuerdo que sus ojos centellearon. Acarició su pelirroja barba y murmuró–: Además, ya hace mucho tiempo que preguntamos por las Ciudades Aureas. Quizás esta vez sepan dónde están.

Siguiendo el rumbo de aquel monstruoso planeta que se elevaba cada día más y más a medida que avanzábamos hacia el oeste, cruzamos tal vacío que las charlas sediciosas comenzaron de nuevo. En el fondo de mi corazón, no podía culpar a la tripulación. Para comprenderlo hay que vivirlo. Un día tras otro sin ver nada más que agitadas aguas azules, espuma blanca, nubes en un cielo tropical; un día tras otro sin oír nada más que el viento, el ruido de las olas, el crujido del maderamen, y algunas noches, el estrépito de algún monstruo marino que surcaba el océano. De por sí esto ya resultaba bastante terrible para unos marineros normales, hombres incultos, que aún creían que el mundo era plano. Pero, además, tener Tambur colgado encima del bauprés, y trepar a él, para que todos lo viéramos... era, según murmuraba la tripulación en el castillo de proa, demasiado. ¿No lo dejaría caer sobre nosotros un Dios encolerizado?

Finalmente, una delegación se encaminó para hablar con el capitán Rovic. Tímida y respetuosamente, aquellos hombres fornidos y toscos le pidieron que diéramos la vuelta. Pero sus camaradas se reunieron abajo, con el musculoso cuerpo ennegrecido por el sol y enfundado en raídas faldas escocesas, y la mano apretada en torno a dagar o cabillas de maniobra. Es verdad que los oficiales, agrupados en el alcázar, teníamos espadas y pistolas. Pero no éramos más que seis, incluidos el muchacho asustado que yo era entonces y el anciano astrólogo Froad, cuya túnica y barba blanca resultaban muy impresionantes para la vista, pero de escasa utilidad en caso de pelea.

Después que el portavoz hubiera formulado su demanda, Rovic permaneció mudo durante largo rato. El silencio aumentó, hasta que el vano chillido del viento en nuestros obenques, y el vano destello del océano en el horizonte del mundo, fue todo lo que hubo. Nuestro capitán tenía un espléndido aspecto, se había puesto unos pantalones de color escarlata hasta debajo de la rodilla en cuanto se enteró de que la delegación iría a visitarle, así como se atavió con un casco y peto de armadura brillantes como un espejo. Las plumas ondeaban en torno a aquella cabeza de reluciente acero y los diamantes de sus dedos rivalizaban con los rubíes del mango de su espada. Sin embargo, cuando habló no lo hizo como un caballero de la corte de la Reina, sino con el marcado acento de Anday, de su adolescencia como pescador.

–¿Así que ustedes darían media vuelta, compañeros? Tenemos viento, y sol, pero no están contentos. ¡Qué distintos son de sus padres! No deben conocer la leyenda que habla de que el hombre sólo tenía que ordenar y las cosas se hacían, y fue precisamente por culpa de un hombre de Anday por lo que ahora debemos trabajar. Porque, vean, no era demasiado pedirle que sostuviera el hacha para cortar un árbol, o que ordenara las gavillas que se dirigieran a su casa, pero cuando les dijo que le llevaran, Dios montó en cólera y nos arrebató ese poder. Aunque es verdad que, a modo de recompensa, Dios proporcionó a los habitantes de Anday suerte en el mar, suerte en los dados y suerte en el amor. ¿Qué otra cosa quieren, compañeros?

Estupefacto por esta respuesta, el portavoz se frotó las manos, enrojeció, miró hacia el puente, y tartamudeó que pereceríamos miserablemente... de hambre, sed, ahogados o triturados por aquella horrible luna, o saldríamos del límite del mundo..., el Golden Leaper ya había llegado más lejos de lo que ninguna otra embarcación había hecho desde la Caída del Hombre, y si regresábamos enseguida, nuestra fama duraría siempre...

–¿Acaso podemos comer la fama, Etien? –preguntó Rovic, aún sereno y sonriente–. Hemos tenido peleas y tormentas, dificultades, y también grandes juergas; pero no hemos visto ni una maldita Ciudad Aurea, aunque todos sabemos que debe de estar en alguna parte, llena de tesoros para los que tengan el valor de ir a buscarlos. ¿Qué diablos les pasa, compañeros? ¿Acaso es éste un crucero de placer? ¿Qué dirían los extranjeros? ¡Cómo se reirían sus arrogantes caballeros de Sathayn, sus sucios buhoneros de Wondland, no sólo de nosotros, sino de todo Montalir, si ahora diéramos marcha atrás!

De este modo se burló de ellos. Sólo una vez tocó su espada, desenvainándola hasta la mitad, como si estuviera distraído, cuando recordó cómo habíamos resistido el huracán en Xingu. Pero ellos recordaron el motín que siguió, y cómo aquella misma espada había atravesado a tres marineros armados que le atacaron a la vez. Su dialecto les comunicó que daría por olvidado lo pasado, si ellos también lo hacían: sus obscenas promesas de desahogo entre lascivas tribus salvajes aún por descubrir, su recital de tesoros legendarios, su llamada a su orgullo de marineros y montalirianos, apaciguó el miedo. Y al final, cuando los vio maleables, lanzó el discurso provinciano. Avanzó unos pasos sobre el alcázar, con su reluciente casco y ondeantes plumas, y, justo encima de su cabeza, la bandera de Montalir exhibió sus colores desteñidos por el mar, y tal como hablan los caballeros de la Reina, dijo:

–Ya saben que yo no propongo regresar hasta que hayamos dado la vuelta a todo el globo y podamos ofrecer a Su Majestad ese regalo. Un regalo que no es oro ni esclavos, ni siquiera esa erudicción de tierras lejanas que ella y su excelentísima Compañía de Aventuras Comerciales desean. No, lo que nuestras manos alzarán para darle, el día en que amarremos nuevamente en los largos muelles de Lavre, será nuestra proeza: hacer algo que ningún hombre ha osado jamás, y hacerlo para su gloria.

Todavía permaneció allí un rato más, con el silencio poblado de ruidos marinos como compañía. Después, dijo tranquilamente:

–Todo el mundo a sus puestos.

Tras lo cual, giró sobre sus talones y entró de nuevo en su camarote.

 

 

Durante algunos días más continuamos así, los hombres deprimidos, aunque no tristes, y los oficiales ocultando, con sumo cuidado, sus dudas. Yo estuve muy ocupado, no con los deberes del personal por los cuales se me pagaba ni con los estudios de capitanía que había emprendido –reducidos al máximo en aquellos días–, sino ayudando a Froad, el astrólogo. En aquellos aires balsámicos, él podía realizar su trabajo incluso a bordo. Poco le importaba que nos hundiéramos o nos mantuviéramos a flote; ya había vivido demasiados años. Pero el conocimiento de los cielos que podía obtenerse allí, eso ya era otra cosa. Por la noche, situado en la cubierta de proa y rodeado por el cuadrante, el astrolabio y el telescopio, envuelto por el resplandor del firmamento, parecía un santo de algún ventanal de Provien Minster.

–Mira aquello, Zhean.

Su delgada mano señaló un punto por encima de las olas que brillaban y reflejaban la luz, más allá del cielo púrpura y las pocas estrellas que aún osaban mostrarse, en dirección a Tambur. A medianoche se veía enorme en su plenitud, extendido sobre setenta grados del cielo, como un escudo verde y azul claro, cubierto de motas que se movían sobre su superficie. La luciérnaga que nosotros habíamos denominado Siett parpadeaba cerca del nebuloso borde del gigante. Balant, raramente visible y muy baja en el horizonte en nuestra parte del mundo, estaba muy alta en aquel lugar: un semicírculo, pero la parte oscura de su disco se hallaba teñida por la luminosa Tambur.

–Observa –declaró Froad–, ya no cabe duda; se ve cómo el globo gira en tomo a su eje, y cómo las tormentas bullen en el aire. Tambur ha dejado de ser la más oscura y escalofriante de las leyendas, así como una terrible aparición cuando entramos en aguas desconocidas; Tambur es real. Un mundo como el nuestro. Inmensamente mayor, es cierto, pero un esferoide del espacio, alrededor del cual se mueve nuestro propio mundo, mostrando siempre el mismo hemisferio a su monarca. De modo triunfal, las conjeturas de los antiguos se confirman. No es sólo que nuestro mundo sea redondo, ¡uff!, esto resulta evidente para cualquiera, sino también que giramos en torno a un centro mayor, que gira a su vez alrededor del sol. Pero, la cuestión es, ¿qué tamaño tiene el sol?

–Siett y Balant son satélites internos de Tambur –recité yo, esforzándome por comprender–. Vieng, Darou y las otras lunas que se ven desde casa tienen caminos ajenos a los de nuestro propio mundo. De acuerdo. Pero ¿cuál es su papel?

–Eso no lo sé. Quizá la esfera de cristal que contiene las estrellas ejerza una presión hacia el interior. Tal vez, la misma presión que impulsó a la humanidad hacia el interior de la Tierra, en épocas de la Caída del Cielo.

Aunque la noche era cálida, yo me estremecí como si todas aquellas fueran estrellas de invierno.

–¿Así que también puede haber hombres en... Siett, Balant, Vieng... e incluso Tambur? –articulé.

–¿Quién sabe? Necesitaríamos muchas vidas para averiguarlo. ¡Y qué vidas serían! Da gracias al buen Dios, Zhean, por nacer en los albores de la edad venidera.

De nuevo, Froad empezó a tomar medidas. Según los demás oficiales era un trabajo aburrido; pero yo había aprendido bastante acerca de las artes matemáticas como para entender que, a partir de estas interminables tabulaciones, se podía descubrir el tamaño exacto de la tierra, de Tambur, del sol, las lunas y las estrellas, los caminos que seguían a través del espacio y la dirección del Paraíso. De modo que los marineros que murmuraban y hacían signos para conjurar al diablo cuando pasaban frente a nuestros instrumentos, se hallaban más cerca de la verdad que los caballeros de Rovic, porque Froad practicaba realmente una poderosa nigromancia.

 

 

Al fin vimos los signos de la tierra: algas flotando sobre el mar, pájaros y enormes masas de nubes. Al cabo de tres días divisamos una isla. Era de un color verde intenso bajo aquellos cielos en calma. El oleaje, aún más violento que en nuestro hemisferio, se estrellaba contra altos acantilados, se convertía en blanca espuma y volvía a alejarse sin dejar de rugir. Con prudencia, navegamos a lo largo de la costa, con las banderas en la arboladura para facilitar el acercamiento, y los artilleros dispuestos junto al cañón con cerillas encendidas. Porque no sólo había corrientes y bancos desconocidos –peligros a los que ya estábamos acostumbrados–, sino que, en otras ocasiones, habíamos tenido problemas con caníbales que se acercaron a nuestro barco en sus piraguas. Especialmente temíamos los eclipses. En ese hemisferio, todos los días el sol se oculta detrás de Tambur. En nuestra longitud, sucedía hacia media tarde y duraba unos diez minutos. Un panorama impresionante: el planeta primario, era así como Froad lo llamaba ahora, un planeta similar a Diell o Coint, con nuestro propio mundo reducido a un mero satélite, se convertía en un disco negro bordeado de rojo, en un cielo repentinamente lleno de estrellas. Un viento frío soplaba sobre el mar, e incluso las olas parecían apaciguarse. Sin embargo, tan imprudente es el alma del hombre que continuábamos trabajando, sin detenernos nada más que para rezar una brevísima plegaria cuando el sol desaparecía, pensando más en la posibilidad de un naufragio en la oscuridad que en la Majestad de Dios.

Tan brillante es Tambur que proseguimos dando la vuelta a la isla cuando se hizo de noche. De sol a sol, doce mortales horas, mantuvimos al Golden Leaper navegando lentamente. Al segundo mediodía, la persistencia del capitán Rovic se vio recompensada. Una abertura en los acantilados nos reveló un largo fiordo. Orillas pantanosas cubiertas de árboles marinos nos aseguraron que, aunque la marea se adentraba en la bahía, no era una de ésas que tanto temor causan a los marineros. Al tener el viento en contra, aferramos las velas y bajamos los botes, impulsando nuestra carabela por la fuerza de los remos. Éste fue un momento vulnerable, especialmente tras observar la existencia de un pueblo dentro del fiordo.

–¿No sería mejor quedarnos fuera, capitán, y dejar que fueran ellos los primeros en acercarse? –aventuré yo.

Rovic escupió por encima de la borda.

–He comprobado que es mejor no mostrarse nunca vacilante –dijo–. Si una flotilla de canoas nos ataca, les daremos su merecido y así no volverán a molestamos. Pero creo que si desde el primer momento demostramos no temerles, hay menos posibilidades de que nos tiendan una emboscada después.

Demostró estar en lo cierto.

Al cabo de un tiempo, nos enteramos de que habíamos llegado al extremo oriental de un gran archipiélago. Sus habitantes eran extraordinarios marinos, sobre todo considerando que sólo disponían de piraguas con flotadores laterales para sus viajes. Sin embargo, estas embarcaciones llegaban a medir hasta treinta metros de eslora. Con cuarenta paletas, o tres mástiles con velas de esterilla, esa embarcación casi podía igualar nuestra velocidad máxima, además de ser más manejable. Sin embargo, su radio de acción quedaba limitado por su reducido espacio de cargamento.

Pese a vivir en casas de madera y bálago, y poseer únicamente herramientas de piedra, los nativos eran gente cultivada. Cultivaban la tierra tan bien como pescaban; sus sacerdotes poseían un alfabeto. Altos y vigorosos, un poco más morenos y menos peludos que nosotros, su aspecto era impresionante, tanto desnudos, como era habitual, como vestidos con el traje ceremonial de plumas y ornamentos de concha. A lo largo y a lo ancho del archipiélago, habían formado un imperio invadiendo las islas más septentrionales, a la vez que llevaban acabo un activo comercio dentro de sus propias fronteras. Toda la nación se llamaba Hisagazi, y la isla que nosotros habíamos encontrado era Yarzik.

Lentamente, a medida que aprendíamos su idioma, fuimos averiguando todo esto. Nos quedamos varias semanas en esa ciudad. El duque de la isla, Guzan, nos dio la bienvenida, proporcionándonos toda la comida, el alojamiento y la ayuda que necesitábamos. Por nuestra parte, los contentábamos con cristalería, rollos de tela Wondish y otras mercancías semejantes. Pero tropezamos con numerosas dificultades. Como la costa resultaba demasiado pantanos a para varar una nave tan pesada como la nuestra, nos fue preciso construir un dique seco a fin de poder carenar. Muchos de nosotros contrajimos una desconocida enfermedad, y, aunque nos recuperamos a tiempo, esto nos retrasó todavía más.

–Sin embargo, creo que todas nuestras dificultades son una bendición –me dijo Rovic una noche.

En cuanto descubrió que yo era un secretario discreto, me confiaba algunos de sus pensamientos. El capitán es siempre un hombre solitario; y Rovic, pescador, pirata, navegante autodidacta, vencedor sobre la Gran Flota de Sathayn y ennoblecido por la misma Reina, debía sentir el peso de aquel necesario retraimiento con más fuerza que un caballero de nacimiento.

Yo esperé en silencio allí, en aquella choza de paja que le habían destinado. Una lámpara de sabonita irradiaba una luz mortecina y enormes sombras sobre nosotros, la techumbre crujía. Fuera, el húmedo terreno bajaba junto a las casas levantadas sobre pilotes y los frondosos árboles, hasta el fiordo donde relucía bajo Tambur. Débilmente, pude oír el sonido de los tambores, un cántico y muchos pies en torno a la hoguera de los sacrificios. Realmente, las frescas colinas de Montalir parecían muy lejanas.

Rovic recostó su musculoso cuerpo, cubierto únicamente por una falda escocesa de marinero en aquel caluroso país. Del barco, se había hecho traer una civilizada silla.

–Porque verás, muchacho –continuó–, en otros tiempos habríamos establecido comunicaciones suficientes para buscar oro. Bueno, también nos habríamos informado respecto al rumbo a seguir. Pero la verdad es que no habríamos oído más que la vieja historia: «Sí, señor extranjero, claro que hay un reino donde las calles están hechas de oro... a doscientos kilómetros hacia el oeste», cualquier cosa para librarse de nosotros, ¿eh? Pero en esta prolongada estancia he sonsacado al duque y los sacerdotes idólatras con mayor sutileza. He sido tan evasivo acerca de nuestro lugar de procedencia y de lo que ya sabemos, que se les ha escapado una cantidad de cosas que en otra ocasión no hubieran dicho.

–¿Sobre las Ciudades Áureas? –pregunté yo.

–¡Chist! No quiero que la tripulación se excite y esté fuera de control. Todavía no.

Su curtido rostro de afilada nariz cambió de expresión.

–Siempre he creído que esas ciudades eran un cuento de viejas –dijo. Mi sorpresa debió de reflejarse claramente en mi rostro, pues sonrió entre dientes y prosiguió–: Un cuento muy útil. Como un imán en un palo, nos está arrastrando alrededor del mundo.    –Su regocijo se desvaneció. Volvió a adoptar aquella expresión que no se diferenciaba en mucho de la que adoptaba Froad al contemplar los cielos–. Naturalmente, yo también quiero oro. Pero si no lo encontramos durante este viaje, no me importará. Capturaré unos cuantos barcos de Eralia o Sathayn cuando estemos de nuevo en nuestras aguas, y de esa forma pagaré el viaje. No dije más que la verdad aquel día en el alcázar, Zhean, que este viaje era su propia finalidad, hasta que pueda ofrecérselo a la Reina Odela, que una vez me diera el beso del ennoblecimiento.

Se arrancó de su ensoñación y dijo bruscamente:

–Una vez le hube hecho suponer que lo sabía casi todo, conseguí que el duque Guzan me dijera que en la isla principal de este imperio Hisagazi hay algo sobre lo que apenas me atrevo a pensar. Una nave de los dioses, según él, y un dios viviente que vino de las estrellas. Cualquiera de los nativos te repetirá lo mismo. El secreto reservado a los nobles es que no se trata de una leyenda o murmuración, sino que es un hecho real, comprobado. Eso es lo que sostiene Guzan. Yo no sé qué pensar. Pero... me llevó a una cueva sagrada y me mostró un objeto procedente de esa nave. Era una especie de mecanismo de relojería, creo yo. Para qué sirve, no lo sé. Pero está hecho de un metal plateado muy brillante que me resulta totalmente desconocido. El sacerdote me desafió a romperlo. El metal no era pesado, sino liviano. Pero desafiló mi espada, hizo astillas una piedra con la que lo golpeé, y mi anillo de brillantes no pudo rayarlo.

Con un gesto, conjuré al diablo. Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies, columna vertebral, piel y cuero cabelludo. Los tambores murmuraban en la oscuridad de la jungla, y las aguas yacían como mercurio bajo el enorme Tambur, y todas las tardes ese planeta engullía al sol. ¡Oh, las campanas de Provien, oídas en las ventosas llanuras de Anday!

 

 

Una vez el Golden Leaper estuvo listo para navegar de nuevo, Rovic no tuvo dificultades para conseguir el permiso necesario para visitar al emperador de Hisagazi, que vivía en la isla principal. En cambio, hubiera tropezado con muchas dificultades para no hacerlo. En aquellos momentos, las canoas ya habían llevado la noticia de nuestra existencia de un rincón a otro del reino, y los grandes señores estaban ansiosos por ver a aquellos extranjeros de ojos azules. Limpios y satisfechos una vez más, nos desasimos de los brazos de morenas jovencitas y embarcamos. Levamos anclas, izamos velas, y proclamamos cánticos cuyos ecos hicieron escapar a los pájaros hasta los cercanos acantilados, y nos hicimos a la mar. En esta ocasión íbamos escoltados. El propio Guzan era nuestro piloto, un corpulento individuo de mediana edad cuya hermosura no estaba demasiado afectada por los tatuajes verdes que su pueblo se grababa en el rostro y el cuerpo. Varios de sus hijos dejaron sus paletas sobre nuestra cubierta, mientras un enjambre de guerreros remaban junto a nosotros.

Rovic llamó a Etien, el contramaestre, a su camarote.

–Eres un hombre de agallas –le dijo–. Te encargo que mantengas a nuestra tripulación alerta, y las armas dispuestas, por muy pacífico que eso parezca.

–¡Vamos, capitán! –El curtido rostro se arrugó con desaliento–. ¿Acaso crees que los nativos planean una traición?

–¿Quién sabe? –contestó Rovic–. Ahora bien, no digas nada a la tripulación. No saben disimular. Si la alegría o el miedo los dominaran, los nativos se darían cuenta enseguida y se inquietarían, lo cual empeoraría la actitud de nuestros propios hombres, hasta un punto que nadie puede predecir. Limítate a procurar, tan disimuladamente como puedas, que nuestros brazos nunca estén juntos y que nuestra gente no se separe.

Etien se serenó, inclinó la cabeza y salió del camarote. Yo tuve la osadía de preguntar a Rovic lo que pensaba hacer.

–Todavía nada –dijo él–. Sin embargo, he tenido en mis propias manos un mecanismo de relojería que ni siquiera el gran Ban de Giair podría imaginar; y me contaron muchas historias de una Nave que bajó del cielo llevando a un dios o a un profeta. Guzan cree que yo sé más de lo que pretendo, y confía en que seamos un nuevo y perturbador elemento en el equilibrio de las cosas, por medio del cual él pueda obtener sus particulares ambiciones. No creas que ha traído a tantos guerreros consigo por casualidad. En cuanto a mí... tengo la intención de enterarme de algo más.

Permaneció sentado un rato más, contemplando un rayo de sol que subía y bajaba en la pared cuando el barco se balanceaba. Finalmente dijo:

–Las Escrituras nos dicen que, antes de la Caída, el hombre habitó más allá de las estrellas. Los astrólogos de una o dos generaciones atrás nos han dicho que los planetas son tan corpóreos como la tierra. Un viajero procedente del Paraíso...

Cuando nos separamos, la cabeza me daba vueltas.

No tuvimos ninguna dificultad en la travesía entre las islas. Al cabo de varios días divisamos la isla principal, Ulas-Erkila. Tiene ciento sesenta kilómetros de longitud, sesenta y cinco de anchura, y se levanta en pronunciadas y verdes pendientes hacia las montañas centrales, dominadas por un cono volcánico. Los hisagazi adoran a dos clases de dioses, los del agua y los del fuego, y creen que estas casas del Monte Ulas están dominadas por los últimos. Al ver que aquella cima nevada se recortaba sobre el cielo por encima de una cordillera esmeralda, manchando el azul del humo, experimenté lo mismo que los paganos. El acto más sagrado que un hombre puede realizar entre ellos es lanzarse al ardiente cráter de Ulas, y son muchos los guerreros ancianos que suben a la montaña para hacerlo. Las mujeres no pueden acercarse a ella.

Nikum, la sede real, está situada a la entrada de un fiordo, como el pueblo donde nos habíamos alojado. Pero Nikum es rica y grande, de un tamaño aproximado al de Roann. Hay más casas de madera que de bálago; hay un macizo templo de basalto situado en la cima de un precipicio, que domina la ciudad, los huertos, jungla y montañas a su espalda. Los troncos de los árboles son tan grandes que los hisagazi han construido aquí una serie de muelles como los de Lavre, en lugar de amarraderos y plataformas flotantes que suben y bajan con las mareas, tal como ocurre en la mayoría de los puertos del mundo. Nos ofrecieron un amarre de honor en el muelle central, pero Rovic dio la excusa de que nuestro barco era difícil de maniobrar y lo atracó a la entrada.

–En medio, tendríamos la torre de control justo encima –me dijo por lo bajo–. Quizá no hayan descubierto el arco, pero sus lanzadores de jabalina son inmejorables. Además, se acercarían demasiado al barco y podrían amarrar un grupo de canoas entre nosotros y la boca de la bahía. En cambio, desde aquí podemos controlar el muelle mientras nos preparamos para una marcha rápida.

–Pero ¿tenemos algo que temer, capitán? –pregunté yo.

Él se retorció el bigote.

–No lo sé. Eso depende en gran medida de lo que crean realmente en esa nave divina... así como de lo que sea verdad. Pero lo que sí te aseguro es que no regresaremos ante la reina Odela sin esa verdad.

 

 

Con el redoblar de tambores, numerosos lanceros emplumados acudieron para ver desembarcar a nuestros oficiales. Por encima de la línea de la marea alta se extendía un pasadizo real. (La gente del pueblo en este reino nada de una casa a otra cuando la marea alcanza el umbral de su casa, o cogen uno de sus primitivos botes si tienen alguna carga que llevar.) Más allá de los campos de vides y caña de azúcar se alzaba el palacio, que era un edificio alargado hecho de troncos, con los pilares del tejado tallados de manera admirable.

Iskilip, el sacerdote-emperador de Hisagazi, era un hombre anciano y corpulento. Un llamativo tocado de plumas, una túnica de plumones, un cetro de madera rematado con un cráneo humano, sus tatuajes raciales, su inmovilidad, todo le confería un inhumano aspecto. Estaba sentado en un estrado, bajo la luz de numerosas antorchas de fragante olor. Sus hijos estaban sentados a sus pies, con las piernas cruzadas, y sus cortesanos a ambos lados. A lo largo de los muros se alineaban sus centinelas. No tenían nuestra costumbre de mantenerse en posición de firmes; pero eran jóvenes, vigorosos y ágiles, llevaban escudos y petos de escamosos monstruos marinos, hachas de pedernal y lanzas de obsidiana que mataban con la misma facilidad que el hierro. Al tener la cabeza rapada, les hacía parecer aún más feroces.

Iskilip nos recibió cordialmente, pidió unos refrescos, y nos autorizó a sentarnos en un banquillo situado por debajo de su estrado. Nos hizo muchas preguntas. Los hisagazi conocían muchas islas aparte de su propio archipiélago. Incluso sabían la dirección y la distancia aproximada de un país lleno de castillos que llamaban Yurakadak, aunque ninguno de ellos había llegado a ir tan lejos. A juzgar por su descripción de tercera mano, ¿qué otra cosa iba a ser más que Giair, donde el aventurero Hanas Tolasson había llegado por tierra? Entonces comprendí que en verdad estábamos dando la vuelta al mundo. Sólo después de asimilar esta maravillosa idea, continué atendiendo a la conversación.

–Tal como ya le he dicho a Guzan –manifestaba Rovic–, otra de las cosas que nos condujo hasta aquí fue el relato de que habían sido bendecidos con una Nave del Cielo. Y él me demostró que era cierto.

Un siseo recorrió la estancia. Los príncipes se pusieron rígidos, los cortesanos borraron toda expresión de su rostro, los centinelas se agitaron y murmuraron. A través de los muros oí el remoto sonido de la marea alta. Cuando Iskilip habló, a través de la máscara que era su semblante, su voz se había endurecido:

–¿Acaso has olvidado que sólo los iniciados pueden ver esas cosas, Guzan?

–No, Santo Padre –dijo el duque. El sudor corría por su rostro, aunque no era el sudor del miedo–. Sin embargo, este capitán lo sabía. Su gente también..., por lo que yo pude comprender... todavía no sabe hablar perfectamente nuestra lengua..., su gente también es iniciada. Es algo razonable, Santo Padre. Mira las maravillas que han traído. La sólida y brillante piedra que no es piedra, como la de este cuchillo que me regalaron... ¿o es el mismo material con que está hecha la Nave? Los tubos que hacen parecer cercanas las cosas más lejanas, como el que te han regalado a ti, Santo Padre, ¿no son semejantes al que posee el Mensajero?

Iskilip se inclinó hacia delante, en dirección a Rovic. La mano que sostenía el cetro temblaba hasta el punto de hacer crujir las mandíbulas fijas del cráneo.

–¿Te enseñaron a hacer todo esto las Personas Estelares? –preguntó–. Nunca me imaginé... El Mensajero nunca ha hablado de otros...

Rovic alzó las manos.

–No tan deprisa, Santo Padre, te lo ruego –dijo–. Nuestro conocimiento de la lengua es muy pobre. No he entendido ni una sola palabra.

Eso no era cierto. Sus oficiales habían recibido la orden de fingir un conocimiento del hisagazi menor del que realmente poseían. (Habíamos perfeccionado nuestro dominio de él practicando en secreto entre nosotros.) De esta forma, él podía hablar con toda la ambigüedad que deseaba.

–Es mejor que hablemos en privado, Santo Padre –sugirió Guzan, lanzando una mirada a los cortesanos.

Estos le devolvieron una mirada de celos.

Iskilip se envolvió en su magnífico atavío. Sus palabras fueron contundentes, pero dichas con el débil tono de un hombre anciano e inseguro.

–No lo sé. Si estos extranjeros ya están iniciados, no hay duda que podemos mostrarles lo que tenemos. Pero si no fuese así... si oídos profanos escucharan el relato del Mensajero...

Guzan levantó una mano dominadora. Intrépido y ambicioso, largamente encerrado en su insignificante provincia, aquel día se había inflamado.

–Santo Padre –dijo–, ¿por qué hemos mantenido en secreto durante tantos años toda la historia? En parte para obtener la obediencia del pueblo, es cierto. Pero además, ¿no temías tú y tus consejeros que todo el mundo viniera hasta aquí, codiciosos de noticias, si estaban enterados y nos desbancaran? Pues bien, si dejamos marchar a los hombres de ojos azules con su curiosidad insatisfecha, estoy convencido de que volverán con refuerzos. Por tanto, nada tenemos que perder revelándoles lo que sabemos. Si ellos no han tenido nunca un Mensajero, si no son de verdadera utilidad para nosotros, habrá tiempo suficiente para matarlos. Pero si realmente han sido visitados como nosotros, ¡no habrá nada que no podamos hacer juntos ellos y nosotros!

Esto fue dicho rápidamente y en voz muy baja, a fin de que los montalirianos no lo comprendiéramos. Y la verdad es que nuestros caballeros no lo comprendieron. Yo, que tenía buen oído, deduje el sentido; y Rovic mantuvo tan necia sonrisa de incomprensión que enseguida me di cuenta de que no había perdido ni una sola palabra.

Finalmente decidieron llevar a nuestro jefe –y a mi insignificante persona, ya que ningún magnate hisagaziano va a parte alguna sin acompañamiento– al templo. Iskilip en persona abría la marcha, seguido por Guzan y dos musculosos príncipes. Cerraban la marcha una docena de lanceros. Pensé que la espada de Rovic sería de escasa utilidad si surgían dificultades, pero apreté fuertemente los labios y seguí andando a su lado. Parecía tan ansioso como un niño por la mañana del Día de Acción de Gracias, con los dientes brillantes entre la barba puntiaguda y el gorro ladeado sobre la frente. Nadie habría podido creer que presentía algún peligro.

Hacia la puesta del sol nos pusimos en marcha; en el hemisferio de Tambur, la gente hacía menos distinción entre el día y la noche que nosotros mismos. Habiendo observado Siett y Balant en elevada posición de marea, no me sorprendí al ver que Nikum estaba casi hundido. No obstante, mientras ascendíamos por el sendero que conducía al templo, me pareció no haber contemplado jamás un panorama tan extraño.

Debajo de nosotros se extendía una gran capa de agua, sobre la cual parecían flotar los musgosos tejados de la ciudad; los concurridos muelles, donde los mástiles y vergas de nuestro barco se balanceaban por encima de los mascarones de proa; el fiordo, serpenteando entre precipicios hacia su entrada, donde el oleaje rompía furiosamente contra los arrecifes. Las alturas que había sobre nosotros parecían negras, sobre una puesta de sol rojiza que llenaba casi la mitad del cielo y teñía las aguas. Tenue entre esas nubes, divisé el enorme cuarto creciente de Tambur, marcado con un blasón que nadie podía leer. Una columna de basalto tallada en forma de cabeza elevaba su contorno encima del planeta. A derecha e izquierda del camino, el césped crecía reseco por el calor del verano. El cielo estaba claro en el cenit y púrpura en el este, donde habían aparecido las primeras estrellas. Aquella noche no encontré consuelo en las estrellas. Caminamos en silencio. Los descalzos pies de los nativos apenas hacían ruido. Mis zapatos resonaban sordamente y las campanillas que Rovic llevaba en los dedos del pie producían un leve cascabeleo.

El templo era una audaz muestra arquitectónica. Dentro de un cuadrángulo de paredes basálticas guardadas por altas cabezas de piedra, había varios edificios del mismo material. Sólo estaban vivos los helechos recién cortados que formaban el tejado. Guiados por Iskilip, pasamos junto a acólitos y sacerdotes y nos dirigimos hacia una cabina de madera situada detrás del altar. Junto a la puerta, dos centinelas montaban guardia. Al verle se arrodillaron. El emperador llamó con su curioso cetro.

Con la boca reseca, mi corazón estaba a punto de estallar. Casi esperaba ver aparecer en el umbral a algún ser espantoso o radiante cuando la puerta se abriera. Así pues, mi sorpresa fue inmensa al no ver más que a un hombre, y de estatura corriente. Gracias a la luz de la lámpara que había dentro, discerní su habitación, limpia, austera, aunque no por ello desprovista de comodidades; podría haber sido la morada de un hisagazi cualquiera. Él mismo llevaba una sencilla falda de estera. Las piernas que había debajo eran delgadas y torcidas, como las de un hombre viejo. Su cuerpo también era delgado, aunque erecto, sosteniendo orgullosamente la cabeza blanca. Tenía la piel más oscura que un montaliriano, y más clara que un hisagaziano, ojos castaños y barba rala. Su rostro difería sutilmente, en nariz, labios y forma de la mandíbula, de cualquier otra raza que yo hubiera visto hasta entonces. Pero era humano.

Nada más.

Entramos en la choza, dejando fuera a los lanceros. Iskilip se entregó a una ceremonia semirreligiosa de presentación. Vi que Guzan y los príncipes cambiaban de postura, inquietos e irrespetuosos. Su clase había presenciado muchas ceremonias semejantes. El rostro de Rovic era indescifrable. Hizo una cortés reverencia a Val Nira, Mensajero del Cielo, y explicó el motivo de nuestra presencia en pocas palabras. Pero mientras hablaba, sus ojos se encontraron y vi que intentaba formarse una opinión del hombre estelar.

–Sí, éste es mi hogar –dijo Val Nira. La costumbre hablaba por él; había explicado lo mismo a tantos jóvenes nobles que su voz carecía de matices. Aún no había observado nuestros instrumentos metálicos, o bien no habían significado nada para él–. Durante... cuarenta y tres años, ¿no es así, Iskilip? Me han tratado lo mejor que han podido. Si a veces he tenido que contenerme para no gritar de soledad, es lo que un oráculo debe esperar.

El emperador se removió, inquieto, en su túnica.

–Su demonio le abandonó –explicó–. Ahora es simple carne humana. Éste es el verdadero secreto que mantenemos. Pero no siempre fue así. Recuerdo cuando llegó. Profetizó cosas inmensas, y la gente sollozaba y caía de rodillas ante él. Pero desde entonces su demonio ha regresado a las estrellas, y la potentísima arma que llevaba ha perdido ya toda su fuerza. Sin embargo, como el pueblo no lo creería, simulamos todo lo contrario para evitar que la inquietud reine entre ellos.

–Y alteren tus propios privilegios –dijo Val Nira, en tono cansado y sardónico–. Iskilip era joven entonces –añadió, dirigiéndose a Rovic–, y la sucesión imperial estaba en duda. Yo le di mi influencia. A cambio, él prometió hacer algunas cosas por mí.

–Lo intenté, Mensajero –dijo el monarca–. Tienes la prueba en todas las canoas hundidas y hombres ahogados. Pero la voluntad de los dioses fue otra.

–Evidentemente. –Val Nira se encogió de hombros–. Estas islas tienen pocos minerales, capitán Rovic, y ninguna persona capaz de reconocer los que yo necesitaba. Están demasiado lejos del continente para las canoas que poseen. No niego que lo intentaras, Iskilip... entonces. –Nos lanzó una rápida mirada–. Ésta es la primera vez que unos extranjeros gozan de la confianza imperial, amigos míos. ¿Estás seguros de que podrán escapar con vida?

–¡Pero si son nuestros huéspedes! –exclamaron Iskilip y Guzan, casi al unísono.

–Además –sonrió Rovic–, yo estaba al corriente del secreto. Mi país tiene sus propios secretos, para contraponer a éste. Sí, creo que podemos hacer un trato, Santo Padre.

El emperador tembló. Su voz se quebró.

–¿Así que ustedes también tienen un Mensajero?

¿Qué?

Val Nira nos contempló con estupefacción. Mientras nos observaba, su semblante pasó del blanco al rojo. Después se sentó en el banco y empezó a sollozar.

–Bueno, no precisamente. –Rovic apoyó una mano en uno de sus hombros temblorosos–. Confieso que ninguna Nave Celestial ha amarrado en Montalir. Pero tenemos otros secretos igualmente preciosos.

Sólo yo, que conocía su carácter, pude darme cuenta de su tirantez. Clavó los ojos en Gozan y miró al duque como un domador de animales salvajes. Y mientras tanto, amable y materialmente, siguió hablando con Val Nira.

–Me imagino, amigo mío, que tu Nave naufragó en estas costas, pero que podría haber sido reparada si hubieras tenido ciertos materiales, ¿no es así? –dijo finalmente.

–Sí... sí... escucha...

Tartamudeando y estremeciéndose al pensar que quizá pudiera ver nuevamente su hogar antes de morir, Val Nira trató de explicar lo ocurrido.

 

 

Las implicaciones doctrinales de lo que dijo resultan tan sorprendentes, e incluso peligrosas, que seguramente los dioses no querrían que yo las repitiera. Sin embargo, no creo que sean falsas. Si realmente las estrellas son soles como el nuestro, acompañados cada uno de ellos por planetas como el nuestro, esto destruye la teoría de la esfera de cristal. Pero Froad, a quien se lo explicamos después, no creyó que esto afectara a la religión verdadera. Las Escrituras nunca han dicho que el Paraíso se encuentre directamente encima del lugar de nacimiento de la Hija de Dios; eso fue lo que todo el mundo supuso durante los siglos en que la tierra se consideró plana. ¿Por qué no podía ser el Paraíso aquellos planetas de distantes soles, donde los hombres habitaban en magnificencia, poseían las artes antiguas y volaban de una estrella a otra con la facilidad con que nosotros íbamos de Lavre a Alayn Occidental?

Val Nira creía que, varios miles de años atrás, nuestros antepasados habían sido desterrados a este mundo. Para ser abandonados tan lejos de cualquier territorio humano, debían de tener que purgar las consecuencias de algún crimen o herejía. Su nave debió de naufragar, y los supervivientes volvieron al salvajismo, y sólo de manera gradual sus descendientes han obtenido algo de sabiduría. No creo que esto contradiga el dogma de la Caída; más bien lo amplía. La Caída no fue el destino de toda la humanidad, sino el de unos pocos –nuestra propia sangre corrompida–, mientras que los otros seguían viviendo próspera y felizmente en los cielos.

Nuestro mundo aún está muy lejos de los senderos comerciales de los habitantes del Paraíso. Hoy día, muy pocos de ellos tienen interés en buscar nuevos reinos. Sin embargo, Val Nira fue uno de ellos. Viajó al azar durante varios meses hasta que encontró por casualidad nuestra tierra. Entonces, la maldición le alcanzó también a él. Algo falló. Descendió sobre Ulas-Erkila, y la Nave se negó a seguir volando.

–Sé cuál es la avería –dijo ardientemente–. No lo he olvidado. ¿Cómo podía hacerlo? A lo largo de todos estos años, no ha pasado ni un solo día sin que yo me repitiera lo que debía hacerse. Cierto motor muy delicado de la Nave requiere mercurio. –Él y Rovic tuvieron que hablar un rato hasta que dedujeron que eso debía ser a lo que se refería por la expresión que empleó–. Cuando el motor falló, aterricé tan bruscamente que el depósito explotó. Todo el mercurio se derramó, tanto el de reserva como el que estaba utilizando. Esa cantidad, en un espacio cerrado y caluroso, me habría envenenado. Salí rápidamente, olvidando cerrar la portezuela tras de mí. Como la nave estaba inclinada, el mercurio corrió hacia mí. Cuando me hube recobrado del pánico, una tormenta tropical había diluido ese metal. Toda una serie de accidentes improbables, en efecto, eso es lo que me condenó a toda una vida de exilio. ¡Perecer en aquel instante habría tenido más sentido!

Tomó de la mano a Rovic, levantando la vista desde su asiento hasta el capitán, que estaba en pie frente a él.

–¿Puede obtener el mercurio? –suplicó–. No necesito más que el volumen de la cabeza de un hombre. Sólo eso, y unas cuantas reparaciones que con facilidad se pueden hacer con las herramientas de la Nave. Cuando levantaron este culto en torno a mí, me vi obligado a entregarles ciertos objetos que poseía, puesto que todos los templos provinciales debían poseer una reliquia. Aun así, nunca les llegué a entregar nada importante. Todo lo que necesito está aquí. Cinco litros de mercurio, y... ¡oh, Dios mío, aún es posible que mi esposa viva, en Terra!

Finalmente, Guzan había empezado a comprender la situación. Hizo una seña a los príncipes e inmediatamente levantaron sus hachas y dieron un paso al frente. En aquel momento la puerta de la choza se cerró. Rovic miró de Val Nira a Guzan, cuyo rostro se había afeado con la tensión. Mi capitán apoyó una mano sobre la espada. Ésa fue la única muestra que dio de la proximidad del peligro.

–Deduzco, caballero –dijo con ligereza–, que desea usted reparar la Nave Celestial para conseguir que vuelva a volar.

Guzan se estremeció. Nunca hubiera imaginado tal cosa.

–Pues, naturalmente –exclamó–. ¿Por qué no?

–Su dios les abandonaría. ¿Qué sería entonces de su poder en Hisagazi?

–No... no había pensado en ello –tartamudeó Iskilip.

Los ojos de Val Nira iban de uno a otro, como si presenciara un partido de tenis. Su enjuto cuerpo se estremeció.

–No –susurró–. No puedes. ¡No puedes retenerme!

Guzan meneó la cabeza afirmativamente.

–Dentro de pocos años –dijo con toda amabilidad–, igualmente nos abandonarías en una canoa mortuoria. Si, mientras tanto te retenemos en contra de tu voluntad, es posible que interpretes mal nuestros oráculos. Tranquilízate; te conseguiremos la piedra fluida. –Con una mirada de soslayo, se dirigió a Rovic–: ¿Quién irá a buscarla?

–Mis hombres –contestó el caballero–. Nuestro barco puede llegar con facilidad a Giair, donde hay naciones civilizadas que probablemente tendrán mercurio. Creo que podríamos estar de vuelta al cabo de un año.

–¿Acompañados por una flota de aventureros que les ayudarán a apoderarse de la nave sagrada? –preguntó con brusquedad Guzan–. O bien, ya fuera de nuestras islas, tal vez vayas a Yurakadak. Es posible que continues hasta su hogar y una vez allí se lo expliques todo a su Reina, y regreses con el poder que ella tiene.

Como un gran felino con capa escarlata, Rovic se apoyó en uno de los postes que aguantaban el tejado. Su mano derecha seguía reposando sobre el mango de su espada.

–Supongo que nadie más que Val Nira sería capaz de hacer funcionar esa Nave –dijo lentamente–. ¿Acaso importa quién le ayude a repararla? ¡No creo que ninguna de nuestras naciones pudiera conquistar el Paraíso!

–La Nave resulta fácilmente manejable –exclamó Val Nira–. Cualquiera puede hacerla volar. Enseñé a muchos nobles las palancas que hay que accionar. Lo difícil es la navegación entre las estrellas. Ninguna nación de este mundo podría por sí sola llegar a mi planeta, y mucho menos luchar contra nosotros; pero ¿por qué ibas a pensar en hacerlo? Te he repetido miles de veces, Iskilip, que los habitantes de la Vía Láctea no resultan peligrosos para nadie. Poseen tantas riquezas que no saben en qué emplearlas. Estarían encantados de gastar grandes cantidades de sus riquezas para que los pueblos de este mundo volvieran a ser civilizados. –Con una mirada ansiosa y casi histérica, dijo a Rovic–: Plenamente civilizados, quiero decir. Les enseñaríamos nuestras artes, les daríamos motores, autómatas, homúnculos, para que hicieran todo el trabajo pesado; y naves que vuelan por los aires; y un servicio de pasajeros regular para viajar de una estrella a otra...

–Hace cuarenta años que nos prometes lo mismo –dijo Iskilip–. No tenemos nada más que tu palabra.

–Y, finalmente, una oportunidad para confirmar su palabra –exclamé yo.

Con calculada severidad, Guzan dijo:

–Las cosas no son tan sencillas, Santo Padre. Mientras estaba en Yarzik, he observado a estos hombres procedentes del otro lado del océano durante muchas semanas. Incluso en sus mejores momentos son crueles y avaros. Sólo confío en ellos cuando puedo vigilarlos. Esta misma noche he podido ver cómo nos han engañado. Saben nuestra lengua mejor de lo que jamás han admitido. Y nos han hecho creer que tienen una especie de Mensajero. Si la Nave llegara a ser reparada, y ellos se apoderaran de ella, ¿quién sabe de lo que serían capaces?

El tono de Rovic se suavizó un poco más.

–¿Qué propones, Guzan?

–Podemos discutirlo en otra ocasión.

Vi que los nudillos se apretaban en torno a las hachas. Durante un momento, sólo se oyó la entrecortada respiración de Val Nira. Guzan mantenía su rígida posición bajo la luz de la lámpara, frotándose la barbilla, los ojos bajos, y pensando intensamente. Por fin habló:

–Quizá –dijo tajantemente– una tripulación compuesta principalmente por hisagazis pudiera manejar tu barco, Rovic, y traer la piedra fluida. Podrían ir unos cuantos de tus hombres para enseñarles. El resto se quedaría aquí, en calidad de rehenes.

Mi capitán no contestó. Val Nira gimió:

–¡No lo comprenden! ¡Están haciendo una montaña de un grano de arena! Cuando mi pueblo venga, no habrá más guerras, ni opresiones. Los curarán de todas las, enfermedades. Mostrarán amistad por todos y predilección por ninguno. Se los ruego...

–¡Basta! –dijo Iskilip, sus propias palabras sonaron indecisas–. Lo consultaremos con la almohada. Si es que hay alguien que pueda dormir después de tantas cosas extrañas.

Rovic dirigió su mirada más allá de las plumas del emperador, hacia la cara de Guzan.

–Antes de que decidamos nada... –sus dedos se apretaron en torno al mango de su espada hasta tener las uñas blancas. Acababa de ocurrírsele alguna idea. Pero mantuvo el mismo tono sereno–. En primer lugar, quiero ver esa Nave. ¿Podemos ir mañana?

Iskilip era el Santo Padre, pero se hallaba acurrucado debajo de su túnica emplumada. Guzan dio su consentimiento con un gesto.

 

 

Tras darnos las buenas noches, seguimos hundiéndonos bajo Tambur. El planeta crecía hacia su plenitud, iluminando el patio con una luz fría, y dejando la choza a la sombra del templo. Sólo se veía un contorno negro y, en el centro de la puerta, un estrecho rectángulo iluminado. Allí estaba enmarcado el frágil cuerpo de Val Nira, que había venido de las estrellas. Estuvo contemplándonos hasta que por fin desaparecimos de su vista.

Durante el camino de regreso, Guzan y Rovic negociaron con bruscas palabras. La Nave se hallaba a dos días de marcha hacia el interior de la isla, en la ladera del Monte Ulas. Iríamos a inspeccionarla en una expedición conjunta, aunque sólo una docena de montalirianos obtuvieron el permiso. Después ya discutiríamos nuestra línea de acción.

De las linternas emanaba una luz amarillenta sobre la popa de nuestra carabela. Habiendo rehusado la hospitalidad de Iskilip, Rovic y yo regresamos allí para pasar la noche. Un soldado que estaba de guardia en la pasarela me preguntó lo que habíamos averiguado.

–Pregúntamelo mañana –repuse con debilidad; la cabeza me daba vueltas.

–Ven a mi camarote, muchacho, y tomaremos una copa antes de retirarnos –me invitó el capitán.

Sólo Dios sabe cuánto necesitaba el vino en aquel momento. Entramos en la cámara, que estaba abarrotada de instrumentos náuticos, libros y cartas impresas que ahora me parecían originales después de haber visto algunos de esos espacios donde el cartógrafo había dibujado sirenas y monstruos marinos. Rovic se sentó frente a la mesa, me indicó que tomara asiento en la otra silla, y vertió el contenido de una garrafa en dos vasos de cristal de Quaynish. Entonces me di cuenta de que estaba preocupado por algo de gran importancia, algo mucho más que el problema de salvar nuestra vida.

En silencio, bebimos un poco. Oí las olas rozar el casco, las ruidosas pisadas de los hombres que montaban guardia, el crujido del lejano oleaje... y nada más. Al fin, Rovic se apoyó cómodamente en el respaldo, con la vista clavada en el vino tinto que reposaba encima de la mesa. No logré interpretar su expresión.

–Bueno, muchacho –dijo–, ¿qué opinas?

–No sé lo que debo opinar, capitán.

–Tú y Froad están un poco preparados para esta idea de que las estrellas son otros soles. Están educados. En cuanto a mí, he visto bastantes maravillas en mi época para que me pueda creer esto. Sin embargo, el resto de nuestros hombres...

–Es una ironía que unos bárbaros como Guzan estén familiarizados desde hace años con esa idea, ya que han tenido al anciano del cielo para explicárselo a su clase durante más de cuarenta años. ¿Es en verdad un profeta, capitán?

–Él lo niega. Juega al profeta porque debe hacerlo, pero es evidente que los duques y condes de este reino saben que es una farsa. Iskilip es muy viejo, y está más que medio convertido a su propio credo artificial. Le oí decir algo sobre las profecías que Val Nira hizo tiempo atrás, profecías verdaderas. ¡Bah! Trucos de la memoria y su propio anhelo. Val Nira es tan humano y falible como yo. Los montalirianos estamos hechos de igual forma que estos hisagazis, a pesar de haber aprendido a usar el metal antes que ellos. Aunque el pueblo de Val Nira sabe más que nosotros, siguen siendo mortales, por el Cielo que sí. Debo recordar que lo son.

–Guzan lo recuerda.

–¡Bravo, muchacho! –Rovic frunció los labios–. Es listo y audaz. Cuando llegamos, se le presentó la oportunidad de abandonar su puesto como señor de una aburrida isla periférica. No permitirá que esa oportunidad se le escape sin luchar. Como muchos otros traidores, nos acusa de planear justamente lo que él quiere hacer.

–Pero ¿qué es lo que desea?

–Me imagino que quiere la Nave para sí mismo. Val Nira ha dicho que resultaba fácilmente manejable. La navegación entre las estrellas sería demasiado difícil para cualquiera, excepto él; además, ningún hombre en sus cabales querría jugar a los piratas en la Vía Láctea. Sin embargo... si la Nave permaneciera aquí, en la tierra, sin elevarse más que un kilómetro por encima del suelo... el tirano que la utilizara podría conquistar más territorios que el mismo Lame Darveth.

Me horroricé.

–¿Quiere decir que Guzan no intentaría siquiera buscar el Paraíso?

Rovic hizo una mueca tan sombría que enseguida comprendí que deseaba estar solo. Me escabullí hacia mi litera de popa.

 

 

Antes de que despuntara el alba, el capitán se despertó para preparar a nuestros hombres. Evidentemente había llegado a una decisión, y ésta no era agradable. Pero una vez establecía una estrategia a seguir, raramente la variaba. Sostuvo una larga conversación con Etien, que salió del camarote con semblante asustado. Como si quisiera tranquilizarse a sí mismo, el contramaestre empezó a gritar dando órdenes.

Los doce hombres escogidos iban a ser Rovic, Froad, yo mismo, Etien y ocho miembros de la tripulación. Nos entregaron cascos y petos, mosquetes y afilados cuchillos. Como Guzan nos había advertido que el camino hacia la Nave era difícil, preparamos un carro de suministros en el muelle. Etien supervisó su desembarco. Yo me quedé estupefacto al ver que casi todo lo que transportaba, hasta hacer crujir los ejes, eran barriles de pólvora.

–¡Pero si no llevamos ningún cañón! –protesté.

–Órdenes del capitán –replicó Etien.

Me volvió la espalda. Tras una ojeada al rostro de Rovic, nadie osó preguntarle el motivo. Recordé que deberíamos subir una ladera. Una carretada de pólvora, con la mecha encendida, lanzada desde arriba hacia un ejército hostil, podía hacer ganar una batalla. Pero ¿acaso Rovic preveía un conflicto abierto?

Según las órdenes que dio a los hombres y oficiales que se quedaban allí eso era justo lo que sugerían. Tenían que permanecer a bordo del Golden Leaper, manteniendo el barco a punto para luchar o largar amarras.

Cuando salió el sol, elevamos nuestras oraciones a la Hija de Dios y descendimos al muelle. La madera resonaba bajo nuestras botas. Una fina neblina envolvía la bahía; la media luna que era Tambur se hallaba a gran altura en el cielo. Cuando pasamos junto a Nikum, la ciudad parecía dormida.

Guzan se reunió con nosotros en el templo. Se suponía que un hijo de Iskilip estaba a cargo de la expedición, pero el duque, igual que nosotros, hizo caso omiso del joven. Llevaban a un centenar de guardias, con capa de escamas, la cabeza rapada y tatuados con tempestades y dragones. El débil sol de la mañana se reflejaba en las cabezas de obsidiana de las lanzas. Mientras nos acercábamos, nos contemplaron en silencio. Pero cuando nos detuvimos frente a aquella tropa desordenada, Guzan se adelantó. Él también iba vestido de cuero, y llevaba la espada que Rovic le había regalado en Yarzik. El rocío brillaba sobre su capa de plumas.

–¿Qué llevas en esa carreta? –inquirió.

–Suministros –contestó Rovic.

–¿Para cuatro días?

–Quédate con sólo diez hombres –dijo Rovic fríamente–, y yo dejaré el carro.

Aunque sus ojos se encontraron, Guzan se apresuró a desviarlos y dar las órdenes. Nos pusimos en marcha, unos cuantos montalirianos rodeados por guerreros paganos. La jungla se extendía ante nosotros, espesa y verdísima, hasta la mitad de la ladera de Ulas. Allí, la montaña se tornaba negra y desnuda, hasta la nieve que rodeaba su cráter.

Val Nira caminaba entre Rovic y Guzan. En verdad que me resultó extraño ver que el instrumento de la voluntad de Dios estuviera tan marchito. Más bien tendría que haber sido alto y arrogante, con una estrella en la frente.

Durante el día, por la noche en el campamento, y nuevamente a lo largo del día siguiente, Rovic y Froad le interrogaron acerca de su país. Como es natural, su conversación se desarrolló en fragmentos. Al tener que empujar la carreta a lo largo del estrecho, difícil y empinado sendero, no pude oír nada. Los hisagazis no tenían animales de carga, por lo que hacían escaso uso de la rueda y carecían de rutas apropiadas. Pero lo poco que oí me ayudó a mantenerme despierto.

¡Ah, maravillas aún mayores de las que los poetas han imaginado para Elf! Ciudades enteras construidas en una sola torre cuya altura superaba los dos kilómetros. El cielo resplandecía de tal modo que nunca reinaba la oscuridad, incluso después de la puesta del sol. La comida no se obtenía de la tierra, sino en laboratorios alquímicos. Incluso los campesinos más pobres tenían una veintena de máquinas que les servían más humilde y eficazmente que un millar de esclavos; poseían un carruaje aéreo con el que podían dar la vuelta a su mundo en menos de un día; una ventana de cristal en la cual aparecían imágenes teatrales, para distraer sus numerosos ratos de ocio. Bajeles entre los soles, cargados con las riquezas de un millar de planetas; pero ninguna de las naves iba armada ni escoltada, porque no había piratas y ese reino estaba en tan buenas relaciones con las otras naciones estelares que la guerra no tenía razón de ser. (Al parecer, estos países extranjeros son más semejantes a lo sobrenatural que el de Val Nira, en el sentido de que las razas que los habitan no son humanas, aunque saben hablar y razonar.) En esta tierra feliz hay pocos delitos. Cuando se produce alguno, el criminal no tarda en ser capturado por las artes del cuerpo de policía; pero no es ahorcado, ni siquiera deportado a ultramar. En su lugar, someten su mente a una cura para que no vuelva a experimentar el deseo de violar alguna ley. Regresa a su casa y vive como un ciudadano especialmente respetado, pues la gente sabe que ya es completamente digno de confianza. En cuanto al gobierno..., justo aquí perdí el hilo de la conversación. Creo que en teoría es una república, y en la práctica una leal comunidad de hombres, escogidos por medio de un examen, cuya misión es la de velar por el bienestar de todos los demás.

¡Naturalmente, pensé que aquello era el Paraíso!

Nuestros marineros escuchaban boquiabiertos. Rovic mantuvo una actitud reservada, pero se retorcía de manera incesante el bigote. Guzan, para quien esto constituía una vieja historia, se fue agitando. Era evidente que no veía con agrado nuestra intimidad con Val Nira, y menos la facilidad con que asimilábamos las ideas que éste nos comunicaba.

Pero la cuestión es que procedemos de un país donde siempre se ha alentado la filosofía natural y la mejora de las artes mecánicas. Yo mismo, con mi corta vida, había presenciado la sustitución de la noria en regiones donde hay pocos ríos provistos de la moderna forma a base de molinos de viento. El reloj de péndulo fue inventado un año antes de mi nacimiento. Había leído muchas novelas acerca de las máquinas voladoras que no pocos hombres han tratado de inventar. Acostumbrados a vivir a tan vertiginoso ritmo del progreso, los montalirianos estábamos preparados para asimilar conceptos aún más amplios.

Por la noche, sentado con Froad y Etien alrededor de la fogata que ardía en nuestro campamento, hablé de ello con el sabio.

–Ah –canturreó él–, en el día de hoy, la Verdad se ha desvelado ante mis ojos. ¿Has oído lo que ha dicho el hombre de las estrellas? ¿Las tres leyes del movimiento planetario en torno al sol, y la gran ley de atracción que las explica? ¡Por todos los santos, esa ley puede reducirse a una corta frase, y su desarrollo tendrá a los matemáticos ocupados durante trescientos años!

Fijó la vista más allá de las llamas, y las otras fogatas alrededor de las cuales dormían los paganos, y la penumbra de la jungla, y el colérico resplandor volcánico en el cielo. Yo empecé a interrogarle.

–Dejémoslo estar, muchacho –gruñó Etien–. ¿Acaso puede explicarse cuándo un hombre se enamora?

Me acerqué un poco más a la sólida y consoladora figura del contramaestre.

–¿Qué piensa usted de todo esto? –pregunté, en voz baja, pues la jungla susurraba y crujía por todos lados.

–Hace tiempo que he dejado de pensar –dijo–. Después de aquel día en el alcázar, cuando el patrón nos animó a navegar con él aunque saliéramos del borde del mundo, y cayéramos echando espuma entre las estrellas... Bueno, sólo soy un pobre marinero, y mi única oportunidad de regresar a casa es seguir al capitán.

–¿Incluso más allá del cielo?

–Quizás eso resulte menos peligroso que seguir dando la vuelta al mundo. El hombrecillo juró que su embarcación estaba en buen estado, y no existen tormentas entre los soles.

–¿Acaso nos podemos fiar de su palabra?

–Oh, sí. Incluso un viejo marinero como yo ha conocido a suficientes hombres para saber cuándo uno miente. No temo a la gente del Paraíso, y el capitán tampoco. Excepto en un sentido... –Etien se rascó la barba, y frunció el ceño–. En un sentido que no puedo precisar, han asustado a Rovic. No teme que vengan con antorchas y espadas; pero hay algo en ellos que le asusta.

Noté que el suelo se estremecía imperceptiblemente. Ulas se había aclarado la garganta.

–Parece como si estuviéramos provocando la ira de Dios...

–Tampoco es eso lo que preocupa al capitán. Nunca ha sido demasiado piadoso. –Etien se rascó, bostezó, y se puso en pie–. Me alegro de no ser el capitán. Que él decida lo que debemos hacer. Ya va siendo hora de que ustedes y yo nos vayamos a dormir.

Aquella noche yo dormí muy poco.

Creo que Rovic descansó bien. Sin embargo, cuando amaneció el nuevo día, su aspecto era macilento. Me pregunté el motivo. ¿Acaso pensaba que los hisagazi nos atacarían? En ese caso, ¿por qué había venido? A medida que la pendiente se hacía más empinada, la carreta era tan difícil de arrastrar y empujar, que incluso olvidé mis temores para tomar aliento.

No obstante, al atardecer, cuando llegamos al lugar donde se encontraba la Nave, también olvidé mi cansancio. Y después de un torrente de juramentos, nuestros marineros se apoyaron en silencio sobre las picas. Los hisagazis, poco comunicativos, se agacharon en señal de respeto. Sólo Guzan permaneció en pie. Contemplé su expresión mientras observaba aquella maravilla; era una expresión de codicia.

Se podía decir que aquel era un lugar desértico. Habíamos sobrepasado el límite de la vegetación. El terreno que se extendía debajo de nosotros era como un mar de color verde, bordeado por un océano plateado. Nos hallábamos entre enormes rocas negras, cenizas y prosa toba. La montaña subía en acantilados, barrancos y precipicios hacia la nieve y el humo, que se elevaba cerca de un kilómetro hacia el cielo. Allí estaba la Nave.

Verdaderamente, la Nave era una belleza.

La recuerdo muy bien. Su longitud –mejor dicho, altura, puesto que se hallaba apoyada sobre la cola– era casi igual a la de nuestra carabela; de forma, parecía la cabeza de una lanza, de color blanco brillante, sin oxidar a pesar de los cuarenta años transcurridos. Eso era todo. Pero las palabras resultan insuficientes. ¿Acaso pueden describir las nítidas curvas, la iridiscencia del bruñido metal, una cosa que era orgullosa y espléndida y que, en su misma forma, parece querer volar? ¿Cómo puedo conjurar el hechizo que envolvía a esa Nave que había hendido la luz de las estrellas?

Durante un buen rato permanecimos inmóviles. Se me nubló la vista. Me enjugué los ojos, contrariado de que me vieran tan afectado, hasta que vi brillar una lágrima en la pelirroja barba de Rovic. Pero el semblante del capitán era inexpresivo. Cuando habló, se limitó a decir, con monótona voz:

–Adelante, acampemos.

Los centinelas hisagazis no osaban aproximarse más de aquellos centenares de metros a un ídolo tan poderoso como era la Nave. Nuestros marineros se alegraron de mantener la misma distancia. Pero cuando hubo oscurecido y todo estuvo en orden, Val Nira nos condujo a Rovic, Froad, Guzan y a mí hacia la embarcación.

Mientras nos acercábamos, una puerta doble situada en el costado se abrió silenciosamente y una pasarela de desembarco descendió desde ella. Iluminada por la luz de Tambur y los rojizos reflejos de las nubes de humo, la Nave ya era bastante extraña para lo que yo podía resistir. Cuando me recibió de ese modo, como si un fantasma estuviera de guardia, lancé un gemido y eché a correr. Las cenizas crujieron bajo mis botas; inspiré una bocanada de aire sulfuroso.

Cuando llegué al límite del campamento, me atreví a volver la vista atrás. El oscuro terreno eclipsaba la luz, de modo que la Nave aparecía sola en su grandeza. Volví sobre mis pasos.

El interior estaba iluminado por paneles, fríos al tacto. Val Nira explicó que el gran motor que los accionaba estaba intacto, y que producía energía con sólo bajar una palanca. Tal como yo lo entendí, esto se lograba cambiando la parte metálica de una sal en luz... lo cual no entiendo en absoluto. El mercurio era necesario para una parte de los mandos que canalizaban la energía del motor hacia otro mecanismo encargado de impulsar la Nave hacia el cielo. Inspeccionamos el depósito roto. El impacto del aterrizaje había sido realmente enorme, para conseguir torcer y doblar aquella aleación tan gruesa. Y, sin embargo, Val Nira había sido protegido por fuerzas invisibles; el resto de la Nave no había sufrido daños de consideración. Fue a buscar algunas herramientas, que flameaban, zumbaban y giraban, e hizo algunos arreglos en la parte rota. Evidentemente, no habría tenido dificultades en completar el trabajo, y sólo necesitaba cinco litros de mercurio para dar de nuevo vida a la embarcación.

Aquella noche nos enseñó muchas otras cosas. No hablaré de ellas, porque ni siquiera recuerdo con claridad tantas rarezas, y no sería capaz de encontrar las palabras adecuadas. Baste saber que Rovic, Froad y Zhean pasaron varias horas en la Colina Elf.

Igual que Guzan. Aunque ya había acudido allí con anterioridad, como parte de su iniciación, nunca había visto tantas cosas hasta entonces. Sin embargo, observándole con atención, vi en él menos admiración que codicia.

No hay duda de que Rovic observó lo mismo. Había pocas cosas que Rovic no observara. Cuando abandonamos la Nave, su silencio no se debía a la estupefacción como el de Froad o el mío. En aquel momento, pensé que estaba inquieto por las dificultades que Guzan no dejaría de plantear. Ahora, mirando hacia atrás, creo que estaba triste.

La cuestión es que, mucho después de que todos nos acostáramos, él permanecía levantado, mirando hacia la Nave iluminada por el planeta.

 

 

A primera hora de una mañana fría, Etien me despertó a sacudidas.

–Levántate, muchacho, hay trabajo para hacer. Carga las pistolas y coge el puñal.

–¿Qué? ¿Qué va a suceder? –pregunté, mientras luchaba por desembarazarme de la helada manta.

La noche pasada parecía un sueño.

–El capitán no ha dicho nada, pero parece evidente que espera una batalla. Avisa a los de la carreta y ayúdanos a trasladarnos a la torre volante. –La corpulenta figura de Etien permaneció agachada junto a mí. Después dijo lentamente–: Creo que Guzan se propone matarnos en esta montaña. Un oficial y unos cuantos tripulantes bastan para manejar el Golden Leaper, ir a Giair y volver. El resto de nosotros le causaría menos problemas con la garganta cortada.

Temblando de pies a cabeza, me arrastré por el suelo. Después de armarme, cogí algo de comida del almacén comunitario. Los hisagazis que nos acompañaban llevaban pescado seco y una especie de pan hecho con algas en polvo. Sólo los santos sabían cuándo tendría la oportunidad de volver a comer. Fui el último en reunirme con Rovic junto a la carreta. Los nativos avanzaban tétricamente hacia nosotros, inseguros sobre lo que pretendíamos.

–En marcha, muchachos –dijo Rovic.

Dio las órdenes. Cuatro hombres empezaron a arrastrar la carreta por el rocoso camino hacia la Nave, donde ésta relucía entre la neblina. Los demás permanecimos allí, con las armas preparadas. Guzan corrió hacia nosotros, acompañado por un soñoliento Val Nira.

La cólera oscurecía su semblante.

–¿Qué están haciendo? –gritó.

Rovic le dirigió una tranquila mirada.

–Como es posible que nos quedemos algún tiempo aquí, estamos inspeccionando las maravillas de la Nave...

–¿Qué? –exclamó Guzan–. ¿A qué te refieres? ¿Es que por ser la primera vez no han visto bastante? Tenemos que regresar a casa, y prepararnos para ir en busca de la piedra fluida.

–Ve tú, si quieres –dijo Rovic–. Yo prefiero quedarme. Y, puesto que no confías en mí, debo comunicarte que el sentimiento es recíproco. Mis hombres permanecerán en la Nave, y si es necesario la defenderán.

Guzan se enfureció, pero Rovic no le prestó el menor caso. Nuestros hombres continuaron empujando la carreta sobre el desigual terreno. Guzan señaló a sus lanceros que se acercaban en una masa desordenada pero compacta. Etien dio la orden. Nosotros ocupamos nuestras posiciones. Las picas inclinadas hacia delante, y los mosquetes apuntando.

Guzan retrocedió. Le habíamos hecho varias demostraciones con armas de fuego en su isla de origen. Si se decidía, indudablemente podía superarnos con el número, pero las pérdidas serían elevadas.

–No existe razón para luchar, ¿verdad? –ronroneó Rovic–. Sólo tomo las precauciones que creo más sensatas. La Nave es un premio muy valioso. Podría traer el Paraíso para todos... o el dominio de unos pocos sobre toda la tierra. Hay quienes preferirían esto último. No te he acusado de estar entre ellos. Sin embargo, por prudencia, tomo la Nave como rehén y fortaleza durante el tiempo que desee permanecer aquí.

Creo que en aquel momento me convencí de las verdaderas intenciones de Guzan, no como una suposición nuestra sino como un hecho evidente. Si realmente hubiese querido alcanzar las estrellas, su única preocupación habría sido preservar la Nave. No habría extendido el brazo, agarrando al pequeño Val Nira entre sus fuertes manos, ni habría retrocedido con el hombre de las estrellas a modo de escudo contra nuestro fuego. Tampoco su intención tiene importancia, salvo para mi propia conciencia. La ira contorsionaba su arrugado semblante. Nos chilló:

–¡Pues yo también retendré a un rehén! ¡Que les aproveche el refugio!

Los hisagazis se arremolinaron a nuestro alrededor, alzando las lanzas y hachas, pero sin hacer ademán de seguirnos. Nos abrimos paso por la negra ladera. El sol empezaba a calentar. Froad se retorció la barba.

–Diablos, capitán –dijo–, ¿cree que piensan sitiarnos?

–No aconsejaría a nadie que se aventurara a salir solo –dijo Rovic quedamente.

–Pero sin Val Nira para explicarnos las cosas, ¿de qué nos sirve permanecer en la Nave? Lo mejor es que regresemos. Tengo algunos textos matemáticos que puedo consultar. La cabeza me da vueltas respecto a esa ley que hace girar a los planetas. Debo preguntar al hombre del Paraíso lo que sabe de...

Rovic le interrumpió para ordenar a tres hombres que ayudaran a levantar una rueda encallada entre dos piedras. Estaba de muy mal humor. Confieso que su decisión me pareció una locura. Si Guzan se proponía traicionarnos, no habíamos ganado gran cosa al quedamos inmóviles en la Nave, donde podía hacernos perecer de hambre. Habría sido mejor obligarle a atacar al aire libre, donde quizás hubiéramos tenido la oportunidad de vencerle. Y si Guzan no planeaba caer sobre nosotros en la jungla –o en cualquier otra parte–, aquello era una insensata provocación. Pero no me atreví a interrogarle.

Cuando llegamos hasta la Nave con la carreta, la pasarela volvió a descender. Los marineros se sobresaltaron y lanzaron un juramento. Rovic se arrancó con un esfuerzo de su amargura, para calmarlos.

–Tranquilos, muchachos. Ya he estado a bordo y no hay ningún peligro dentro. Ahora tenemos que llevar la pólvora hasta allí, y almacenarla tal como habíamos planeado.

Debido a mi frágil constitución, no fui elegido para transportar los pesados barriles, sino que me colocaron al pie de la pasarela para vigilar a los hisagazis. Aunque estábamos demasiado lejos para distinguir las palabras, vi que Guzan subía a una roca y les arengaba. Aunque los guerreros agitaron sus armas en dirección a nosotros y lanzaron feroces alaridos, no se atrevieron a atacar. Me pregunté lo que estaría ocurriendo. Si Rovic había previsto un sitio, eso justificaba lo del cargamento de pólvora... No, no lo justificaba, porque había más personas de las que una docena de hombres podían matar en varias semanas de tiroteo, aunque hubiésemos tenido suficientes balas... ¡Y apenas si teníamos comida! Miré más allá de las venenosas nubes volcánicas, hacia Tambur, donde reinaban tormentas que podían engullirnos a todos nosotros, y me pregunté qué demonios estaban al acecho para tentar a los hombres.

Al oír un indignado grito procedente del interior de la Nave, me sobresalté con horror. ¡Froad! Eché a correr por la pasarela, pero recordé mi deber a tiempo. Oí que Rovic le amonestaba y ordenaba a la tripulación que siguieran adelante. Froad y Rovic debieron de entrar solos en el compartimiento del piloto, donde hablaron durante más de una hora. Cuando el anciano salió, ya no protestaba. Pero al bajar por la pasarela lloraba.

Rovic le siguió, con una expresión más sombría de la que yo le había visto jamás. Los marineros aparecieron detrás, algunos consternados, otros aliviados, pero principalmente mirando hacia el campamento hisagazi. Eran simples marineros; la Nave no significaba para ellos más que un extraño e inquietante objeto. Etien fue el último en salir, andando hacia atrás por la pasarela metálica mientras desenrollaba un largo cable.

–¡Formen! –gritó Rovic. Los hombres ocuparon sus posiciones–. Zhean y Froad, ustedes en el centro –dijo el capitán–. Serán más útiles llevando munición de repuesto que luchando.

Se colocó a la vanguardia.

Yo agarré a Froad por una manga.

–Por favor, se lo ruego, maestro, ¿qué sucede?

Sollozaba demasiado para poder contestarme.

Etien se agachó, con un trozo de pedernal y acero en las manos. Me oyó –porque el silencio era absoluto– y dijo con voz dura:

–Hemos colocado los barriles de pólvora a lo largo del casco, muchacho, con regueros de pólvora entre uno y otro. Aquí está la mecha.

Tan monstruoso era todo que no pude hablar, ni siquiera pensar. Como si estuviera inmensamente lejos, oí el chasquido de la piedra sobre el metal en los dedos de Etien, le oí avivar las chispas con un soplo y añadir:

–Una buena idea, creo yo. Ya te dije la otra noche que seguiría al capitán sin temer la maldición de Dios... pero no le tentemos demasiado.

–¡Adelante!

La espada de Rovic centelleó al salir de su vaina.

Mientras nos alejábamos a paso rápido, nuestros pies crujían con estrépito sobre la montaña. No miré hacia atrás. No pude. Todavía estaba debatiéndome en una pesadilla. Puesto que, de todos modos, Guzan se hubiera movido para interceptarnos, nos dirigimos en línea recta hacia su tropa. Él dio un paso al frente cuando nos detuvimos al borde del campamento. Val Nira apareció temblando detrás de él. Oí vagamente sus palabras.

–Y bien, Rovic, ¿qué ocurre ahora? ¿Listo para regresar a casa?

–Sí –dijo el capitán con voz inexpresiva–. Hasta el fin del viaje.

Guzan le miró de soslayo con creciente desconfianza.

–¿Por qué has abandonado la carreta? ¿Qué has dejado allí?

–Suministros. Vamos, en marcha.

Val Nira miraba fijamente la cruel forma de nuestras picas. Tuvo que humedecerse los labios unas cuantas veces antes de poder balbucear:

–¿De qué están hablando? No hay razón alguna para dejar comida aquí. Se estropeará con el tiempo hasta... hasta...

Se interrumpió al observar la expresión de Rovic. La sangre se retiró de su cara.

–¿Qué ha hecho? –susurró.

De pronto, Rovic alzó la mano que tenía libre y con ella se tapó la cara.

–Lo que era mi deber –repuso con voz ronca–. Hija de Dios, perdóname.

El hombre de las estrellas nos contempló un momento más. Después dio media vuelta y empezó a correr. Pasó a toda velocidad junto a los sorprendidos guerreros, y se internó en la cenicienta ladera, en dirección a la Nave.

–¡Vuelva! –le gritó Rovic–. ¡Está loco, no podrá...!

Con sumo esfuerzo tragó saliva. Mientras observaba aquella pequeña, tambaleante y solitaria figura que corría por una montaña de fuego hacia La Más Hermosa, la espada se escapó de su mano.

–Quizá sea mejor –dijo a modo de bendición.

Guzan alzó su propia espada. Con la capa de escamas y las ondeantes plumas, su aspecto era tan impresionante como el de Rovic enfundado en su armadura.

–Dime lo que has hecho –exclamó–, o te mato ahora mismo.

No prestó atención a nuestros mosquetes. También él había soñado.

Cuando la Nave explotó, también él dejó de soñar.

Ni siquiera aquel casco adamantino podía resistir una carretada de pólvora cuidadosamente colocada, detonada al mismo tiempo. El estallido me hizo caer de rodillas, y el casco se partió por la mitad. Retorcidos pedazos de metal blanco salieron disparados sobre la ladera. Vi que uno de esos pedazos chocaba con una roca y se partía en dos. Val Nira desapareció, destruido con demasiada rapidez para ver lo que ocurría; así pues, en el último momento, Dios fue misericordioso con él. A través de las llamas, la humareda y el ruido aterrador que siguieron, vi caer la Nave. Rodó ladera abajo, salpicando la montaña con sus destrozadas entrañas. Entonces la ladera retumbó y se deslizó en su persecución, enterrándola. El polvo ocultó el cielo.

Ya no me atrevo a recordar nada más.

Los hisagazis, tras lanzar un alarido de terror, huyeron. Debieron de pensar que el infierno había llegado a la tierra. Guzan se mantuvo firme. Cuando el polvo nos envolvió, ocultando la tumba de la Nave y el blanco cráter del volcán, tiñendo el sol de color rojo, saltó encima de Rovic. Un mosquetero levantó su arma. Etien la bajó de un manotazo. Permanecieron inmóviles mientras contemplábamos cómo luchaban aquellos dos hombres, sobre la insegura tierra volcánica, sabiendo que tenían derecho a hacerlo. Al roce de las afiladas hojas, las chispas brotaban. Al fin, la habilidad de Rovic prevaleció. Alcanzó a su enemigo en la garganta.

Tras conceder a Guzan un entierro decente, nos internamos en la jungla.

Aquella noche, los guardias reunieron el valor suficiente para atacarnos. Los mosquetes nos fueron de una gran ayuda, pero, principalmente, tuvimos que hacer uso de la espada y la pica. Nos abrimos camino entre ellos porque no teníamos otro lugar adonde ir más que el mar.

Al tiempo que retrocedían, se apresuraron a difundir la noticia de lo ocurrido. Cuando llegamos a Nikum, todas las fuerzas que Iskilip pudo obtener estaban sitiando al Golden Leaper y esperando impedir la entrada de Rovic. Volvimos a formar en cuadro, sin importarnos cuántos miles podían ser, ya que sólo una veintena nos atacaba a la vez. Sin embargo, dejamos seis buenos hombres sobre el barro rojo de aquellas calles. Cuando los hombres de la carabela comprendieron que Rovic regresaba, bombardearon la ciudad. Eso prendió fuego al bálago de los tejados y distrajo al enemigo hasta el punto de que un destacamento de la nave fue capaz de acudir en nuestra ayuda. Fuimos avanzando hacia el muelle, subimos a bordo y asimos el cabrestante. Ultrajados y muy valientes, los hisagazis se acercaron con sus canoas a nuestro casco, donde el cañón no podía ser disparado. Uno encima de los hombros del otro, consiguieron subir hasta alcanzar la barandilla. Así fue cómo pudo subir todo el grupo. La lucha que les expulsó de los puentes fue cruel. Entonces fue cuando me hicieron añicos la clavícula, que todavía sigue molestándome.

Finalmente, salimos del fiordo. Soplaba un fresco viento procedente del este. Con las velas desplegadas, pronto conseguimos dejar atrás al enemigo. Contamos los muertos, vendamos a los heridos y nos fuimos a dormir.

 

 

Al amanecer del día siguiente, tras despertarme por el dolor de la herida y el dolor aún más agudo que sentía en mi interior, subí al alcázar. El cielo estaba cubierto de nubes. La intensidad del viento había aumentado y el mar se extendía, agitado por las olas, hasta un horizonte grisáceo. Las cuadernas gemían y las jarcias hacían palletes. Durante una hora, permanecí mirando hacia popa, envuelto por el aire helado que entumece el dolor.

Cuando oí el ruido de unas botas a mi espalda, no me volví. Sabía que eran las de Rovic. Durante un buen rato permaneció junto a mí, con la cabeza descubierta. Observé que empezaba a palidecer.

Al fin, sin haberme mirado todavía, de cara a un viento que arrancaba lágrimas de nuestros ojos, dijo:

–Aquel día, tuve la oportunidad de hablar con Froad. Lo lamentó, pero reconoció que yo tenía razón. ¿Te ha hablado de ello?

–No –repuse yo.

–A ninguno de nosotros nos gusta hablar de ello –dijo Rovic.

Al cabo de unos momentos prosiguió:

–No tenía miedo de que Guzan o cualquier otro se apoderara de la Nave y tratara de convertirse en un tirano. Los hombres de Montalir habríamos sabido cómo dominar a cualquiera de esos bribones. Tampoco tenía miedo de los habitantes del Paraíso. Ese pobre hombrecillo estaba diciendo la verdad. Nunca nos hubieran hecho daño... voluntariamente. Nos hubieran traído preciosos regalos, enseñado sus artes esotéricas y permitido visitar las estrellas.

–Entonces, ¿por qué? –salté yo.

–Algún día, los sucesores de Froad resolverán los enigmas del universo –dijo–. Algún día, nuestros descendientes construirán su propia Nave y partirán hacia el destino que ellos mismos elijan.

La espuma que se agitaba a nuestro alrededor llegaba a mojarnos el cabello. Noté un gusto salado en mis labios.

–Mientras tanto –dijo Rovic–, surcaremos los mares de esta tierra, escalaremos sus montañas, trazaremos mapas, haremos conquistas y llegaremos a entenderlo. ¿Lo ves, Zhean? Esto es lo que la Nave nos habría arrebatado.

Entonces, yo también empecé a llorar. Él apoyó una mano sobre mi hombro sano y se quedó conmigo mientras el Golden Leaper, con todas las velas desplegadas, seguía su curso hacia el oeste.