Cuando por vez primera oímos hablar de la Nave
Celeste, estábamos en una isla cuyo nombre, tal como las lenguas montalirianas
articulan sonido tan bárbaro, era Yarzik. Hacía casi un año desde que el Golden Leaper salió de Ciudad Lavre, y
nosotros creíamos haber dado media vuelta al mundo. Nuestra pobre carabela
estaba tan sucia de algas y conchas, que las velas apenas podían arrastrarla
por el mar. Toda el agua potable que quedaba en los toneles se había vuelto
verde y nociva, las galletas estaban llenas de gusanos, y en algunos miembros
de la tripulación habían aparecido los primeros signos de escorbuto.
–Sea peligroso o no –decretó el capitán Rovic–,
es preciso que desembarquemos en algún sitio. –Recuerdo que sus ojos
centellearon. Acarició su pelirroja barba y murmuró–: Además, ya hace mucho tiempo
que preguntamos por las Ciudades Aureas. Quizás esta vez sepan dónde están.
Siguiendo el rumbo de aquel monstruoso planeta
que se elevaba cada día más y más a medida que avanzábamos hacia el oeste,
cruzamos tal vacío que las charlas sediciosas comenzaron de nuevo. En el fondo
de mi corazón, no podía culpar a la tripulación. Para comprenderlo hay que
vivirlo. Un día tras otro sin ver nada más que agitadas aguas azules, espuma
blanca, nubes en un cielo tropical; un día tras otro sin oír nada más que el
viento, el ruido de las olas, el crujido del maderamen, y algunas noches, el
estrépito de algún monstruo marino que surcaba el océano. De por sí esto ya
resultaba bastante terrible para unos marineros normales, hombres incultos, que
aún creían que el mundo era plano. Pero, además, tener Tambur colgado encima
del bauprés, y trepar a él, para que todos lo viéramos... era, según murmuraba
la tripulación en el castillo de proa, demasiado. ¿No lo dejaría caer sobre
nosotros un Dios encolerizado?
Finalmente, una delegación se encaminó para
hablar con el capitán Rovic. Tímida y respetuosamente, aquellos hombres
fornidos y toscos le pidieron que diéramos la vuelta. Pero sus camaradas se
reunieron abajo, con el musculoso cuerpo ennegrecido por el sol y enfundado en raídas
faldas escocesas, y la mano apretada en torno a dagar o cabillas de maniobra.
Es verdad que los oficiales, agrupados en el alcázar, teníamos espadas y
pistolas. Pero no éramos más que seis, incluidos el muchacho asustado que yo
era entonces y el anciano astrólogo Froad, cuya túnica y barba blanca
resultaban muy impresionantes para la vista, pero de escasa utilidad en caso de
pelea.
Después que el portavoz hubiera formulado su
demanda, Rovic permaneció mudo durante largo rato. El silencio aumentó, hasta
que el vano chillido del viento en nuestros obenques, y el vano destello del
océano en el horizonte del mundo, fue todo lo que hubo. Nuestro capitán tenía
un espléndido aspecto, se había puesto unos pantalones de color escarlata hasta
debajo de la rodilla en cuanto se enteró de que la delegación iría a visitarle,
así como se atavió con un casco y peto de armadura brillantes como un espejo.
Las plumas ondeaban en torno a aquella cabeza de reluciente acero y los
diamantes de sus dedos rivalizaban con los rubíes del mango de su espada. Sin
embargo, cuando habló no lo hizo como un caballero de la corte de la Reina,
sino con el marcado acento de Anday, de su adolescencia como pescador.
–¿Así que ustedes darían media vuelta,
compañeros? Tenemos viento, y sol, pero no están contentos. ¡Qué distintos son
de sus padres! No deben conocer la leyenda que habla de que el hombre sólo
tenía que ordenar y las cosas se hacían, y fue precisamente por culpa de un
hombre de Anday por lo que ahora debemos trabajar. Porque, vean, no era
demasiado pedirle que sostuviera el hacha para cortar un árbol, o que ordenara
las gavillas que se dirigieran a su casa, pero cuando les dijo que le llevaran,
Dios montó en cólera y nos arrebató ese poder. Aunque es verdad que, a modo de
recompensa, Dios proporcionó a los habitantes de Anday suerte en el mar, suerte
en los dados y suerte en el amor. ¿Qué otra cosa quieren, compañeros?
Estupefacto por esta respuesta, el portavoz se
frotó las manos, enrojeció, miró hacia el puente, y tartamudeó que pereceríamos
miserablemente... de hambre, sed, ahogados o triturados por aquella horrible
luna, o saldríamos del límite del mundo..., el Golden Leaper ya había llegado más lejos de lo que ninguna otra
embarcación había hecho desde la Caída del Hombre, y si regresábamos enseguida,
nuestra fama duraría siempre...
–¿Acaso podemos comer la fama, Etien? –preguntó
Rovic, aún sereno y sonriente–. Hemos tenido peleas y tormentas, dificultades,
y también grandes juergas; pero no hemos visto ni una maldita Ciudad Aurea,
aunque todos sabemos que debe de estar en alguna parte, llena de tesoros para
los que tengan el valor de ir a buscarlos. ¿Qué diablos les pasa, compañeros?
¿Acaso es éste un crucero de placer? ¿Qué dirían los extranjeros? ¡Cómo se
reirían sus arrogantes caballeros de Sathayn, sus sucios buhoneros de Wondland,
no sólo de nosotros, sino de todo Montalir, si ahora diéramos marcha atrás!
De este modo se burló de ellos. Sólo una vez
tocó su espada, desenvainándola hasta la mitad, como si estuviera distraído,
cuando recordó cómo habíamos resistido el huracán en Xingu. Pero ellos
recordaron el motín que siguió, y cómo aquella misma espada había atravesado a
tres marineros armados que le atacaron a la vez. Su dialecto les comunicó que
daría por olvidado lo pasado, si ellos también lo hacían: sus obscenas promesas
de desahogo entre lascivas tribus salvajes aún por descubrir, su recital de
tesoros legendarios, su llamada a su orgullo de marineros y montalirianos,
apaciguó el miedo. Y al final, cuando los vio maleables, lanzó el discurso
provinciano. Avanzó unos pasos sobre el alcázar, con su reluciente casco y
ondeantes plumas, y, justo encima de su cabeza, la bandera de Montalir exhibió
sus colores desteñidos por el mar, y tal como hablan los caballeros de la
Reina, dijo:
–Ya saben que yo no propongo regresar hasta que
hayamos dado la vuelta a todo el globo y podamos ofrecer a Su Majestad ese
regalo. Un regalo que no es oro ni esclavos, ni siquiera esa erudicción de
tierras lejanas que ella y su excelentísima Compañía de Aventuras Comerciales
desean. No, lo que nuestras manos alzarán para darle, el día en que amarremos
nuevamente en los largos muelles de Lavre, será nuestra proeza: hacer algo que
ningún hombre ha osado jamás, y hacerlo para su gloria.
Todavía permaneció allí un rato más, con el
silencio poblado de ruidos marinos como compañía. Después, dijo tranquilamente:
–Todo el mundo a sus puestos.
Tras lo cual, giró sobre sus talones y entró de
nuevo en su camarote.
Durante algunos días más continuamos así, los
hombres deprimidos, aunque no tristes, y los oficiales ocultando, con sumo
cuidado, sus dudas. Yo estuve muy ocupado, no con los deberes del personal por
los cuales se me pagaba ni con los estudios de capitanía que había emprendido –reducidos
al máximo en aquellos días–, sino ayudando a Froad, el astrólogo. En aquellos
aires balsámicos, él podía realizar su trabajo incluso a bordo. Poco le
importaba que nos hundiéramos o nos mantuviéramos a flote; ya había vivido
demasiados años. Pero el conocimiento de los cielos que podía obtenerse allí,
eso ya era otra cosa. Por la noche, situado en la cubierta de proa y rodeado
por el cuadrante, el astrolabio y el telescopio, envuelto por el resplandor del
firmamento, parecía un santo de algún ventanal de Provien Minster.
–Mira aquello, Zhean.
Su delgada mano señaló un punto por encima de
las olas que brillaban y reflejaban la luz, más allá del cielo púrpura y las
pocas estrellas que aún osaban mostrarse, en dirección a Tambur. A medianoche
se veía enorme en su plenitud, extendido sobre setenta grados del cielo, como
un escudo verde y azul claro, cubierto de motas que se movían sobre su
superficie. La luciérnaga que nosotros habíamos denominado Siett parpadeaba
cerca del nebuloso borde del gigante. Balant, raramente visible y muy baja en
el horizonte en nuestra parte del mundo, estaba muy alta en aquel lugar: un
semicírculo, pero la parte oscura de su disco se hallaba teñida por la luminosa
Tambur.
–Observa –declaró Froad–, ya no cabe duda; se ve
cómo el globo gira en tomo a su eje, y cómo las tormentas bullen en el aire.
Tambur ha dejado de ser la más oscura y escalofriante de las leyendas, así como
una terrible aparición cuando entramos en aguas desconocidas; Tambur es real.
Un mundo como el nuestro. Inmensamente mayor, es cierto, pero un esferoide del
espacio, alrededor del cual se mueve nuestro propio mundo, mostrando siempre el
mismo hemisferio a su monarca. De modo triunfal, las conjeturas de los antiguos
se confirman. No es sólo que nuestro mundo sea redondo, ¡uff!, esto resulta evidente para cualquiera, sino también que
giramos en torno a un centro mayor, que gira a su vez alrededor del sol. Pero,
la cuestión es, ¿qué tamaño tiene el sol?
–Siett y Balant son satélites internos de Tambur
–recité yo, esforzándome por comprender–. Vieng, Darou y las otras lunas que se
ven desde casa tienen caminos ajenos a los de nuestro propio mundo. De acuerdo.
Pero ¿cuál es su papel?
–Eso no lo sé. Quizá la esfera de cristal que
contiene las estrellas ejerza una presión hacia el interior. Tal vez, la misma
presión que impulsó a la humanidad hacia el interior de la Tierra, en épocas de
la Caída del Cielo.
Aunque la noche era cálida, yo me estremecí como
si todas aquellas fueran estrellas de invierno.
–¿Así que también puede haber hombres en...
Siett, Balant, Vieng... e incluso Tambur? –articulé.
–¿Quién sabe? Necesitaríamos muchas vidas para
averiguarlo. ¡Y qué vidas serían! Da gracias al buen Dios, Zhean, por nacer en
los albores de la edad venidera.
De nuevo, Froad empezó a tomar medidas. Según
los demás oficiales era un trabajo aburrido; pero yo había aprendido bastante
acerca de las artes matemáticas como para entender que, a partir de estas
interminables tabulaciones, se podía descubrir el tamaño exacto de la tierra,
de Tambur, del sol, las lunas y las estrellas, los caminos que seguían a través
del espacio y la dirección del Paraíso. De modo que los marineros que
murmuraban y hacían signos para conjurar al diablo cuando pasaban frente a
nuestros instrumentos, se hallaban más cerca de la verdad que los caballeros de
Rovic, porque Froad practicaba realmente una poderosa nigromancia.
Al fin vimos los signos de la tierra: algas
flotando sobre el mar, pájaros y enormes masas de nubes. Al cabo de tres días
divisamos una isla. Era de un color verde intenso bajo aquellos cielos en
calma. El oleaje, aún más violento que en nuestro hemisferio, se estrellaba
contra altos acantilados, se convertía en blanca espuma y volvía a alejarse sin
dejar de rugir. Con prudencia, navegamos a lo largo de la costa, con las
banderas en la arboladura para facilitar el acercamiento, y los artilleros
dispuestos junto al cañón con cerillas encendidas. Porque no sólo había
corrientes y bancos desconocidos –peligros a los que ya estábamos acostumbrados–,
sino que, en otras ocasiones, habíamos tenido problemas con caníbales que se
acercaron a nuestro barco en sus piraguas. Especialmente temíamos los eclipses.
En ese hemisferio, todos los días el sol se oculta detrás de Tambur. En nuestra
longitud, sucedía hacia media tarde y duraba unos diez minutos. Un panorama
impresionante: el planeta primario, era así como Froad lo llamaba ahora, un
planeta similar a Diell o Coint, con nuestro propio mundo reducido a un mero
satélite, se convertía en un disco negro bordeado de rojo, en un cielo
repentinamente lleno de estrellas. Un viento frío soplaba sobre el mar, e
incluso las olas parecían apaciguarse. Sin embargo, tan imprudente es el alma
del hombre que continuábamos trabajando, sin detenernos nada más que para rezar
una brevísima plegaria cuando el sol desaparecía, pensando más en la
posibilidad de un naufragio en la oscuridad que en la Majestad de Dios.
Tan brillante es Tambur que proseguimos dando la
vuelta a la isla cuando se hizo de noche. De sol a sol, doce mortales horas,
mantuvimos al Golden Leaper navegando
lentamente. Al segundo mediodía, la persistencia del capitán Rovic se vio
recompensada. Una abertura en los acantilados nos reveló un largo fiordo.
Orillas pantanosas cubiertas de árboles marinos nos aseguraron que, aunque la
marea se adentraba en la bahía, no era una de ésas que tanto temor causan a los
marineros. Al tener el viento en contra, aferramos las velas y bajamos los
botes, impulsando nuestra carabela por la fuerza de los remos. Éste fue un
momento vulnerable, especialmente tras observar la existencia de un pueblo
dentro del fiordo.
–¿No sería mejor quedarnos fuera, capitán, y
dejar que fueran ellos los primeros en acercarse? –aventuré yo.
Rovic escupió por encima de la borda.
–He comprobado que es mejor no mostrarse nunca
vacilante –dijo–. Si una flotilla de canoas nos ataca, les daremos su merecido
y así no volverán a molestamos. Pero creo que si desde el primer momento
demostramos no temerles, hay menos posibilidades de que nos tiendan una
emboscada después.
Demostró estar en lo cierto.
Al cabo de un tiempo, nos enteramos de que
habíamos llegado al extremo oriental de un gran archipiélago. Sus habitantes
eran extraordinarios marinos, sobre todo considerando que sólo disponían de
piraguas con flotadores laterales para sus viajes. Sin embargo, estas
embarcaciones llegaban a medir hasta treinta metros de eslora. Con cuarenta
paletas, o tres mástiles con velas de esterilla, esa embarcación casi podía
igualar nuestra velocidad máxima, además de ser más manejable. Sin embargo, su
radio de acción quedaba limitado por su reducido espacio de cargamento.
Pese a vivir en casas de madera y bálago, y
poseer únicamente herramientas de piedra, los nativos eran gente cultivada.
Cultivaban la tierra tan bien como pescaban; sus sacerdotes poseían un
alfabeto. Altos y vigorosos, un poco más morenos y menos peludos que nosotros,
su aspecto era impresionante, tanto desnudos, como era habitual, como vestidos
con el traje ceremonial de plumas y ornamentos de concha. A lo largo y a lo
ancho del archipiélago, habían formado un imperio invadiendo las islas más
septentrionales, a la vez que llevaban acabo un activo comercio dentro de sus
propias fronteras. Toda la nación se llamaba Hisagazi, y la isla que nosotros
habíamos encontrado era Yarzik.
Lentamente, a medida que aprendíamos su idioma,
fuimos averiguando todo esto. Nos quedamos varias semanas en esa ciudad. El
duque de la isla, Guzan, nos dio la bienvenida, proporcionándonos toda la
comida, el alojamiento y la ayuda que necesitábamos. Por nuestra parte, los
contentábamos con cristalería, rollos de tela Wondish y otras mercancías
semejantes. Pero tropezamos con numerosas dificultades. Como la costa resultaba
demasiado pantanos a para varar una nave tan pesada como la nuestra, nos fue
preciso construir un dique seco a fin de poder carenar. Muchos de nosotros
contrajimos una desconocida enfermedad, y, aunque nos recuperamos a tiempo,
esto nos retrasó todavía más.
–Sin embargo, creo que todas nuestras
dificultades son una bendición –me dijo Rovic una noche.
En cuanto descubrió que yo era un secretario
discreto, me confiaba algunos de sus pensamientos. El capitán es siempre un
hombre solitario; y Rovic, pescador, pirata, navegante autodidacta, vencedor
sobre la Gran Flota de Sathayn y ennoblecido por la misma Reina, debía sentir
el peso de aquel necesario retraimiento con más fuerza que un caballero de
nacimiento.
Yo esperé en silencio allí, en aquella choza de
paja que le habían destinado. Una lámpara de sabonita irradiaba una luz
mortecina y enormes sombras sobre nosotros, la techumbre crujía. Fuera, el
húmedo terreno bajaba junto a las casas levantadas sobre pilotes y los
frondosos árboles, hasta el fiordo donde relucía bajo Tambur. Débilmente, pude
oír el sonido de los tambores, un cántico y muchos pies en torno a la hoguera
de los sacrificios. Realmente, las frescas colinas de Montalir parecían muy
lejanas.
Rovic recostó su musculoso cuerpo, cubierto
únicamente por una falda escocesa de marinero en aquel caluroso país. Del
barco, se había hecho traer una civilizada silla.
–Porque verás, muchacho –continuó–, en otros
tiempos habríamos establecido comunicaciones suficientes para buscar oro.
Bueno, también nos habríamos informado respecto al rumbo a seguir. Pero la
verdad es que no habríamos oído más que la vieja historia: «Sí, señor
extranjero, claro que hay un reino donde las calles están hechas de oro... a
doscientos kilómetros hacia el oeste», cualquier cosa para librarse de
nosotros, ¿eh? Pero en esta prolongada estancia he sonsacado al duque y los
sacerdotes idólatras con mayor sutileza. He sido tan evasivo acerca de nuestro
lugar de procedencia y de lo que ya sabemos, que se les ha escapado una
cantidad de cosas que en otra ocasión no hubieran dicho.
–¿Sobre las Ciudades Áureas? –pregunté yo.
–¡Chist! No quiero que la tripulación se excite
y esté fuera de control. Todavía no.
Su curtido rostro de afilada nariz cambió de
expresión.
–Siempre he creído que esas ciudades eran un
cuento de viejas –dijo. Mi sorpresa debió de reflejarse claramente en mi
rostro, pues sonrió entre dientes y prosiguió–: Un cuento muy útil. Como un
imán en un palo, nos está arrastrando alrededor del mundo. –Su regocijo se desvaneció. Volvió a
adoptar aquella expresión que no se diferenciaba en mucho de la que adoptaba
Froad al contemplar los cielos–. Naturalmente, yo también quiero oro. Pero si
no lo encontramos durante este viaje, no me importará. Capturaré unos cuantos
barcos de Eralia o Sathayn cuando estemos de nuevo en nuestras aguas, y de esa
forma pagaré el viaje. No dije más que la verdad aquel día en el alcázar,
Zhean, que este viaje era su propia finalidad, hasta que pueda ofrecérselo a la
Reina Odela, que una vez me diera el beso del ennoblecimiento.
Se arrancó de su ensoñación y dijo bruscamente:
–Una vez le hube hecho suponer que lo sabía casi
todo, conseguí que el duque Guzan me dijera que en la isla principal de este
imperio Hisagazi hay algo sobre lo que apenas me atrevo a pensar. Una nave de
los dioses, según él, y un dios viviente que vino de las estrellas. Cualquiera
de los nativos te repetirá lo mismo. El secreto reservado a los nobles es que
no se trata de una leyenda o murmuración, sino que es un hecho real,
comprobado. Eso es lo que sostiene Guzan. Yo no sé qué pensar. Pero... me llevó
a una cueva sagrada y me mostró un objeto procedente de esa nave. Era una
especie de mecanismo de relojería, creo yo. Para qué sirve, no lo sé. Pero está
hecho de un metal plateado muy brillante que me resulta totalmente desconocido.
El sacerdote me desafió a romperlo. El metal no era pesado, sino liviano. Pero
desafiló mi espada, hizo astillas una piedra con la que lo golpeé, y mi anillo
de brillantes no pudo rayarlo.
Con un gesto, conjuré al diablo. Un escalofrío
me recorrió de la cabeza a los pies, columna vertebral, piel y cuero cabelludo.
Los tambores murmuraban en la oscuridad de la jungla, y las aguas yacían como
mercurio bajo el enorme Tambur, y todas las tardes ese planeta engullía al sol.
¡Oh, las campanas de Provien, oídas en las ventosas llanuras de Anday!
Una vez el Golden
Leaper estuvo listo para navegar de nuevo, Rovic no tuvo dificultades para
conseguir el permiso necesario para visitar al emperador de Hisagazi, que vivía
en la isla principal. En cambio, hubiera tropezado con muchas dificultades para
no hacerlo. En aquellos momentos, las canoas ya habían llevado la noticia de
nuestra existencia de un rincón a otro del reino, y los grandes señores estaban
ansiosos por ver a aquellos extranjeros de ojos azules. Limpios y satisfechos una
vez más, nos desasimos de los brazos de morenas jovencitas y embarcamos.
Levamos anclas, izamos velas, y proclamamos cánticos cuyos ecos hicieron
escapar a los pájaros hasta los cercanos acantilados, y nos hicimos a la mar.
En esta ocasión íbamos escoltados. El propio Guzan era nuestro piloto, un
corpulento individuo de mediana edad cuya hermosura no estaba demasiado
afectada por los tatuajes verdes que su pueblo se grababa en el rostro y el
cuerpo. Varios de sus hijos dejaron sus paletas sobre nuestra cubierta,
mientras un enjambre de guerreros remaban junto a nosotros.
Rovic llamó a Etien, el contramaestre, a su
camarote.
–Eres un hombre de agallas –le dijo–. Te encargo
que mantengas a nuestra tripulación alerta, y las armas dispuestas, por muy
pacífico que eso parezca.
–¡Vamos, capitán! –El curtido rostro se arrugó
con desaliento–. ¿Acaso crees que los nativos planean una traición?
–¿Quién sabe? –contestó Rovic–. Ahora bien, no
digas nada a la tripulación. No saben disimular. Si la alegría o el miedo los
dominaran, los nativos se darían cuenta enseguida y se inquietarían, lo cual
empeoraría la actitud de nuestros propios hombres, hasta un punto que nadie
puede predecir. Limítate a procurar, tan disimuladamente como puedas, que
nuestros brazos nunca estén juntos y que nuestra gente no se separe.
Etien se serenó, inclinó la cabeza y salió del
camarote. Yo tuve la osadía de preguntar a Rovic lo que pensaba hacer.
–Todavía nada –dijo él–. Sin embargo, he tenido
en mis propias manos un mecanismo de relojería que ni siquiera el gran Ban de
Giair podría imaginar; y me contaron muchas historias de una Nave que bajó del
cielo llevando a un dios o a un profeta. Guzan cree que yo sé más de lo que
pretendo, y confía en que seamos un nuevo y perturbador elemento en el
equilibrio de las cosas, por medio del cual él pueda obtener sus particulares
ambiciones. No creas que ha traído a tantos guerreros consigo por casualidad.
En cuanto a mí... tengo la intención de enterarme de algo más.
Permaneció sentado un rato más, contemplando un
rayo de sol que subía y bajaba en la pared cuando el barco se balanceaba.
Finalmente dijo:
–Las Escrituras nos dicen que, antes de la
Caída, el hombre habitó más allá de las estrellas. Los astrólogos de una o dos
generaciones atrás nos han dicho que los planetas son tan corpóreos como la
tierra. Un viajero procedente del Paraíso...
Cuando nos separamos, la cabeza me daba vueltas.
No tuvimos ninguna dificultad en la travesía
entre las islas. Al cabo de varios días divisamos la isla principal, Ulas-Erkila.
Tiene ciento sesenta kilómetros de longitud, sesenta y cinco de anchura, y se
levanta en pronunciadas y verdes pendientes hacia las montañas centrales,
dominadas por un cono volcánico. Los hisagazi adoran a dos clases de dioses,
los del agua y los del fuego, y creen que estas casas del Monte Ulas están
dominadas por los últimos. Al ver que aquella cima nevada se recortaba sobre el
cielo por encima de una cordillera esmeralda, manchando el azul del humo,
experimenté lo mismo que los paganos. El acto más sagrado que un hombre puede
realizar entre ellos es lanzarse al ardiente cráter de Ulas, y son muchos los
guerreros ancianos que suben a la montaña para hacerlo. Las mujeres no pueden
acercarse a ella.
Nikum, la sede real, está situada a la entrada de
un fiordo, como el pueblo donde nos habíamos alojado. Pero Nikum es rica y
grande, de un tamaño aproximado al de Roann. Hay más casas de madera que de
bálago; hay un macizo templo de basalto situado en la cima de un precipicio,
que domina la ciudad, los huertos, jungla y montañas a su espalda. Los troncos
de los árboles son tan grandes que los hisagazi han construido aquí una serie
de muelles como los de Lavre, en lugar de amarraderos y plataformas flotantes
que suben y bajan con las mareas, tal como ocurre en la mayoría de los puertos
del mundo. Nos ofrecieron un amarre de honor en el muelle central, pero Rovic
dio la excusa de que nuestro barco era difícil de maniobrar y lo atracó a la
entrada.
–En medio, tendríamos la torre de control justo
encima –me dijo por lo bajo–. Quizá no hayan descubierto el arco, pero sus
lanzadores de jabalina son inmejorables. Además, se acercarían demasiado al
barco y podrían amarrar un grupo de canoas entre nosotros y la boca de la
bahía. En cambio, desde aquí podemos controlar el muelle mientras nos
preparamos para una marcha rápida.
–Pero ¿tenemos algo que temer, capitán?
–pregunté yo.
Él se retorció el bigote.
–No lo sé. Eso depende en gran medida de lo que
crean realmente en esa nave divina... así como de lo que sea verdad. Pero lo
que sí te aseguro es que no regresaremos ante la reina Odela sin esa verdad.
Con el redoblar de tambores, numerosos lanceros
emplumados acudieron para ver desembarcar a nuestros oficiales. Por encima de
la línea de la marea alta se extendía un pasadizo real. (La gente del pueblo en
este reino nada de una casa a otra cuando la marea alcanza el umbral de su
casa, o cogen uno de sus primitivos botes si tienen alguna carga que llevar.)
Más allá de los campos de vides y caña de azúcar se alzaba el palacio, que era
un edificio alargado hecho de troncos, con los pilares del tejado tallados de
manera admirable.
Iskilip, el sacerdote-emperador de Hisagazi, era
un hombre anciano y corpulento. Un llamativo tocado de plumas, una túnica de
plumones, un cetro de madera rematado con un cráneo humano, sus tatuajes
raciales, su inmovilidad, todo le confería un inhumano aspecto. Estaba sentado
en un estrado, bajo la luz de numerosas antorchas de fragante olor. Sus hijos
estaban sentados a sus pies, con las piernas cruzadas, y sus cortesanos a ambos
lados. A lo largo de los muros se alineaban sus centinelas. No tenían nuestra
costumbre de mantenerse en posición de firmes; pero eran jóvenes, vigorosos y
ágiles, llevaban escudos y petos de escamosos monstruos marinos, hachas de
pedernal y lanzas de obsidiana que mataban con la misma facilidad que el
hierro. Al tener la cabeza rapada, les hacía parecer aún más feroces.
Iskilip nos recibió cordialmente, pidió unos
refrescos, y nos autorizó a sentarnos en un banquillo situado por debajo de su
estrado. Nos hizo muchas preguntas. Los hisagazi conocían muchas islas aparte
de su propio archipiélago. Incluso sabían la dirección y la distancia
aproximada de un país lleno de castillos que llamaban Yurakadak, aunque ninguno
de ellos había llegado a ir tan lejos. A juzgar por su descripción de tercera
mano, ¿qué otra cosa iba a ser más que Giair, donde el aventurero Hanas
Tolasson había llegado por tierra? Entonces comprendí que en verdad estábamos
dando la vuelta al mundo. Sólo después de asimilar esta maravillosa idea,
continué atendiendo a la conversación.
–Tal como ya le he dicho a Guzan –manifestaba
Rovic–, otra de las cosas que nos condujo hasta aquí fue el relato de que
habían sido bendecidos con una Nave del Cielo. Y él me demostró que era cierto.
Un siseo recorrió la estancia. Los príncipes se
pusieron rígidos, los cortesanos borraron toda expresión de su rostro, los
centinelas se agitaron y murmuraron. A través de los muros oí el remoto sonido
de la marea alta. Cuando Iskilip habló, a través de la máscara que era su
semblante, su voz se había endurecido:
–¿Acaso has olvidado que sólo los iniciados
pueden ver esas cosas, Guzan?
–No, Santo Padre –dijo el duque. El sudor corría
por su rostro, aunque no era el sudor del miedo–. Sin embargo, este capitán lo
sabía. Su gente también..., por lo que yo pude comprender... todavía no sabe
hablar perfectamente nuestra lengua..., su gente también es iniciada. Es algo
razonable, Santo Padre. Mira las maravillas que han traído. La sólida y brillante
piedra que no es piedra, como la de este cuchillo que me regalaron... ¿o es el
mismo material con que está hecha la Nave? Los tubos que hacen parecer cercanas
las cosas más lejanas, como el que te han regalado a ti, Santo Padre, ¿no son
semejantes al que posee el Mensajero?
Iskilip se inclinó hacia delante, en dirección a
Rovic. La mano que sostenía el cetro temblaba hasta el punto de hacer crujir
las mandíbulas fijas del cráneo.
–¿Te enseñaron a hacer todo esto las Personas
Estelares? –preguntó–. Nunca me imaginé... El Mensajero nunca ha hablado de
otros...
Rovic alzó las manos.
–No tan deprisa, Santo Padre, te lo ruego
–dijo–. Nuestro conocimiento de la lengua es muy pobre. No he entendido ni una
sola palabra.
Eso no era cierto. Sus oficiales habían recibido
la orden de fingir un conocimiento del hisagazi menor del que realmente
poseían. (Habíamos perfeccionado nuestro dominio de él practicando en secreto
entre nosotros.) De esta forma, él podía hablar con toda la ambigüedad que
deseaba.
–Es mejor que hablemos en privado, Santo Padre
–sugirió Guzan, lanzando una mirada a los cortesanos.
Estos le devolvieron una mirada de celos.
Iskilip se envolvió en su magnífico atavío. Sus
palabras fueron contundentes, pero dichas con el débil tono de un hombre anciano
e inseguro.
–No lo sé. Si estos extranjeros ya están
iniciados, no hay duda que podemos mostrarles lo que tenemos. Pero si no fuese
así... si oídos profanos escucharan el relato del Mensajero...
Guzan levantó una mano dominadora. Intrépido y
ambicioso, largamente encerrado en su insignificante provincia, aquel día se
había inflamado.
–Santo Padre –dijo–, ¿por qué hemos mantenido en
secreto durante tantos años toda la historia? En parte para obtener la
obediencia del pueblo, es cierto. Pero además, ¿no temías tú y tus consejeros
que todo el mundo viniera hasta aquí, codiciosos de noticias, si estaban
enterados y nos desbancaran? Pues bien, si dejamos marchar a los hombres de
ojos azules con su curiosidad insatisfecha, estoy convencido de que volverán con
refuerzos. Por tanto, nada tenemos que perder revelándoles lo que sabemos. Si
ellos no han tenido nunca un Mensajero, si no son de verdadera utilidad para
nosotros, habrá tiempo suficiente para matarlos. Pero si realmente han sido
visitados como nosotros, ¡no habrá nada que no podamos hacer juntos ellos y
nosotros!
Esto fue dicho rápidamente y en voz muy baja, a
fin de que los montalirianos no lo comprendiéramos. Y la verdad es que nuestros
caballeros no lo comprendieron. Yo, que tenía buen oído, deduje el sentido; y
Rovic mantuvo tan necia sonrisa de incomprensión que enseguida me di cuenta de
que no había perdido ni una sola palabra.
Finalmente decidieron llevar a nuestro jefe –y a
mi insignificante persona, ya que ningún magnate hisagaziano va a parte alguna
sin acompañamiento– al templo. Iskilip en persona abría la marcha, seguido por
Guzan y dos musculosos príncipes. Cerraban la marcha una docena de lanceros.
Pensé que la espada de Rovic sería de escasa utilidad si surgían dificultades,
pero apreté fuertemente los labios y seguí andando a su lado. Parecía tan
ansioso como un niño por la mañana del Día de Acción de Gracias, con los
dientes brillantes entre la barba puntiaguda y el gorro ladeado sobre la
frente. Nadie habría podido creer que presentía algún peligro.
Hacia la puesta del sol nos pusimos en marcha;
en el hemisferio de Tambur, la gente hacía menos distinción entre el día y la
noche que nosotros mismos. Habiendo observado Siett y Balant en elevada
posición de marea, no me sorprendí al ver que Nikum estaba casi hundido. No
obstante, mientras ascendíamos por el sendero que conducía al templo, me
pareció no haber contemplado jamás un panorama tan extraño.
Debajo de nosotros se extendía una gran capa de
agua, sobre la cual parecían flotar los musgosos tejados de la ciudad; los
concurridos muelles, donde los mástiles y vergas de nuestro barco se
balanceaban por encima de los mascarones de proa; el fiordo, serpenteando entre
precipicios hacia su entrada, donde el oleaje rompía furiosamente contra los arrecifes.
Las alturas que había sobre nosotros parecían negras, sobre una puesta de sol
rojiza que llenaba casi la mitad del cielo y teñía las aguas. Tenue entre esas
nubes, divisé el enorme cuarto creciente de Tambur, marcado con un blasón que
nadie podía leer. Una columna de basalto tallada en forma de cabeza elevaba su
contorno encima del planeta. A derecha e izquierda del camino, el césped crecía
reseco por el calor del verano. El cielo estaba claro en el cenit y púrpura en
el este, donde habían aparecido las primeras estrellas. Aquella noche no
encontré consuelo en las estrellas. Caminamos en silencio. Los descalzos pies
de los nativos apenas hacían ruido. Mis zapatos resonaban sordamente y las
campanillas que Rovic llevaba en los dedos del pie producían un leve
cascabeleo.
El templo era una audaz muestra arquitectónica.
Dentro de un cuadrángulo de paredes basálticas guardadas por altas cabezas de
piedra, había varios edificios del mismo material. Sólo estaban vivos los
helechos recién cortados que formaban el tejado. Guiados por Iskilip, pasamos
junto a acólitos y sacerdotes y nos dirigimos hacia una cabina de madera
situada detrás del altar. Junto a la puerta, dos centinelas montaban guardia.
Al verle se arrodillaron. El emperador llamó con su curioso cetro.
Con la boca reseca, mi corazón estaba a punto de
estallar. Casi esperaba ver aparecer en el umbral a algún ser espantoso o
radiante cuando la puerta se abriera. Así pues, mi sorpresa fue inmensa al no
ver más que a un hombre, y de estatura corriente. Gracias a la luz de la
lámpara que había dentro, discerní su habitación, limpia, austera, aunque no
por ello desprovista de comodidades; podría haber sido la morada de un hisagazi
cualquiera. Él mismo llevaba una sencilla falda de estera. Las piernas que
había debajo eran delgadas y torcidas, como las de un hombre viejo. Su cuerpo
también era delgado, aunque erecto, sosteniendo orgullosamente la cabeza
blanca. Tenía la piel más oscura que un montaliriano, y más clara que un
hisagaziano, ojos castaños y barba rala. Su rostro difería sutilmente, en
nariz, labios y forma de la mandíbula, de cualquier otra raza que yo hubiera
visto hasta entonces. Pero era humano.
Nada más.
Entramos en la choza, dejando fuera a los
lanceros. Iskilip se entregó a una ceremonia semirreligiosa de presentación. Vi
que Guzan y los príncipes cambiaban de postura, inquietos e irrespetuosos. Su
clase había presenciado muchas ceremonias semejantes. El rostro de Rovic era
indescifrable. Hizo una cortés reverencia a Val Nira, Mensajero del Cielo, y
explicó el motivo de nuestra presencia en pocas palabras. Pero mientras
hablaba, sus ojos se encontraron y vi que intentaba formarse una opinión del
hombre estelar.
–Sí, éste es mi hogar –dijo Val Nira. La
costumbre hablaba por él; había explicado lo mismo a tantos jóvenes nobles que
su voz carecía de matices. Aún no había observado nuestros instrumentos
metálicos, o bien no habían significado nada para él–. Durante... cuarenta y
tres años, ¿no es así, Iskilip? Me han tratado lo mejor que han podido. Si a
veces he tenido que contenerme para no gritar de soledad, es lo que un oráculo
debe esperar.
El emperador se removió, inquieto, en su túnica.
–Su demonio le abandonó –explicó–. Ahora es
simple carne humana. Éste es el verdadero secreto que mantenemos. Pero no
siempre fue así. Recuerdo cuando llegó. Profetizó cosas inmensas, y la gente
sollozaba y caía de rodillas ante él. Pero desde entonces su demonio ha
regresado a las estrellas, y la potentísima arma que llevaba ha perdido ya toda
su fuerza. Sin embargo, como el pueblo no lo creería, simulamos todo lo
contrario para evitar que la inquietud reine entre ellos.
–Y alteren tus propios privilegios –dijo Val
Nira, en tono cansado y sardónico–. Iskilip era joven entonces –añadió,
dirigiéndose a Rovic–, y la sucesión imperial estaba en duda. Yo le di mi
influencia. A cambio, él prometió hacer algunas cosas por mí.
–Lo intenté, Mensajero –dijo el monarca–. Tienes
la prueba en todas las canoas hundidas y hombres ahogados. Pero la voluntad de
los dioses fue otra.
–Evidentemente. –Val Nira se encogió de
hombros–. Estas islas tienen pocos minerales, capitán Rovic, y ninguna persona
capaz de reconocer los que yo necesitaba. Están demasiado lejos del continente
para las canoas que poseen. No niego que lo intentaras, Iskilip... entonces.
–Nos lanzó una rápida mirada–. Ésta es la primera vez que unos extranjeros
gozan de la confianza imperial, amigos míos. ¿Estás seguros de que podrán escapar
con vida?
–¡Pero si son nuestros huéspedes! –exclamaron
Iskilip y Guzan, casi al unísono.
–Además –sonrió Rovic–, yo estaba al corriente
del secreto. Mi país tiene sus propios secretos, para contraponer a éste. Sí,
creo que podemos hacer un trato, Santo Padre.
El emperador tembló. Su voz se quebró.
–¿Así que ustedes también tienen un Mensajero?
–¿Qué?
Val Nira nos contempló con estupefacción.
Mientras nos observaba, su semblante pasó del blanco al rojo. Después se sentó
en el banco y empezó a sollozar.
–Bueno, no precisamente. –Rovic apoyó una mano
en uno de sus hombros temblorosos–. Confieso que ninguna Nave Celestial ha
amarrado en Montalir. Pero tenemos otros secretos igualmente preciosos.
Sólo yo, que conocía su carácter, pude darme
cuenta de su tirantez. Clavó los ojos en Gozan y miró al duque como un domador
de animales salvajes. Y mientras tanto, amable y materialmente, siguió hablando
con Val Nira.
–Me imagino, amigo mío, que tu Nave naufragó en
estas costas, pero que podría haber sido reparada si hubieras tenido ciertos
materiales, ¿no es así? –dijo finalmente.
–Sí... sí... escucha...
Tartamudeando y estremeciéndose al pensar que
quizá pudiera ver nuevamente su hogar antes de morir, Val Nira trató de
explicar lo ocurrido.
Las implicaciones doctrinales de lo que dijo
resultan tan sorprendentes, e incluso peligrosas, que seguramente los dioses no
querrían que yo las repitiera. Sin embargo, no creo que sean falsas. Si
realmente las estrellas son soles como el nuestro, acompañados cada uno de
ellos por planetas como el nuestro, esto destruye la teoría de la esfera de
cristal. Pero Froad, a quien se lo explicamos después, no creyó que esto
afectara a la religión verdadera. Las Escrituras nunca han dicho que el Paraíso
se encuentre directamente encima del lugar de nacimiento de la Hija de Dios;
eso fue lo que todo el mundo supuso durante los siglos en que la tierra se
consideró plana. ¿Por qué no podía ser el Paraíso aquellos planetas de
distantes soles, donde los hombres habitaban en magnificencia, poseían las
artes antiguas y volaban de una estrella a otra con la facilidad con que
nosotros íbamos de Lavre a Alayn Occidental?
Val Nira creía que, varios miles de años atrás,
nuestros antepasados habían sido desterrados a este mundo. Para ser abandonados
tan lejos de cualquier territorio humano, debían de tener que purgar las consecuencias
de algún crimen o herejía. Su nave debió de naufragar, y los supervivientes
volvieron al salvajismo, y sólo de manera gradual sus descendientes han
obtenido algo de sabiduría. No creo que esto contradiga el dogma de la Caída;
más bien lo amplía. La Caída no fue el destino de toda la humanidad, sino el de
unos pocos –nuestra propia sangre corrompida–, mientras que los otros seguían
viviendo próspera y felizmente en los cielos.
Nuestro mundo aún está muy lejos de los senderos
comerciales de los habitantes del Paraíso. Hoy día, muy pocos de ellos tienen
interés en buscar nuevos reinos. Sin embargo, Val Nira fue uno de ellos. Viajó
al azar durante varios meses hasta que encontró por casualidad nuestra tierra.
Entonces, la maldición le alcanzó también a él. Algo falló. Descendió sobre
Ulas-Erkila, y la Nave se negó a seguir volando.
–Sé cuál es la avería –dijo ardientemente–. No
lo he olvidado. ¿Cómo podía hacerlo? A lo largo de todos estos años, no ha
pasado ni un solo día sin que yo me repitiera lo que debía hacerse. Cierto
motor muy delicado de la Nave requiere mercurio. –Él y Rovic tuvieron que
hablar un rato hasta que dedujeron que eso debía ser a lo que se refería por la
expresión que empleó–. Cuando el motor falló, aterricé tan bruscamente que el depósito
explotó. Todo el mercurio se derramó, tanto el de reserva como el que estaba
utilizando. Esa cantidad, en un espacio cerrado y caluroso, me habría
envenenado. Salí rápidamente, olvidando cerrar la portezuela tras de mí. Como
la nave estaba inclinada, el mercurio corrió hacia mí. Cuando me hube recobrado
del pánico, una tormenta tropical había diluido ese metal. Toda una serie de
accidentes improbables, en efecto, eso es lo que me condenó a toda una vida de
exilio. ¡Perecer en aquel instante habría tenido más sentido!
Tomó de la mano a Rovic, levantando la vista
desde su asiento hasta el capitán, que estaba en pie frente a él.
–¿Puede obtener el mercurio? –suplicó–. No
necesito más que el volumen de la cabeza de un hombre. Sólo eso, y unas cuantas
reparaciones que con facilidad se pueden hacer con las herramientas de la Nave.
Cuando levantaron este culto en torno a mí, me vi obligado a entregarles
ciertos objetos que poseía, puesto que todos los templos provinciales debían
poseer una reliquia. Aun así, nunca les llegué a entregar nada importante. Todo
lo que necesito está aquí. Cinco litros de mercurio, y... ¡oh, Dios mío, aún es
posible que mi esposa viva, en Terra!
Finalmente, Guzan había empezado a comprender la
situación. Hizo una seña a los príncipes e inmediatamente levantaron sus hachas
y dieron un paso al frente. En aquel momento la puerta de la choza se cerró.
Rovic miró de Val Nira a Guzan, cuyo rostro se había afeado con la tensión. Mi
capitán apoyó una mano sobre la espada. Ésa fue la única muestra que dio de la
proximidad del peligro.
–Deduzco, caballero –dijo con ligereza–, que
desea usted reparar la Nave Celestial para conseguir que vuelva a volar.
Guzan se estremeció. Nunca hubiera imaginado tal
cosa.
–Pues, naturalmente –exclamó–. ¿Por qué no?
–Su dios les abandonaría. ¿Qué sería entonces de
su poder en Hisagazi?
–No... no había pensado en ello –tartamudeó
Iskilip.
Los ojos de Val Nira iban de uno a otro, como si
presenciara un partido de tenis. Su enjuto cuerpo se estremeció.
–No –susurró–. No puedes. ¡No puedes retenerme!
Guzan meneó la cabeza afirmativamente.
–Dentro de pocos años –dijo con toda
amabilidad–, igualmente nos abandonarías en una canoa mortuoria. Si, mientras
tanto te retenemos en contra de tu voluntad, es posible que interpretes mal
nuestros oráculos. Tranquilízate; te conseguiremos la piedra fluida. –Con una
mirada de soslayo, se dirigió a Rovic–: ¿Quién irá a buscarla?
–Mis hombres –contestó el caballero–. Nuestro
barco puede llegar con facilidad a Giair, donde hay naciones civilizadas que
probablemente tendrán mercurio. Creo que podríamos estar de vuelta al cabo de
un año.
–¿Acompañados por una flota de aventureros que
les ayudarán a apoderarse de la nave sagrada? –preguntó con brusquedad Guzan–.
O bien, ya fuera de nuestras islas, tal vez vayas a Yurakadak. Es posible que
continues hasta su hogar y una vez allí se lo expliques todo a su Reina, y
regreses con el poder que ella tiene.
Como un gran felino con capa escarlata, Rovic se
apoyó en uno de los postes que aguantaban el tejado. Su mano derecha seguía
reposando sobre el mango de su espada.
–Supongo que nadie más que Val Nira sería capaz
de hacer funcionar esa Nave –dijo lentamente–. ¿Acaso importa quién le ayude a
repararla? ¡No creo que ninguna de nuestras naciones pudiera conquistar el
Paraíso!
–La Nave resulta fácilmente manejable –exclamó
Val Nira–. Cualquiera puede hacerla volar. Enseñé a muchos nobles las palancas
que hay que accionar. Lo difícil es la navegación entre las estrellas. Ninguna
nación de este mundo podría por sí sola llegar a mi planeta, y mucho menos
luchar contra nosotros; pero ¿por qué ibas a pensar en hacerlo? Te he repetido
miles de veces, Iskilip, que los habitantes de la Vía Láctea no resultan
peligrosos para nadie. Poseen tantas riquezas que no saben en qué emplearlas.
Estarían encantados de gastar grandes cantidades de sus riquezas para que los
pueblos de este mundo volvieran a ser civilizados. –Con una mirada ansiosa y
casi histérica, dijo a Rovic–: Plenamente civilizados, quiero decir. Les enseñaríamos
nuestras artes, les daríamos motores, autómatas, homúnculos, para que hicieran
todo el trabajo pesado; y naves que vuelan por los aires; y un servicio de
pasajeros regular para viajar de una estrella a otra...
–Hace cuarenta años que nos prometes lo mismo
–dijo Iskilip–. No tenemos nada más que tu palabra.
–Y, finalmente, una oportunidad para confirmar
su palabra –exclamé yo.
Con calculada severidad, Guzan dijo:
–Las cosas no son tan sencillas, Santo Padre.
Mientras estaba en Yarzik, he observado a estos hombres procedentes del otro
lado del océano durante muchas semanas. Incluso en sus mejores momentos son
crueles y avaros. Sólo confío en ellos cuando puedo vigilarlos. Esta misma
noche he podido ver cómo nos han engañado. Saben nuestra lengua mejor de lo que
jamás han admitido. Y nos han hecho creer que tienen una especie de Mensajero.
Si la Nave llegara a ser reparada, y ellos se apoderaran de ella, ¿quién sabe
de lo que serían capaces?
El tono de Rovic se suavizó un poco más.
–¿Qué propones, Guzan?
–Podemos discutirlo en otra ocasión.
Vi que los nudillos se apretaban en torno a las
hachas. Durante un momento, sólo se oyó la entrecortada respiración de Val
Nira. Guzan mantenía su rígida posición bajo la luz de la lámpara, frotándose la
barbilla, los ojos bajos, y pensando intensamente. Por fin habló:
–Quizá –dijo tajantemente– una tripulación
compuesta principalmente por hisagazis pudiera manejar tu barco, Rovic, y traer
la piedra fluida. Podrían ir unos cuantos de tus hombres para enseñarles. El
resto se quedaría aquí, en calidad de rehenes.
Mi capitán no contestó. Val Nira gimió:
–¡No lo comprenden! ¡Están haciendo una montaña
de un grano de arena! Cuando mi pueblo venga, no habrá más guerras, ni opresiones.
Los curarán de todas las, enfermedades. Mostrarán amistad por todos y
predilección por ninguno. Se los ruego...
–¡Basta! –dijo Iskilip, sus propias palabras
sonaron indecisas–. Lo consultaremos con la almohada. Si es que hay alguien que
pueda dormir después de tantas cosas extrañas.
Rovic dirigió su mirada más allá de las plumas
del emperador, hacia la cara de Guzan.
–Antes de que decidamos nada... –sus dedos se
apretaron en torno al mango de su espada hasta tener las uñas blancas. Acababa
de ocurrírsele alguna idea. Pero mantuvo el mismo tono sereno–. En primer
lugar, quiero ver esa Nave. ¿Podemos ir mañana?
Iskilip era el Santo Padre, pero se hallaba
acurrucado debajo de su túnica emplumada. Guzan dio su consentimiento con un
gesto.
Tras darnos las buenas noches, seguimos hundiéndonos
bajo Tambur. El planeta crecía hacia su plenitud, iluminando el patio con una
luz fría, y dejando la choza a la sombra del templo. Sólo se veía un contorno
negro y, en el centro de la puerta, un estrecho rectángulo iluminado. Allí
estaba enmarcado el frágil cuerpo de Val Nira, que había venido de las
estrellas. Estuvo contemplándonos hasta que por fin desaparecimos de su vista.
Durante el camino de regreso, Guzan y Rovic
negociaron con bruscas palabras. La Nave se hallaba a dos días de marcha hacia
el interior de la isla, en la ladera del Monte Ulas. Iríamos a inspeccionarla
en una expedición conjunta, aunque sólo una docena de montalirianos obtuvieron
el permiso. Después ya discutiríamos nuestra línea de acción.
De las linternas emanaba una luz amarillenta
sobre la popa de nuestra carabela. Habiendo rehusado la hospitalidad de
Iskilip, Rovic y yo regresamos allí para pasar la noche. Un soldado que estaba
de guardia en la pasarela me preguntó lo que habíamos averiguado.
–Pregúntamelo mañana –repuse con debilidad; la
cabeza me daba vueltas.
–Ven a mi camarote, muchacho, y tomaremos una
copa antes de retirarnos –me invitó el capitán.
Sólo Dios sabe cuánto necesitaba el vino en
aquel momento. Entramos en la cámara, que estaba abarrotada de instrumentos
náuticos, libros y cartas impresas que ahora me parecían originales después de
haber visto algunos de esos espacios donde el cartógrafo había dibujado sirenas
y monstruos marinos. Rovic se sentó frente a la mesa, me indicó que tomara
asiento en la otra silla, y vertió el contenido de una garrafa en dos vasos de
cristal de Quaynish. Entonces me di cuenta de que estaba preocupado por algo de
gran importancia, algo mucho más que el problema de salvar nuestra vida.
En silencio, bebimos un poco. Oí las olas rozar
el casco, las ruidosas pisadas de los hombres que montaban guardia, el crujido
del lejano oleaje... y nada más. Al fin, Rovic se apoyó cómodamente en el
respaldo, con la vista clavada en el vino tinto que reposaba encima de la mesa.
No logré interpretar su expresión.
–Bueno, muchacho –dijo–, ¿qué opinas?
–No sé lo que debo opinar, capitán.
–Tú y Froad están un poco preparados para esta
idea de que las estrellas son otros soles. Están educados. En cuanto a mí, he
visto bastantes maravillas en mi época para que me pueda creer esto. Sin
embargo, el resto de nuestros hombres...
–Es una ironía que unos bárbaros como Guzan
estén familiarizados desde hace años con esa idea, ya que han tenido al anciano
del cielo para explicárselo a su clase durante más de cuarenta años. ¿Es en
verdad un profeta, capitán?
–Él lo niega. Juega al profeta porque debe
hacerlo, pero es evidente que los duques y condes de este reino saben que es
una farsa. Iskilip es muy viejo, y está más que medio convertido a su propio
credo artificial. Le oí decir algo sobre las profecías que Val Nira hizo tiempo
atrás, profecías verdaderas. ¡Bah! Trucos de la memoria y su propio anhelo. Val
Nira es tan humano y falible como yo. Los montalirianos estamos hechos de igual
forma que estos hisagazis, a pesar de haber aprendido a usar el metal antes que
ellos. Aunque el pueblo de Val Nira sabe más que nosotros, siguen siendo
mortales, por el Cielo que sí. Debo recordar que lo son.
–Guzan lo recuerda.
–¡Bravo, muchacho! –Rovic frunció los labios–.
Es listo y audaz. Cuando llegamos, se le presentó la oportunidad de abandonar
su puesto como señor de una aburrida isla periférica. No permitirá que esa
oportunidad se le escape sin luchar. Como muchos otros traidores, nos acusa de
planear justamente lo que él quiere hacer.
–Pero ¿qué es lo que desea?
–Me imagino que quiere la Nave para sí mismo.
Val Nira ha dicho que resultaba fácilmente manejable. La navegación entre las
estrellas sería demasiado difícil para cualquiera, excepto él; además, ningún
hombre en sus cabales querría jugar a los piratas en la Vía Láctea. Sin
embargo... si la Nave permaneciera aquí, en la tierra, sin elevarse más que un
kilómetro por encima del suelo... el tirano que la utilizara podría conquistar
más territorios que el mismo Lame Darveth.
Me horroricé.
–¿Quiere decir que Guzan no intentaría siquiera
buscar el Paraíso?
Rovic hizo una mueca tan sombría que enseguida
comprendí que deseaba estar solo. Me escabullí hacia mi litera de popa.
Antes de que despuntara el alba, el capitán se
despertó para preparar a nuestros hombres. Evidentemente había llegado a una
decisión, y ésta no era agradable. Pero una vez establecía una estrategia a
seguir, raramente la variaba. Sostuvo una larga conversación con Etien, que
salió del camarote con semblante asustado. Como si quisiera tranquilizarse a sí
mismo, el contramaestre empezó a gritar dando órdenes.
Los doce hombres escogidos iban a ser Rovic,
Froad, yo mismo, Etien y ocho miembros de la tripulación. Nos entregaron cascos
y petos, mosquetes y afilados cuchillos. Como Guzan nos había advertido que el
camino hacia la Nave era difícil, preparamos un carro de suministros en el
muelle. Etien supervisó su desembarco. Yo me quedé estupefacto al ver que casi
todo lo que transportaba, hasta hacer crujir los ejes, eran barriles de
pólvora.
–¡Pero si no llevamos ningún cañón! –protesté.
–Órdenes del capitán –replicó Etien.
Me volvió la espalda. Tras una ojeada al rostro
de Rovic, nadie osó preguntarle el motivo. Recordé que deberíamos subir una
ladera. Una carretada de pólvora, con la mecha encendida, lanzada desde arriba
hacia un ejército hostil, podía hacer ganar una batalla. Pero ¿acaso Rovic
preveía un conflicto abierto?
Según las órdenes que dio a los hombres y
oficiales que se quedaban allí eso era justo lo que sugerían. Tenían que
permanecer a bordo del Golden Leaper,
manteniendo el barco a punto para luchar o largar amarras.
Cuando salió el sol, elevamos nuestras oraciones
a la Hija de Dios y descendimos al muelle. La madera resonaba bajo nuestras
botas. Una fina neblina envolvía la bahía; la media luna que era Tambur se
hallaba a gran altura en el cielo. Cuando pasamos junto a Nikum, la ciudad
parecía dormida.
Guzan se reunió con nosotros en el templo. Se
suponía que un hijo de Iskilip estaba a cargo de la expedición, pero el duque,
igual que nosotros, hizo caso omiso del joven. Llevaban a un centenar de
guardias, con capa de escamas, la cabeza rapada y tatuados con tempestades y
dragones. El débil sol de la mañana se reflejaba en las cabezas de obsidiana de
las lanzas. Mientras nos acercábamos, nos contemplaron en silencio. Pero cuando
nos detuvimos frente a aquella tropa desordenada, Guzan se adelantó. Él también
iba vestido de cuero, y llevaba la espada que Rovic le había regalado en
Yarzik. El rocío brillaba sobre su capa de plumas.
–¿Qué llevas en esa carreta? –inquirió.
–Suministros –contestó Rovic.
–¿Para cuatro días?
–Quédate con sólo diez hombres –dijo Rovic
fríamente–, y yo dejaré el carro.
Aunque sus ojos se encontraron, Guzan se
apresuró a desviarlos y dar las órdenes. Nos pusimos en marcha, unos cuantos
montalirianos rodeados por guerreros paganos. La jungla se extendía ante
nosotros, espesa y verdísima, hasta la mitad de la ladera de Ulas. Allí, la
montaña se tornaba negra y desnuda, hasta la nieve que rodeaba su cráter.
Val Nira caminaba entre Rovic y Guzan. En verdad
que me resultó extraño ver que el instrumento de la voluntad de Dios estuviera
tan marchito. Más bien tendría que haber sido alto y arrogante, con una
estrella en la frente.
Durante el día, por la noche en el campamento, y
nuevamente a lo largo del día siguiente, Rovic y Froad le interrogaron acerca
de su país. Como es natural, su conversación se desarrolló en fragmentos. Al
tener que empujar la carreta a lo largo del estrecho, difícil y empinado
sendero, no pude oír nada. Los hisagazis no tenían animales de carga, por lo
que hacían escaso uso de la rueda y carecían de rutas apropiadas. Pero lo poco
que oí me ayudó a mantenerme despierto.
¡Ah, maravillas aún mayores de las que los
poetas han imaginado para Elf! Ciudades enteras construidas en una sola torre
cuya altura superaba los dos kilómetros. El cielo resplandecía de tal modo que
nunca reinaba la oscuridad, incluso después de la puesta del sol. La comida no
se obtenía de la tierra, sino en laboratorios alquímicos. Incluso los
campesinos más pobres tenían una veintena de máquinas que les servían más
humilde y eficazmente que un millar de esclavos; poseían un carruaje aéreo con
el que podían dar la vuelta a su mundo en menos de un día; una ventana de
cristal en la cual aparecían imágenes teatrales, para distraer sus numerosos
ratos de ocio. Bajeles entre los soles, cargados con las riquezas de un millar
de planetas; pero ninguna de las naves iba armada ni escoltada, porque no había
piratas y ese reino estaba en tan buenas relaciones con las otras naciones
estelares que la guerra no tenía razón de ser. (Al parecer, estos países
extranjeros son más semejantes a lo sobrenatural que el de Val Nira, en el
sentido de que las razas que los habitan no son humanas, aunque saben hablar y
razonar.) En esta tierra feliz hay pocos delitos. Cuando se produce alguno, el
criminal no tarda en ser capturado por las artes del cuerpo de policía; pero no
es ahorcado, ni siquiera deportado a ultramar. En su lugar, someten su mente a
una cura para que no vuelva a experimentar el deseo de violar alguna ley.
Regresa a su casa y vive como un ciudadano especialmente respetado, pues la
gente sabe que ya es completamente digno de confianza. En cuanto al
gobierno..., justo aquí perdí el hilo de la conversación. Creo que en teoría es
una república, y en la práctica una leal comunidad de hombres, escogidos por
medio de un examen, cuya misión es la de velar por el bienestar de todos los
demás.
¡Naturalmente, pensé que aquello era el Paraíso!
Nuestros marineros escuchaban boquiabiertos.
Rovic mantuvo una actitud reservada, pero se retorcía de manera incesante el
bigote. Guzan, para quien esto constituía una vieja historia, se fue agitando.
Era evidente que no veía con agrado nuestra intimidad con Val Nira, y menos la
facilidad con que asimilábamos las ideas que éste nos comunicaba.
Pero la cuestión es que procedemos de un país
donde siempre se ha alentado la filosofía natural y la mejora de las artes
mecánicas. Yo mismo, con mi corta vida, había presenciado la sustitución de la
noria en regiones donde hay pocos ríos provistos de la moderna forma a base de
molinos de viento. El reloj de péndulo fue inventado un año antes de mi
nacimiento. Había leído muchas novelas acerca de las máquinas voladoras que no
pocos hombres han tratado de inventar. Acostumbrados a vivir a tan vertiginoso
ritmo del progreso, los montalirianos estábamos preparados para asimilar
conceptos aún más amplios.
Por la noche, sentado con Froad y Etien
alrededor de la fogata que ardía en nuestro campamento, hablé de ello con el
sabio.
–Ah –canturreó él–, en el día de hoy, la Verdad
se ha desvelado ante mis ojos. ¿Has oído lo que ha dicho el hombre de las
estrellas? ¿Las tres leyes del movimiento planetario en torno al sol, y la gran
ley de atracción que las explica? ¡Por todos los santos, esa ley puede
reducirse a una corta frase, y su desarrollo tendrá a los matemáticos ocupados
durante trescientos años!
Fijó la vista más allá de las llamas, y las
otras fogatas alrededor de las cuales dormían los paganos, y la penumbra de la
jungla, y el colérico resplandor volcánico en el cielo. Yo empecé a
interrogarle.
–Dejémoslo estar, muchacho –gruñó Etien–. ¿Acaso
puede explicarse cuándo un hombre se enamora?
Me acerqué un poco más a la sólida y consoladora
figura del contramaestre.
–¿Qué piensa usted de todo esto? –pregunté, en
voz baja, pues la jungla susurraba y crujía por todos lados.
–Hace tiempo que he dejado de pensar –dijo–.
Después de aquel día en el alcázar, cuando el patrón nos animó a navegar con él
aunque saliéramos del borde del mundo, y cayéramos echando espuma entre las
estrellas... Bueno, sólo soy un pobre marinero, y mi única oportunidad de
regresar a casa es seguir al capitán.
–¿Incluso más allá del cielo?
–Quizás eso resulte menos peligroso que seguir
dando la vuelta al mundo. El hombrecillo juró que su embarcación estaba en buen
estado, y no existen tormentas entre los soles.
–¿Acaso nos podemos fiar de su palabra?
–Oh, sí. Incluso un viejo marinero como yo ha
conocido a suficientes hombres para saber cuándo uno miente. No temo a la gente
del Paraíso, y el capitán tampoco. Excepto en un sentido... –Etien se rascó la
barba, y frunció el ceño–. En un sentido que no puedo precisar, han asustado a
Rovic. No teme que vengan con antorchas y espadas; pero hay algo en ellos que
le asusta.
Noté que el suelo se estremecía
imperceptiblemente. Ulas se había aclarado la garganta.
–Parece como si estuviéramos provocando la ira
de Dios...
–Tampoco es eso lo que preocupa al capitán.
Nunca ha sido demasiado piadoso. –Etien se rascó, bostezó, y se puso en pie–.
Me alegro de no ser el capitán. Que él decida lo que debemos hacer. Ya va
siendo hora de que ustedes y yo nos vayamos a dormir.
Aquella noche yo dormí muy poco.
Creo que Rovic descansó bien. Sin embargo,
cuando amaneció el nuevo día, su aspecto era macilento. Me pregunté el motivo.
¿Acaso pensaba que los hisagazi nos atacarían? En ese caso, ¿por qué había
venido? A medida que la pendiente se hacía más empinada, la carreta era tan
difícil de arrastrar y empujar, que incluso olvidé mis temores para tomar aliento.
No obstante, al atardecer, cuando llegamos al
lugar donde se encontraba la Nave, también olvidé mi cansancio. Y después de un
torrente de juramentos, nuestros marineros se apoyaron en silencio sobre las
picas. Los hisagazis, poco comunicativos, se agacharon en señal de respeto.
Sólo Guzan permaneció en pie. Contemplé su expresión mientras observaba aquella
maravilla; era una expresión de codicia.
Se podía decir que aquel era un lugar desértico.
Habíamos sobrepasado el límite de la vegetación. El terreno que se extendía
debajo de nosotros era como un mar de color verde, bordeado por un océano
plateado. Nos hallábamos entre enormes rocas negras, cenizas y prosa toba. La montaña
subía en acantilados, barrancos y precipicios hacia la nieve y el humo, que se
elevaba cerca de un kilómetro hacia el cielo. Allí estaba la Nave.
Verdaderamente, la Nave era una belleza.
La recuerdo muy bien. Su longitud –mejor dicho,
altura, puesto que se hallaba apoyada sobre la cola– era casi igual a la de
nuestra carabela; de forma, parecía la cabeza de una lanza, de color blanco
brillante, sin oxidar a pesar de los cuarenta años transcurridos. Eso era todo.
Pero las palabras resultan insuficientes. ¿Acaso pueden describir las nítidas
curvas, la iridiscencia del bruñido metal, una cosa que era orgullosa y
espléndida y que, en su misma forma, parece querer volar? ¿Cómo puedo conjurar
el hechizo que envolvía a esa Nave que había hendido la luz de las estrellas?
Durante un buen rato permanecimos inmóviles. Se
me nubló la vista. Me enjugué los ojos, contrariado de que me vieran tan
afectado, hasta que vi brillar una lágrima en la pelirroja barba de Rovic. Pero
el semblante del capitán era inexpresivo. Cuando habló, se limitó a decir, con
monótona voz:
–Adelante, acampemos.
Los centinelas hisagazis no osaban aproximarse
más de aquellos centenares de metros a un ídolo tan poderoso como era la Nave.
Nuestros marineros se alegraron de mantener la misma distancia. Pero cuando
hubo oscurecido y todo estuvo en orden, Val Nira nos condujo a Rovic, Froad,
Guzan y a mí hacia la embarcación.
Mientras nos acercábamos, una puerta doble
situada en el costado se abrió silenciosamente y una pasarela de desembarco
descendió desde ella. Iluminada por la luz de Tambur y los rojizos reflejos de
las nubes de humo, la Nave ya era bastante extraña para lo que yo podía
resistir. Cuando me recibió de ese modo, como si un fantasma estuviera de
guardia, lancé un gemido y eché a correr. Las cenizas crujieron bajo mis botas;
inspiré una bocanada de aire sulfuroso.
Cuando llegué al límite del campamento, me
atreví a volver la vista atrás. El oscuro terreno eclipsaba la luz, de modo que
la Nave aparecía sola en su grandeza. Volví sobre mis pasos.
El interior estaba iluminado por paneles, fríos
al tacto. Val Nira explicó que el gran motor que los accionaba estaba intacto,
y que producía energía con sólo bajar una palanca. Tal como yo lo entendí, esto
se lograba cambiando la parte metálica de una sal en luz... lo cual no entiendo
en absoluto. El mercurio era necesario para una parte de los mandos que
canalizaban la energía del motor hacia otro mecanismo encargado de impulsar la
Nave hacia el cielo. Inspeccionamos el depósito roto. El impacto del aterrizaje
había sido realmente enorme, para conseguir torcer y doblar aquella aleación
tan gruesa. Y, sin embargo, Val Nira había sido protegido por fuerzas
invisibles; el resto de la Nave no había sufrido daños de consideración. Fue a
buscar algunas herramientas, que flameaban, zumbaban y giraban, e hizo algunos
arreglos en la parte rota. Evidentemente, no habría tenido dificultades en
completar el trabajo, y sólo necesitaba cinco litros de mercurio para dar de
nuevo vida a la embarcación.
Aquella noche nos enseñó muchas otras cosas. No
hablaré de ellas, porque ni siquiera recuerdo con claridad tantas rarezas, y no
sería capaz de encontrar las palabras adecuadas. Baste saber que Rovic, Froad y
Zhean pasaron varias horas en la Colina Elf.
Igual que Guzan. Aunque ya había acudido allí
con anterioridad, como parte de su iniciación, nunca había visto tantas cosas
hasta entonces. Sin embargo, observándole con atención, vi en él menos
admiración que codicia.
No hay duda de que Rovic observó lo mismo. Había
pocas cosas que Rovic no observara. Cuando abandonamos la Nave, su silencio no
se debía a la estupefacción como el de Froad o el mío. En aquel momento, pensé
que estaba inquieto por las dificultades que Guzan no dejaría de plantear.
Ahora, mirando hacia atrás, creo que estaba triste.
La cuestión es que, mucho después de que todos
nos acostáramos, él permanecía levantado, mirando hacia la Nave iluminada por
el planeta.
A primera hora de una mañana fría, Etien me
despertó a sacudidas.
–Levántate, muchacho, hay trabajo para hacer.
Carga las pistolas y coge el puñal.
–¿Qué? ¿Qué va a suceder? –pregunté, mientras
luchaba por desembarazarme de la helada manta.
La noche pasada parecía un sueño.
–El capitán no ha dicho nada, pero parece
evidente que espera una batalla. Avisa a los de la carreta y ayúdanos a
trasladarnos a la torre volante. –La corpulenta figura de Etien permaneció
agachada junto a mí. Después dijo lentamente–: Creo que Guzan se propone
matarnos en esta montaña. Un oficial y unos cuantos tripulantes bastan para
manejar el Golden Leaper, ir a Giair
y volver. El resto de nosotros le causaría menos problemas con la garganta
cortada.
Temblando de pies a cabeza, me arrastré por el
suelo. Después de armarme, cogí algo de comida del almacén comunitario. Los
hisagazis que nos acompañaban llevaban pescado seco y una especie de pan hecho
con algas en polvo. Sólo los santos sabían cuándo tendría la oportunidad de
volver a comer. Fui el último en reunirme con Rovic junto a la carreta. Los
nativos avanzaban tétricamente hacia nosotros, inseguros sobre lo que
pretendíamos.
–En marcha, muchachos –dijo Rovic.
Dio las órdenes. Cuatro hombres empezaron a
arrastrar la carreta por el rocoso camino hacia la Nave, donde ésta relucía
entre la neblina. Los demás permanecimos allí, con las armas preparadas. Guzan
corrió hacia nosotros, acompañado por un soñoliento Val Nira.
La cólera oscurecía su semblante.
–¿Qué están haciendo? –gritó.
Rovic le dirigió una tranquila mirada.
–Como es posible que nos quedemos algún tiempo
aquí, estamos inspeccionando las maravillas de la Nave...
–¿Qué? –exclamó Guzan–. ¿A qué te refieres? ¿Es
que por ser la primera vez no han visto bastante? Tenemos que regresar a casa,
y prepararnos para ir en busca de la piedra fluida.
–Ve tú, si quieres –dijo Rovic–. Yo prefiero
quedarme. Y, puesto que no confías en mí, debo comunicarte que el sentimiento
es recíproco. Mis hombres permanecerán en la Nave, y si es necesario la
defenderán.
Guzan se enfureció, pero Rovic no le prestó el
menor caso. Nuestros hombres continuaron empujando la carreta sobre el desigual
terreno. Guzan señaló a sus lanceros que se acercaban en una masa desordenada
pero compacta. Etien dio la orden. Nosotros ocupamos nuestras posiciones. Las
picas inclinadas hacia delante, y los mosquetes apuntando.
Guzan retrocedió. Le habíamos hecho varias
demostraciones con armas de fuego en su isla de origen. Si se decidía,
indudablemente podía superarnos con el número, pero las pérdidas serían
elevadas.
–No existe razón para luchar, ¿verdad? –ronroneó
Rovic–. Sólo tomo las precauciones que creo más sensatas. La Nave es un premio
muy valioso. Podría traer el Paraíso para todos... o el dominio de unos pocos
sobre toda la tierra. Hay quienes preferirían esto último. No te he acusado de
estar entre ellos. Sin embargo, por prudencia, tomo la Nave como rehén y
fortaleza durante el tiempo que desee permanecer aquí.
Creo que en aquel momento me convencí de las
verdaderas intenciones de Guzan, no como una suposición nuestra sino como un
hecho evidente. Si realmente hubiese querido alcanzar las estrellas, su única
preocupación habría sido preservar la Nave. No habría extendido el brazo,
agarrando al pequeño Val Nira entre sus fuertes manos, ni habría retrocedido
con el hombre de las estrellas a modo de escudo contra nuestro fuego. Tampoco
su intención tiene importancia, salvo para mi propia conciencia. La ira
contorsionaba su arrugado semblante. Nos chilló:
–¡Pues yo también retendré a un rehén! ¡Que les
aproveche el refugio!
Los hisagazis se arremolinaron a nuestro
alrededor, alzando las lanzas y hachas, pero sin hacer ademán de seguirnos. Nos
abrimos paso por la negra ladera. El sol empezaba a calentar. Froad se retorció
la barba.
–Diablos, capitán –dijo–, ¿cree que piensan
sitiarnos?
–No aconsejaría a nadie que se aventurara a
salir solo –dijo Rovic quedamente.
–Pero sin Val Nira para explicarnos las cosas,
¿de qué nos sirve permanecer en la Nave? Lo mejor es que regresemos. Tengo
algunos textos matemáticos que puedo consultar. La cabeza me da vueltas
respecto a esa ley que hace girar a los planetas. Debo preguntar al hombre del
Paraíso lo que sabe de...
Rovic le interrumpió para ordenar a tres hombres
que ayudaran a levantar una rueda encallada entre dos piedras. Estaba de muy
mal humor. Confieso que su decisión me pareció una locura. Si Guzan se proponía
traicionarnos, no habíamos ganado gran cosa al quedamos inmóviles en la Nave,
donde podía hacernos perecer de hambre. Habría sido mejor obligarle a atacar al
aire libre, donde quizás hubiéramos tenido la oportunidad de vencerle. Y si
Guzan no planeaba caer sobre nosotros en la jungla –o en cualquier otra parte–,
aquello era una insensata provocación. Pero no me atreví a interrogarle.
Cuando llegamos hasta la Nave con la carreta, la
pasarela volvió a descender. Los marineros se sobresaltaron y lanzaron un
juramento. Rovic se arrancó con un esfuerzo de su amargura, para calmarlos.
–Tranquilos, muchachos. Ya he estado a bordo y
no hay ningún peligro dentro. Ahora tenemos que llevar la pólvora hasta allí, y
almacenarla tal como habíamos planeado.
Debido a mi frágil constitución, no fui elegido
para transportar los pesados barriles, sino que me colocaron al pie de la
pasarela para vigilar a los hisagazis. Aunque estábamos demasiado lejos para
distinguir las palabras, vi que Guzan subía a una roca y les arengaba. Aunque
los guerreros agitaron sus armas en dirección a nosotros y lanzaron feroces
alaridos, no se atrevieron a atacar. Me pregunté lo que estaría ocurriendo. Si
Rovic había previsto un sitio, eso justificaba lo del cargamento de pólvora...
No, no lo justificaba, porque había más personas de las que una docena de
hombres podían matar en varias semanas de tiroteo, aunque hubiésemos tenido
suficientes balas... ¡Y apenas si teníamos comida! Miré más allá de las venenosas
nubes volcánicas, hacia Tambur, donde reinaban tormentas que podían engullirnos
a todos nosotros, y me pregunté qué demonios estaban al acecho para tentar a
los hombres.
Al oír un indignado grito procedente del
interior de la Nave, me sobresalté con horror. ¡Froad! Eché a correr por la
pasarela, pero recordé mi deber a tiempo. Oí que Rovic le amonestaba y ordenaba
a la tripulación que siguieran adelante. Froad y Rovic debieron de entrar solos
en el compartimiento del piloto, donde hablaron durante más de una hora. Cuando
el anciano salió, ya no protestaba. Pero al bajar por la pasarela lloraba.
Rovic le siguió, con una expresión más sombría
de la que yo le había visto jamás. Los marineros aparecieron detrás, algunos
consternados, otros aliviados, pero principalmente mirando hacia el campamento
hisagazi. Eran simples marineros; la Nave no significaba para ellos más que un
extraño e inquietante objeto. Etien fue el último en salir, andando hacia atrás
por la pasarela metálica mientras desenrollaba un largo cable.
–¡Formen! –gritó Rovic. Los hombres ocuparon sus
posiciones–. Zhean y Froad, ustedes en el centro –dijo el capitán–. Serán más
útiles llevando munición de repuesto que luchando.
Se colocó a la vanguardia.
Yo agarré a Froad por una manga.
–Por favor, se lo ruego, maestro, ¿qué sucede?
Sollozaba demasiado para poder contestarme.
Etien se agachó, con un trozo de pedernal y
acero en las manos. Me oyó –porque el silencio era absoluto– y dijo con voz
dura:
–Hemos colocado los barriles de pólvora a lo largo
del casco, muchacho, con regueros de pólvora entre uno y otro. Aquí está la
mecha.
Tan monstruoso era todo que no pude hablar, ni
siquiera pensar. Como si estuviera inmensamente lejos, oí el chasquido de la
piedra sobre el metal en los dedos de Etien, le oí avivar las chispas con un
soplo y añadir:
–Una buena idea, creo yo. Ya te dije la otra
noche que seguiría al capitán sin temer la maldición de Dios... pero no le
tentemos demasiado.
–¡Adelante!
La espada de Rovic centelleó al salir de su
vaina.
Mientras nos alejábamos a paso rápido, nuestros
pies crujían con estrépito sobre la montaña. No miré hacia atrás. No pude.
Todavía estaba debatiéndome en una pesadilla. Puesto que, de todos modos, Guzan
se hubiera movido para interceptarnos, nos dirigimos en línea recta hacia su
tropa. Él dio un paso al frente cuando nos detuvimos al borde del campamento.
Val Nira apareció temblando detrás de él. Oí vagamente sus palabras.
–Y bien, Rovic, ¿qué ocurre ahora? ¿Listo para
regresar a casa?
–Sí –dijo el capitán con voz inexpresiva–. Hasta
el fin del viaje.
Guzan le miró de soslayo con creciente
desconfianza.
–¿Por qué has abandonado la carreta? ¿Qué has
dejado allí?
–Suministros. Vamos, en marcha.
Val Nira miraba fijamente la cruel forma de
nuestras picas. Tuvo que humedecerse los labios unas cuantas veces antes de
poder balbucear:
–¿De qué están hablando? No hay razón alguna
para dejar comida aquí. Se estropeará con el tiempo hasta... hasta...
Se interrumpió al observar la expresión de
Rovic. La sangre se retiró de su cara.
–¿Qué ha hecho? –susurró.
De pronto, Rovic alzó la mano que tenía libre y
con ella se tapó la cara.
–Lo que era mi deber –repuso con voz ronca–.
Hija de Dios, perdóname.
El hombre de las estrellas nos contempló un
momento más. Después dio media vuelta y empezó a correr. Pasó a toda velocidad
junto a los sorprendidos guerreros, y se internó en la cenicienta ladera, en
dirección a la Nave.
–¡Vuelva! –le gritó Rovic–. ¡Está loco, no
podrá...!
Con sumo esfuerzo tragó saliva. Mientras
observaba aquella pequeña, tambaleante y solitaria figura que corría por una
montaña de fuego hacia La Más Hermosa, la espada se escapó de su mano.
–Quizá sea mejor –dijo a modo de bendición.
Guzan alzó su propia espada. Con la capa de
escamas y las ondeantes plumas, su aspecto era tan impresionante como el de
Rovic enfundado en su armadura.
–Dime lo que has hecho –exclamó–, o te mato
ahora mismo.
No prestó atención a nuestros mosquetes. También
él había soñado.
Cuando la Nave explotó, también él dejó de
soñar.
Ni siquiera aquel casco adamantino podía
resistir una carretada de pólvora cuidadosamente colocada, detonada al mismo
tiempo. El estallido me hizo caer de rodillas, y el casco se partió por la
mitad. Retorcidos pedazos de metal blanco salieron disparados sobre la ladera.
Vi que uno de esos pedazos chocaba con una roca y se partía en dos. Val Nira
desapareció, destruido con demasiada rapidez para ver lo que ocurría; así pues,
en el último momento, Dios fue misericordioso con él. A través de las llamas,
la humareda y el ruido aterrador que siguieron, vi caer la Nave. Rodó ladera
abajo, salpicando la montaña con sus destrozadas entrañas. Entonces la ladera
retumbó y se deslizó en su persecución, enterrándola. El polvo ocultó el cielo.
Ya no me atrevo a recordar nada más.
Los hisagazis, tras lanzar un alarido de terror,
huyeron. Debieron de pensar que el infierno había llegado a la tierra. Guzan se
mantuvo firme. Cuando el polvo nos envolvió, ocultando la tumba de la Nave y el
blanco cráter del volcán, tiñendo el sol de color rojo, saltó encima de Rovic.
Un mosquetero levantó su arma. Etien la bajó de un manotazo. Permanecieron
inmóviles mientras contemplábamos cómo luchaban aquellos dos hombres, sobre la
insegura tierra volcánica, sabiendo que tenían derecho a hacerlo. Al roce de
las afiladas hojas, las chispas brotaban. Al fin, la habilidad de Rovic
prevaleció. Alcanzó a su enemigo en la garganta.
Tras conceder a Guzan un entierro decente, nos
internamos en la jungla.
Aquella noche, los guardias reunieron el valor
suficiente para atacarnos. Los mosquetes nos fueron de una gran ayuda, pero,
principalmente, tuvimos que hacer uso de la espada y la pica. Nos abrimos
camino entre ellos porque no teníamos otro lugar adonde ir más que el mar.
Al tiempo que retrocedían, se apresuraron a
difundir la noticia de lo ocurrido. Cuando llegamos a Nikum, todas las fuerzas
que Iskilip pudo obtener estaban sitiando al Golden Leaper y esperando impedir la entrada de Rovic. Volvimos a
formar en cuadro, sin importarnos cuántos miles podían ser, ya que sólo una
veintena nos atacaba a la vez. Sin embargo, dejamos seis buenos hombres sobre
el barro rojo de aquellas calles. Cuando los hombres de la carabela
comprendieron que Rovic regresaba, bombardearon la ciudad. Eso prendió fuego al
bálago de los tejados y distrajo al enemigo hasta el punto de que un
destacamento de la nave fue capaz de acudir en nuestra ayuda. Fuimos avanzando
hacia el muelle, subimos a bordo y asimos el cabrestante. Ultrajados y muy
valientes, los hisagazis se acercaron con sus canoas a nuestro casco, donde el
cañón no podía ser disparado. Uno encima de los hombros del otro, consiguieron
subir hasta alcanzar la barandilla. Así fue cómo pudo subir todo el grupo. La
lucha que les expulsó de los puentes fue cruel. Entonces fue cuando me hicieron
añicos la clavícula, que todavía sigue molestándome.
Finalmente, salimos del fiordo. Soplaba un
fresco viento procedente del este. Con las velas desplegadas, pronto
conseguimos dejar atrás al enemigo. Contamos los muertos, vendamos a los heridos
y nos fuimos a dormir.
Al amanecer del día siguiente, tras despertarme
por el dolor de la herida y el dolor aún más agudo que sentía en mi interior,
subí al alcázar. El cielo estaba cubierto de nubes. La intensidad del viento
había aumentado y el mar se extendía, agitado por las olas, hasta un horizonte
grisáceo. Las cuadernas gemían y las jarcias hacían palletes. Durante una hora,
permanecí mirando hacia popa, envuelto por el aire helado que entumece el
dolor.
Cuando oí el ruido de unas botas a mi espalda,
no me volví. Sabía que eran las de Rovic. Durante un buen rato permaneció junto
a mí, con la cabeza descubierta. Observé que empezaba a palidecer.
Al fin, sin haberme mirado todavía, de cara a un
viento que arrancaba lágrimas de nuestros ojos, dijo:
–Aquel día, tuve la oportunidad de hablar con
Froad. Lo lamentó, pero reconoció que yo tenía razón. ¿Te ha hablado de ello?
–No –repuse yo.
–A ninguno de nosotros nos gusta hablar de ello
–dijo Rovic.
Al cabo de unos momentos prosiguió:
–No tenía miedo de que Guzan o cualquier otro se
apoderara de la Nave y tratara de convertirse en un tirano. Los hombres de
Montalir habríamos sabido cómo dominar a cualquiera de esos bribones. Tampoco
tenía miedo de los habitantes del Paraíso. Ese pobre hombrecillo estaba diciendo
la verdad. Nunca nos hubieran hecho daño... voluntariamente. Nos hubieran
traído preciosos regalos, enseñado sus artes esotéricas y permitido visitar las
estrellas.
–Entonces, ¿por qué? –salté yo.
–Algún día, los sucesores de Froad resolverán
los enigmas del universo –dijo–. Algún día, nuestros descendientes construirán
su propia Nave y partirán hacia el destino que ellos mismos elijan.
La espuma que se agitaba a nuestro alrededor
llegaba a mojarnos el cabello. Noté un gusto salado en mis labios.
–Mientras tanto –dijo Rovic–, surcaremos los
mares de esta tierra, escalaremos sus montañas, trazaremos mapas, haremos
conquistas y llegaremos a entenderlo. ¿Lo ves, Zhean? Esto es lo que la Nave
nos habría arrebatado.
Entonces,
yo también empecé a llorar. Él apoyó una mano sobre mi hombro sano y se quedó
conmigo mientras el Golden Leaper,
con todas las velas desplegadas, seguía su curso hacia el oeste.