Empezó por casualidad, y al final terminó como terminó.
Una tarde me paró por la
calle un tipo con perilla y unos espantosos zapatos de punta. Pensé
que intentaba ligar, sin más, pero resulta que quería ofrecerme un trabajo.
Azafata de eventos. Estaba de moda en aquella época. Quizá lo siga estando, no
lo sé. Sin los zapatos, el tipo era menos repelente, aunque la
perilla —aparentemente— no se la podía quitar.
En todo caso, solo me acosté
con él un par de veces, pero la historia del trabajo iba en serio. Yo tenía
veintitrés años, era una chica guapa, rostro agradable, delgada, esbelta,
piernas largas, el paquete completo para acreditarme con «buena presencia».
Parecía más alta de lo que era, pero no lo bastante como para plantearme ser
modelo. Tampoco es que lo hubiera pensado en serio. Para ser azafata, un metro
setenta escaso era más que suficiente. Si acaso, el problema eran los dientes.
Tenía los dientes de David Bowie antes de que le pusieran implantes. Todavía
los tengo. Cuando estaba allí como una estaca con mi traje de azafata
—chaqueta, falda hasta la rodilla, blusa clara, zapatos de tacón adocenados— en
alguna feria de automóviles o de electrodomésticos, me decían: «Si acaso,
sonríe con la boca cerrada». Porque sonreír era parte del trabajo, pero luego
estaba ese asunto de los dientes.
En general me las apañaba
bien. No tenía que hacer nada de particular, solo estar de pie, no apoyarme en
nada, sonreír con la boca cerrada, dar la bienvenida, indicar la salida o el
baño y proporcionar a veces información muy sencilla que, en todo caso, otros
facilitarían sin duda mucho mejor de lo que yo era capaz de hacer y, por lo
tanto, acompañar a la persona deseosa de tal información hasta alguien a quien,
a diferencia de a mí, le pagaban por pronunciar palabras.
Cuando volvía a casa me
dolían los pies y soñaba con poner una bomba en la entrada de la feria pero,
aparte de eso, no podía quejarme. Vivía con Bárbara, que trabajaba en
un bar y redondeaba su sueldo vendiendo un costo de pésima calidad. A
veces nos fumábamos un porro juntas en la cocina y luego nos encontrábamos
fatal toda la noche. Ella, encerrada en su habitación escuchando a Manu Chao;
yo, encerrada en la mía, imaginando cuerpos que explotaban. Bárbara no me caía
bien, yo no le caía bien ni a ella ni a su gato obeso, aficionado a mearse en
mi habitación. Cuando empecé a trabajar como azafata ganaba mucho más que
Bárbara, así que empezó a inventarse cosas raras con las facturas para
escamotearme dinero. No tenía ganas de discutir, así que me quedaba con las
meadas y le daba el dinero.
Una mañana, el hombre de la
perilla me dijo que tenía una propuesta sensacional. Una feria textil en Nueva
York. Se necesitaban azafatas que hablaran italiano. El salario diario era
excelente, pero yo tenía que encargarme de todo lo demás. Alimentación, alojamiento,
billete de avión.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
—Yo te ayudo.
Era uno de esos hombres que
se excitan cuando esnifan el reconocimiento. Le di las gracias. Le di las
gracias de todo corazón. Hice el gesto del corazón con mis manos y luego me las
llevé al pecho.
—Venga, no te cachondees de
mí —me dijo, y entonces lo abracé y sentí que se le había puesto dura.
De modo que fue él quien me
pagó el vuelo.
—Te lo devolveré —le prometí.
Él se colgó de la cara una
expresión de hombre de mundo y dijo:
—Sí, bueno, ya veremos.
Porque fíate tú de una
chiquilla de veintitrés años con los dientes raros. En efecto, nunca se lo
devolví.
Cuando le conté a Bárbara lo
de Nueva York, me encontré con un charco de meada más grande de lo habitual. No
me extrañaría que se hubiera acuclillado junto a mi cama con el gato. Me pidió
que le presentara al hombre de la perilla.
—Eres demasiado baja —le
dije.
—Y tú tienes unos dientes de
mierda.
Nuestra relación no despegó a
pesar de la profusión de sinceridad.
Tampoco había hecho grandes
amistades con las otras chicas que trabajaban conmigo en las ferias: cambiaban
a menudo y nunca sabíamos de qué hablar. Nos unía el pestazo a sudor y
desodorante de nuestros trajes sintéticos. De vez en cuando, alguna tenía una
posición diferente, una especialización cualquiera, un carguito, y eso era
nuestra única distracción en aquellos días de aburrimiento, confabularnos
contra ella. La llamábamos «la cabrona», la acosábamos. Pero, a veces, la
cabrona era una persona maja, como Sara. Sara tenía solo un par de años más que
yo y una innata predisposición al altruismo. O tal vez ella también se excitara
ante la gratitud, sin demostrarlo. El caso es que, cuando le hablé de Nueva
York, en lugar de enviar un gato a mearse en mi habitación, quiso echarme una
mano. Tenía unos parientes que vivían allí, unos tíos lejanos a los que no
había llegado a conocer. Podía quedarme en su casa unos días al principio.
En el aeropuerto de Nueva
York, no vinieron a recogerme los tíos de Sara, sino un chofer. Estaba
esperándome fuera con un cartel que decía «Sara», y luego el apellido de Sara.
El hombre me acompañó hasta la limusina donde estaba Celeste, la hija de los tíos,
junto a un novio rubio y taciturno, que al sonreír tenía los dientes blancos y
rectos, como los de Bowie después de los implantes. Celeste me abrazó con
fuerza: «¡Saraaa!». Por fin estaba ahí, su lejana primita italiana. No me
molesté en aclarar el malentendido. Me ofreció una Coca-Cola y la acepté,
aunque detestaba las bebidas carbonatadas. Era difícil rechazar una bebida en
una limusina. Pensé que nunca me volvería a pasar. Una intuición que, hasta
ahora, se ha demostrado acertada.
Los tíos de Sara vivían en un
chalé en Long Island. Sara me había hablado de Nueva York en general, y a mí no
se me había ocurrido pedirle aclaraciones. Para mí, Nueva York era una burbuja,
no sabía nada de los barrios, de las distancias. Me había imaginado los
rascacielos, el humo de las alcantarillas, las mil luces; luego había dejado de
imaginar. Y me encontré en Nassau County.
La limusina se detuvo en el
sendero de entrada; el tío Pasquale y la tía Susan me esperaban en la puerta de
la casa. Más abrazos, asombro, incluso emoción.
—La última vez que te vimos
todavía estabas en la tripa —dijo el tío Pasquale.
—¿De verdad? —dije yo—. Pues
no me acuerdo.
El tío Pasquale se echó a
reír:
—Tan ingeniosa como tu padre.
Tenía un marcado acento de
Foggia. Mis padres eran del Gargano, como les gustaba decir, para evitar
mencionar su pueblucho desconocido e infestado de mosquitos; resulta que en el
fondo éramos de verdad una gran familia.
No sabía si se trataba de un
malentendido con Sara, o si ella había anunciado su llegada a propósito para
que yo disfrutara de la más cálida bienvenida posible. En cualquier caso, me
parecía demasiado tarde ya para intentar explicar el equívoco. Además, apenas
conocía a Sara. Si me hubieran hecho preguntas sobre ella o su familia, no
habría sabido qué responder y temía no ser creíble como mejor amiga. No soy
capaz de decir por qué me pareció más creíble ser directamente Sara.
Había llegado por la noche,
la larga mesa del salón estaba puesta para la cena con platos de porcelana y
una bandeja de plata llena de enormes cangrejos en el centro. Estaban
amontonados unos encima de otros, un montón de criaturas monstruosas que despertaron
mi aracnofobia. Y además estaba Gino, el perro de la familia. Un yorkshire con
una venda alrededor de la cabeza, que tomaba carrerilla desde la otra punta del
salón para ir a estrellarse contra la pared opuesta. Se golpeaba la cabeza,
aullaba, luego volvía atrás, tomaba otra vez carrerilla y se estrellaba de
nuevo.
—El perro está un poco loco
—dijo el tío Pasquale, como si aquello fuera normal, como si de verdad pudiera
uno acostumbrarse a un perro que se estrella contra la pared cada dos minutos.
Antes de cenar, la familia y
el novio taciturno se pusieron a rezar, yo me uní a sus rezos, salmodiando
palabras que desconocía, luego la tía Susan me limpió el cangrejo en el plato y
me sirvió un poco de zumo de manzana. Gino, detrás de nosotros, seguía
estrellándose contra la pared.
—¿Estás cansada o quieres ver
una película de Totò? —me preguntó el tío Pasquale después de cenar.
Dije que estaba cansada: el
vuelo, la diferencia horaria, la desorientación, las cosas que se dicen
—supongo— para evitar pasar una velada familiar ante una película de Totò.
—Claro —concedió—, ya la
veremos mañana, pero ahora te voy a enseñar una cosa estupenda.
Me llevó al vestíbulo, frente
a un gran armario empotrado. Permaneció allí unos instantes para dejarme
paladear el sabor de la espera. Luego abrió el armario para enseñarme su
colección de armas.
—¿Eh? —dijo, con cierta
euforia.
—Eh —comenté, para no enfriar
su entusiasmo.
La habitación de invitados
estaba empapelada con satén rosa. La colcha también era un edredón de raso
rosa. Era como estar dentro de un ataúd. No dejé de dar vueltas entre las
sábanas toda la noche. Pensaba en los rifles y oía los golpes de Gino. Los aullidos
no eran siempre iguales y esa variación de intensidad los volvía aún más
inquietantes, como si hubiera algo más profundo, más desesperado, que la pura
inercia, el atontamiento de un perro enloquecido. A ratos irrumpía el silencio,
prolongados intervalos de nada, y yo confiaba en que Gino hubiera conseguido
suicidarse por fin, pero luego llegaba un nuevo testarazo. Era el suicidio más
largo que había presenciado jamás.
A la mañana siguiente, cuando
me desperté, la única que estaba en casa era la tía Susan. Me preparó el
desayuno, tortitas con un chorrito de sirope de arce y una taza de café en la
que estaba impresa la foto de Gino, o de algún sosia en su sano juicio.
Era un día precioso, así que
decidí ir a dar un paseo; la tía Susan me dijo que no me alejara demasiado, que
nunca se sabe.
—Okey —la tranquilicé.
No sabía a dónde ir. En el
aire flotaba un olor dulzón, como si alguien hubiera vaporizado el jarabe de
arce en la calle. Pensé en acercarme al mar, pero no tenía idea de en qué
dirección estaba. A mi alrededor solo había otros chalecitos. Me detuve frente
a un jardín lleno de enanos de tamaño natural, por más que resulte difícil
determinar el tamaño natural de un enano: tenían las dimensiones de un niño de
guardería. Me quedé allí un par de minutos, hasta que apareció en la veranda un
hombre que empuñaba un rifle, con el que me estaba apuntando. Me quedé
paralizada.
—¿Qué estás haciendo? —me
preguntó el hombre.
Sentí ácido en la boca por el
terror, y no supe qué decir excepto la verdad:
—Estaba mirando a los enanos.
Se acercó unos pasos sin
dejar de apuntarme con el rifle:
—Los enanos no se miran.
Una advertencia que todavía
llevo conmigo.
Me alejé, tenía ganas de
vomitar, pero me daba miedo que alguien me disparara por manchar de tortitas la
acera.
Por la tarde, conté lo
sucedido en casa y el tío Pasquale asintió, expresando toda su solidaridad con
el sujeto del rifle. La próxima vez, me acompañaría él a dar un paseo por el
barrio, que nunca se sabe. Quién sabe lo que había que saber, aparte de que
tenía que dejar en paz a los enanos.
En cualquier caso, con mucho
gusto me habría ahorrado profundizar en mis conocimientos sobre Nassau County.
Tenía que ir a Manhattan para la feria que empezaba el lunes. Era domingo.
—De eso ni hablar —dijo el
tío Pasquale—. La ciudad es peligrosa.
Llamaba «la ciudad» a todo lo
que estaba fuera de Long Island.
—Pero es que tengo que ir por
trabajo.
—Entonces iremos todos juntos
de excursión. Luego nos organizamos.
Esa noche, después de cenar,
Celeste me llevó a la bolera con su novio. Nunca había tocado una bola, así que
metí los dedos en los agujeros, di unos pasos y lancé la bola, que se me cayó
al lado de los pies, provocándome un tirón en el brazo. Celeste se sintió
obligada a justificar mi actuación delante de sus amigas:
—Es que es de Roma.
Una chica rubia, con el pelo
muy lacio, como si acabara de alisárselo en el baño, me preguntó:
—¿Y qué hacen allí por
las noches?
Pensé en mis veladas romanas,
atrincherada en mi habitación o tomando unos tragos de vodka caliente en la
plaza del mercado. Los porros malsanos que me fumaba con Bárbara.
—Vamos al cine —dije.
—Guau —dijo Celeste.
—Fantástico —dijo la rubia—.
¿Así que te gustan las películas?
—Sí.
La conversación murió ahí.
Me pasé toda la velada con el
brazo dolorido, bebiendo cerveza con muchísima espuma y viendo a Celeste lanzar
la bola, mientras su novio le daba cariñosos pellizcos en el culo. La rubia me
preguntó, con sincera aprensión, por qué no me arreglaba los dientes. Lamenté
causarle ese dolor.
Fuera de la bolera nos
esperaba la limusina con el chofer. Me senté en el coche mientras Celeste
terminaba de morrearse con su novio. Esta vez, nadie me ofreció una Coca-Cola y
me sentó un poco mal.
Cuando volvimos, el tío
Pasquale estaba viendo una película de Totò y Gino seguía concentrado en
estamparse contra la pared.
—¿Podemos ir a Manhattan
mañana? —pregunté yo.
—Luego nos organizamos.
—Es que empiezo a trabajar,
tío.
Me sorprendió haberlo llamado
tío, pero tal vez quise decir: «¡menudo tipo!».
El tío Pasquale se volvió
hacia Celeste:
—Díselo tú, que la ciudad es
peligrosa.
Celeste me miró con sus
grandes ojos de reina de la bolera.
—Sí —confirmó.
—Díselo —prosiguió el tío
Pasquale—, ¿tú vas alguna vez?
—No —contestó Celeste—. Yo
nunca voy.
No era una hipérbole. En sus
veinte años de vida, había estado una vez con su clase y otra, con sus padres,
para visitar el zoológico.
—Ven aquí, al lado de tu tío,
vamos a ver a Totò.
Me senté a su lado en el
sofá. Por otro lado, las películas me gustaban. Gino seguía estrellándose
contra la pared y el tío Pasquale recitaba de memoria los diálogos de Rufufú.
El lunes por la mañana me
esperaban las tortitas con el sirope de arce y luego, la compra en el
supermercado.
—Tengo que ir a Manhattan
—volví a decir frente a las botellas de leche de tres litros.
—Luego nos organizamos
—contestó el tío Pasquale.
A las seis de la tarde,
cuando debería haber terminado mi turno en la feria textil, no había habido
atisbo alguno de organización. Pensé en el hombre de la perilla que estaría
despotricando, pero no sabía ni cómo avisarlo, mi celular estaba muerto
en los Estados Unidos. ¿Y qué iba a decirle? ¿Soy rehén de mis falsos tíos?
También pensé en Sara. ¿Estaría al corriente de ese secuestro? Es más, ¿sería
cómplice? Me entró la legítima sospecha de que había sido ella la que lo había
planeado todo. Tal vez no se había tratado de un acto de amabilidad, tal vez
fuera su refinada forma de vengarse porque me habían mandado a Nueva York. En
comparación, Bárbara con su gato meón era una principiante.
Para la cena había un rollo
de carne ya cortado en lonchas en el plato, con trozos de colores en su
interior que parecían fruta confitada, y boniatos al lado. Me uní al ritual de
la oración.
—¿Quieres rezar tú algo en
italiano? —me preguntó la tía Susan.
Me di cuenta de que no me
sabía ni una sola oración de memoria. Quizá me faltaran solo un par de versos
del padrenuestro, pero no quería arriesgarme.
—No —dije—. Me viene bien
practicar el inglés.
—Bien dicho —comentó el tío
Pasquale, el único que me hablaba en italiano.
Gino tenía una venda nueva en
la cabeza. En el baño de invitados había una cestilla llena de vendas
ensangrentadas y un suministro de vendas limpias dentro de un paquete grande,
como los que se usan para los pañales. No tenía ni idea de que pudiera comprarse
un producto así y me preguntaba quién narices lo necesitaría, aparte de una
familia aquejada por un perro enloquecido. Cuando Gino se dio un cabezazo más
violento de lo habitual, tuve una repentina iluminación. Quizá fuera su forma
de poner en guardia a cualquiera que cruzara ese umbral: nunca más saldrás de
esta casa.
Después de cenar, el tío
Pasquale puso el vídeo de Totò, Peppino y los forajidos, y yo me acurruqué
entre la tía Susan y Celeste delante del televisor.
Cuando me retiré a mi
habitación, hice las maletas para fugarme. Oía los golpes de Gino, me pregunté
si le ladraría a una fugitiva: un destello de protección hacia la familia, un
sentido de lealtad canina. En el fondo le tenían cariño. Nunca lo había oído
ladrar. Me imaginé que el tío Pasquale se levantaba de la cama, agarraba su
fusil y disparaba a mi sombra. Pero, mientras me dirigía hacia la puerta
principal, me encontré a la tía Susan en la sala fumando junto a la ventana.
—Vuélvete a la cama —me dijo.
Aunque su tono de voz no era
amenazador, su silueta oscura envuelta en humo resultaba inquietante. Una
criatura de los infiernos.
—No —dije, orgullosa de mi
valor.
—Vuélvete a la cama —reiteró
la tía Susan—, mañana te llevaré yo.
—No soy Sara —confesé.
—Ya lo sé.
Me metí otra vez entre las
sábanas resbaladizas, dentro de mi ataúd rosa. ¿Sabría también el tío Pasquale
que yo no era Sara? ¿Y sabría que su mujer fumaba? ¿Que por las noches se
transformaba en una presencia sulfurosa? Me quedé dormida, a pesar de tantas
preguntas sin respuesta.
Por la mañana, cuando me
desperté, toda la familia estaba en casa frente al televisor. Un avión acababa
de estrellarse contra las Torres Gemelas. La tía Susan vino a abrazarme con
lágrimas en los ojos. Luego Celeste se sumó también al abrazo. Olía a lirios
del valle y a champú para bebés. El tío Pasquale me señaló el teléfono de casa:
—Llama a tus padres.
Yo no sabía si se refería a
mis padres de verdad. Pospuse la llamada telefónica.
Pasamos la mañana viendo «la
ciudad» por la televisión, refugiados en nuestra isla, protegidos por los
enanos y un arsenal de armas hacinadas en el armario. Me pregunté si de verdad
me habían salvado la vida y la pregunta me consolaba. No tenía ni idea de si la
feria textil estaba cerca de las Torres, pero quién sabe lo que habría hecho
esa mañana en Manhattan antes de empezar a trabajar, suponiendo que alguien no
hubiera ocupado ya mi lugar. Sara, quizá. Sentí que me había librado de un
desastre y, además, me había librado de una feria. Ni siquiera el hombre de la
perilla podía tomárselo demasiado a mal. ¿Cómo va uno a enfadarse con una
superviviente?
Nos quedamos frente al
televisor, llorando todos juntos. Nunca me había pasado algo así con mi
familia, ni siquiera en el funeral de mi abuela. El mundo estaba en llamas y
nosotros estábamos allí. Unidos. Miré a Gino. Uno que llevaba toda su vida
sobreviviendo.