miércoles, 3 de diciembre de 2025

Los enanos no se miran cuento de Verónica Raimo

 


Empezó por casualidad, y al final terminó como terminó.

Una tarde me paró por la calle un tipo con perilla y unos espantosos zapatos de punta. Pensé que intentaba ligar, sin más, pero resulta que quería ofrecerme un trabajo. Azafata de eventos. Estaba de moda en aquella época. Quizá lo siga estando, no lo sé. Sin los zapatos, el tipo era menos repelente, aunque la perilla —aparentemente— no se la podía quitar.

En todo caso, solo me acosté con él un par de veces, pero la historia del trabajo iba en serio. Yo tenía veintitrés años, era una chica guapa, rostro agradable, delgada, esbelta, piernas largas, el paquete completo para acreditarme con «buena presencia». Parecía más alta de lo que era, pero no lo bastante como para plantearme ser modelo. Tampoco es que lo hubiera pensado en serio. Para ser azafata, un metro setenta escaso era más que suficiente. Si acaso, el problema eran los dientes. Tenía los dientes de David Bowie antes de que le pusieran implantes. Todavía los tengo. Cuando estaba allí como una estaca con mi traje de azafata —chaqueta, falda hasta la rodilla, blusa clara, zapatos de tacón adocenados— en alguna feria de automóviles o de electrodomésticos, me decían: «Si acaso, sonríe con la boca cerrada». Porque sonreír era parte del trabajo, pero luego estaba ese asunto de los dientes.

En general me las apañaba bien. No tenía que hacer nada de particular, solo estar de pie, no apoyarme en nada, sonreír con la boca cerrada, dar la bienvenida, indicar la salida o el baño y proporcionar a veces información muy sencilla que, en todo caso, otros facilitarían sin duda mucho mejor de lo que yo era capaz de hacer y, por lo tanto, acompañar a la persona deseosa de tal información hasta alguien a quien, a diferencia de a mí, le pagaban por pronunciar palabras.

Cuando volvía a casa me dolían los pies y soñaba con poner una bomba en la entrada de la feria pero, aparte de eso, no podía quejarme. Vivía con Bárbara, que trabajaba en un bar y redondeaba su sueldo vendiendo un costo de pésima calidad. A veces nos fumábamos un porro juntas en la cocina y luego nos encontrábamos fatal toda la noche. Ella, encerrada en su habitación escuchando a Manu Chao; yo, encerrada en la mía, imaginando cuerpos que explotaban. Bárbara no me caía bien, yo no le caía bien ni a ella ni a su gato obeso, aficionado a mearse en mi habitación. Cuando empecé a trabajar como azafata ganaba mucho más que Bárbara, así que empezó a inventarse cosas raras con las facturas para escamotearme dinero. No tenía ganas de discutir, así que me quedaba con las meadas y le daba el dinero.

Una mañana, el hombre de la perilla me dijo que tenía una propuesta sensacional. Una feria textil en Nueva York. Se necesitaban azafatas que hablaran italiano. El salario diario era excelente, pero yo tenía que encargarme de todo lo demás. Alimentación, alojamiento, billete de avión.

—¿Y cómo voy a hacer eso?

—Yo te ayudo.

Era uno de esos hombres que se excitan cuando esnifan el reconocimiento. Le di las gracias. Le di las gracias de todo corazón. Hice el gesto del corazón con mis manos y luego me las llevé al pecho.

—Venga, no te cachondees de mí —me dijo, y entonces lo abracé y sentí que se le había puesto dura.

De modo que fue él quien me pagó el vuelo.

—Te lo devolveré —le prometí.

Él se colgó de la cara una expresión de hombre de mundo y dijo:

—Sí, bueno, ya veremos.

Porque fíate tú de una chiquilla de veintitrés años con los dientes raros. En efecto, nunca se lo devolví.

Cuando le conté a Bárbara lo de Nueva York, me encontré con un charco de meada más grande de lo habitual. No me extrañaría que se hubiera acuclillado junto a mi cama con el gato. Me pidió que le presentara al hombre de la perilla.

—Eres demasiado baja —le dije.

—Y tú tienes unos dientes de mierda.

Nuestra relación no despegó a pesar de la profusión de sinceridad.

Tampoco había hecho grandes amistades con las otras chicas que trabajaban conmigo en las ferias: cambiaban a menudo y nunca sabíamos de qué hablar. Nos unía el pestazo a sudor y desodorante de nuestros trajes sintéticos. De vez en cuando, alguna tenía una posición diferente, una especialización cualquiera, un carguito, y eso era nuestra única distracción en aquellos días de aburrimiento, confabularnos contra ella. La llamábamos «la cabrona», la acosábamos. Pero, a veces, la cabrona era una persona maja, como Sara. Sara tenía solo un par de años más que yo y una innata predisposición al altruismo. O tal vez ella también se excitara ante la gratitud, sin demostrarlo. El caso es que, cuando le hablé de Nueva York, en lugar de enviar un gato a mearse en mi habitación, quiso echarme una mano. Tenía unos parientes que vivían allí, unos tíos lejanos a los que no había llegado a conocer. Podía quedarme en su casa unos días al principio.

En el aeropuerto de Nueva York, no vinieron a recogerme los tíos de Sara, sino un chofer. Estaba esperándome fuera con un cartel que decía «Sara», y luego el apellido de Sara. El hombre me acompañó hasta la limusina donde estaba Celeste, la hija de los tíos, junto a un novio rubio y taciturno, que al sonreír tenía los dientes blancos y rectos, como los de Bowie después de los implantes. Celeste me abrazó con fuerza: «¡Saraaa!». Por fin estaba ahí, su lejana primita italiana. No me molesté en aclarar el malentendido. Me ofreció una Coca-Cola y la acepté, aunque detestaba las bebidas carbonatadas. Era difícil rechazar una bebida en una limusina. Pensé que nunca me volvería a pasar. Una intuición que, hasta ahora, se ha demostrado acertada.

Los tíos de Sara vivían en un chalé en Long Island. Sara me había hablado de Nueva York en general, y a mí no se me había ocurrido pedirle aclaraciones. Para mí, Nueva York era una burbuja, no sabía nada de los barrios, de las distancias. Me había imaginado los rascacielos, el humo de las alcantarillas, las mil luces; luego había dejado de imaginar. Y me encontré en Nassau County.

La limusina se detuvo en el sendero de entrada; el tío Pasquale y la tía Susan me esperaban en la puerta de la casa. Más abrazos, asombro, incluso emoción.

—La última vez que te vimos todavía estabas en la tripa —dijo el tío Pasquale.

—¿De verdad? —dije yo—. Pues no me acuerdo.

El tío Pasquale se echó a reír:

—Tan ingeniosa como tu padre.

Tenía un marcado acento de Foggia. Mis padres eran del Gargano, como les gustaba decir, para evitar mencionar su pueblucho desconocido e infestado de mosquitos; resulta que en el fondo éramos de verdad una gran familia.

No sabía si se trataba de un malentendido con Sara, o si ella había anunciado su llegada a propósito para que yo disfrutara de la más cálida bienvenida posible. En cualquier caso, me parecía demasiado tarde ya para intentar explicar el equívoco. Además, apenas conocía a Sara. Si me hubieran hecho preguntas sobre ella o su familia, no habría sabido qué responder y temía no ser creíble como mejor amiga. No soy capaz de decir por qué me pareció más creíble ser directamente Sara.

Había llegado por la noche, la larga mesa del salón estaba puesta para la cena con platos de porcelana y una bandeja de plata llena de enormes cangrejos en el centro. Estaban amontonados unos encima de otros, un montón de criaturas monstruosas que despertaron mi aracnofobia. Y además estaba Gino, el perro de la familia. Un yorkshire con una venda alrededor de la cabeza, que tomaba carrerilla desde la otra punta del salón para ir a estrellarse contra la pared opuesta. Se golpeaba la cabeza, aullaba, luego volvía atrás, tomaba otra vez carrerilla y se estrellaba de nuevo.

—El perro está un poco loco —dijo el tío Pasquale, como si aquello fuera normal, como si de verdad pudiera uno acostumbrarse a un perro que se estrella contra la pared cada dos minutos.

Antes de cenar, la familia y el novio taciturno se pusieron a rezar, yo me uní a sus rezos, salmodiando palabras que desconocía, luego la tía Susan me limpió el cangrejo en el plato y me sirvió un poco de zumo de manzana. Gino, detrás de nosotros, seguía estrellándose contra la pared.

—¿Estás cansada o quieres ver una película de Totò? —me preguntó el tío Pasquale después de cenar.

Dije que estaba cansada: el vuelo, la diferencia horaria, la desorientación, las cosas que se dicen —supongo— para evitar pasar una velada familiar ante una película de Totò.

—Claro —concedió—, ya la veremos mañana, pero ahora te voy a enseñar una cosa estupenda.

Me llevó al vestíbulo, frente a un gran armario empotrado. Permaneció allí unos instantes para dejarme paladear el sabor de la espera. Luego abrió el armario para enseñarme su colección de armas.

—¿Eh? —dijo, con cierta euforia.

—Eh —comenté, para no enfriar su entusiasmo.

La habitación de invitados estaba empapelada con satén rosa. La colcha también era un edredón de raso rosa. Era como estar dentro de un ataúd. No dejé de dar vueltas entre las sábanas toda la noche. Pensaba en los rifles y oía los golpes de Gino. Los aullidos no eran siempre iguales y esa variación de intensidad los volvía aún más inquietantes, como si hubiera algo más profundo, más desesperado, que la pura inercia, el atontamiento de un perro enloquecido. A ratos irrumpía el silencio, prolongados intervalos de nada, y yo confiaba en que Gino hubiera conseguido suicidarse por fin, pero luego llegaba un nuevo testarazo. Era el suicidio más largo que había presenciado jamás.

 

A la mañana siguiente, cuando me desperté, la única que estaba en casa era la tía Susan. Me preparó el desayuno, tortitas con un chorrito de sirope de arce y una taza de café en la que estaba impresa la foto de Gino, o de algún sosia en su sano juicio.

Era un día precioso, así que decidí ir a dar un paseo; la tía Susan me dijo que no me alejara demasiado, que nunca se sabe.

—Okey —la tranquilicé.

No sabía a dónde ir. En el aire flotaba un olor dulzón, como si alguien hubiera vaporizado el jarabe de arce en la calle. Pensé en acercarme al mar, pero no tenía idea de en qué dirección estaba. A mi alrededor solo había otros chalecitos. Me detuve frente a un jardín lleno de enanos de tamaño natural, por más que resulte difícil determinar el tamaño natural de un enano: tenían las dimensiones de un niño de guardería. Me quedé allí un par de minutos, hasta que apareció en la veranda un hombre que empuñaba un rifle, con el que me estaba apuntando. Me quedé paralizada.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó el hombre.

Sentí ácido en la boca por el terror, y no supe qué decir excepto la verdad:

—Estaba mirando a los enanos.

Se acercó unos pasos sin dejar de apuntarme con el rifle:

—Los enanos no se miran.

Una advertencia que todavía llevo conmigo.

Me alejé, tenía ganas de vomitar, pero me daba miedo que alguien me disparara por manchar de tortitas la acera.

Por la tarde, conté lo sucedido en casa y el tío Pasquale asintió, expresando toda su solidaridad con el sujeto del rifle. La próxima vez, me acompañaría él a dar un paseo por el barrio, que nunca se sabe. Quién sabe lo que había que saber, aparte de que tenía que dejar en paz a los enanos.

En cualquier caso, con mucho gusto me habría ahorrado profundizar en mis conocimientos sobre Nassau County. Tenía que ir a Manhattan para la feria que empezaba el lunes. Era domingo.

—De eso ni hablar —dijo el tío Pasquale—. La ciudad es peligrosa.

Llamaba «la ciudad» a todo lo que estaba fuera de Long Island.

—Pero es que tengo que ir por trabajo.

—Entonces iremos todos juntos de excursión. Luego nos organizamos.

Esa noche, después de cenar, Celeste me llevó a la bolera con su novio. Nunca había tocado una bola, así que metí los dedos en los agujeros, di unos pasos y lancé la bola, que se me cayó al lado de los pies, provocándome un tirón en el brazo. Celeste se sintió obligada a justificar mi actuación delante de sus amigas:

—Es que es de Roma.

Una chica rubia, con el pelo muy lacio, como si acabara de alisárselo en el baño, me preguntó:

—¿Y qué hacen allí por las noches?

Pensé en mis veladas romanas, atrincherada en mi habitación o tomando unos tragos de vodka caliente en la plaza del mercado. Los porros malsanos que me fumaba con Bárbara.

—Vamos al cine —dije.

—Guau —dijo Celeste.

—Fantástico —dijo la rubia—. ¿Así que te gustan las películas?

—Sí.

La conversación murió ahí.

Me pasé toda la velada con el brazo dolorido, bebiendo cerveza con muchísima espuma y viendo a Celeste lanzar la bola, mientras su novio le daba cariñosos pellizcos en el culo. La rubia me preguntó, con sincera aprensión, por qué no me arreglaba los dientes. Lamenté causarle ese dolor.

Fuera de la bolera nos esperaba la limusina con el chofer. Me senté en el coche mientras Celeste terminaba de morrearse con su novio. Esta vez, nadie me ofreció una Coca-Cola y me sentó un poco mal.

Cuando volvimos, el tío Pasquale estaba viendo una película de Totò y Gino seguía concentrado en estamparse contra la pared.

—¿Podemos ir a Manhattan mañana? —pregunté yo.

—Luego nos organizamos.

—Es que empiezo a trabajar, tío.

Me sorprendió haberlo llamado tío, pero tal vez quise decir: «¡menudo tipo!».

El tío Pasquale se volvió hacia Celeste:

—Díselo tú, que la ciudad es peligrosa.

Celeste me miró con sus grandes ojos de reina de la bolera.

 

—Sí —confirmó.

—Díselo —prosiguió el tío Pasquale—, ¿tú vas alguna vez?

—No —contestó Celeste—. Yo nunca voy.

No era una hipérbole. En sus veinte años de vida, había estado una vez con su clase y otra, con sus padres, para visitar el zoológico.

—Ven aquí, al lado de tu tío, vamos a ver a Totò.

Me senté a su lado en el sofá. Por otro lado, las películas me gustaban. Gino seguía estrellándose contra la pared y el tío Pasquale recitaba de memoria los diálogos de Rufufú.

El lunes por la mañana me esperaban las tortitas con el sirope de arce y luego, la compra en el supermercado.

—Tengo que ir a Manhattan —volví a decir frente a las botellas de leche de tres litros.

—Luego nos organizamos —contestó el tío Pasquale.

A las seis de la tarde, cuando debería haber terminado mi turno en la feria textil, no había habido atisbo alguno de organización. Pensé en el hombre de la perilla que estaría despotricando, pero no sabía ni cómo avisarlo, mi celular estaba muerto en los Estados Unidos. ¿Y qué iba a decirle? ¿Soy rehén de mis falsos tíos? También pensé en Sara. ¿Estaría al corriente de ese secuestro? Es más, ¿sería cómplice? Me entró la legítima sospecha de que había sido ella la que lo había planeado todo. Tal vez no se había tratado de un acto de amabilidad, tal vez fuera su refinada forma de vengarse porque me habían mandado a Nueva York. En comparación, Bárbara con su gato meón era una principiante.

Para la cena había un rollo de carne ya cortado en lonchas en el plato, con trozos de colores en su interior que parecían fruta confitada, y boniatos al lado. Me uní al ritual de la oración.

—¿Quieres rezar tú algo en italiano? —me preguntó la tía Susan.

Me di cuenta de que no me sabía ni una sola oración de memoria. Quizá me faltaran solo un par de versos del padrenuestro, pero no quería arriesgarme.

—No —dije—. Me viene bien practicar el inglés.

—Bien dicho —comentó el tío Pasquale, el único que me hablaba en italiano.

Gino tenía una venda nueva en la cabeza. En el baño de invitados había una cestilla llena de vendas ensangrentadas y un suministro de vendas limpias dentro de un paquete grande, como los que se usan para los pañales. No tenía ni idea de que pudiera comprarse un producto así y me preguntaba quién narices lo necesitaría, aparte de una familia aquejada por un perro enloquecido. Cuando Gino se dio un cabezazo más violento de lo habitual, tuve una repentina iluminación. Quizá fuera su forma de poner en guardia a cualquiera que cruzara ese umbral: nunca más saldrás de esta casa.

Después de cenar, el tío Pasquale puso el vídeo de Totò, Peppino y los forajidos, y yo me acurruqué entre la tía Susan y Celeste delante del televisor.

Cuando me retiré a mi habitación, hice las maletas para fugarme. Oía los golpes de Gino, me pregunté si le ladraría a una fugitiva: un destello de protección hacia la familia, un sentido de lealtad canina. En el fondo le tenían cariño. Nunca lo había oído ladrar. Me imaginé que el tío Pasquale se levantaba de la cama, agarraba su fusil y disparaba a mi sombra. Pero, mientras me dirigía hacia la puerta principal, me encontré a la tía Susan en la sala fumando junto a la ventana.

—Vuélvete a la cama —me dijo.

Aunque su tono de voz no era amenazador, su silueta oscura envuelta en humo resultaba inquietante. Una criatura de los infiernos.

—No —dije, orgullosa de mi valor.

—Vuélvete a la cama —reiteró la tía Susan—, mañana te llevaré yo.

—No soy Sara —confesé.

—Ya lo sé.

Me metí otra vez entre las sábanas resbaladizas, dentro de mi ataúd rosa. ¿Sabría también el tío Pasquale que yo no era Sara? ¿Y sabría que su mujer fumaba? ¿Que por las noches se transformaba en una presencia sulfurosa? Me quedé dormida, a pesar de tantas preguntas sin respuesta.

Por la mañana, cuando me desperté, toda la familia estaba en casa frente al televisor. Un avión acababa de estrellarse contra las Torres Gemelas. La tía Susan vino a abrazarme con lágrimas en los ojos. Luego Celeste se sumó también al abrazo. Olía a lirios del valle y a champú para bebés. El tío Pasquale me señaló el teléfono de casa:

—Llama a tus padres.

 

Yo no sabía si se refería a mis padres de verdad. Pospuse la llamada telefónica.

Pasamos la mañana viendo «la ciudad» por la televisión, refugiados en nuestra isla, protegidos por los enanos y un arsenal de armas hacinadas en el armario. Me pregunté si de verdad me habían salvado la vida y la pregunta me consolaba. No tenía ni idea de si la feria textil estaba cerca de las Torres, pero quién sabe lo que habría hecho esa mañana en Manhattan antes de empezar a trabajar, suponiendo que alguien no hubiera ocupado ya mi lugar. Sara, quizá. Sentí que me había librado de un desastre y, además, me había librado de una feria. Ni siquiera el hombre de la perilla podía tomárselo demasiado a mal. ¿Cómo va uno a enfadarse con una superviviente?

Nos quedamos frente al televisor, llorando todos juntos. Nunca me había pasado algo así con mi familia, ni siquiera en el funeral de mi abuela. El mundo estaba en llamas y nosotros estábamos allí. Unidos. Miré a Gino. Uno que llevaba toda su vida sobreviviendo.