viernes, 10 de octubre de 2025

Noveno piso, cuento de Mario Levrero

 


A Pilar González

 Uno

—Noveno piso —digo al pequeño ascensorista. Tengo la mano derecha metida en el bolsillo del saco. Con la izquierda me aliso innecesariamente la solapa. “Le apuesto que no llega”. ¿Dijo realmente: “Le apuesto que no llega”? Lo miro a los ojos. Enarco las cejas.

—Ya verá —dice, realmente, en voz alta. La sonrisa enigmática del muchacho (¿o es un enano?) me pone nervioso. Él sabe algo que yo ignoro. Yo, en cambio, debo saber seguramente muchas cosas que él ignora.

—Por ejemplo… —le digo, pero hemos llegado. Las puertas se abren automáticamente. Miro el indicador: la aguja señala, recién, el primer piso. Sube una mujer gorda, vestida de negro. Huele mal. Se ha echado perfume y detecto una cantidad enorme de componentes, el perfume me resulta muy desagradable y hay algunos de esos componentes que me provocan asociaciones de ideas que no logro asir. Después entran otras personas, a las que no presto atención: sólo un alfiler de corbata, sobre una corbata con mucho amarillo. El alfiler tiene engarzada una piedra anaranjada opaca, y es esta piedra lo que observo mientras sigo percibiendo el perfume asqueroso y trato de ubicar las imágenes exactas correspondientes a las asociaciones de ideas que desata en mi mente. Me esfuerzo en vano.

El chico ascensorista, o enano payasesco con ropas de ascensorista que son demasiado grandes para él, ha quedado oculto. Sospecho sin embargo que conserva su sonrisa enigmática, y pienso otra vez en aquellas palabras que creí escuchar. Él sabe algo que yo ignoro, algo que me es vital.

Subimos. Después de mucho rato (qué lento es este ascensor, Dios mío, qué calor sofocante) llegamos al segundo piso. Las puertas se abren, entra más gente. Soy apretado contra el fondo del ascensor, ya definitivamente separado del enano. Luego seguimos subiendo. Cierro los ojos y me dejo estar en el efecto nauseabundo de la mezcla de sensaciones. No hay nada grato en este ascensor. Quizás debiera haber subido por la escalera. Nueve pisos, es cierto; pero en cambio… Tercer piso. Entran más. La subida se hace más lenta, más lenta… El aparato tiembla ligeramente y el piso cruje. Temo que el piso ceda, no debería cargar tanto este muchacho. Quisiera gritarle, al enano, que detenga este viaje de locos. Que quiero llegar al noveno piso, como sea; que así, como él bien había dicho antes, nunca llegaré, nunca llegaremos, nunca nadie llegará a ninguna parte. Imagino la sonrisa.

 Dos

El ascensor se sigue cargando; y en el sexto piso, casi en un desmayo (estoy sofocado por el calor, mareado por el perfume, asqueado por el contacto con tantos cuerpos), siento no que el piso cede, sino que caemos. Probablemente se hayan roto los cables, por el peso, y ahora el ascensor cae, vertiginosamente, con una velocidad que jamás habría alcanzado para subir. Ni para bajar normalmente. Las mujeres gritan. Siento una risa que no puede pertenecer a nadie más que al enano. Lo imagino, dentro de las limitaciones del espacio, dando saltitos y palmeando de gozo. Creo escuchar su voz: “Le dije, señor, que no llegaba”. Luego el estrépito final, la obscuridad, el griterío, algunos ayes doloridos y más tarde silencio.

La caja del ascensor está deshecha, estoy en el sótano, sobre una pila de cadáveres sanguinolentos. Todavía me llega el olor del perfume de la mujer gorda. Tengo que salir de aquí. En la escasa luz que llega al sótano, desde los pisos superiores, no me es dado ver aún casi nada; sólo miembros hechos pulpa y un color rojo, de los cuerpos que tengo más cerca. “Alguien vendrá a socorrerme”, pienso, pero no puedo esperar. Tengo que salir de aquí en seguida; ella me espera, supongo.

 Tres

Trepo por el enrejado de alambre que rodea el hueco del ascensor. Es una prueba difícil. Apenas si caben las puntas de los zapatos en los agujeros de la trama. Debí quitarme los zapatos; pero ahora es tarde para pensarlo. Todo el esfuerzo recae en los dedos de las manos, que comienzan a dolerme. La gente que mira a través del enrejado me incita a soltarme. ¡Desdichados! No se les ocurre otra cosa que mirarme con lástima y mover la cabeza negativamente. Otros (hay un hombre gordo, de bigotes, con un traje impecable, que se toma muy en serio su trabajo) me hacen indicaciones que pretenden ser de ayuda, pero no las oigo o no las entiendo, y no hacen más que debilitarme, desviar mi atención. Sólo puede sostenerme la voluntad de llegar: no hay otra técnica. Pero esto, ¿cómo puedo hacérselo entender? ¿Qué saben ellos si alguien me espera en el noveno piso? Quizás tengan razón, y no me espere nadie. Si estuviera seguro. De todos modos, aunque llegue al noveno piso, no podré salir de esta especie de jaula. Tendré que seguir, llegar hasta la azotea, y desde allí, tal vez, alcanzar la escalera y bajar hasta el noveno piso. ¿Cuántos pisos tenía este edificio? Nunca lo supe. Alguna vez ella me lo dijo, pero no presté la debida atención; uno nunca sabe cuándo un dato puede tener una importancia vital. Sigo trepando y las manos ya comienzan a sangrar. ¿Ciento cincuenta pisos, había dicho? ¿Quince? ¿O el noveno era el último? Dios quiera. Dios me perdone. Pero de todos modos no sé en qué piso estoy. Miro hacia abajo y veo la masa gris y roja. Muy abajo. Debo estar en el sexto piso. O tal vez sólo sea el quinto, o el cuarto. Quién me mandó trepar. Y quién me puede asegurar que ella me aguarda en el noveno piso, o alguien, alguien en alguna parte. Dios. Dios. Quisiera soltarme. Un niño come una banana mientras me mira trepar. La madre le acaricia el pelo. Me señala; sin duda me pone por ejemplo, me toma como un ejemplo negativo para su hijo. Que él nunca se vea en una situación similar; estas cosas no deben hacerse. Eso pasa por… ¿por qué?

Miro hacia arriba, y no puedo darme cuenta de cuánto me falta. Sólo veo un túnel de luz interminable, una masa de reflejos de luces en el enrejado metálico.

 Cuatro

La gente de las escaleras se ha vuelto más vieja y más pobre, a medida que asciendo. El edificio mismo parece bastante deteriorado a esa altura. Tengo la ventaja de que ya no me prestan atención; los viejos están muy ocupados con sus propios dolores, con su propia angustia. Algunos mastican en el aire, hacen chocar las encías vacías como si estuvieran comiendo o hablando. Otros no son tan viejos, pero están muy enfermos. Todos, de cualquier manera, huelen mal. No es un olor como el perfume de la gorda aquella; es un olor humano, humano y vegetal, olor de desperdicios y decrepitud. Pero el deterioro me ha favorecido: la trama del enrejado está desgarrada, hay un agujero que me permite pasar, sin necesidad de seguir trepando. Ya era hora. Saco trabajosamente el cuerpo a través del agujero. Me siento en un escalón. La cabeza me da vueltas. La náusea está clavada aquí en el píloro. Tengo las manos deshechas. Y un cansancio brutal, verdaderamente brutal. No sé cómo he podido hacerlo: ahora me siento maravillado. Nunca había soñado con algo semejante. Yo, trepando tantos pisos, tantos y tantos metros, por un enrejado que lastima las manos, donde no entra más que, apenas, la punta del zapato. Me dejo ir. Ruedo, dormido, varios escalones.

 Cinco

—Antes —me informan— el noveno piso estaba entre el octavo y el décimo; ahora, qué quiere que le diga. Se alejan, se han alejado mucho.

Le doy una moneda al viejo. Sigo subiendo. Ahora cómodamente, por la escalera. A medida que subo me cruzo con gente que baja. Ellos son también muy pobres, y después de un tiempo noto que bajan como si lo hicieran en forma definitiva; que cargan con todas sus pertenencias, con atados de ropa y colchones, con carretillas y cacharros, con animales domésticos.

Huyen lentamente. No están apurados, pero huyen, se van para siempre. Y no hay nadie que suba; sólo yo. Es que, tal vez, a nadie espera nadie en los pisos de arriba; sólo ella, que me espera a mí, tal vez.

¿Y si ella no me espera? No; no puedo pensar en esto. No puedo pensar que todo pierda, de pronto, sentido. Toda esta fatiga. Todo este dolor. Apretar los dientes y seguir subiendo. Me cruzo con un perro ovejero, muy sucio y viejo. Atrás viene el dueño, tan sucio y tan viejo como el perro.

De tanto en tanto se oye un ruido sordo y las paredes tiemblan.

 Seis

—El señor no debió haber tardado tanto —la criada se llevó una mano a la boca, con asombro y disgusto. Le tendí el sombrero y el bastón.

—¿Ella? —pregunté.

Inclinó la cabeza y me hizo pasar del vestíbulo a un largo corredor. Un corredor muy largo, ciertamente. Hacia el final, en una pieza iluminada en exceso con luz blanca, estaba ella. Vestía ropas blancas, amplias, vaporosas. Ella, rubia y blanca.

Aguardo anhelante en el extremo del corredor mientras ella se acerca despacio. Camina lentamente, y sus ropas se agitan levemente mientras camina. Sí, es cierto. Se me ha hecho muy tarde. Este accidente lamentable. Imprevisión homicida. Tú verás, sólo estoy vivo por casualidad, por una tremenda casualidad. Déjame que lo explique…

Ella avanza lentamente, y la veo y la recuerdo al mismo tiempo, superpongo imágenes. Ella me esperaba, ella se acerca. Enciende luces en el corredor, tan largo, mientras se acerca. Anhelante, yo, en el extremo del corredor, con la vida en suspenso. Todo este esfuerzo. Todo este trabajo. Todo este dolor.

A medida que se acerca voy percibiendo más detalles; y a medida que se acerca, noto que ha envejecido, que ha envejecido mucho; la noto más vieja a cada instante, a cada paso que da para acercarse a mí. Superpongo imágenes, y ella se va pareciendo cada vez menos al recuerdo. Es una mujer vieja; es una mujer muy vieja.

—¿Por qué tardaste tanto? —ella tampoco tiene dientes; tiene la piel arrugada, pegada a los huesos, y un maquillaje monstruoso que se va descascarando ante mi vista, que se va deshaciendo.

Por el corredor, ahora lo advierto, viene más gente. Llevan paquetes, colchones, carretillas, animales domésticos, cacharros. Un niño deforme —¿o es un enano, con ropas grandes?— lleva puesto mi sombrero y hace girar, con torpeza, mi bastón. Nos apartan del corredor, nos empujan hacia un rincón del vestíbulo, mientras siguen pasando.

Viene la criada con un gran armario, que apenas puede cargar. La criada se detiene en el vestíbulo, a tomar aliento. Coloca el armario de tal forma que su gran espejo queda ante nosotros. Me veo reflejado; nos veo, a ella y a mí: somos dos viejos, ridículos y desdentados. Somos muy pobres: ahora noto que mis ropas están hechas jirones, y también sus sedas y tules blancos. A través de un agujero en la tela de una de sus mangas amplias y vaporosas, veo un trozo de piel grisácea.

Se oyen ruidos sordos, cada vez más frecuentes, y la construcción toda se sacude cada vez con mayor violencia. La criada se apresura a cargar nuevamente su armario, y sale.

 Siete

—Se me hizo tarde —explico, mirando obsesivamente el reloj. La cita era para las cuatro. Son las cinco. Se me ha hecho tarde, demasiado tarde. Nos abrazamos. Su cuerpo entre mis brazos es como un esqueleto. Su boca, una mancha seca. Los golpes de la demolición arrecian. Las paredes se rajan—. Se me hizo tarde —repito.

—No importa —dice ella, e intenta sonreír. Pero tiene una arcada, y un vómito negro, se vomita a sí misma, la vida entera, cae blanda y deshecha, cae podrida y líquida, tiñendo de marrón y rosado su vestido blanco.

Yo avanzo a tientas por el corredor; las luces se han apagado, el edificio cruje y se dobla, se abren boquetes y caen trozos de cielo raso. En su cuarto hay un gran espejo, que es lo que yo busco; y a la luz de la llama de mi encendedor contemplo mis ojos, que no han variado, contemplo asombrado mis ojos de niño, mis ojos de siempre, mis ojos nacidos para este asombro, para este momento, contemplo mis ojos y ya no trato de comprender, mientras el edificio comienza a desplomarse, mientras la llama del encendedor se apaga.

1972

La casa abandonada, cuento de Mario Levrero

 


Ubicación

En una calle céntrica, poblada en general por edificios modernos, se ve, sin embargo, una vieja casa abandonada. Al frente hay un jardín, separado de la vereda por una verja; en el jardín, una fuente muy blanca, con angelitos; la verja parece una sucesión de lanzas oxidadas, unidas entre sí por dos barras horizontales; de afuera, se ve de la casa un ex-rosado, actualmente muy sucio y verdoso, que corresponde al frente, y algo de una persiana muy oscura.

Esta casa interesa solamente a algunas personas que caen bajo su influjo; estas personas, entre las que me incluyo, saben de algunas cosas que allí suceden.

 Hombrecitos

De la pared de una de las habitaciones se ve sobresalir un par de centímetros de un caño que, probablemente, formara parte de la instalación de gas; con suerte o paciencia podrán observarse los hombrecillos, de unos once centímetros, que asoman por allí su cabecita y miran —como quien contempla por vez primera el mar desde un ojo de buey—; después tratan de salir, lo que les da mucho trabajo. Deben, en primer término, ponerse boca arriba, agarrarse luego fuertemente del borde superior del caño y, ayudándose con los músculos de los brazos, y también con las piernas, ir sacando el cuerpo afuera, poco a poco.

Quedan colgados, balanceándose ligeramente.

El hombrecito mira hacia abajo y se asusta, pues en lugar del piso ve un enorme agujero (es evidente que este tipo de maniobras ha concluido, a la larga, por romper el apolillado piso de madera). Al mismo tiempo podrán verse los ojitos redondos y brillantes de otro hombrecillo que, dentro del caño, espera su turno con impaciencia.

Aguantan todo lo que pueden, pero al fin llenan los pulmones como para una zambullida, y sueltan sus manos del borde del caño, y caen y caen.

Porque se espera, podrá tenerse —al cabo de un segundo— la sensación de que se oye algo; pero quien está acostumbrado al espectáculo reconoce que no se oye nada. Algunos imaginan un ruido blando, como el rebote de una pelota de goma; otros un crujido seco, óseo. Los imaginativos llegan a escuchar una pequeña explosión (como si se pisara un fósforo, dicen, pero sin la llamarada siguiente); hay quienes, en este sentido, han llegado a hablar de implosión —basándose en que creen haber oído un sonido como el de una lámpara eléctrica que se rompe (haciendo abstracción del ruido del vidrio de la lámpara); hasta hay quienes dicen haber percibido claramente el quebrarse de un vidrio.

Hemos visitado el sótano, pero su perímetro parece no coincidir exactamente con el de la casa; no hemos visto ningún agujero en su techo que pueda corresponder al del piso de la habitación —por el que desaparecen los hombrecillos.

Pensamos que en algún lugar hay un creciente montón de cadáveres menudos; nos angustia no poder encontrarlo.

Yo, en las charlas de café, sostengo —aunque sin fundamento— la teoría de que los hombrecillos no mueren al caer y que, además, son pocos y eternos y siempre se repiten.

 Arañas

Una de las cosas que llamó la atención a los descubridores y primeros fanáticos de la casa fue la ausencia de arañas; se podía encontrar de todo, pero las clásicas arañas parecían completamente desinteresadas de un lugar tan apropiado. Esta errónea opinión fue corregida al visitar la despensa, una habitación contigua a la cocina.

Está llena de arañas.

Hay gran variedad de especies, formas, tamaños, colores, edades y costumbres; las telas forman un relleno, como una esponja, que ocupa toda la pieza; sin embargo, observando atentamente, se puede apreciar que no hay una sola tela que no guarde la debida distancia con otra —perteneciente a una araña rival—; solamente se permite (parece ser norma aceptada) usar una tela ajena como punto de apoyo, o de partida, para un hilo de la propia.

Reina una gran tranquilidad en la despensa; los bichos esperan. Algunos están en el centro de su tela, otros en algún lugar de la periferia, otros permanecen invisibles, otros como ausentes en el techo o en las paredes. No es una espera que provoque anhelo en el espectador.

Muchas arañas —en general, las más grandes— no tienen tela, sino una especie de nido en el piso; se ven con poca frecuencia. Salen especialmente en los días de mucho calor, o en ciertas noches, o en momentos en los que no vemos, realmente, ninguna razón para que salgan.

Creemos que están allí porque suponemos condiciones en extremo favorables: nos llama la atención, sin embargo, ese empecinamiento en no ocupar otros lugares de la casa. Hemos visto cómo algunas dudan en la puerta, y no salen; vemos salir a otras, para verlas de inmediato volver apresuradamente, como si las llamara una fuerza irresistible, o las empujara una especie de pánico.

En el estado de reposo, el conjunto de telas es, de por sí, un bello espectáculo, que va variando y enriqueciéndose con la respectiva variación de la luz que se filtra, por una pequeña ventana, a medida que el día avanza y muere; importan además la humedad ambiente, el estado de ánimo del espectador y algunos factores imponderables.

Cae un insecto en una de las innumerables trampas: entonces, vibra todo. (En ocasiones nosotros mismos llevamos moscas en un frasco y provocamos la acción, pero en general preferimos esperar que las condiciones se den por casualidad). Al principio es una vibración leve, casi imperceptible, que el insecto produce en la tela y que ésta transmite a todo el sistema; el insecto se siente, sin duda, cada vez más angustiado, y sus movimientos por la liberación son cada vez más violentos; el sistema se conmueve y hay un oleaje de ritmo particular y ondas que regresan y se entrecruzan: es como si al tirar piedras al mar se pudiera apreciar el efecto no de una manera plana, sino espacial.

Luego intervienen las arañas: en primer término la dueña de la tela en que cayó el insecto, mientras su compañera sigue de cerca los acontecimientos; se aproxima a la víctima y comienza su trabajo de rutina. Este desplazamiento rápido y delicado, y esta tarea, producen en el conjunto un efecto distinto a los anteriores, y más acentuado; y más tarde son todas las arañas vecinas, que han sentido vibrar su tela y no han localizado a ninguna víctima, que se deslizan en todas direcciones, buscando y buscando, espiando hacia otras telas, quizás enfureciéndose al comprobar finalmente que no hay nada.

Es en este momento que el espectáculo adquiere todo su esplendor; aquí caemos, embelesados, en una especie de trance; algunos han llegado a bailar (porque hay un ritmo, y cada vez más alocado), otros se tapan los ojos porque no lo resisten.

Personalmente he tenido que detener a quien, como hipnotizado, trató de meterse allí dentro (supe que se suicidó, tiempo después, de noche, en el mar).

He dicho que a las arañas les cuesta salir de allí, y que nunca lo hacen por mucho tiempo ni a grandes distancias; hay excepciones.

 Pic-nics

Descubrimos por casualidad que, bajo el papel rosado que cubre las paredes del dormitorio, había otro empapelado; inmediatamente se formó un equipo —dirigido por Ramírez— y al cabo de unas cuantas noches de cuidadoso e intenso trabajo logró quitarse totalmente el rosado y dejarse a la vista el precedente: predominaban los tonos verdes.

Se trataba de un hermoso paisaje campestre, de un realismo impresionante: casi podíamos respirar el sano y vigoroso aire de campaña. Las partes dañadas fueron restauradas con maestría por Alfredo (un tipo callado, de bigotes, en quien no sospechábamos ninguna habilidad).

Al influjo del empapelado descubierto debimos organizar pic-nics durante varios domingos; nos levantábamos temprano y llegábamos con canastas y sillas plegables; Juancito, dependiente de un almacén, conseguía una heladerita de cocacola; había vino tinto, un tocadiscos a pila, niños con redes para cazar mariposas, mariposas —facilitadas por un compañero entomólogo, a condición de ser devueltas intactas—, vestidos de alegres colores, parejas de novios, hormigas, alguna que otra araña pequeña (que sacábamos por un rato de la despensa) y otras cosas.

Lo principal resultó ser un invento del Chueco, que era obrero de la construcción en ratos libres: un asador estilo criollo que funcionaba a supergás y eliminaba el humo por algún procedimiento. Aunque sin interés funcional, era también muy apreciado el árbol fabricado por Alfredo con una fibra sintética.

Yo me sentaba en el suelo, en un rincón, a tomar mate; no aprecio los pic-nics, pero el espectáculo me enternecía.

 Ello

Algo late, algo crece en el altillo.

Se sospecha verde, se teme con ojos.

Se presume fuerte, blando, traslúcido, maligno. No debemos, no queremos, no podemos verlo.

Para hablar de ello solamente usamos adjetivos, y no nos miramos a los ojos.

No usamos la crujiente escalera; no nos detenemos a escuchar junto a la puerta; no tomamos el picaporte y lo hacemos girar; no abrimos la puerta del altillo.

 Mujercitas

Para ver a los hombrecitos que salen del caño del gas hay que esperar y esperar; en cambio, basta llenar la pileta del cuarto de baño con agua tibia y abrir la canilla, y antes de un minuto ya empiezan a salir las mujercitas. Son muy pequeñas y están desnudas; no se cohíben por nuestra presencia, por el contrario nadan libremente, juegan en el agua, trepan a una jabonera de plástico que ponemos allí expresamente y se tienden como al sol; sin excepción son bellísimas, sus cuerpos son esplendorosos y excitantes, se zambullen y nadan por debajo del agua, y juegan en el agua, y vuelven a trepar a la jabonera y a tenderse como al sol.

Entre todas, llegado el momento, tiran del tapón de la pileta y se dejan deslizar por el desagüe.

(Hay una de ojos verdes que es la última en irse, me mira, se va como con lástima).

 Una excepción

Una tarde Ramírez —contador de una fábrica de cierta importancia— regresaba a su hogar, después de haber estado investigando, con nosotros, los empapelados superpuestos del dormitorio grande de la casa abandonada (fue él quien llegó a analizar la quinta capa, deduciendo el total —acertadamente, según pudimos comprobar después—, a partir de cinco centímetros cuadrados visibles; por razones obvias —debo recordar al lector que varias damas componen nuestro grupo—, no entró en detalles, pero aseguró que se trataba de una escena erótica, prácticamente pornográfica —lo que nos dio la pauta de la función de prostíbulo que, alguna vez, cumplió la casa); una señora muy anciana corrió detrás suyo un buen trecho, hasta alcanzarlo y explicarle, con voz cortada por la sofocación y la angustia, que llevaba detrás, en el saco, cerca del cuello, una araña muy negra de casi cinco centímetros de diámetro.

Cuando lo invitábamos telefónicamente a ir a la casa abandonada, Ramírez ponía excusas; finalmente nos contó la historia y lo comprendimos.

Dice que cuando la vieja consiguió hacerse entender, él no tuvo presencia de ánimo para quitarse el saco; más bien huyó de su interior, y la prenda quedó un instante en el aire, vacía de hombre; Ramírez cuenta que oyó recién a una media cuadra del lugar el ruido sordo que hizo el saco al caer pesadamente al suelo.

 Derrumbe

Mucho me atrae de la casa su sereno e infatigable derrumbe: mido las rajaduras y constato su avance, los bordes negruzcos de las manchas de humedad que se extienden, los trozos de revoque que se van desprendiendo de las paredes y el techo, y una inclinación general, casi imperceptible, de toda la estructura hacia el lado izquierdo; derrumbe inevitable, y hermoso.

 El jardín

No logramos ponernos de acuerdo en el asunto del área del jardín. Coincidimos, sí, en que, visto desde la vereda, o desde el sendero que lo divide en dos y conduce a la casa, aparenta tener unos ochenta metros cuadrados (m 8 × m 10); la discusión comienza a partir del momento en que uno se interna entre sus yuyos, sus yedras, sus plantas sin flores, sus insectos, los caminos de hormigas, las lianas y los helechos gigantes, los rayos de sol que se filtran, de trecho en trecho, a través de las copas de los altísimos eucaliptos; las huellas de los osos, el parloteo de las cotorras, las serpientes enroscadas en las ramas —que alzan la cabeza y silban cuando pasamos cerca—; el calor insoportable, la sed, la oscuridad, el rugido de los leopardos, el abrirse paso a machete, las altas botas que llevamos, la humedad, el casco, la lujuriosa vegetación, la noche, el miedo, el no encontrar la salida, no encontrar la salida.

 La búsqueda

Casi nadie, entre nosotros, puede prescindir de la idea de que la casa guarda un antiguo y fabuloso tesoro; está formado por piedras preciosas y por gruesas y pesadas monedas de oro. No existen planos, ni referencias de ningún tipo que justifiquen la idea. Yo me cuento entre los más escépticos, aunque muchas veces me permito caer en la tentación de soñar, y hasta llego a imaginar astutos rincones insospechados que puedan contener el tesoro. Me distingue del resto el no buscarlo, ni cuando estoy a solas (como me consta que hacen muchos) ni en las búsquedas oficiales.

Disfruto mucho de estas búsquedas. Me ubico en un perezoso que traigo especialmente de mi casa, y que coloco en un lugar apropiado —generalmente en la sala central—; observo, mientras tomo mate y fumo unos cigarrillos, cómo se reparten metódicamente —las señoras en la casa, los hombres por el sótano— y buscan; las señoras, con sus alegres vestidos, revuelven entre escombros o en los forros de los muebles (sonrío cuando las veo buscar en muebles que, ellas lo saben, fueron traídos por nosotros como material para los huracanes); los hombres, de uniforme azul, golpetean las paredes del sótano buscando un sonido hueco, o distinto; pero todos los sonidos son huecos, y distintos entre sí, y se forma una música que me recuerda la que se toca golpeando botellas, llenas de líquido a distinto nivel; al rato parece que todo encaja y la música se torna muy rítmica y las mujeres suben y bajan y buscan y parece que estuvieran bailando y pienso nuevamente en las botellas musicales, ahora conteniendo licores, todos de distinto color, todos transparentes y dulces.

 Lombrices

Tuvo que ser una mujer, Leonor —esa solterona maniática que, no sé por qué, se unió a nuestro grupo (le teme a la casa)—, la que abriera la canilla del bidé; se sabe que el agua corriente está cortada, que es peligroso andar abriendo canillas sin avisar, que por la de la pileta salen mujercitas, por la de la bañera aquella cosa gomosa amarillenta —que se infla como un globo y no deja de inflarse hasta cerrar la canilla (entonces se desprende y flota un rato a nuestro alrededor, luego se eleva y se pega contra el techo, y allí queda; un día entramos y ya no está más)—; que haciendo funcionar la cisterna, por el antiguo procedimiento de tirar de una cadena en cuyo extremo hay un mango de madera, se deja oír ese tremendo alarido, interminable, que pone la piel de gallina y nos hace temer quejas de los vecinos.

Oímos un grito que confundimos con este alarido pero no, era Leonor, que luego vino corriendo y nos señaló el baño, y fuimos y vimos esa lombriz negra y fina —que salía por uno de los agujeritos del bidé y no dejaba de salir, y ya alcanzaba el metro y medio fácil de largo—; esperamos, a ver si se terminaba, pero seguía saliendo y arrastrándose por el piso, apuntando ya hacia otras habitaciones. La cortamos en pedazos y cada uno siguió completamente vivo, moviéndose y escapándose; tuvimos que barrerlos y tirarlos por la rejilla, y aquello seguía saliendo y pronto empezaron a asomar nuevas puntas por otros agujeritos; tratamos de cerrar la canilla pero se había trabado, y nadie se animaba a cambiarle el cuerito, y menos aún a llamar a un plomero, y ya pensábamos que no había más remedio que clausurar también el baño y perder para siempre el espectáculo de las mujercitas (se acusó a Leonor de haberlo hecho a propósito), pero alguien tuvo la idea (y el coraje) de inducir a las respectivas cabezas a meterse en el agujero del desagüe del propio bidé; esto pareció caerles bien a las lombrices porque siguieron saliendo y entrando y así sigue, esa cosa continua y aparentemente interminable; quien ignore la historia y mire el bidé creerá ver una extraña lluvia horizontal de agua negra y brillante.

 Huracán

Es un agitarse de cenizas y de puchos en la estufa del comedor; entonces conviene irse, o encerrarse en el dormitorio o, en último caso, quedarse allí, apretado en un rincón, la cabeza entre las rodillas y las manos cubriendo la cabeza.

La tierra, los papeles, algún objeto, comienzan a girar lentamente —como hojarasca— en el centro de la habitación. Hay un descenso brusco de temperatura y el viento sopla cada vez más fuerte, y todo se va arremolinando, todo hacia el centro, y los muebles son arrastrados y las paredes tiemblan, y se precipita la caída del revoque, y la tierra nos ahoga y nos irrita los ojos, y tenemos sed; quien no se previene es atrapado, y gira y gira; sale a veces despedido contra alguna pared, con violencia, y rebota y vuelve nuevamente al centro y así hasta morir y hasta después de muerto.

Cuando vuelve la calma, salgo del rincón y me paseo por entre los escombros, los floreros rotos, los muebles dados vuelta: todo está hermosamente fuera de sitio, el comedor queda como cansado, como si hubiera vomitado.

Se respira, parece, más libremente.

 El unicornio

Se cree que es la hierba lo que lo atrae; por supuesto que no hay ninguna certeza en torno a este asunto, y nuestras teorías no tienen mayor fundamento científico. Pero es interesante anotar algunos datos.

Hemos clasificado a la hierba (trabajo realizado por Ángel, el vegetariano) como una variedad criolla —que parece darse sólo en este jardín— de la Martynia louisiana, que crece en América del Norte; tiene flores grandes, amarillentas, moteadas de violeta. Una vez al año da fruto: una cápsula terminada en punta, con forma de cuerno.

De ahí su nombre popular, Planta Unicornio, y de ahí —según nosotros— la visita anual del animal a nuestro jardín.

A pesar de la paciente vigilancia no lo hemos visto; pero hemos visto, sí, la hierba comida, recortada por dientes, hemos visto un orificio en la tierra —como producido por la punta torneada de un paraguas—, en el borde elevado del charco de agua; hemos visto las huellas de patas de caballo, hemos encontrado bosta fresca, hemos oído una noche flotar un suave relincho, hemos hallado a la mañana siguiente a Luisa —de dieciséis años, que se había plegado a nuestro grupo días atrás—, con el pecho atravesado por un enorme único agujero, desnuda, monstruosamente violada.

 

Eres un vendedor a domicilio; correteas libros o afiliaciones a sociedades médicas. Llamas a todas las puertas, tratas de introducirte en todas las casas.

Es de tarde. Ves unas rejas y dudas un instante; eres decidido, y ese jardín descuidado no te desilusiona. Empujas el portón, atraviesas el sendero que divide al jardín en dos mitades, te paras junto a la puerta y buscas el timbre.

No lo encuentras, pero sí un llamador de bronce; representa una mano, de largos y finos dedos —con un gran anillo en el mayor— a la que falta, no por rotura sino por intencionada fabricación, un par de falanges del índice. Tu mano, al reparar en esta ausencia, se detiene; pero recuerdas algunas lecciones de la escuela de vendedores, y algunos casos anteriores de los que tienes experiencia personal, y completas el movimiento: tomas el llamador, lo levantas —haciéndolo girar sobre su bisagra— y lo dejas caer una, dos, tres veces sobre su base —también de bronce—; adentro, el sonido retumba.

Esto te confunde; nosotros, gracias a tristes experiencias, sabemos bien que los ecos que el llamado despierta en la casa son múltiples y extraños y que, invariablemente, dan la sensación de una voz ronca y pastosa que insiste para que abras la puerta y entres. Tu confusión dura poco tiempo: tomas por realidad tu esperanza y cometes el tremendo error.

Cuando llegamos encontramos sobre alguna silla, o en el suelo, tu portafolios; no necesitamos abrirlo para saber a qué te dedicas. Nos reunimos en el comedor y hacemos un minuto de silencio.

Alguien, siempre, deja caer una lágrima.

También alguien, siempre, propone denunciar el caso a las autoridades; lo convencemos de que no ganaría nada y perderíamos, en cambio, la casa; entonces aparece quien sugiere colocar en la entrada un cartel de advertencia.

Los más viejos debemos explicar, una vez más, que sería éste el sistema más indicado para aumentar las víctimas y que, tarde o temprano, los tontos curiosos terminarían por desalojarnos.

Coincidimos finalmente todos en que estos casos son lamentables, que no está en nuestras manos evitarlos; al final, cansados de tantas escenas tristes, cargos de conciencia y discusiones vanas, tomamos el asunto un poco en broma y decimos que, después de todo, en este mundo sobran vendedores a domicilio.

Luego, sin solemne ceremonia, alguien toma tu portafolios y lo arroja al aljibe del fondo.

 Hormigas

En el jardín hay, por supuesto, variedad de hormigas y, periódicamente, detectamos con alegría un nuevo hormiguero; allí plantamos una banderita colorada. Hemos notado que hay hormigas que se dirigen, por grietas, hacia algún lugar situado debajo de la casa, en los cimientos; creemos que esto contribuye a ese derrumbe lento.

Nos ocupamos de cuidar las plantas más importantes, podándolas y dando a las hormigas el material de desecho; el filósofo objeta que contribuimos a la decadencia de las especies, porque facilitamos su tarea y reducimos, gradualmente, su capacidad de trabajo; hay una señora que opina que deberíamos, sencillamente, eliminarlas con gamexane, pero se sabe que este sistema es ilusorio.

Es distinto lo que ocurre dentro de la casa; también hay hormigas, pero no se las ve realizar la más mínima tarea; se las encuentra siempre en forma aislada de cualquier grupo, en actitud contemplativa (o recorriendo desganadamente una pared o una tabla del piso). Hemos descubierto que son pocas, que viven solas —en alguna grieta, en un rincón cualquiera—, que se alimentan de pequeñas cosas que encuentran (jamás las hemos visto almacenar); ocasionalmente se las ve en parejas —pero se trata de relaciones poco estables.

Hay una —la hemos distinguido con un poco de pintura blanca en su parte posterior— que durante varios días junta infatigablemente palitos y otros objetos menudos; con eso construye algo que no es un nido, que no sabemos lo que es, que para la hormiga parece no tener aplicación práctica. Ella lo recorre extasiada, luego lo olvida y vuelve, durante un tiempo, a su actitud contemplativa. Si por casualidad, o por descuido, la construcción es destruida —aunque sea parcialmente—, la hormiga se enfurece y anda enloquecida durante horas.

Archie, el ingeniero —que ha hecho un estudio minucioso—, opina que es una gigantesca obra de ingeniería; dice que es imposible realizar una construcción similar sin un profundo conocimiento de matemáticas; hizo algunos apuntes que, cree, le servirán para revolucionar los sistemas de construcción de puentes; afirma que la hormiga actúa por reflejo y construye puentes allí donde no hacen falta.

Yo pienso que no son puentes; tengo mis ideas al respecto. Todos usan lupas, todos van al detalle y elogian la minuciosidad del trabajo y el equilibrio de los palitos; yo prefiero mirar el conjunto y decir que es hermoso y que su forma recuerda, en cierto modo, la de una hormiga.

Diciembre de 1966-enero de 1967


martes, 28 de enero de 2025

26 monos y el abismo, cuento de Kij Johnson.

 



  1.  

 

El gran truco de Aimee es hacer desaparecer a 26 monos en el escenario.

 

  1.  

 

Empuja una bañera con patas de garra y pide a los miembros del público que suban a inspeccionarla. Las personas se meten dentro, miran por debajo, tocan el esmalte blanco, recorren con las manos las pequeñas patas de león. Cuando terminan, desde el espacio aéreo del escenario descienden cuatro cadenas. Aimee las asegura en unos agujeros perforados a lo largo del borde de la bañera, da una señal y la bañera es izada a tres metros de altura.
Coloca una escalera junto a ella. Da una palmada y los 26 monos que están en el escenario corren hacia la escalera, uno tras otro, y saltan dentro de la bañera. La bañera se sacude con cada mono que cae pesadamente entre los demás. El público puede ver cabezas, patas, colas; pero finalmente cada mono encuentra su lugar y la bañera vuelve a quedar inmóvil. Zeb siempre es el último mono en subir la escalera. Cuando se mete en la bañera, emite un sonido grave y vibrante desde lo profundo de su pecho. Llena el escenario.
Entonces, hay un destello de luz, dos de las cadenas se sueltan y la bañera desciende balanceándose para exponer su interior.

Vacío.

 

3.

 

Aparecen más tarde, de regreso en el autobús de la gira. Hay una pequeña puerta para perros, y en las horas previas al amanecer, los monos entran solos o en pequeños grupos y se sirven vasos de agua del grifo. Si más de uno regresa al mismo tiempo, murmuran un poco entre ellos, como estudiantes universitarios que se encuentran en los pasillos de los dormitorios después de una noche en el bar. Algunos duermen en el sofá y al menos uno prefiere estar en la cama, pero la mayoría vuelve a sus jaulas. Se escuchan gruñidos mientras arreglan sus mantas y juguetes suaves, seguidos de suspiros y ronquidos. Aimee no duerme realmente hasta que los oye entrar a todos.

Aimee no tiene ni idea de qué les sucede en la bañera, ni a dónde van, ni qué hacen antes del suave clic que hace la puerta para perros al abrirse. Esto la inquieta profundamente.

 

4.

Aimee lleva tres años con el acto. Vivía en un apartamento amueblado de alquiler mensual bajo la ruta de vuelo del aeropuerto de Salt Lake City. Estaba hueca, como si algo hubiera masticado un agujero en su cuerpo y el agujero se hubiera infectado.

Había un espectáculo de monos en la Feria Estatal de Utah. De repente, sintió una necesidad irrefrenable de verlo. Después, sin saber exactamente por qué, se acercó al dueño y le dijo:

—Tengo que comprarlo.

Él asintió. Se lo vendió por un dólar, que, según le explicó, era el precio que él había pagado cuatro años antes.

Más tarde, al rellenar los papeles, le preguntó:

—¿Cómo puedes dejarlos? ¿No te extrañarán?

—Ya verás, son bastante independientes —respondió él—. Sí, me extrañarán, y yo a ellos. Pero ya es hora, ellos lo saben.

Sonrió a su nueva esposa, una mujer pequeña con líneas de risa en el rostro y un mono vervet colgando de una de sus manos.

—Estamos listos para tener un jardín —dijo ella.

Tenía razón. Los monos lo extrañaron. Pero también le dieron la bienvenida a ella. Cada uno le dio la mano educadamente mientras entraba en lo que ahora era su autobús.

 

5.

Aimee tiene: un autobús de gira de 19 años de antigüedad, lleno de jaulas que van desde el tamaño de una para loros (para los vervets) hasta algo del tamaño de la caja de una camioneta (para todos los macacos); una pila de libros sobre monos que van desde ¡Todo sobre los monos! hasta Evolución y ecología de las sociedades de babuinos; algunos trajes de espectáculo con lentejuelas, una máquina de coser y un montón de overoles Carhartt y camisetas; una pila de carteles de espectáculos de hace algunos años que dicen ¡24 monos! enfrentan al abismo; un sofá desgastado con un diseño a cuadros verdes de lo más llamativo; y un novio que ayuda con los monos.

No puede decirte por qué tiene alguna de estas cosas, ni siquiera al novio, que se llama Geof, a quien conoció en Billings hace siete meses. Aimee ya no tiene idea de dónde viene nada. Ya no cree que las cosas tengan sentido, aunque no puede dejar de tener esperanzas.

El autobús huele exactamente como imaginarías que huele un autobús lleno de monos, aunque después de un espectáculo, después del truco de la bañera pero antes de que todos los monos regresen, también huele a canela, del té que Aimee a veces toma.

 

6.

 

En el acto, los monos hacen trucos, se disfrazan con trajes y representan películas exitosas. The Matrix es muy popular, al igual que cualquier espectáculo donde los monos se vistan como pequeños orcos. Los monos con melena, los cola de león y los colobos, tienen un número de domador de leones con la vieja capuchina, Pango, vestida con una chaqueta roja, un látigo y una pequeña silla. La chimpancé (que se llama Mimi, y no, no es un mono) puede hacer trucos de prestidigitación; no es muy buena, pero es la mejor chimpancé del mundo sacando una moneda de la oreja de alguien.

Los monos también pueden construir un puente colgante con sillas de madera y cuerda, hacer una fuente de champaña de cuatro niveles y escribir sus nombres en una pizarra.

El espectáculo de los monos es muy popular, con un calendario de 127 funciones este año en ferias y festivales por todo el Medio Oeste y las Grandes Llanuras. Aimee podría hacer más, pero prefiere que todos tengan un par de meses libres en Navidad.

 

7.


Este es el acto de la bañera:

Aimee viste un deslumbrante vestido negro con destellos púrpura, diseñado para parecer una bata de mago que apenas la cubre. Se coloca frente a un telón iluminado de azul oscuro, salpicado de estrellas. Los monos están alineados frente a ella. Mientras habla, ellos se desnudan y doblan su ropa en pilas ordenadas. Zeb se sienta en su taburete a un lado; un foco blanco que lo ilumina directamente desde arriba le da un aspecto sombrío.

Ella levanta las manos.

—Estos monos los han hecho reír y los han dejado sin aliento. Han creado maravillas para ustedes y realizado misterios. Pero ahora les ofrecen un misterio final: el más extraño, el más grande de todos.

De repente, separa las manos, el telón se vuelve transparente y se levanta, revelando la bañera sobre un podio elevado. Aimee camina a su alrededor, deslizando su mano por las curvas de la bañera.

8.

 

—Es algo sencillo, esta bañera. Ordinaria en todos los sentidos, tan mundana como el desayuno. En un momento, invitaré a algunos miembros del público a subir y comprobarlo por sí mismos.

»Pero para los monos, también es un objeto mágico. Les permite viajar... nadie puede decir a dónde. Ni siquiera yo —hace una pausa— puedo decírselo. Solo los monos lo saben, y ellos no comparten secretos.

»¿A dónde van? ¿Al cielo, a tierras extranjeras, a otros mundos... o a algún abismo oscuro? No podemos seguirlos. Desaparecerán ante nuestros ojos, se desvanecerán desde este objeto tan ordinario.

Y después de que la bañera es inspeccionada y Aimee ha explicado al público que no habrá un espectáculo final —«Pasarán horas antes de que regresen de sus viajes secretos»— y pedido un aplauso para los monos, da la señal.

8.

 

Los monos de Aimee:

  • 2 siamangs, una pareja.
  • 2 monos ardilla, aunque son tan activos que podrían contarse como el doble.
  • 2 vervets.
  • Un mono guenon, que probablemente está embarazada, aunque aún es demasiado pronto para saberlo con certeza. Aimee no tiene idea de cómo sucedió.
  • 3 monos rhesus. Saben hacer un poco de malabares.
  • Una capuchina mayor llamada Pango.
  • Un macaco crestado, 3 macacos de nieve japoneses (uno bastante joven) y un macaco de Java. A pesar de las diferencias, han formado una pequeña tropa y les gusta dormir juntos.
  • Una chimpancé, que en realidad no es un mono.
  • Un gibón malhumorado.
  • 2 titíes.
  • Un tití león dorado; un tamarino de algodón.
  • Un mono narigudo.
  • Colobos rojos y negros.
  • Zeb.

9.

 

Aimee cree que Zeb podría ser un guenon de Brazza, aunque es tan viejo que ha perdido casi todo el pelo. A ella le preocupa su salud, pero él insiste en seguir siendo parte del acto. A estas alturas, lo único que realmente puede hacer es su última carrera hacia la bañera, aunque en su caso es más bien un paseo tranquilo. El resto del tiempo, se sienta en un taburete pintado de naranja y plateado, y observa a los otros monos, como un viejo empresario contemplando su Lago de los Cisnes desde las bambalinas. A veces, Aimee le da cosas para sostener, como un aro plateado a través del cual saltan los monos ardilla.

 

10.

Nadie parece saber cómo desaparecen los monos o a dónde van. A veces regresan con monedas extranjeras o frutos de durián, o usando babuchas marroquíes con puntas afiladas. De vez en cuando, uno vuelve embarazado o llevando de la mano a un mono desconocido. El número de monos no es constante.

—Simplemente no lo entiendo —le dice Aimee una y otra vez a Geof, como si él tuviera alguna respuesta. Aimee ya no sabe nada de nada. Ha estado viviendo sin certezas, y esta única cosa—bueno, todo el asunto, el hecho de que los monos se lleven tan bien, sepan hacer trucos de cartas, hayan aparecido en su vida de repente y desaparezcan de la bañera; todo—es algo con lo que lidia la mayor parte del tiempo. Pero de vez en cuando, cuando siente que su vida rueda cuesta abajo sin frenos, empieza a darle vueltas a esto otra vez.

Geof confía mucho más en el universo de lo que Aimee lo hace.
—Podrías preguntarles —dice él.

 

11.

 

El novio de Aimee:

Geof no es en absoluto lo que Aimee esperaba de un novio. Para empezar, es quince años más joven que ella, 28 contra sus 43. Además, es bastante callado. Y, por último, es increíblemente atractivo: cabello sedoso y grueso recogido en una coleta que le llega a los hombros, los costados afeitados resaltando su mandíbula fuerte. Sonríe mucho, pero no ríe muy a menudo.

Geof tiene un título en escritura creativa, lo que significa que cuando lo conoció en la Feria de Montana, trabajaba en un taller de reparación de bicicletas. Aimee nunca tiene mucho que hacer justo después del espectáculo, así que cuando él se ofreció a invitarle una cerveza, ella aceptó. Y luego eran las cuatro de la madrugada y estaban besándose en el autobús, con los monos entrando y preparándose para dormir; y Aimee y Geof hicieron el amor.

Por la mañana, durante el desayuno, los monos se acercaron uno a uno y le estrecharon la mano solemnemente, y desde entonces él formaba parte del grupo, por así decirlo. Ella lo ayudó a recoger sus cámaras, su ropa y la tabla de surf que su hermana le había pintado un año como regalo de Navidad. No hay espacio para la tabla de surf, así que está suspendida del techo. A veces, los monos ardilla se suben allí y se asoman por los bordes.

Aimee y Geof nunca hablan de amor.

Geof tiene una licencia de conducir Clase C, pero esto es solo un pequeño extra.

 

12.

Zeb se está muriendo.

En términos generales, los monos tienen una salud sorprendentemente buena, y Aimee puede manejar sus ocasionales infecciones nasales o problemas gastrointestinales. Para algo más complicado, ha encontrado un par de comunidades en línea y algunos especialistas dispuestos a ayudar.

Pero Zeb está tosiendo un poco, y se está cayendo lo último de su pelaje. Se mueve muy despacio y a veces le cuesta recordar tareas sencillas. Cuando el espectáculo estuvo en St. Paul hace seis meses, un zoólogo del zoológico de Como fue a visitar a los monos, la felicitó por su salud y bienestar en general, y, a petición de ella, examinó a Zeb.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó la zoóloga, Gina.

—No lo sé —respondió Aimee. El hombre al que le compró el espectáculo tampoco lo sabía.

—Entonces te lo diré —dijo Gina—. Es viejo. Quiero decir, realmente viejo.

Demencia senil, artritis, un soplo en el corazón. No se puede saber cuándo, dijo Gina.

—Es un mono feliz —dijo—. Se irá cuando se tenga que ir.

 

13.

 

Aimee piensa mucho en esto. ¿Qué pasará con el acto cuando Zeb muera? En cada espectáculo, él se sienta listo y tranquilo en su taburete brillante. Siente que, de alguna manera, él es el núcleo de la amabilidad y astucia de los monos. No deja de pensar en que él es la razón por la cual todos los monos desaparecen y regresan.

Porque siempre hay una razón para todo, ¿verdad? Porque si no hay una razón siquiera para una sola cosa, como que te enfermes, o que tu esposo deje de amarte, o que las personas que amas mueran, entonces no hay razón para nada. Así que debe haber razones. Zeb es tan bueno como cualquiera.

 

14.

Lo que Aimee aprecia de esta vida:

No significa nada. No vive en ningún lugar. Su mundo mide 38 pies de largo, 127 espectáculos al año y, en este momento, 26 monos de profundidad. Es algo manejable.

Las ferias tampoco significan nada. Su diminuto mundo viaja dentro de un mundo un poco más grande: las ferias, idénticas e intercambiables. A veces, lo único que le indica a Aimee en qué pueblo está son las temperaturas nocturnas y la forma del horizonte: tierras baldías, montañas, llanuras o un la línea del horizonte.

Las ferias son tan artificiales como las rodillas de titanio: los carnavales, los establos de animales, las carreras de autos modificados, los conciertos, el olor a azúcar quemada, a pasteles de embudo y a camas de animales. Todo es un símbolo excesivamente brillante de algo real: comida o mascotas o pasar el rato con amigos. Nada de esto tiene que ver con el mundo en el que Aimee solía vivir, el mundo desde el que estas personas nos visitan.

Ha decidido que Geof es como todo lo demás: temporal, sin significado. No es alguien para amar.

 

15.

 

Estas son algunas formas en las que la vida de Aimee podría haberse desmoronado:

  1. Podría haberse fracturado el tobillo hace algunos años y haber desarrollado una infección ósea que la dejara con muletas durante diez meses y con dolor por mucho más tiempo.
  2. Su esposo podría haberse enamorado de su asistente y haberla dejado.
  3. Podrían haberla despedido de su trabajo la misma semana en que descubrió que su hermana tenía cáncer de colon.
  4. Podría haberse vuelto loca por un tiempo y haber tomado una serie de decisiones cuestionables que la dejaran sola en un apartamento amueblado en una ciudad elegida al azar en un atlas.

Nada es seguro. Puedes perderlo todo. Eventualmente, incluso en el mejor de los casos, morirás y lo perderás todo. Cuando tengas cierta edad o cuando hayas perdido ciertas cosas y personas, el dolor paralizante de Aimee adquiere un terrible, envenenado y oscuro sentido.

 

16.

Aimee ha leído mucho sobre el tema, así que sabe lo extraño que es todo esto.

No hay candados en las jaulas. Los monos las usan como dormitorios, lugares para guardar sus posesiones especiales o para alejarse de los demás cuando quieren un poco de privacidad. Sin embargo, gran parte del tiempo están sueltos en el autobús o hurgando en la hierba desgastada que lo rodea.

En este momento, tres monos están sentados en la cama jugando a emparejar bolas de colores. Otros están tirando de madejas de lana, o rodando por el suelo, o pinchando un pedazo de madera con un destornillador o trepando sobre Aimee, Geof y el sofá. Algunos están reunidos alrededor de la computadora viendo videos de gatitos en YouTube.

El colobo negro está apilando bloques de madera para niños en la mesa de la pequeña cocina. Los trajo una noche hace un par de semanas, y desde entonces ha estado intentando construir un arco. Después de dos semanas y de que Aimee le ha mostrado repetidamente cómo funciona una clave de bóveda, aún no lo ha comprendido, pero sigue intentándolo.

Geof está leyendo una novela en voz alta para la capuchina Pango, quien observa las páginas como si estuviera leyendo con él. A veces señala una palabra y lo mira con sus ojos brillantes, y él la repite, sonriendo, y luego la deletrea.

Zeb está durmiendo en su jaula. Se metió allí al anochecer, esponjó sus juguetes y su manta, y cerró la puerta detrás de él. Últimamente hace esto muy a menudo.

 

17.

 

Aimee va a perder a Zeb, ¿y luego qué? ¿Qué pasará con los otros monos? 26 monos son muchos monos, pero todos se llevan bien. Nadie, excepto quizá un zoológico o un circo, puede mantener a tantos, y no cree que nadie más les permita dormir donde quieran o ver videos de gatitos. Y si Zeb ya no está, ¿a dónde irán por las noches, cuando ya no puedan atravesar la bañera y adentrarse en su misterio? Ni siquiera sabe si realmente es Zeb, si él es la causa de todo esto o si simplemente ella está buscando razones desesperadamente otra vez.

¿Y Aimee? Perderá su mundo artificial y seguro: el autobús, las ferias idénticas, el novio sin significado. Los monos. ¿Y entonces qué?

 

18.

 

Unos meses después de haber comprado el espectáculo, siguió a los monos por la escalera durante el acto final. Zeb subió corriendo la escalera, se metió en la bañera y se quedó de pie, llenando los pulmones para su gran llamado. Y ella corrió tras él. Alcanzó a ver el interior de la bañera, los monos apretados como sardinas, tratando de apartarse de su camino al darse cuenta de lo que estaba haciendo. Se metió en el hueco que ellos le abrieron, encogiéndose todo lo que pudo.

Todo esto ocurrió en un instante. Zeb terminó de tomar aire y lanzó un sonido estruendoso. Hubo un destello de luz, escuchó las cadenas soltarse y sintió que la bañera descendía balanceándose, mientras los monos se movían a su alrededor.

Cayó los tres metros sola. Su tobillo se torció al impactar contra el escenario, pero logró mantenerse de pie. Los monos ya no estaban.

Hubo un silencio incómodo. No fue una de sus más exitosas actuaciones.

 

19.

 

Aimee y Geof caminan por la feria de Salina. Ella tiene hambre y no quieren cocinar, así que buscan un lugar que venda hot dogs de $4.50 y refrescos de $3.25. Entonces Geof se vuelve hacia Aimee y dice:
—Esto es una tontería. ¿Por qué no vamos al pueblo? Comamos algo de verdad. Actuemos como personas normales.

Y lo hacen: pasta y vino en un lugar llamado Irina’s Villa.
—Siempre preguntas por qué se van —dice Geof, después de una botella y media. Sus ojos son de un azul grisáceo opaco, pero con esa luz parecen negros y muy cálidos—. Mira, no creo que vayamos a descubrir nunca lo que pasa. Pero no creo que esa sea la verdadera pregunta, de todos modos. Quizá la pregunta sea: ¿por qué regresan?

Aimee piensa en las monedas extranjeras, los bloques de madera, las cosas maravillosas con las que regresan.

—No lo sé —dice—. ¿Por qué regresan?

Más tarde esa noche, de vuelta en el autobús, Geof dice:
—A donde sea que vayan, sí, está genial. Pero mira, esta es mi teoría.

Hace un gesto hacia el autobús abarrotado, con su desorden de juguetes y herramientas. Los dos tamarinos acaban de entrar y están sentados en la mesa de la pequeña cocina, con las cabezas juntas mientras examinan algo nuevo y pequeño.

—Les gusta visitar ese lugar, claro. Pero este es su hogar. A todos les gusta volver a casa, tarde o temprano.

—Si tienen un hogar —dice Aimee.

—Todos tienen un hogar, aunque no lo crean —responde Geof.

 

20.

 

Esa noche, cuando Geof está dormido, acurrucado junto a uno de los macacos, Aimee se arrodilla junto a la jaula de Zeb.
—¿Puedes al menos mostrármelo? —pregunta—. Por favor. Antes de que te vayas.

Zeb es un bulto indeterminado bajo su manta azul celeste, pero da un pequeño suspiro y sale lentamente de su jaula. Toma su mano con su pata caliente y áspera, y juntos salen por la puerta hacia la noche.

El lote trasero, donde están estacionados todos los remolques y autobuses, está tranquilo; solo se escucha el zumbido de los generadores y unas cuantas voces apagadas que llegan desde detrás de las ventanas con cortinas. El cielo es de un azul oscuro salpicado de estrellas. La luna brilla directamente sobre ellos, ensombreciendo el rostro de Zeb. Sus ojos, cuando levanta la vista, parecen no tener fondo.

La bañera está entre bastidores, ya colocada sobre su podio con ruedas, esperando el siguiente espectáculo. El lugar está casi a oscuras, iluminado apenas por algunas señales rojas de salida y una sola lámpara de vapor de sodio a un lado. Zeb la guía hasta la bañera, deja que pase sus manos por las frías curvas y las patas de león, y le muestra el interior tenuemente iluminado.

Entonces, Zeb se sube al podio y trepa por el borde de la bañera. Aimee permanece de pie a su lado, mirando hacia abajo. Zeb se endereza y lanza su gran estruendo. Y luego se deja caer, y la bañera queda vacía.

Lo vio, vio cómo desapareció. Estaba allí, y de repente ya no estaba. Pero no había nada que ver: ningún portal, ninguna realidad titilante ni un suave estallido del aire llenando el espacio vacío. Aún no tiene sentido, pero esa es la respuesta que Zeb tiene para ella.

Cuando Aimee regresa al autobús, Zeb ya está allí. Ya está enterrado bajo su manta, respirando con dificultad mientras duerme.

 

21.

Y entonces, un día:

Todos están entre bastidores. Aimee está terminando su maquillaje y Geof está revisando todo por segunda vez. Los monos están sentados ordenadamente en círculo en el camerino, como si intentaran evitar que sus chalecos y faldas brillantes se arruguen. Zeb está en el centro, junto a Pango, que lleva su pequeño atuendo verde con lentejuelas. Emiten algunos gruñidos, luego se reclinan. Uno tras otro, los demás monos avanzan, le estrechan la mano a Zeb y luego a Aimee. Ella asiente, como una pequeña reina en una exposición de flores.

Esa noche, Zeb no corre hacia la escalera. Se queda en su taburete, y es Pango quien sube última, quien se mete en la bañera y lanza un chillido. Aimee se había equivocado al pensar que Zeb era el corazón de lo que sucede con los monos, pero estaba tan convencida de ello que pasó por alto todas las señales.

Pero Geof no pasó por alto nada, así que cuando Pango chilla, él acciona la pólvora de destello. El destello, la bañera vacía.

Después, Zeb se queda de pie en su taburete, haciendo una reverencia como un empresario llamado al escenario para la última ovación. Cuando el telón cae por última vez, extiende sus brazos para que lo levanten. Aimee lo abraza mientras caminan de regreso al autobús. Geof rodea a ambos con su brazo.

Esa noche, Zeb duerme con ellos, entre los dos en la cama. Cuando Aimee se levanta por la mañana, Zeb está de vuelta en su jaula con sus juguetes favoritos. No despierta. Los monos se agrupan alrededor de los barrotes, asomándose.

Aimee llora todo el día.

—Está bien —le dice Geof.

—No se trata de Zeb —solloza ella.

—Lo sé —responde él.

22.

 

Este es el truco del acto de la bañera. No hay truco. Los monos cruzan el escenario, suben la escalera y entran en la bañera, se acomodan y luego desaparecen. El mundo está lleno de cosas extrañas, cosas que no tienen sentido, y tal vez esta sea una de ellas. Tal vez los monos eligen no compartir su secreto, y está bien, ¿quién podría culparlos?

Quizá este sea el misterio de los monos: cómo encontraron a otros monos que hacen preguntas, que intentan cosas, y descubrieron una forma de estar juntos para compartirlo. Quizá Aimee y Geof solo sean huéspedes en el mundo de los monos: están ahí por un tiempo, y luego se van.

 

23.

 

Seis semanas después, un hombre se acerca a Aimee mientras ella y Geof se besan después de un espectáculo. Es bajo, pálido y calvo. Tiene el aspecto aturdido de un hombre al que algo le ha vaciado por dentro.

—Necesito comprar esto —dice.

Aimee asiente.

—Sé que lo necesitas.

Se lo vende por un dólar.

 

24.

 

Tres meses después, Aimee y Geof reciben a su primer huésped en su nuevo apartamento en Bellingham. Escuchan el refrigerador cerrarse y salen a la cocina para encontrar a Pango sirviéndose jugo de naranja de un cartón. La despiden enviándola de regreso a casa con una baraja de pinochle.

*Lo marcado en rojo son mis dudas en la traducción.