Ni creas que vamos a coger, Tino, me dijo Carol. Estás gordo otra vez.
La coca no sirve.
Tú dijiste que con la coca enflacaría.
Tienes más
celulitis que mi mamá. Y esas estrías asquerosas.
Me voy a poner a
dieta. Voy a consultar a una nutrióloga.
Nada te funciona.
La única solución es que te hagas la lipo.
Desde que nos
casamos Carol me molestaba con mi figura. ¿No se te ha ocurrido que delgado me
gustarías más? Siempre que quería coger me llevaba a la báscula. Era su
pretexto favorito para no acostarse conmigo. No necesitaba inventarse dolores
de cabeza. Que yo tuviera las tetas más grandes que ella le daba asco.
Mastúrbame, le
pedía.
Estás pendejo,
contestaba, satisfácete tú.
Pensé que
embarazada se olvidaría de mi cuerpo de tapir. Al contrario. No pasaba un día
sin restregarme mi gordura. Como si hiciera falta. Tapir, ornitorrinco y
manatí, eran sus insultos favoritos.
Y se burlaba con
ingenio, me recitaba comerciales de televisión. ¿Padece usted de esas
insoportables llantitas? Use jabones reductores Goicoechea.
En otras ocasiones
le salía su lado clínico. Te puede entrar una diabetes, colesterol o
hipertensión. Mi tío murió de un derrame cerebral por culpa del sobrepeso.
Comes demasiada carne roja, te va a dar gota.
También era agresiva.
Me chillaba, Eres un comodito. Un acomplejado. Cómo puede ser posible que
prefieras estar pinche seboso.
Yo la ignoraba. Me
reservaba mi grasita. La consideraba un trofeo. Y me masturbaba sin entusiasmo.
Fantaseaba con gordas mórbidas. Era mi mediocre venganza contra Carol. Siempre
que pensaba en una flaca no conseguía venirme. No me calientan. Cogerse a Carol
era como cogerse a un hombre rasurado, por lo pinche escuálida que estaba.
A veces sospecho
que Carol tenía razón. He oído historias de jóvenes como yo que han sufrido
infartos. La siguiente gordita de chicharrón podría llevarme a la tumba. Morir
por sobredosis de carne adobada. O convertirme en un vegetal. Tanta manteca me
transformaría en una berenjena.
En otras ocasiones,
pensaba que Carol no lo hacía sólo por mi salud. Se empeñaba en que perdiera
kilos porque una liposucción representaba un lujo. Y aunque no fuera ella la
que se treparía a la plancha, se sentiría orgullosa de vivir con un exgordo que
se había sometido a una experiencia estética.
Hazte la lipo,
Tino, insistía.
No tengo que
operarme, le rebatía. Puedo ponerme a dieta.
Las dietas nunca
funcionan. Y luego está el rebote. Mejor la lipo o un baipás gástrico.
Pero con qué
dinero.
Pídele a tu mamá.
Carol quería sacar
todo de mi madre. ¿De dónde había salido el dinero para la boda? ¿Y las
consultas con el ginecólogo? Cada mes mi madre desembolsaba para el
ultrasonido. Además, me pagaba la colegiatura. Y me destinaba una suma mensual
para gastos personales. Dinero que yo destinaba para comprar cocaína. Eres mi
mejor cliente, decía mi díler, estás pagando la universidad de mi hijo.
Mamá era ciega de
nacimiento. Un consuelo. Era la única persona que ignoraba mi gordura. Y mi
rostro descompuesto por la droga. No me atrevía a pedirle que me pagara una
operación tan frívola. A mí me atormentaba el sobrepeso y ella hacía el pollo
frito más rico que había probado en mi vida. Suficiente era que viviéramos en
su casa y nos mantuviera mientras yo terminaba la carrera de ingeniería.
Te falta concha, me
ladraba Carol. Eres hijo único. Eres el consentido.
Sí, pero adoptado.
Mi madre, además de
invidente, era infértil. Cuando era niño, me decía que los hijos son los ojos
del mundo. Y me pedía que me viera en sus pupilas. Tino, refléjate en mí. Dime
cómo eres en mí mirada. Y yo le mentía. No le confesaba que era una berenjena.
Un tapir malnutrido, como decía Carol. Le presumía que era el tipo más guapo
del mundo. Y me creía. No con la cabeza, no con el corazón. Me creía con sus
ojos muertos.
Qué importa que no
seas su hijo biológico, gritó Carol. Y luego, con una sapiencia impostada, que
no sé de dónde le salió, me dijo que los hijos son los que se crían, no los que
se paren. ¿Quién crees que va a heredar todo cuando tu mamá se muera?
Tal vez heredara,
es cierto. Sin embargo, mientras viviera mi madre no accedería al legado. Una
pequeña fortuna, si lo consideramos. Mamá era dueña de una cadena de zapaterías
y poseía varios edificios de lujosos departamentos en el centro de la ciudad.
La sola renta de los deptos me aseguraría la existencia.
No ambicionaba más.
Sabía que era probable que le legara los negocios a papá. Y las cuentas
bancarias. Yo con los edificios me conformaba. No me desagradaba la idea de
convertirme en un casero amargado. Llegar a ser un viejo cascarrabias que
disfrutara atormentando a sus inquilinos.
Carol no. Lo quería
todo.
Con la aburridora
diaria de la gordura surgía siempre el tema del dinero. ¿Te imaginas todo lo
que vamos a hacer con la fortuna cuando se muera?
No hay por qué
desearle la muerte Carol. En tres años me recibo. Viviremos bien.
No le estoy
deseando nada. Sólo digo que algún día va a morir. Y no seas conformista. Con
tu sueldo no nos va a alcanzar ni para pañales. Eres un mediocre. Cuánto
ganarás. ¿Cien mil pesos al año? Los negocios de tu mamá producen noventa mil
al mes.
Pobre Carol. Su
avaricia le impedía darse cuenta de que quizá yo no recibiría la fortuna
completa. No quería ni imaginarme qué sucedería si mamá no me dejaba ni un
peso. Carol era capaz de pedirme el divorcio.
Nunca nos hizo
falta nada. Pero Carol proviene de un barrio. Y el barrio te consume. Si no lo
sabes enfrentar, el barrio te acaba. Te traga. Lo he visto en sus hermanos. A
los diecisiete se amarraron una chavita de quince y la embarazaron, después entraron
a la fábrica, a llevar una vida maquiloca. El más arrojado, el mayor, se la
pasaba en el gimnasio, tirando guate, a la espera de que el boxeo lo
convirtiera en ídolo. Pero seguro terminaría como limpiaparabrisas.
Debes hacerte la
lipo, Tino, me ordenaba.
No tengo el dinero.
Y no lo voy a juntar hasta que salga de la escuela y comience a trabajar.
¿Y si la robamos?
No sería la primera vez.
No quiero hacerlo
de nuevo. Nunca volveré a robar a mi madre.
Eres un inútil.
Eres un hijo de mami, me gritaba. Arráncale un cheque al talonario. El último.
Ni se va a dar cuenta. Al cabo que es ciega.
A los veintitrés
años, no entiendo por qué, papá se casó con mamá. Y a pesar de su incapacidad y
la estoica serenidad con que la portaba, papá nunca le fue infiel. Un año
después del matrimonio, se enteró de que era estéril. Papá es abogado. Pasaba
el día entero en el despacho. Durante los primeros dos años, al volver a casa,
sentía pena por mamá. Siempre sola. Acompañada sólo por la sirvienta. Una
doñita que le aconsejaba Adopte un hijo. Con su dinero se lo sueltan rápido,
patrona. Para ponerle fin a tanto silencio en el ambiente papá aceptó las
peticiones de mi madre. Así fue como yo llegué a sus vidas.
Cuando uno hace
algo una vez, lo puede hacer más veces, insistía Carol. ¿O a poco crees que
porque no vuelves a cometer el acto dejas de ser un ladrón?
Pinche Carol, era
el mismísimo diablo chillándome en la oreja. Nunca se rendía.
Vuélale un
chequecito.
Un chequecito, un
chequecín, un chequecillo o como le llamara, no reduciría la flagrancia del
hurto. Y sí, habíamos robado a mamá. No una, ni dos, un chingo de veces. Para
comprar cocaína.
Hasta que se
enteró. Segurito la contadora le avisó. Están falsificando su Arma.
Mamá no investigó.
Ni siquiera preguntó cuánto habíamos robado. Desde entonces, guardaba la
chequera y el efectivo en una caja fuerte. Dejé de ser el cliente estrella de
mi díler. Recobré peso. Y Carol, que había incubado un nuevo apodo para
mofarse, volvió a echarme carro. Eres una nutria chiquita con lupus, me
recriminaba.
Comenzamos a robar
a mamá cuatro años antes. Yo acababa de cumplir los veintiuno, Carol veintidós.
Llevábamos once meses casados. Un catorce de febrero Carol llegó bien prendida
a la casa. Vamos a celebrar, me dijo. Nos encerramos en la habitación. Sacó una
grapa de coca. Yo nunca me había drogado. No quería probarla. Carol me
convenció. Siempre me convencía. La coca te quita el hambre. Con esto vas a
bajar de peso, me aseguró.
Nos hicimos
adictos. Adictos felices, funcionales. Yo deseaba hacer todo bajo el efecto de
la coca: coger, bañarme, comer. Todo mi dinero me lo gastaba en droga. Me
convertí en cocainómano. Y efectivamente, comencé a perder peso.
Pasaron tres meses.
Nuestro consumo creció tanto que no alcanzábamos con la pensión que me daba
mamá.
Fue bajo el efecto
de la coca que robé el primer cheque. Carol falsificó la Arma. Ella siempre
espiaba a mamá. Oía sus conversaciones telefónicas. Abría su correspondencia.
Sabía con exactitud cuánto dinero tenía en las diversas cuentas bancarias.
Necesitamos hacer
algo, Tino. Cada día estás engordando más.
Era verdad. Estaba
recuperando kilos. Aumentaba de peso de manera escandalosa.
Si no me metía
cocaína me entraba un hambre histérica.
Llevábamos semana y
media sin coca. Aún faltaban siete días para recibir mi mensualidad.
Conozco la malilla.
La malilla es como el barrio, te traga. Es el dolor que te ataca cuando se
acaba la coca. Ahora lo siento. Es una pureza fría que se encariña a tus
corvas. Rechinidos en las articulaciones, cada uno parece una uva arrancada con
desparpajo al racimo que son mis nervios. Y el puto dolor de cabeza. Que no
soporto ni el sonido de las manos de la sirvienta limpiando frijoles.
La primera vez que
experimenté la malilla estaba más asustado que una persona a la que van a
embargar. Le había parado al consumo. Un adicto se pasa toda su vida con un pie
dentro y con el otro fuera de la adicción. Quien diga que nunca ha intentado
dejarla droga no ha tocado fondo. Enorgullecerse de la dependencia es puro
alarde.
No volví a
divorciarme de la coca hasta el embarazo de Carol. Cuitié por solidario. Ella
no debía drogarse durante la gestación. El bebé podría salir con
malformaciones. Con cara de grapa, bolsita o capsula de coca. Carol bromeaba
con que el niño nacería con un popote en la mano. Listo para aspirar la caspa
del diablo.
La panza de Carol
crecía. La mía también. En cuanto dejé de pegarle bonito al polvo, me surgió un
hambre de embarazado. El estado de Carol me estaba ensanchando. La idea de ser
padre me afectó tanto que me despertó un comer neurasténico. Era insaciable.
Necesitaba mi fe, la cocaína. Despertaba por la madrugada, un pase, necesito un
pase, imploraba en silencio.
Una noche no
aguanté más. El antojo de Carol me zarandeó para lanzarme por unas fresas con crema
al 24, horas. Caminito al súper, me compré un gramo de soda. Me la metí y me
sentí Maradona. Mi mano, que llevaba el polvo en la esquina de una tarjeta de
Banamex, era la mano de Dios. Aún estaba vigente. No había olvidado cómo chutar
el balón. La coca seguía siendo mi vieja. La fiel. La que no me llamaba
iguanodonte, cuerpo de tortuga de la isla Galápagos. Me reactivó al servicio.
Regresé a la casa
bien sonaja. Bien soundsystem. Sonadísimo. Carol me
descubrió en caliente. ¿Mira nada más cómo andas? En el puro panique. Te
metiste mugrero. Te metiste. Te metiste. Y yo en mi estado. Méndigo sordero.
Me hice güey. Un
adicto puede hacerse el que la virgen te dicta, te declama, te recita, pero
nunca ignoras la droga. Si te chifla sales. Y Carol lo sabía. Es imposible
engañar a un coco. Saben a cómo está el kilo de tomate. A cómo el kilo de
cebolla. El kilo de papa blanca nueva, recién lavada. La huelen. La detectan.
La escanean. Con la piel, con los ganglios. Con los órganos.
Saca. Saca. Saca,
maldito gordo, me gritó.
Quería una línea,
una puntita, una esquinita. Se quemaba por drogarse. La había visto mordisquear
en secreto unos popotes usados que guardábamos en el botiquín del baño. Padecía
el síndrome del pollo. Se figuraba ver granos de soda tirados por el piso de la
habitación. Se veía bien cura empinada con la pancilla.
Le sudaban las
manos. Andaba bien chisqueada.
Ándale, no seas
cabrón. Tú sí a toda madre ¿verdad? Chíngueme yo. Presta, presta, presta. Saca
el pase, pendejo.
Como no se lo rolé,
me lanzó un perro de porcelana.
Aguanta, Carol.
Aguanta. Estás embarazada, le grité y salí disparado a encerrarme en el baño.
Me arrepentí de
meterme chingadera en su cara. No había calculado la abstinencia de Carol. No
debí llevar coca a la casa. Pero no pude esperar al día siguiente para
aturrarme en los pasillos de la universidad.
Le formé unas
líneas en un espejo, para que no estuviera chingando. No creí que las inhalara.
Se va a culear, me dije. Pero sí se las metió. Le brillaron los ojos de
entusiasmo. Sólo en el rostro de un adicto se dibuja esa clase de sonrisa.
Entre burlona y satisfecha. Volver a la droga es recuperar el habla. La lengua
de Carol comenzó a caminar. Pinche gordito sordero, te la ibas a meter tú solo
¿verdad? Culero, pinche tapir con ADN de marrana vietnamita.
Carol era bien
golosa. La gomita, le decía yo de cariño. Cuando se pegaba al popote estaba
cabrón que lo soltara.
La raya la puso
toda robotina. Acelerina. Toda psicopatota.
Nos la pasamos
esnifando hasta el amanecer. Había comprado coca suficiente como para drogar a
un pony.
Entre saque y saque
yo le rezaba a San Judas Tadeo para que mi hijo no naciera defectuoso. Me daba
e imploraba: Que mi hijo no salga malformado, San Juditas. Que no le falte
ninguna pieza del rompecabezas. Pero mi principal preocupación era que naciera
gordo. Podía adivinar su futuro: Carol lo mantendría encadenado al grupo de
tragones anónimos, o lo tendría en un club de cuidakilos, a la espera de que
tuviera la edad suficiente para que le realizaran una lipoescultura.
A partir de aquella
parranda de cocaína perdimos el miedo a tener un hijo idiota. Nos empezamos a
meter soda los fines de semana. Si de Carol dependiera, se hubiera atascado
diario. No se lo permití. Ella estaba en su cuarto mes de gestación. Apenas se
le notaba la pancilla. No como a mí. Que me cargaba una bodega de chofer de la
Ruta Norte. No cualquier chofis. Conductor coco y borracho.
Durante nuestras
juergas de polvo a veces teníamos sexo en la sala o en la cocina. Carol se
ponía tan contenta por la droga que me permitía penetrarla. Descaradotes, al
cabo que mamá no podía vernos, deambulábamos desnudos por toda la casa. Éramos
dos chanchos obscenos y salvajes, listos para saltar al cazo de las carnitas.
Dos marranos silvestres y exóticos que se paseaban en un corral con las venas
cargadas de cocaína.
La que a cada rato
nos sorprendía era la criada. Nos espiaba cuando cogíamos o cuando nos
drogábamos.
Carol, la criada
nos está güachando, le decía.
Déjala. Dale chance
de que vea. A ella nadie se la coge.
No puedo. Me
chisquea que me esté fisgueando.
No le hagas caso.
Concéntrate.
Pero me está
tijereando la panza.
No te claves.
Disfruta. ¿Apoco no te calienta que te estén mirando?
Carol era una
exhibicionista. Y odiaba a la criada. Por metiche. Por chonita. Por chismosa.
Esa muchacha va a tener un hijo del diablo, le decía a mi mamá. Se droga. Va a
parir un renacuajo.
En una ocasión la
agarró con unas rayotas como líneas de meta de campo de fútbol. Marcadas según
el reglamento de la FIFA.
Ese niño va a nacer
como ustedes. Sin alma, le dijo la vieja a Carol en sujeta.
Carol flipó. Le
agarró una tirria verdulera. Malaleche.
Aguanta, le decía
yo. No hagas coraje. Se te va a salir el chavo.
El barrio había
trastornado a Carol. Se masturbaba, se drogaba, se pedorreaba delante de la
criada. Nunca había tenido servidumbre, pero el barrio le había metido en la
cabeza que debía tratar mal al servicio doméstico. Con las patas. Con la cola.
A Carol le gustaba
mucho pegarle a la mamada. No sé por qué actuaba como una millonaria. Su
familia vivía en la misma colonia que la sirvienta. Y aunque lo niega, la
chacha asegura que Carol tuvo un romance con uno de sus ahijados. Al parecer la
doñita bautizaba a toda la cuadra.
Eso sucedió antes
de que nos hiciéramos novios. Veinte o treinta kilos atrás. A Carol la conocí
en la prepa. Con berrinches había conseguido sonsacarles a sus papás una
colegiatura. Los amenazó con meterse a jalar en una sala de masajes o en un
teibol si la obligaban a matricularse en la escuela pública. Detestaba la
plebe.
Era la más mamacita
del primer semestre. Toda la buitrada andaba sobres. Como tenedores gigantes
persiguiendo un pedazo de ternera parmesana.
Pasaba por los
pasillos y saltaban los piropos.
¿Quién pidió
mariachi?
¿A cómo está el
kilo de aguacate?
¿Quién mandó traer
la rondalla de Saltillo?
Carol había elegido
esa prepa por un solo motivo, huir de su casa. Estaba dispuesta a engancharse
con cualquier burguesillo para salir del barrio. Se había prometido a sí misma
no morir entre aquella chusma.
Yo también le
lanzaba sus cumplidotes. Qué bueno amaneció hoy el kilo de membrillo. ¿Está en
oferta?
Ni me pelaba. Mi
panzota de globo lleno de agua me impedía galanear. Pero tampoco se burlaba de
mí. Ni secundaba la carrilla que me echaban en el salón. Y eso me daba
esperanzas. Carol sabía que no existen ni aliado ni enemigo pequeño.
Como todo
preparatoriano me entusiasmé por las patilocas. En la escuela me rebautizaron
como El Gordo Patineta. Pero Carol nunca me decía así. Ni me decía tapir. Me
llamaba Tino.
Tino boy, ¿me disparas una Magnum de almendras?
Uno de los motivos
por los que Carol aborrecía el barrio eran los tamales. De rojo, de verde, de
dulce, de frijoles o de lo que fueran. Los odiaba tanto como a las quinceañeras
que se organizaban a media calle, como al señor que pasaba en su carromato
canjeando pollitos por envases de caguamas. Le parecía la cumbre de lo naco.
Nunca entendió por
qué su mamá se ponía a hacer tamales en navidad, en año nuevo, en los santos,
en los cumpleaños. Pinche epidemia.
¿Acaso no podía
preparar otra cosa? Aunque fuera lonches de aguacate.
Sí, pero no lo
hacía, pensaba Carol, porque los tamales representaban toda la jodidez del
barrio. La falta de clase. Que no pusieran a la familia a elegir entre un
frasquito de caviar y una ollota de tamales, seguro se decidían por los últimos
y hasta los oía decir: los tamales saben más ricos recalentados.
La primera navidad
que celebró Carol en mi casa cenamos pierna horneada. La neta a mí ni me
gustaba. Yo prefería unos buenos tamales de ensalada. Masacotudos. A lo mejor
me traicionaba el inconsciente por ser adoptado. A lo mejor yo también traía el
barrio dentro.
El caramelizado que
se formaba sobre la carne significó para Carol el triunfo de su persona sobre
la pobreza. Una distinción opulenta, un rasgo de singularidad. Una cena
distinguida. A partir de esa noche decidió que jamás pasaría una navidad o
cualquier festejo con su familia. Jamás volvería a tragar tamales.
Hay niveles, les
decía a sus vecinillas de la cuadra. Las morritas que estudiaban en las prepas
del estado. Las tamalizas son para la perrada.
A mí, era
predecible, me prohibió atacarme de tamales porque engordan. Es pura masa con
manteca, con una embarrada miserable de carne de puerco con chile rojo. Las
tristes navidades de los pobres se acompañan con tamales, Tino.
La navidad no es
triste para los que no tienen dinero, le respondí. Es triste para los pavos,
para los guajolotes, para los marranos, no para los desafortunados.
No seas mamón,
pinche gordo, me respondió. Al que deberían hacer tamales es a ti, seguro salen
hasta tres vaporeras de tu cuerpo de tapir.
Carol prefería la
comida de los restaurantes o de las cadenas de comida rápida. Odiaba los tacos,
las garnachas, el menudo y el pozole. Las tostadas y las gorditas. Cuando la
conocí me contó que sufría de grasientas pesadillas. Malos sueños donde era
perseguida por tamales voladores, tamales de pata de puerco que hablaban. Tacos
con rabia. Lonches sicarios.
Lo tamales engordan
muchísimo, me dijo. Olvídalos.
Y una noche, de
alaridos y tamales, volvió a presionarme. Despertó de su pesadilla y para
desquitar su frustración insistió en el tema de la liposucción.
Eres un mediocre.
Un marica. Para ella no es nada. Unos cuantos pesos.
Pero es mi madre.
Eso debiste pensar
la primera vez que la robamos. Ya no hay vuelta atrás.
Ante la falta de
coca y mi aumento de peso, me convenció. Yo siempre aceptaba sus chingaderas.
Robaríamos a mi madre.
Planeamos todo bajo
el efecto de una coca mal cortada. Simularíamos un asalto. La amagaríamos con
sogas y navajas. Justo a la hora en que la criada hacía el súper. Saquearíamos
para la liposucción y para un mes de cocaína. Y si alcanzaba, para unas
vacaciones en Mazatlán. Entraríamos a la casa un día que se suponía yo andaría
en la escuela y Carol con el doctor. Inutilizar a un ciego no representa ningún
riesgo, me dijo Carol. Es más fácil que falsificar un cheque. Tu papá estará en
la oficina, no podemos fallar. ¿Quién va a detenernos?
Amarraríamos a mamá
a la mecedora en la que siempre se sentaba. Su sitio predilecto para pasar las
tardes. En ocasiones ella misma había dicho que no deseaba morir en una cama,
sino en su mecedora. Su ceguera le impediría reconocernos. El éxito de nuestro
plan era mantenernos en silencio. Robaríamos sin hacerle daño. La ataría con
una medias negras. Medias que Carol compró para ponerse en la cabeza, pero le
dije que no hacía falta, nosotros vivíamos en el edificio, nadie sospecharía.
Meteríamos el botín en una caja de seguridad de banco. Como hacen los ladrones
elegantes en las películas. Regresaríamos a la casa al anochecer. Borrachos o
drogados, con el triunfo por dentro. Nos haríamos los sorprendidos. Pinches
ratas. ¿Aprovecharse de una pobre ciega? A las dos semanas nos largaríamos unos
días a la playa, antes de operarme.
En la caja hay
cerca de dos millones de pesos, me dijo Carol.
Cómo contó el
dinero sin que nadie la descubriera, no lo sé. ¿A qué hora? Me aseguró cuánto
contenía cada fajo y de qué manera estaban dispuestos. Me pregunté por qué no
había pellizcado uno. Tal vez lo había contabilizado a la distancia. No habría
desperdiciado la oportunidad.
Tuve miedo.
¿Hacerle semejante bajeza a la mujer que me recogió? Que me rescató del
orfanato. De ser un niño de la calle. De una posible vida de carne de
reformatorio, de correccional. De ser un ciudadano de barrio. Uno más de tantos
que andan en la clica, uno más de los que viven en la cumbia o en el cártel. Si
no me hubieran adoptado tal vez estuviera enojado contra el mundo, como Carol
contra el barrio, y me hubiera dedicado a delinquir. Y aunque no era una blanca
palomita, no era un ingrato. Es verdad que existe un lado de nuestra alma al
que nunca le pega el sol, pero fallarle a mi mamá era demasiada mala entraña.
Y no es todo,
siguió Carol. También hay documentos. Pero con el efectivo completamos. Si no
nos apuramos, irán a depositar los dos millones. Y adiós a todo. A las
vacaciones, a la lipo, a la coca.
Mientras
repasábamos el plan, me arrepentí.
No puedo hacerlo,
Carol. Lo siento. No puedo, no es mi estilo.
Qué, gritó. No
mames. Tú no tienes estilo. Pinche Gordo Patineta. Eres un mediocre. O qué,
quieres ser toda tu vida El Gordo Patineta. Estoy harta. Harta de tu mamá, de
la puta sirvienta. Estoy harta de ti. Eres un pobre pendejo, un maricón.
No puedo. No puedo,
Carol. Se trata de mi mamá. ¿Y si nos descubren?
Esa señora no es tu
mamá. No es tu mamá. No te engañes. No es nada tuyo. Lo dices para echarte para
atrás. No nos va a pasar nada. No nos van a agarrar. Nuestra coartada es
perfecta.
Pueden meternos a
la cárcel.
No nos atraparán.
No quiero hacerlo.
Debí saberlo. Los
pinches gordos son unos cobardes. No sé por qué me fije en ti. Pinche Gordo
Patineta. Gordo Patineta. Nunca vamos a dejar de ser dos limosneros que se
conforman con las migajas que nos tira tu mamá. Todos los gordos son miedosos.
Sus palabras me
asustaron aún más. Carol había rebasado la línea. Cuando uno hace algo una vez,
lo hace toda su vida, es la regla. Si me negaba a continuar, me condenaría para
siempre a que me molestara con mi gordura. No se detendría ante nadie. Nunca
volvería a ser Tino. Ni ante los ojos de mi hijo. No tendría ni el respeto de
mi hijo. Y me convenció. La puta de Carol me convenció.
Si no te rajas
vamos a coger más seguido. Piensa en la liposucción. Cuando seas delgado me
excitaré tanto que dejaré que me la metas todos los días.
Lo hicimos un
miércoles de ceniza. Acepté que forzáramos la cerradura. Necesitábamos que
luciera como un atraco. La criada, después del súper, se detendría en la
iglesia. Pinche vieja mocha, dijo Carol, no sabe el favor que nos hace. Nos
sobraba el tiempo. Haríamos la maniobra con tranquilidad. Mamá estaba por
completo indefensa. Parecía que formaba parte del plan. Que era cómplice.
La encontramos
sentada en la mecedora. Sostenía un pan de dulce entre las manos. Lo espulgaba.
Nunca le había gustado el relleno de la panadería de la esquina. Ese lugar está
lleno de ratas, alarmaba. La mermelada que le sacaba, la echaba sobre un
periódico colocado en el piso, al lado derecho de la mecedora.
Comenzamos a
revolver los objetos de la sala. Volteamos los cajones del escritorio de papá.
En la cocina se hallaba hirviendo un pollo que la criada disponía para la
comida. Carol vertió el contenido de la olla con violencia sobre la mesa del
comedor. Se aseguraba de que le llevara todo el día limpiar los restos del
supuesto robo.
Entonces mamá nos
escuchó. ¿Quién anda ahí?, preguntó.
Pretendió
levantarse pero Carol la retuvo. Yo la inmovilicé con la soga y la atamos.
Comenzó a llorar. Carol me ordenó con señas vaciar los dos millones en una
mochila. Aunque era su octavo mes de embarazo, se desplazaba por la casa con
una destreza inusual para su estado. Al parecer había ensayado antes cada
movimiento que realizaría. Había estudiado a la perfección cada una de sus
acciones.
¿Quién anda ahí?
¿Quién es? ¿Qué hacen?, gritó mi mamá. Auxilio. Auxilio. Ayuda. Ayúdenme.
Comenzó a
desesperarse. A lloriquear. A luchar contra la cuerda que la sostenía unida a
la mecedora.
Yo estaba
paralizado. Bien escamado.
Nos van a atrapar,
pensé. Nos va a cargar la chingada. Van a venir a asomarse los vecinos. Que se
calle, que se calle, rogué. La puerta principal estaba semiabierta. Lista para
ser el único testigo de nuestra huida. Yo la contemplaba con temor. Toda mi
vida la había atravesado sin dificultad. Pero presentí que esta vez sería
distinto. Después del atraco, no volvería a ser lo mismo. Tal vez no podría
regresar. Quizá el recuerdo de ese día me perseguiría. Me impediría volver a
entrar a la casa.
Un grito culero me hizo
salir de mi trance. Carol estaba apuñalando a mi mamá. Vi su silueta de
embarazada blandiendo el cuchillo con desinterés. Un desinterés que se podría
traducir en torpeza. La torpeza que indicaba que Carol no sentía absolutamente
nada al acuchillarla. Era un mero trámite para ella. No vi en sus ojos el mismo
odio que, por ejemplo, los habitaría si estuviera asesinando a la criada. Lo
hacía mecánicamente. Sin apasionamiento. Apasionamiento que sí experimentaría
si me estuviera matando a mí.
Carol, ¿qué haces?,
pendeja, le grité. Qué chingados haces. Puta madre.
Cállate. Cállate,
pendejo. Cierra el hocico.
Mamá nos reconoció.
¿Hijo? ¿Carol?
¿Hijo, eres tú? ¿Qué hacen? ¿Qué me hacen?, gritaba.
Sujeté a Carol. Era
tarde. La había apuñalado cuatro veces. Agarré el teléfono.
No seas estúpido,
qué haces, me ladró Carol.
Llamar a una
ambulancia.
¿Estás loco?
Vámonos. Vámonos. Idiota. Si vienen nos van a meter a la cárcel. Nos van a
encerrar.
Pero se va a morir.
Vámonos, hay que
largarnos. Déjala que se muera, al fin que no es tu mamá.
Cómo la voy a
dejar. Por qué lo hiciste. Esto no estaba en el plan.
Vámonos, idiotota.
No seas llorón. O quédate, si quieres. Quédate, imbécil. Pero vas a ir a la
cárcel. ¿Eso quieres? ¿Eso quieres, retrasado?
Hijo, hijo mío,
Tino, gritaba mamá mientras huíamos del departamento.
En la esquina
tomamos un taxi. Carol le ordenó al chofer que nos llevara a un hotel. Aunó
caro. Antes de llegar al Holiday Inn paramos en una vinatería y Carol compró
dos kilos de vodka. En el taxi abrió una botella y se pegó un largo trago.
Desde que habíamos salido del departamento no había visto a Carol a la cara.
Cuando bajó la botella la miré para decirle que se calmara, que estaba
embarazada. Fue cuando la vi a los ojos. Unos ojos como los de mi madre, ciegos.
Ofuscados. En su rostro descubrí una gran sonrisa. Carol sonreía.
Desde el hotel
pedimos cocaína. Cuatro mil pesos de merca.
Tuve que confesarle
a Carol que por la prisa no había conseguido levantar todo el dinero. En la
mochila sólo había unos ochocientos mil pesos. Pensé que me esperaba la cagada
de mi vida. Era la oportunidad que habíamos esperado por meses. Y la había
desperdiciado.
Tranquilo, me dijo.
No quiero oír tus gimoteos. Qué importa. Tu mamá va a morir desangrada. Vas a
heredarlo todo. Vamos a celebrar.
Carol comenzó a
drogarse sin control. Yo no podía dejar de pensar en mamá. ¿Ya estaría muerta?
A Carol le valía madre, pidió servicio al cuarto. Camarones empanizados. Se
sacó los tenis sin desabrochárselos y se acostó en la cama a ver una película.
Cuando pase el
desmadre, en unas horas, me dijo, ponemos el dinero en la caja del banco y
regresamos a la casa.
Yo estaba
temblando. No me podía controlar. Ni siquiera se me antojaba un trago de vodka
para el susto.
Y qué, me preguntó
Carol, no te vas a meter una rayita de coca. Para la emoción.
Yo seguía
conmocionado por la conducta de mi esposa. Sabía que era ambiciosa, prepotente,
insensible, pero jamás me imaginé que fuera capaz de asesinar a alguien, y
menos a una anciana ciega.
Carol, por qué lo
hiciste. No estaba contemplado. Has matado a mi mamá.
Ya cálmate, me
gritó. Cálmate, no seas chillón. Mejor piensa en el testamento. A estas horas
seguro ya se desangró y hasta la encontraron. Nadie va a sospechar de nosotros.
Diremos que saliendo de la escuela pasaste por mí y nos fuimos a coger a un
motel.
Me confesó que lo
había hecho para que yo heredara toda la fortuna de una vez. Y no esperar a que
muriera mamá. Para qué quería el dinero si estaba ciega. No podía disfrutarlo.
Carol tenía todo
contemplado desde el principio. En realidad los dos millones le valían. A ella
le importaba la fortuna. Me había embaucado. Me había visto la cara de pendejo.
Se embriagó y se
drogó tanto que no pudo abandonar el hotel. Pasamos allí la noche. Yo no
conseguí dormir. Sólo observarla noqueada. Inconsciente. Dormida como un
triunfador ebrio. Como un futbolista que ha ganado el campeonato. Que yo
heredara los bienes de mamá por fin la desligaba del barrio. Por fin podría
dejarlo atrás. Sin que existiera la menor posibilidad de recobrarlo. De volver.
El barrio estaba sepultado.
Al amanecer salí a
comprar el periódico. No sé si para atormentarme o para aceptar de manera
oficial la muerte de mamá. O para enterarme de si sospechaban de nosotros. El
crimen acaparó la portada de la sección policíaca. Crimen es un decir. La
noticia afirmaba claramente que papá había vuelto al departamento por unos
documentos y descubrió a mamá aún con vida. Llamó a una ambulancia y los
paramédicos la salvaron de la muerte. El nombre de Carol y el mío aparecían en
el texto como el de los autores del intento de homicidio.
Regresé al hotel
por inercia. No deseaba volver. Carol seguía dormida. Ella no sabía que mamá se
había salvado, por lo que no comprendí su descanso. Yo no podría desconectarme
después de acuchillar a una persona. La desperté. Levántate, Carol, que ya nos
jodimos.
El periódico no le
infundió miedo. Carol seguía anestesiada por la cocaína. Al parecer nada la
amedrentaba. O tal vez sintiera que no era culpable. Que no era ella, Carol,
quien había apuñalado a mi madre. Tomó el teléfono y pidió servicio al cuarto.
Un club sándgüich, un par de cervezas y fresas con crema.
Su idea del escape
seguía firme. Nos largaríamos a Mazatlán en dos días. Ella seguía dispuesta a
despilfarrar el dinero.
No salimos del
hotel en todo el día. Carol siguió atascándose. La coca la mantenía ajena a las
noticias de la televisión. Nos buscaban. Yo llevaba treinta y seis horas sin
comer. Sólo fumaba. No tenía estómago para emborracharme. No había probado la
coca.
Al anochecer, Carol
seguía bien prendida. Nadie le ganaba a esnifar cocaína. Espere a la madrugada,
a que se rindiera. Apenas se quedó botada agarré el dinero y salí del hotel. Ni
siquiera pagué la cuenta.
Desde el teléfono
público de la esquina denuncié a Carol. En menos de veinte minutos la
capturaron. Al hotel llegaron diez patrullas, aunque un solo policía hubiera
podido con Carol. Comprendí que pretender asesinar a una ruca ciega y
millonaria es una bonita manera de ganarse un arresto espectacular. Cuando la
esposaron andaba bien pasada. Gritaba que la llamada no había sido anónima, que
la había entregado el autor intelectual del crimen. El Gordo Patineta, el
tapir, el ornitorrinco eunuco, el manatí. Su esposo. El hijo de la doña. Ella
era inocente, yo lo había planeado todo, gritaba, por qué me van a encerrar a
mí, atrapen al puto gordo.
La sentenciaron a
veinte años de prisión.
Un mes después del
robo Carol dio a luz en el ala de mujeres del CERESO. La cárcel
es un barrio. Peor que en el que había nacido Carol. El abogado le informó que
por órdenes de mamá la tendrían a dieta de tamales. Había pagado a las
celadoras para que impidieran el paso de comida a sus familiares. El menú que
les servirían a las otras presas también se lo tenían prohibido. Si deseaba
comer, sólo le servirían tamales.
Pobre Carol. El
niño que dio a luz había nacido con una malformación. A causa del abuso de
droga y de alcohol. En lugar de ojos tenía sólo dos huecos mórbidos, lejanos.
Como resanados por una capa de pintura color carne. Al fondo, se advertían dos
protuberancias ínfimas, desgastadas. Clausuradas. Con un punto muerto en el
centro. Un punto exactamente igual al que observo en mis ojos. Un punto que el
espejo del hotel en el que me escondí me regresaba contra mi voluntad.
A los tres meses
del atraco subí a la plancha. La lipoescultura fue un éxito. Me había deshecho
de treinta y ocho kilos de sobrepeso en unas horas de cirugía. Necesité de unos
cuantos días de hospitalización para recuperarme. Me sentía una estrella de
rock.
Cuando me dieron de
alta se me caían los pantalones. Eran talla cuarenta y dos. Ya no era gordo.
Nadie podría decirme nunca más Gordo Patineta.
Después de la
operación me quedaron doscientos mil pesos. Lo suficiente para vivir un par de
meses y planear mi siguiente atraco. No me iba a conformar sólo con una
liposucción. Quería una rinoplastia. Y que me quitaran la papada.
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