sábado, 4 de febrero de 2023

Fábula del mar en los ojos, cuento de Marco Tulio Aguilera G.



Un hombre que era extranjero hasta de sí mismo se enamoró de una mujer extraña. Y se lo dijo. Pero ella era una mujer extraña. Si me quieres, le dijo, yo no sé si pueda quererte. La mujer tenía el rostro iluminado por un misterio hermoso y sin sobresaltos. Y, ¿cómo podré convencerte de que me quieras?, preguntó el hombre. Yo no conozco el mar, dijo la mujer, no conozco el bosque ni la selva. Sueño con orquídeas desde que las oí mencionar. He vivido en mi casa desde que nací. No he ido más allá de los límites de mi barrio.

En la expresión de la mujer había algo semejante a una tristeza serena, a un aburrimiento domesticado, a una desesperanza ya vieja y sin solución. Y, sin embargo, como quien trata de pescar ballenas en el manantial del traspatio, se atrevió a pedir:

—Llévame a ver el mar.

—De acuerdo —dio el hombre—. Empaca y nos vamos.

—Pero quiero ir a pie, desnuda y con una venda en los ojos.

—No verás el camino.

—Tú me guiarás.

—Pero entonces no podrás ver el bosque y las selvas: no conocerás las orquídeas.

—Quizá sí, a través de tus ojos.

—Y entonces, ¿me querrás?

—Antes de quitarme la venda, me describirás el mar. Luego cuando lo vea con mis propios ojos, sabré si puedo quererte o no. 

miércoles, 11 de enero de 2023

Como ser un paria, cuento de Margarita García Robayo

 


    En la televisión pasaban el comercial del gordo que había adelgazado con un té: mi hijo me pidió que no fuera a su partido de fútbol y yo le pregunté ¿por qué, acaso te doy vergüenza? —el exgordo lloraba, le pedía a la cámara que no lo filmara, la cámara lo filmaba igual—. Inés lagrimeaba con ese comercial. No estaba gorda, nunca había sido gorda, pero el drama del tipo le tocaba alguna fibra.

       Esa mañana había intentado hablar con Michel. Desde el día de la mudanza no tenía noticias de él. Le marcó al celular y no contestó; quizá estaba trabajando. Recién le había vuelto a marcar, pero tampoco. Todavía no era mediodía y ya estaba agotada. La noche anterior había soñado que se le caían los dedos de los pies. Últimamente le dolían los pies y a veces los sentía como gangrenados. Era una sensación parecida a la que tuvo aquella vez en Boston, cuando las piernas se le paralizaron. Michel estaba haciendo su posgrado y ella había ido a visitarlo: era invierno. El médico de allá le dijo que tenía graves problemas de circulación. «¡Como cualquier pinche avenida!», contestó Inés, jocosa, pero ni el médico ni Michel se rieron de su chiste.

     El exgordo había cambiado de locación y de vestuario; ahora, enfundado en un traje negro, posaba en un balcón con vista a una ciudad con muchas luces: hacía años que no me veía el pene.

       —Pene —repitió Inés—, qué fea palabra.

       —Buenos días, señora.

      En la puerta del estudio estaba la mujer que limpiaba. Tenía un vestido de botones hasta el cuello, con el calor que hacía. Inés apagó el televisor.

       —Buen día…

       No recordaba el nombre, era la segunda vez que la veía.

       —Glenda, señora.

      Inés asintió. Glenda también asintió, entró al estudio y le dio un sobre que estaba en el buzón.

       —Gracias.

    Inés se incorporó, se aplastó el pelo con las manos. Se sentía áspero, como la barba incipiente de un hombre.

       —Estaré en la cocina por cualquier cosa.

     Glenda se dio vuelta. Era una morena grandota, de voz muy grave.

     El sobre traía una tarjeta que decía «Brunch». La enviaban del condominio Las Palmeras y estaba dirigida a Gerardo y a ella, con nombre y apellido. Se preguntó cómo habrían averiguado eso. Llevaba una semana ahí, escasamente.

      Salió del estudio con la tarjeta en la mano. Atravesó la sala, abrió las persianas y la luz entró como un chorro de agua con mucha presión. Entrecerró los ojos. Los obreros recién llegaban; estaban arreglando una tubería podrida. El jardín hedía. Era una casa de campo vieja, herencia de una tía soltera de Inés, y en la familia nadie la usaba. Su hermana le había dado la idea de que se instalara allí por un tiempo, mientras terminaba de recuperarse. Michel la había ayudado a mudarse, incluso Gerardo la ayudó. Todos la querían lejos. «Es cáncer, no lepra», les había dicho ella. La miraron ofendidos.

     Se sentó en el sofá. Si iba al brunch tendría que hacerse algo en la cabeza.

    En la mesita de centro había una revista ¡Salud!  —Michel le había llevado algunas para que se distrajera—; la portada era una mujer mayor comiendo frutos secos con el gesto de una ardilla. Pensó que debía ir al brunch  y conocer a sus vecinos. Al fin y al cabo iba a vivir allí por un tiempo. Un año. Eso les había dicho a todos. A Michel, a Gerardo, a su hermana. Se abanicó con la revista y miró afuera: los obreros desenfundaban las herramientas lentísimo.

   —Señora. —Era Glenda. A Inés se le cayó la revista al piso. La mujer había aparecido de la nada—. ¿Va a desayunar?

     —No, gracias.

     —¿Ya tomó sus medicinas?

     —No, más tarde.

    Inés se aplastó el pelo con las manos, levantó la revista y la puso en la mesita. ¿Por qué tenía que preguntarle eso?

   —Yo creo que debe desayunar, señora, no puede tomarse las medicinas con el estómago vacío.

      —No, pero no quiero.

      Glenda se aclaró la garganta:

      —Muy bien.

      Se dio vuelta y condujo su cuerpo bamboleante a la cocina.

   Inés sacudió la cabeza. Se levantó del sofá, subió las escaleras despacio. Repasó la ropa que podría ponerse.

     Un sombrero, tendría que usar un sombrero.

*

     El condominio era un clásico lugar californiano de película. Como de mafioso venido a menos: balcones redondeados, palmeras altas plantadas simétricamente, una al lado de la otra, formando un círculo que contenía una laguna artificial. Después, a cada lado, estaban las casas en hilera, todas iguales, con sus terrazas enfrentadas. Inés estaba en una de esas terrazas, sentada en una silla de mimbre. Un muchacho de bermuda blanca y guayabera celeste se le había sentado al lado. Sorbía su trago. En medio de las dos sillas había una sombrilla azul.

     —Madre hace unos daiquiris frutales fabulosos —dijo el tipo.

Inés asintió.

     ¿Madre? ¿Quién hablaba así?

    El tipo se llamaba Leonardo y estaría por los cuarenta. Trabajaba en bienes raíces, le había dicho. La anfitriona era su madre, Susana, que se acercaba con dos nuevos vasos coloridos. Le extendió uno:

     —¿Otro?

    Inés alzó la cara para mirarla. Susana se había parado a contraluz. Una aureola tornasolada le rodeaba la cabeza teñida de rojo ciruela.

     —Gracias.

    Recibió el daiquiri que, según habían anunciado, era una mezcla de cítricos. El médico le había dicho que todavía no tomara alcohol. «¿Ni una copita?, le preguntó Inés. Cuánta mezquindad». Entonces le dijo que una copita podía ser, pero que no se excediera porque tenía que recuperar defensas.

Susana se sentó en las piernas de su hijo, revolvió su vaso con el pitillo y se lo tomó todo en un trago largo. Inés probó el suyo, estaba demasiado dulce.

   —¿Te contó Inés dónde vive, mi amor? —dijo Susana. Leonardo negó con la cabeza—. En esa casa que estaba semiderruida, pero que ahora Inés y su marido, que se dedica a… —Susana frunció el ceño y la miró: tenía delineador azul—. ¿Qué hace exactamente tu marido?

Inés mudó los ojos a su trago dulzón. ¿Cómo podía contestar eso? Uno: ya no era su marido. Dos: nunca entendió qué era lo que hacía. Ella nunca tuvo una respuesta tipo, como la mayoría de mujeres con marido. Había escuchado esas respuestas: nunca debía ser una frase completa como «mi marido se dedica a…»; eso era impreciso y daba la sensación de que se necesitaba demasiado tiempo para pensar algo que debía tenerse claro. Había juegos de preguntas y respuestas en los que esa formulación te quitaba puntos: «Los animales crustáceos son aquellos que cuentan con las siguientes características…». Era trampa. Las posibles respuestas a la pregunta de Susana debían ser directas, cortas, expeditivas: «¿Qué hace exactamente tu marido?». «Estudios de suelo»; o bien: «Manuales de computación»; o bien: «Peceras de acrílico».

Susana se había vuelto hacia su hijo:

     —En fin, que Inés y su marido arreglaron esa casa y quedó impecable. Es lo que dicen. ¿No es así Inés?

Inés asintió. ¿Quién podía decir eso? Pensó en la tubería podrida que atravesaba su jardín. Después pensó en el comercial del exgordo que llora: era como ser un paria.

    —…es un chalet muy sólido y coqueto, aunque… —ahora era Leonardo el que hablaba.

    Inés sorbió el trago. El líquido frío le bajó muy rápido por la garganta y quiso toser pero se contuvo. De pronto se sintió mal vestida: era el sombrero, debía parecer una campesina.

       —…Tiene problemas en las cañerías y las instalaciones eléctricas.

Leonardo estaba quedándose calvo. El sudor se le acumulaba en las entradas donde no llegaba el pañuelo que cada tanto se pasaba por el contorno de la cara. Las entradas le brillaban y la luz del sol rebotaba dando la sensación de que de su cabeza salían rayos. Pero no era feo: era alto, rubión y tenía una de esas narices grandes y rectas que le dan un aire refinado a ciertos muchachos. Michel tenía la nariz chiquita, pero mucho pelo en la cabeza.

     —Dicho lo cual —seguía Leonardo—, no entiendo qué te llevó a mudarte allí y no buscar una opción más confortable, dadas las circunstancias.

       ¿Qué circunstancias?

    Susana se paró súbitamente, soltó una risita idiota. Se la veía avergonzada por la pregunta de su hijo.

    —Hijo —dijo, con la mano en el pecho caído, pero todavía redondo gracias a los implantes—, no puedes preguntarle eso a Inés, por el amor de Dios.

   Susana tenía sandalias planas color azul, como su delineador, como la sombrilla, como la camisa de Leonardo. Debía estar por los sesenta y pocos. Inés tenía cincuenta y siete, pero se sentía de cien. Sorbió lo último que quedaba en su vaso. En la piscina había gente flotando en colchones inflables. Inés no decidía si le gustaban o no las piscinas. Gerardo las odiaba —después de estar adentro y sumergirse, ¿uno qué hace?

   Susana, con una torpeza monumental, seguía disculpando la imprudencia de su hijo. Inés trató de fijar la vista más allá de las palmeras, que marcaban el recorrido del río y se perdían en un descenso de ladera. Un mesero se acercó con una bandeja de daiquiris. Esta vez también había un whisky. Inés lo agarró:

      —Creo que seguiré con esto.

*

    La galería era el lugar más fresco de la casa, pero estaba hedionda. Los obreros trabajaban enfrente y el olor de las tuberías podridas pegaba muy fuerte. A Glenda se le había ocurrido sembrar antorchas en el jardín; no era mala idea: las había armado con estacas y pedazos de trapo mojados en citronela, un aceite dulzón y alimonado que espantaba los mosquitos. Había otros trapos que mojaba en una esencia de jazmín y el resultado era un vaho penetrante y ácido, con algunos momentos empalagosos. Un olor horroroso, pero más tolerable que el de la tubería podrida.

    Esa mañana nadie había encendido todavía las antorchas. Los obreros debían haber perdido el olfato porque allí estaban, sentados en el pasto, comiendo de unos platos hondos que recién les había llevado Glenda y tragándose ese olor.

       —¿Va a almorzar, señora?

     Glenda la sorprendió. Siempre hacía lo mismo. Era un misterio cómo una mujer tan enorme podía llegar hasta su costado sin hacer ruido.

       —¿Por qué no han prendido las antorchas? —preguntó Inés.

      —Ahora las prendo —dijo Glenda. En su cara siempre había una mueca de disgusto—. ¿Quiere que le sirva?

       —¿Qué hora es?

       —La una, ¿le sirvo?

       —¿Qué cocinó?

       Resopló:

       —Pollo al horno y torta de maíz. Era todo lo que quedaba.

       —Eso está bien, gracias.

       —No queda nada de comer, señora.

       —Le diré a Michel que me traiga un mercado.

       —Llegó esto.

       Glenda se sacó un sobre del bolsillo del delantal y se lo extendió.  Inés lo abrió: era otra invitación de Susana. Al día siguiente haría una reunión con motivo de las fiestas de la Virgen del Carmen. Glenda seguía allí, el hocico estirado y la mano en la nariz, tapándosela con disimulo.

      —¿Qué le pasa? —le preguntó Inés.

      —Nada.

Glenda se fue a la cocina y regresó casi enseguida con una bandeja que ya debía tener servida. La puso en la mesa: un pollo blancuzco con un mazacote amarillo al lado. Todo se veía frío y seco. Inés sintió ganas de vomitar; se llevó una servilleta a la boca y apagó el sonido de un eructo ácido que le quemó la garganta. Le pasaba eso desde los whiskys del condominio, hacía un par de días.

   —Me imagino que sabe que una no va a venir hasta el martes, señora —dijo Glenda, que seguía allí, tiesa como una momia.

     —¿Qué dice?

    —Yo no vengo, y supongo que los muchachos tampoco —señaló a los obreros.

     Inés apartó el plato del almuerzo, asqueada.

     —No entiendo de qué habla, ¿cuándo no van a venir?

     Glenda respiró hondo.

    —Mañana viernes, y hasta el martes. En estos días no se trabaja porque son las fiestas de la Patrona. Y yo pensé… —se volvió a aclarar la garganta.

     —¿Qué pensó?

     —Que por ahí quiere decirle a su hijo que venga a acompañarla —y se metió en la cocina sin dejarla contestar.

     Michel la había llamado el día anterior. No estaba de acuerdo con que se hubiera ido a esa fiesta en el condominio. «No era una fiesta, era un brunch», le dijo Inés. Y él contestó: «Puedo olerte el tufo por el teléfono». Atrevido. Ella le colgó. No le dijo nada para no pelearse, pero le colgó. Cada vez se parecía más a Gerardo: mandón y prejuicioso. Y ella se había convertido en la hija boba de ambos.

Volvió a mirar el jardín: las antorchas apagadas, los obreros sentados en el piso, tragándose ese olor. Estaba tan cansada. Subió al cuarto, pero le costó; las escaleras parecían más empinadas que de costumbre.

*

     Hacía demasiado calor como para tener a Gerardo encima. Inés lo empujaba y le decía que ahora no, que después, cuando refrescara. Pero Gerardo seguía aplastándola con su cuerpo sudado que olía agrio. Inés lo mordió en el pecho y se quedó con un pedazo de carne en la boca, y ni así Gerardo se movió. Se quedó más quieto todavía, como un saco de arena. Inés respiró despacio, aspirando el restito de aire que quedaba entre su cara y el pecho ensangrentado de Gerardo. Volvió a morderlo, a sacarle más pedazos de carne hasta que llegó al corazón, un globo sanguinolento muy inflado que, cuando ella le metió el diente, explotó.

    El ruido la despertó: abrió los ojos. Seguía en la tumbona. Tuvo que aspirar bien hondo el aire tibio y hediondo del jardín, porque sintió que se ahogaba. Se tocó la frente con el dorso de la mano: estaba helada, pero se sentía caliente por dentro. Le dolía el pecho, le dolían los pies. ¿De dónde había venido ese ruido? Al lado de la tumbona había un balde que hacía varias horas contenía hielo. Ya no quedaba ni el agua; ella se la había echado encima antes de quedarse dormida.

      Se había pasado todo el día en calzones y brasier, aprovechando que estaba sola. Se levantó para buscar más hielo y algo de tomar. Atravesó la galería, entró a la cocina y abrió la nevera: solo había agua. Sacó más hielo del congelador, llenó el balde. Fue al baño de servicio y orinó. Después se metió bajo la ducha, que era ínfima. Pensó que allí no podría bañarse cómodo un insecto. Salió mojada hasta la cocina, agarró un trapo de limpiar y se secó la cara. El trapo olía a cebolla, lo tiró a la basura. Abrió la despensa, sacó una almohadilla de pan y untó una torreja con mayonesa. Era lo primero que comía en el día. Volvió afuera, se paró frente al terreno agrietado. El hueco por el que pasaría la tubería era el corredor sin techo de la casa de un gran topo. No se oía nada, solo pájaros y, cada tanto, la bocina de un bus lejano. Inés volvió a la tumbona. Se acostó y cerró los ojos.

        Otra vez, la explosión.

     Cuando abrió los ojos descubrió en el cielo puntos de colores. Tardó unos segundos en entender que eran fuegos artificiales. Venían del pueblo. Eran por las fiestas de la Virgen, seguramente. Al rato oyó el citófono. Tenía un timbre rarísimo, apagado y nasal. Era uno de esos aparatos que habían sido modernísimos en los sesenta. Se levantó, atravesó la galería, entró a la cocina y miró el reloj. Las siete. El citófono volvía a sonar.

       —¿Sí? —contestó.

       —Señora, soy el celador de la cuadra, vengo a traerle un sobre.

       —Ya —sintió la boca pastosa—, por favor, déjelo en el buzón.

       El hombre dijo que bueno. Ella esperó a que se fuera, salió hasta la puerta y sacó el sobre del buzón. Era una nota de Susana. Decía que había estado llamándola por teléfono, que no había podido comunicarse y que no dejara de ir a la fiesta de esa noche; le enviaría un chofer a las ocho, para asegurarse. Inés entró a la sala y alzó el teléfono. Estaba muerto.

      Se bañó. Se puso su vestido turquesa, que era liviano. Se aplastó los pelos y se amarró una pañoleta de seda que le había regalado Michel. Se puso unas sandalias planas, porque los pies no le resistirían otros zapatos: estaban hinchados. Antes de irse alzó el teléfono para ver si tenía tono. Nada.

*

      Alguien le hablaba de lejos. Y todavía más lejos, como detrás de un vidrio, se oía otra voz:

     —¡Gracias a todos los huecos en los que alguna vez enterré mi verga! —Era el amigo de Leonardo.

       Inés giró la cabeza y lo vio encuero, en el trampolín de la piscina, usando una botella de micrófono.

       —Gracias por este premio —ahora alzaba la botella al frente, con ambas manos—, mi culo sabrá disfrutarlo.

Inés se tocó la cabeza, ya no tenía su pañoleta. Se sentía mareada.

       —Gracias a todos y cada uno de los…

       —¿Entonces? —Ahora era Leonardo. Estaba sentado en el piso, a su lado—. Me estabas contando de este gordo que adelgazó con un té. ¿Es amigo tuyo?

       Inés tenía la garganta seca, las palabras se le atoraban. Sintió un dolor en el muslo: Leonardo la estaba mordiendo. Le apartó la cabeza de un empujón muy débil. Estaba desnuda y él también. Al lado de la tumbona había una mesita con una botella de whisky casi vacía.

        —¿Dónde está mi pañoleta? —Volvió a tocarse la cabeza.

        —¿Qué dices? —dijo Leonardo.

        En la piscina alguien daba brazadas.

        —Gracias a todos los labios que supieron succionarme…

        —No me siento los pies —dijo Inés.

       Un rato antes, Inés, Leonardo y el amigo de Leonardo se habían metido en la piscina. Inés recordaba eso y recordaba unos dedos pellizcándole los pezones. Recordaba que había pensado, quizá dicho también, que en el agua el roce de los cuerpos se sentía artificial, como si estuvieran envueltos en papel film. Ahora el amigo de Leonardo y Susana estaban frente a ella, besándose. El tipo tenía la pañoleta de Inés amarrada en el pito: lo tenía encogido, morado, metido hacia adentro como una media. Inés sintió que le ardía algo por dentro. Quiso pedirle que se la quitara y se la devolviera, pero no le salió una palabra. El tipo soltó a Susana y se inclinó sobre la mesita del whisky, vació lo que quedaba en la botella sobre las tetas de Inés y se agachó para lamerla, pero Leonardo lo frenó:

        —Déjala, no ves que no sabe ni dónde está.

      El tipo dijo algo que Inés no entendió y se tiró en la piscina. Al fondo se escuchó la risa de Susana. Inés cerró los ojos y sintió que algo la aplastaba hasta dejarla casi sin aire. Abrió los ojos.

      —Quietita. —Leonardo estaba trepado de piernas abiertas sobre su vientre. Se lamía la mano y la tocaba abajo—. Tienes el chocho seco y cerrado como una ostra.

       Le metió un par de dedos, empujó fuerte y una uña debió rozarla por dentro, porque Inés sintió que sangraba y le ardía.

        —Por favor… —murmuró.

       Quiso decirle algo sobre su cáncer, sus defensas bajas. Pensó que ya se lo había dicho antes.

     Leonardo metía y sacaba los dedos como si destapara una cañería y con la otra mano se hacía la paja. Se vino con un bramido y se dejó caer sobre Inés, aplastando con el cuerpo su propio semen.

*

     Al día siguiente Michel le llevó los ingredientes para que hiciera una lasaña. Inés la sirvió en la mesa de la galería. Michel barría las hojas del jardín, era muy torpe con el rastrillo. Las antorchas estaban prendidas.

       —Ya está el almuerzo, mi amor.

      Inés estaba mareada, le dolía mucho la cabeza. Michel se acercó, sirvió coca-cola en dos vasos con hielo.

      Esa mañana, cuando volvió del condominio, Inés se había metido en la ducha y se había quedado ahí sentada durante horas. Después llegó Michel con un escándalo porque no le contestaba el teléfono. Está dañado, se defendió Inés. Pero cuando Michel fue y lo revisó, vio que no estaba dañado, sino desenchufado. Eso lo puso peor.

      —Te veo desmejorada —le decía ahora, masticando—. No fue una buena idea que te mudaras acá.

Inés se rio sin ganas:

       —¡Pero si todos estaban encantados!

      Michel apartó su plato:

      —Estás insoportable, madre.

      ¿Madre? Nunca le había dicho así.

      —Come —dijo Inés—, que se te va a enfriar.

      Después probó la lasaña, pero no le pasó de la garganta.

       —¿Dónde está la señora que viene a limpiar?

       Inés alzó los hombros:

       —No viene sino hasta al martes.

       —¿Por qué?

       —Por las fiestas de la Virgen.

       —¿Qué virgen?

       —Yo qué sé.

   Comieron en silencio. Ella tragaba bocados diminutos con dificultad. Le dolía el cuerpo, le dolía todo. Al poco rato se alborotaron los jejenes y Michel se levantó a atizar una de las antorchas del jardín para que el humo los espantara. El aire podrido que llegaba a la galería fue reemplazado por el olor dulzón de la citronela.

       Inés se tocó las sienes, le palpitaban. Michel volvió a hablar:

       —¿Qué has comido en estos días? No había nada en la nevera.

     —Ya sé, por eso te pedí que me trajeras un mercado. Acá no es fácil salir a comprar cosas.

       Michel terminó su plato y ella le sirvió otra porción. Las manos le temblaban, tenía escalofríos. Se secó el sudor con la manga de la blusa. Michel la miraba y eso la incomodaba, era como si estuviera escaneando cada hueso de su cuerpo maltrecho.

        —¿Estás tomando las pastillas?

        —Sí.

        —¿Las vitaminas también?

        —Sí.

       —¿Estás haciendo los estiramientos?

       —Todos los días.

       —¿Seguro?

      —Sí, señor.

     Inés había abandonado su plato y miraba el jardín: la llama de una antorcha flameaba por culpa de la brisa y hacía que el humo se elevara en una línea blanca y curva, que al final se disolvía.

Sintió ganas de fumar.

     Una vez, a mitad de tratamiento, había sentido la misma urgencia por un cigarrillo. Ella no fumaba, lo que lo hacía más extraño. «Es el modo en que expresas tu deseo de morirte —le había dicho el doctor—, y estás en todo tu derecho de querer morirte». Ella no daba más: se desmayaba cada dos por tres, vomitaba hasta el agua y se sacaba costras ensangrentadas de la cabeza.

       Inés se tocó la cabeza.

       —¿Te duele? —dijo Michel.

       —No, me molestan estos pelos, me pican.

       —Ponte la pañoleta que te di, ¿no te gusta?

      Aquella vez, cuando casi deja el tratamiento, Michel y Gerardo la esperaron afuera de la habitación: habían insistido en quedarse adentro, pero el médico les dijo que algunas cosas era mejor hablarlas a solas con el paciente. Inés dijo: «Sí, el doctor tiene razón», y ellos la miraron como dos criaturas desamparadas.

«No, doctor, que se le tuerza esa boca, yo no quiero morirme». Y el médico la miró con tristeza, casi decepcionado. Inés le preguntó: «¿Qué tan seguro es que, aun con el tratamiento, no me muera?». El médico alzó los hombros en un gesto que a ella le pareció el summum  de la crueldad. Y pensó: «¿Qué le cuesta mentirme?».

Michel se metió un bocado grande de lasaña.

     —No te ves nada bien, mami —dijo, otra vez masticando. Tragó lento y repitió, severo—: Nada bien.

      Sus ojos la evadían, brillantes, rencorosos.

      Inés empuñó una mano y golpeó la mesa:

      —¡Pero por Dios! —dijo—, si estoy perfecta.


domingo, 8 de enero de 2023

Me estoy cultivando, cuento de Ottessa Moshfegh


Mi clase estaba en la primera planta, al lado de la sala de las monjas. Por las mañanas, vomitaba en su baño. Una de ellas limpiaba siempre el asiento del inodoro con polvos de talco. Otra le ponía el tapón al lavabo y lo llenaba de agua. No entendí nunca a las monjas. Una era vieja y la otra era joven. La joven a veces me hablaba, me preguntaba qué iba a hacer el puente, si iba a ver a mi familia en Navidad y esas cosas. La vieja volvía la cara y se retorcía el hábito con los puños cerrados cada vez que me veía llegar.

Mi clase era la antigua biblioteca del colegio. Estaba vieja y desordenada, con libros y revistas desparramados por todos lados y un radiador sibilante y ventanas enormes y empañadas que daban a la calle 6. Junté dos pupitres para montarme una mesa al frente de la clase, cerca de la pizarra. Tenía guardado un saco de dormir con relleno de plumas en una caja de cartón en la parte de atrás, tapado con periódicos viejos. Entre clase y clase, lo sacaba, cerraba la puerta y dormía la siesta hasta que sonaba el timbre. Por lo general, seguía borracha de la noche anterior. Algunas veces me tomaba en el almuerzo un botellín de cerveza fuerte de trigo en el restaurante indio de la esquina, para poder seguir en pie. La cervecería McSorley’s estaba cerca, pero no me gustaba nada todo ese aire nostálgico, aquel bar me sacaba de quicio. Rara vez bajaba al comedor del colegio, pero cuando lo hacía, el director, el señor Kishka, me paraba y me decía con una gran sonrisa:

—Ahí viene la vegetariana.

No sé por qué se creía que era vegetariana. Del comedor me llevaba trocitos de queso envasados, nuggets de pollo y panecillos de leche grasientos. 

Tenía una alumna, Angelika, que se venía a la clase conmigo a comerse el almuerzo.

—Señorita Mooney —me llamaba—. Tengo un problema con mi madre.

Era una de las dos amigas que tenía. Hablábamos y hablábamos. Le dije que no engordas por que te eyaculen dentro.

—Se equivoca, señorita Mooney. Esa cosa te deja gorda por dentro. Por eso las chicas se ponen tan gordas. Son unas putas.

Angelika tenía un novio al que visitaba en prisión los fines de semana. Todos los lunes traía alguna historia nueva sobre sus abogados, sobre lo mucho que lo quería y todo eso. Siempre tenía la misma cara, como si ya supiera todas las respuestas a sus preguntas.

Tenía otro alumno que me volvía loca. Popliasti. Era uno de segundo enjuto, rubio, con acné y mucho acento.

—Señorita Mooney —decía mientras se ponía de pie en su sitio—. Permítame que la ayude con el problema.

Me quitaba la tiza de la mano y dibujaba en la pizarra una polla y dos huevos que se convirtieron en una especie de insignia de la clase. Aparecía en todas las tareas, en los exámenes, la grababan en todos los pupitres. A mí no me importaba. Me hacía reír. Pero con Popliasti y sus constantes interrupciones perdí los estribos unas cuantas veces.

—¡No les puedo enseñar nada si se comportan como animales! —gritaba.

—No podemos aprender si se pone como loca gritando y con esos pelos revueltos —decía Popliasti, mientras corría por toda la clase y tiraba los libros que había en el alféizar de la ventana. Me las podría haber arreglado muy bien sin él.

Pero los del último curso eran todos muy respetuosos. Me encargaba de prepararlos para entrar en la universidad. Me venían con preguntas legítimas de matemáticas y vocabulario que me costaba mucho contestar. Unas cuantas veces en cálculo admití mi derrota y me pasé la hora de clase parloteando sobre mi vida.

—Casi todo el mundo ha probado el sexo anal —les dije—. No pongan esa cara de sorpresa.

Y:

—Mi novio y yo no usamos condón. Eso pasa cuando confías en alguien.

Por alguna razón, el director Kishka se mantenía alejado de aquella antigua biblioteca. Creo que sabía que, si alguna vez ponía el pie en ella, tendría que encargarse de limpiarla y de librarse de mí. La mayoría de los libros no servían, eran enciclopedias obsoletas desparejadas, biblias ucranianas, novelas de Nancy Drew. Hasta me encontré unas revistas con fotos de chicas. Estaban debajo de un mapa antiguo de la Rusia soviética doblado en un cajón con la etiqueta HERMANA KOSZINSKA. Uno de los grandes descubrimientos que hice fue una vieja enciclopedia sobre gusanos. Era un tomo del grosor de un puño sin cubiertas y con páginas de papel quebradizo con las esquinas dobladas. Intentaba leerlo entre clase y clase, cuando no podía pegar ojo. Lo metía en el saco de dormir, lo abría, dejaba revolotear la vista por las pequeñas letras llenas de moho. Cada entrada era más increíble que la anterior. Había gusanos intestinales y gusanos foronídeos con forma de herradura y gusanos con dos cabezas y gusanos con dientes como diamantes y gusanos grandes como gatos, gusanos que cantaban como los grillos o se podían camuflar como piedrecitas o lirios o dilatar las mandíbulas para que les cupiera dentro un bebé humano. ¿Qué basura les dan de comer a los niños hoy en día?, pensaba. Me dormía y me levantaba y enseñaba álgebra y volvía al saco de dormir. Me lo cerraba por encima de la cabeza. Me refugiaba en lo hondo y apretaba los ojos. La cabeza me latía y sentía la boca como papel de cocina mojado. Cuando sonaba el timbre, salía y allí estaba Angelika con su almuerzo dentro de una bolsa de papel marrón diciendo:

—Señorita Mooney, tengo algo en el ojo y por eso estoy llorando.

—Vale —le decía yo—. Cierra la puerta.

El suelo era de linóleo ajedrezado de colores pis y negro. Las paredes brillantes y resquebrajadas estaban pintadas de color pis.



Yo tenía un novio que no había terminado todavía la universidad y llevaba la misma ropa todos los días: unos pantalones de trabajo de color azul y una camisa fina como papel de fumar de estilo vaquero con botones a presión irisados. Se le transparentaban los pelos del pecho y los pezones. Yo no le decía nada. Era guapo de cara, pero tenía los tobillos anchos y el cuello blando y lleno de arrugas. «Hay un montón de chicas en la universidad que quieren salir conmigo», solía decir. Estaba estudiando para ser fotógrafo, cosa que yo no me tomaba nada en serio. Me imaginaba que después de licenciarse trabajaría en alguna oficina, estaría agradecido de tener un trabajo de verdad, se sentiría contento y se jactaría de que lo hubiesen contratado, tendría una cuenta en el banco a su nombre, un traje en el armario, etcétera, etcétera. Era adorable. Una vez vino su madre de visita desde Carolina del Sur. Él me presentó como a «una amiga que vive en el centro». Su madre era horrible, una rubia alta con tetas postizas.

—¿Qué crema te pones por la noche? —me preguntó cuando el novio fue al baño.

Yo tenía treinta años, un exmarido, pensión alimenticia y un seguro médico decente gracias a la Archidiócesis de Nueva York. Mis padres, que vivían al norte del estado, me mandaban paquetes llenos de sellos y de té sin teína. Llamaba a mi exmarido cuando estaba borracha y me quejaba de mi trabajo, de mi piso, del novio, de mis alumnos, cualquier cosa que se me ocurriese. Se había vuelto a casar, vivía en Chicago. Trabajaba en algo de leyes. No entendí nunca su trabajo y él nunca me explicó nada.

El novio iba y venía los fines de semana. Bebíamos juntos vino y whisky, las cosas románticas que me gustaban. Él lo soportaba; se hacía el tonto, supongo. Pero era uno de esos que se ponen pesados con el tema del tabaco.

—¿Cómo puedes fumar tanto? La boca te sabe a lomo ahumado —me decía.

—Ja, ja —le decía yo desde mi lado de la cama.

Me metía debajo de las sábanas. La mitad de mi ropa, de mis libros, las cartas sin abrir, tazas, ceniceros, la mitad de mi vida estaba embutida entre el colchón y la pared.

—Háblame de tu semana —le decía al novio.

—Bueno, el lunes me levanté a las once y media —empezaba él.

Podía seguir así el día entero. Era de Chattanooga. Su voz era bonita y dulce. Tenía un sonido bonito, como una radio antigua. Me levantaba, llenaba una taza de vino y me sentaba en la cama.

—La cola de la tienda era la normal —decía él. Luego—: Pero no me gusta Lacan. Los que son así de incoherentes es por arrogancia.

—Vagos —decía yo—. Sí.

Para cuando terminaba de hablar, ya era hora de irnos a cenar. Podíamos tomarnos algo. Lo único que tenía que hacer era dar vueltas por ahí y sentarme y decirle qué pedir. Así cuidaba él de mí. Rara vez metía las narices en mi vida privada. Cuando lo hacía, me ponía en plan sensible.

—¿Por qué no dejas el trabajo? —me preguntaba—. Te lo puedes permitir.

—Porque quiero a los chavales —contestaba yo. Se me llenaban los ojos de lágrimas—. Son personas maravillosas. Los quiero mucho —estaba borracha.

Compraba la cerveza en la tienda de la esquina de la calle 10 Este con la Primera Avenida. Los egipcios que trabajaban en ella eran todos muy guapos y amables. Me regalaban golosinas: regaliz rojo, picapica. Las echaban en la bolsa de papel y me guiñaban el ojo. Todas las tardes compraba dos o tres litronas y un paquete de cigarrillos cuando volvía a casa del instituto y me acostaba y veía en mi tele pequeña en blanco y negro Matrimonio con hijos y el programa de entrevistas de Sally Jessy Raphael, bebía y fumaba y daba cabezadas. Cuando oscurecía volvía a salir a por más cerveza y, a veces, comida. A eso de las diez de la noche, me pasaba al vodka y hacía como que me cultivaba con un libro o algo de música, como si Dios estuviese vigilándome.

—Todo bien —fingía decir—. Aquí cultivándome, como siempre.

O a veces iba a un bar de la avenida A. Intentaba pedir bebidas que no me gustaran para tomármelas más despacio. Pedía ginebra con tónica o ginebra con soda o ginebra con martini o una Guinness. Al empezar, le decía a la camarera de la barra, una vieja polaca:

—No me gusta hablar mientras bebo, así que a lo mejor no te hablo.

—Bien, no pasa nada —decía.

Era muy respetuosa.



Todos los años, los muchachos tenían que hacer un examen muy importante para que el estado supiera lo mal que hacía mi trabajo. Los exámenes estaban concebidos para que suspendieran. Ni yo los podía aprobar.

La otra profesora de matemáticas era una filipina bajita que yo sabía que ganaba menos por hacer el mismo trabajo y vivía en el Spanish Harlem, en un piso de un dormitorio con tres niños y ningún marido. Tenía una especie de enfermedad respiratoria y una verruga gigante en la nariz y llevaba las blusas abrochadas hasta arriba con moños ridículos y broches y ostentosos collares de perlas de plástico. Era una católica devota. Los chavales se reían de ella por eso. Le decían la «mujercita china». Era mucho mejor profesora de matemáticas que yo, claro, que tenía una ventaja injusta: se quedaba con todos los alumnos a los que se les daban bien las matemáticas, todos a los que en Ucrania les habían pegado con un palo y los habían obligado a aprenderse las tablas de multiplicar, los decimales, los exponentes, todos los trucos del oficio. Cada vez que alguien hablaba de Ucrania, me imaginaba o un bosque gris y desolado lleno de lobos negros aullando o un bar de carretera de mala muerte lleno de prostitutos acabados.

A todos mis alumnos se les daban fatal las matemáticas. Me encasquetaban a los torpes. Popliasti, el peor de todos, casi no sabía sumar dos y dos. No había forma de que mis muchachos aprobasen aquel examen. Cuando llegó el día, la filipina y yo nos mirábamos la una a la otra como diciendo «¿A quién queremos engañar?». Les daba los exámenes, les hacía romper los sellos, les mostraba cómo rellenar los espacios en blanco con los lápices adecuados, les decía «Háganlo lo mejor que puedan», y luego me llevaba los exámenes a mi casa y les cambiaba las respuestas. Ni hablar de que me despidieran por culpa de aquellos imbéciles.

—¡Espectacular! —decía el señor Kishka cuando llegaban los resultados. Me guiñaba el ojo y levantaba el pulgar y se persignaba y cerraba despacio la puerta tras de sí.

Todos los años lo mismo.



Tenía otra amiga, Jessica Hornstein, una chica judía feúcha que había conocido en la universidad. Sus padres eran primos segundos. Vivía con ellos en Long Island y algunas noches se tomaba el tren para salir conmigo por el centro. Aparecía en vaqueros y zapatillas de deporte y abría la mochila y sacaba cocaína y un conjunto digno de la prostituta más barata de Las Vegas. La cocaína se la daba un tipo de Bethpage que estaba en el instituto. Era horrorosa, probablemente la cortaban con detergente en polvo. Jessica tenía pelucas de todos los colores y estilos: una azul neón por encima de los hombros, una rubia larga al estilo Barbarella, una pelirroja con la permanente, una negra azabache japonesa. Tenía la cara sosa y los ojos saltones. Me sentía siempre como Cleopatra al lado de Opie, el personaje de Ron Howard en El show de Andy Griffith, cuando salía con ella.

—Vamos de discotecas —me pedía siempre.

Yo no soportaba todo aquello: pasar la noche bajo focos de colores, los cócteles de más de veinte dólares, que se me insinuaran ingenieros hindúes flaquitos, no bailar, que me pusieran un sello en el dorso de la mano que no me podría borrar. Me sentía maltratada.

Pero Jessica Hornstein sabía «perrear». La mayoría de las noches me decía adiós del brazo de alguno con pinta de ejecutivo anodino camino de hacerle pasar «el mejor momento de su vida» en su apartamento de Murray Hill o donde fuera que viviese ese tipo de gente. A veces, yo aceptaba la oferta de alguno de los hindúes, me metía en un taxi clandestino hasta Queens, les registraba el botiquín, conseguía que me lo comieran y me volvía a casa en metro a las seis de la mañana con el tiempo justo para ducharme, llamar a mi exmarido y llegar al instituto antes de que sonara el segundo timbre, pero la mayoría de las veces me marchaba de la discoteca temprano e iba a sentarme frente a la vieja camarera polaca, que se chingara Jessica Hornstein. Mojaba un dedo en la cerveza y me lo restregaba para quitarme la máscara de pestañas. Les echaba un vistazo a las otras mujeres que había en el bar. El maquillaje te da aspecto de desesperada, pensaba. La gente era tan falsa con la ropa y la personalidad. Y luego pensaba: ¿A quién le importa? Que hagan lo que quieran. Por quien debería preocuparme es por mí. De vez en cuando les clamaba a mis alumnos. Hacía aspavientos. Apoyaba la cabeza en la mesa. Les pedía ayuda, pero ¿qué podía esperar? Se giraban en el pupitre para hablar unos con otros, se ponían los auriculares, sacaban libros, papas fritas, miraban por la ventana, hacían cualquier cosa menos intentar consolarme.

Ah, claro, tuve unos cuantos momentos buenos. Un día fui al parque y vi a una ardilla trepar por un árbol. Una nube flotaba en el cielo. Me senté en un claro de hierba seca y amarilla y dejé que el sol me calentase la espalda. Hasta intenté hacer un crucigrama. Una vez me encontré un billete de veinte dólares en unos vaqueros viejos. Me bebí un vaso de agua. Llegó el verano. Los días se volvieron insoportablemente largos. Se acabaron las clases. El novio terminó la carrera y volvió a Tennessee. Me compré un aire acondicionado y le pagué a un chico para que lo transportara calle abajo y lo subiera por la escalera hasta mi piso. Luego, mi exmarido me dejó un mensaje en el contestador:

—Voy a la ciudad —decía—. Comamos juntos, o cenemos. O tomemos algo. La semana que viene. Nada serio. Hablamos.

Nada serio. Ya veríamos. Dejé de beber unos cuantos días, hice ejercicios de suelo en casa. Le pedí prestada la aspiradora al vecino, un gay de mediana edad con largas cicatrices de acné, que me echó una mirada de perro preocupado. Me fui de paseo a Broadway y me gasté parte de mi dinero en ropa nueva, tacones, medias de seda. Fui a que me maquillaran y me compré los productos que me recomendaron. Me corté el pelo. Me hice la manicura. Me fui a comer. Me comí una ensalada por primera vez en años. Fui al cine. Llamé a mi madre. «Nunca me había sentido mejor. Estoy pasando un verano estupendo. Unas vacaciones de verano geniales», le dije. Ordené el piso. Llené un jarrón de flores alegres. Hice cualquier cosa buena que se me ocurrió. Estaba llena de esperanza. Compré sábanas y toallas nuevas. Escuché música. «Bailar», me dije a mí misma. Mira, estoy hablando español. La mente se me está curando sola, pensé. Todo va a salir bien.

Y entonces llegó el día. Fui a encontrarme con mi exmarido en un restaurante de moda en la calle MacDougal, en el que las camareras llevaban vestidos muy bonitos con cuellos blancos de puntilla. Me presenté temprano y me senté a la barra y observé a las camareras trasladar con cuidado las bandejas redondas y negras con cócteles de colores y platitos de pan y cuencos de aceitunas. Un sumiller bajito entraba y salía como si fuese un director de orquesta. Los frutos secos de la barra sabían a salvia. Encendí un cigarrillo y miré el reloj. Había llegado tempranísimo. Pedí una copa. Un scotch con soda.

—Jesús —dije.

Pedí otro, esta vez sin soda. Encendí otro cigarrillo. Se sentó una chica a mi lado. Empezamos a hablar. También estaba esperando.

—Hombres —dijo—. Cómo les gusta torturarnos.

—No sé de qué me hablas —dije, y me di la vuelta en el taburete.

Dieron las ocho y entró mi exmarido. Habló con el jefe de sala, hizo un gesto hacia donde yo estaba, siguió a una chica hasta una mesa junto a la ventana y me hizo una señal con la mano. Me llevé mi bebida.

—Gracias por quedar conmigo —dijo mientras se quitaba la chaqueta.

Encendí un cigarrillo y abrí la carta de los vinos. Mi ex carraspeó, pero no dijo nada durante un rato. Luego empezó, con sus titubeos de siempre, a hablar del restaurante, de lo que había leído sobre el cocinero en no sé qué revista, lo mala que era la comida del avión, el hotel, cuánto había cambiado la ciudad, lo interesante que era la carta, el tiempo aquí, el tiempo allí, etcétera.

—Se te ve cansada. Pide lo que quieras —me dijo, como si yo fuera su sobrina o alguna clase de niñera.

—Eso haré, gracias —dije.

Apareció una camarera a decirnos los platos fuera de carta. Mi ex la encandiló. Siempre era más amable con las camareras que conmigo.

—Ay, gracias. Muchas gracias. Eres la mejor. Guau. Guau, guau, guau. Gracias, gracias, gracias.

Decidí lo que quería pedir, luego hice como que tenía que ir al baño y me iba a levantar. Me quité los pendientes largos y los metí en el bolso. Descrucé las piernas. Lo miré. No sonrió ni hizo nada. Estaba allí sentado sin más con los codos sobre la mesa. Eché de menos al novio. Era tan fácil. Era muy respetuoso.

—¿Cómo está Vivian? —pregunté.

—Está bien. La han ascendido, está muy ocupada. Te manda recuerdos.

—Seguro que sí. Dáselos también de mi parte.

—Se lo diré.

—Gracias —dije.

—De nada —dijo él.

Volvió la camarera con otra bebida y nos tomó nota. Pedí una botella de vino. Me quedaré por el vino, pensé. Se me estaba pasando el efecto del whisky. Se fue la camarera y mi ex se levantó para ir al baño y cuando volvió me pidió que dejara de llamarlo.

—No, me parece que seguiré llamándote —le dije.

—Te pagaré.

—¿De cuánto estamos hablando?

Me lo dijo.

—Bueno—dije—. Acepto el trato.

Llegó la comida. Comimos en silencio. Y entonces no pude seguir comiendo. Me levanté. No dije nada. Me fui a casa. Fui y volví de la tienda. Me llamaron del banco. Le escribí una carta al instituto católico ucraniano.


Estimado director Kishka. Gracias por dejarme enseñar en su instituto. Por favor, tire el saco de dormir que hay en la caja de cartón al fondo de la clase. Tengo que dimitir por motivos personales. Solo para que lo sepa, he estado amañando los exámenes de acceso a la universidad. Gracias otra vez. Gracias, gracias, gracias.



Había una iglesia pegada a la parte de atrás del instituto, una catedral con mosaicos enormes de gente con el dedo levantado como pidiendo silencio. Pensé en ir allí y dejarle a uno de los sacerdotes mi carta de dimisión. Además, quería un poco de ternura, creo, y me imaginaba al sacerdote poniéndome la mano en la cabeza y llamándome algo como «querida» o «cielo mío» o «pequeña». No sé en qué estaba pensando. «Criatura».

Llevaba días metiéndome cocaína mala y bebiendo. Enganché a unos cuantos hombres, los llevé a mi piso y les enseñé todas mis pertenencias, estiré medias color carne y les propuse ahorcarnos por turnos. Ninguno se quedó más de unas pocas horas. La carta para el director Kishka estaba en la mesita de noche. Llegó el momento. Me revisé en el espejo del baño antes de salir de casa. Pensé que tenía un aspecto bastante normal. No era posible. Me metí lo que me quedaba por la nariz. Me puse una gorra de beisbol. Me puse más cacao en los labios.

De camino a la iglesia, pasé por McDonald’s por una Coca-Cola light. Llevaba semanas sin estar rodeada de gente. Había familias enteras sentadas juntas, sorbiendo con pajitas, sedados, rumiando sus patatas fritas como caballos reventados delante del forraje. Un indigente —no pude distinguir si era hombre o mujer— se había puesto a revolver la basura de la entrada. Por lo menos, no estaba del todo sola, pensé. Hacía calor fuera. Necesitaba la Coca-Cola, pero las colas para pedir no tenían ni pies ni cabeza. La mayoría se hacinaban en grupos al azar, miraban los tableros de los menús con los ojos vidriosos, se tocaban la barbilla, señalaban, asentían.

—¿Estás en la cola? —les preguntaba.

Nadie me contestaba. Terminé por acercarme a un chico de color con gorra que estaba tras el mostrador. Pedí mi Coca-Cola light.

—¿De qué tamaño? —me preguntó.

Sacó cuatro vasos por orden de tamaño ascendente. El mayor medía unos treinta centímetros de alto.

—Me llevo ese —dije.

Parecía una gran ocasión. No sé explicarlo. Me sentí dotada de pronto de grandes poderes. Clavé la pajita y sorbí. Estaba rica. Era lo mejor que había probado nunca. Pensé en pedirme otra para cuando me terminase aquella, pero sería abusar, me dije. Mejor dejar que aquella tuviese su día. Bien, pensé. Una cada vez. Una Coca-Cola light cada vez. Ahora, al sacerdote.

La última vez que había estado en aquella iglesia había sido en alguna festividad católica. Me había sentado al fondo y había hecho todo lo posible para arrodillarme, santiguarme, mover la boca con las frases en latín y todo lo demás. No tenía ni idea de lo que significaba nada, pero me afectó. Hacía frío allí dentro. Tenía los pezones de punta, las manos hinchadas, me dolía la espalda. Seguramente apestaba a alcohol. Vi a los alumnos uniformados ponerse en fila para la comunión. Los que hacían una genuflexión ante el altar lo hacían con tanta profundidad, tan del todo, que se me rompió el corazón. La mayor parte de la liturgia era en ucraniano. Vi a Popliasti jugar con la pieza acolchada para arrodillarse, la levantaba y la dejaba caer de golpe. Había vidrieras preciosas, mucho oro.

Pero, cuando llegué aquel día con la carta, la iglesia estaba cerrada. Me senté en los escalones de piedra húmedos y me terminé la Coca-Cola light. Pasó por allí un tipo de la calle sin camisa.

—Reza para que llueva —me dijo.

—Está bien.

Me fui a la cervecería McSorley’s y me comí un cuenco de cebollitas en vinagre. Rompí la carta. Brillaba el sol.